La revolución norteamericana marcó una ruptura histórica decisiva. Fue el auténtico arranque de la Edad Contemporánea. Sin ella no se entendería la revolución francesa posterior ni tampoco las revoluciones liberales que se expandieron por todo Occidente, incluidas, por supuesto las revoluciones de las independencias hispanoamericanas. Es por ello por lo que os hablaremos de la independencia de Estados Unidos, algo de lo que ya os hablamos concretamente en otro momento.

El pueblo norteamericano albergaba todas las características de lo que se consideraba la modernidad en política y en economía, al igual que en cultura. Ese papel se expresa en la teoría del excepcionalismo, que es la idea que expresó Lincoln: «Estados Unidos es una nación concebida en la libertad, y dedicada a la proposición de que todos los hombres son creados iguales», y, por tanto, la misión estadounidense es que el «gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo no perezca de la faz de la tierra» (Cantero García, Gayoso Pardo, 1988: 9). Con tal idea actuaron los sucesivos gobiernos y de ahí se deriva una política exterior siempre justificada como la tarea de un pueblo que debe defender esos principios, ante todo en el propio continente americano.

Bajo este punto de vista se intentará explicar primero la propia revolución norteamericana, sus características de organización interna y sus ideas de política exterior. ¿Qué influencias e impactos produjo la revolución norteamericana en las colonias hispanas? ¿Y luego en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas? ¿Qué supuso Estados Unidos a lo largo del siglo XIX en Hispanoamérica? Estas soy algunas de las preguntas que pretendemos resolver aquí.

Guerra y revolución. Los factores del conflicto.

Los factores desencadenantes de la guerra de las Trece Colonias contra la metrópoli británica y su transformación en una revolución política es una cuestión que ha sido muy tratada en la historia. Sin embargo, aquí solo se sintetizarán los rasgos más destacados e inmediatos al respecto.

El primer factor se sitúa en la prosperidad económica de las Trece Colonias a lo largo del siglo XVIII, a partir de dos ingredientes contradictorios: libertad y esclavitud (Grant, 2014: 109). Así, entre el 1700 y la Declaración de Independencia en 1776 llegaron a Norteamérica medio millón de inmigrantes, lo que permite situar a las colonias como sociedades en estado de transición constante.

Por otra parte, Gran Bretaña, una vez concluida la Guerra de los Siete Años en 1763, de la que salió como gran vencedora, obtuvo inmensos territorios en Asia, África y América, pero esa guerra dejó al gobierno británico al borde de la bancarrota, con una deuda de 130 millones de libras, mientras la administración de las nuevas posesiones obtenidas multiplicaría los gastos por cinco. El primer ministro George Grenville decidió aplicar un plan de ajuste, no en Gran Bretaña, sino en las colonias americanas con la Ley de Ingresos de 1764, conocida como Ley del Azúcar, que reducía a la mitad el arancel a las importaciones de melazas extranjeras, mientras gravaba nuevos productos como lino, seda, añil, café, limón y vinos extranjeros. Además se ampliaba la lista de mercancías que sólo podían exportarse a Inglaterra. Londres se convirtió así en intermediaria de los productos coloniales, elevando su precio y quedándose con jugosas ganancias.

La Ley de Ingresos de 1764, conocida como Ley del Azúcar.

Fueron estas las medidas que agitaron un sentimiento contra la metrópoli que dio paso a la revolución posterior. Como ejemplo de ello puede mencionarse la ley de Timbres, aprobada por el Parlamento en marzo de 1765. El impuesto consistía en un sello -que debía imprimirse en testamentos, licencias, pólizas de seguro, etc.-, sin el cual todo documento carecía de validez legal. El gravamen recaía también sobre periódicos, panfletos volantes y hasta naipes.

Pero estos factores (la prosperidad de las colonias, más los impuestos establecidos por la metrópoli) se añadió un factor que no se debe minusvalorar, es el del influjo del pensamiento ilustrado. La influencia de pensadores como Kant, que consideraban que la Ilustración pasaba por aplicar el Sapere Aude (atrévete a pensar) fue muy fuerte. Del mismo modo ocurriría con las teorías de Locke, padre intelectual de la anterior revolución gloriosa en la Inglaterra de 1688, más las tesis de Montesquieu, Rousseau y todos los enciclopedistas franceses (Hazard, 1991).

 

Hay que destacar también el influjo de Thomas Paine que publicó en 1776 precisamente un panfleto titulado Sentido Común o Common Sense, que contribuyó decisivamente a la revolución porque explicaba que un hombre valía por «todos los rufianes coronados que hayan vivido»; llamaba al rey Jorge «la Real Bestia de la Gran Bretaña» y subrayaba el absurdo de que se gobernara América desde una isla tan lejana. (Morison y Steele Commager, 1987: 111.)

el sentido común
1 El «Sentido Común» o «Common Sense», un texto por el cual se ponía de manifiesto la falta de interés de los habitantes de las colonias norteamericanas por ser gobernados por rey déspota desde una isla lejana.

En este contexto se produjeron los desencadenantes del conflicto que se exponen a continuación.

Del Boston Tea Party (1773) a la Guerra.

La citada ley de ingresos de 1764, conocida como ley del azúcar, además de la ley de timbres, se convirtieron en un boomerang para el gobierno británico. porque supusieron el comienzo de la unificación de unas colonias que se habían creado y prosperado en un singular aislamiento. Representantes de nueve de las trece colonias se reunieron en octubre de 1765 y lograron que las medidas fueran derogadas. Fue un precedente decisivo.

El conflicto resurgió en 1773, cuando el Parlamento inglés aprobó la Ley del Té, que otorgaba a la Compañía Británica de las Indias Orientales el monopolio de la venta de ese producto en las colonias. Esto suponía el desplazamiento de los comerciantes locales. Cuando el gobernador de Boston intentó forzar la descarga de un embarque, un grupo de colonos disfrazados de nativos tomó los barcos y arrojó la mercancía por la borda. Este episodio -conocido como el Boston Tea Party o Motín del Té, fue un desafío inadmisible para la corona británica, que decidió dar un castigo ejemplar. Sin embargo, pronto surgió la solidaridad de las demás colonias que también boicotearon los productos.

Ya desde 1772 existían grupos de «patriotas» que habían montado, mediante comités de correspondencia, una especie de gobierno en la sombra. Era el punto de arranque de los futuros congresos provinciales de Massachusetts, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Nueva York, Nueva Jersey y Nuevo Hampshire, y de las posteriores convenciones en Virginia y Maryland. Eran «asambleas de hombres libres» que progresivamente tomaron las riendas del poder en cada colonia en desobediencia tras el Tea Party contra el gobierno británico. Así se produjo el proceso de unificación de esas asambleas de cada colonia en el Primer Congreso Continental celebrado en Filadelfia el 5 de septiembre de 1774. Contaba ya con el precedente del Stamp Act Congress en 1765.

No hubo unanimidad entre los colonos. Unos, como Joseph Galloway, representante de Pensilvania, cercano a Franklin, era partidario de mantener el vínculo con la metrópoli, pero su plan fue derrotado en el debate que sostuvieron en octubre de 1774. Ganaron los partidarios de la ruptura y decidieron elevar una petición al Rey, pero esta no fue atendida. Fue entonces cuando se formalizó el boicot comercial a los productos británicos desde el 1 de diciembre de 1774.

Mientras tanto, en Londres había partidarios de reconciliarse con los colonos, entre los que destacó Edmund Burke. Es más, William Pitt, el que posteriormente fue primer ministro del Reino Unido, propuso el reconocimiento de autogobierno y la retirada de las tropas de Boston. Sin embargo, ganaron los partidarios de imponer la soberanía británica de forma intransigente, que incluso aprobaron nuevas leyes restrictivas en febrero de 1775. La guerra, por tanto, estaba ya a punto de ser una realidad inevitable. Incluso a la par que se entraba en una fase militar, el conflicto tuvo alguna oportunidad de solución con la «Resolución Conciliadora» de febrero de 1775, presentada por el primer ministro Lord North y la «Petición de la rama de olivo» que hizo en julio de ese año el Segundo Congreso Continental. Pero ni los británicos lograron el consenso ni hubo respuesta eficaz en las colonias, pues el mismo mes de julio de 1775 se aprobaba la «Declaración de alzamiento en armas» (Declaration of Taking up Arms, 6 de julio).

La guerra: alianzas y resultados, 1775-1783.

Los primeros combates ya tuvieron lugar en abril del año 1775. En mayo del mismo año, el Segundo Congreso Continental reunido en Filadelfia asumió las funciones de gobierno en las colonias, nombró catorce generales y organizó un ejército bajo el mando de George Washington. Se empezó el reclutamiento de soldados que eran originalmente agricultores o cazadores, difíciles de organizar. No obstante, Washington lo logró. No fueron los hechos favorables al principio para los colonos rebeldes frente a los británicos, mejor formados.

Entre tanto, el 4 de julio de 1776 los congresistas estadounidenses aprobaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que Thomas Jefferson redactó en gran parte. Decidieron actuar como Estado, imprimieron papel moneda e iniciaron relaciones diplomáticas con potencias extranjeras poniendo a Benjamin Franklin como el primer embajador y jefe de los servicios secretos. Se hizo efectiva la unidad de las Trece Colonias contra los británicos. La declaración de independencia planteó que todos los hombres nacen iguales y poseen derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. También que los gobiernos deben gobernar solo con el consentimiento de los gobernados.

No era una revuelta colonial y el Reino Unido vio claro que era una guerra crucial, por lo que organizó un ejército del máximo calibre para recuperar lo que era evidente que se podía perder. Los británicos evacuaron Boston en marzo de 1776 y se reorganizaron desde Nueva York. En el verano de 1776, sir William Howe sustituyó a Gage como comandante en jefe del ejército británico en Norteamérica, con una fuerza de más de treinta mil hombres. Gran Bretaña era una de las potencias mundiales más poderosas, su ejército era una fuerza profesional y contó con cincuenta mil soldados en Norteamérica, a los cuales se añadieron más de treinta mil mercenarios alemanes durante la contienda. Además, contaba con una población de unos once millones, frente a los dos millones y medio de colonos, un quinto de los cuales eran esclavos negros.

La situación geográfica de las 13 colonias a la altura de 1776. Imagen extraída de: https://althistory.fandom.com/es/wiki/Archivo:Las_13_colonias_inglesas_de_Am%C3%A9rica_del_Norte.gif

Sin embargo, los rebeldes contaban con cinco mil efectivos permanentes, más las milicias de cada colonia con oficiales inexpertos. George Washington, el comandante en jefe, por ejemplo, tenía poca experiencia en combate. Sin embargo, Gran Bretaña estaba a cinco mil kilómetros de distancia, con problemas de comunicaciones y y alimentación para un territorio inconquistable por su enorme extensión. A ello se le suma que el enemigo se movía por muy diversos frentes y no bastaba con una batalla para ganar la guerra. Es más, lo colonos inventaron un arma más eficaz, el rifle Kentucky, de gran precisión desde más de 80 metros. Los colonos en estos primeros combates lucharon en forma de guerrillas.

George Washington organizó la guerra como defensiva, sin arriesgar nada, sus tropas desarrollaban escaramuzas contra el enemigo, acosándolo y privándolo de comida y avituallamiento, por lo que los británicos no sabían a qué se enfrentaban. En esa guerra cabe destacar algunos hechos decisivos. En primer lugar, la batalla de Saratoga cuando en 1777 el general John Burgoyne se rindió. Fue el golpe propagandístico que necesitaban los colonos. Así, gracias al triunfo de Saratoga, Francia y España entraron al lado de los colonos para lograr contra Gran Bretaña la revancha por lo que habían perdido en el Tratado de París de 1763, tras la guerra de los Siete Años.

Tanto Francia como España ayudaron a los colonos sublevados con dinero, armas y municiones. Desde entonces la guerra se trasladó al sur y el conflicto ya era plenamente internacional. Holanda también se unió a la coalición formada por España y Francia. En 1781 ocho mil soldados británicos fueron rodeados en Virginia por una francesa. Por otro lado, a órdenes de George Washington, un ejército franco-estadounidense de dieciséis mil hombres consiguieron la rendición del general británico Cornwallis tras el sitio de Yorktown. Fue el momento en el que el gobierno británico propuso la paz. Se llegó así al Tratado de París o Tratado de Versalles que se firmó el 3 de septiembre de 1783 entre Gran Bretaña y Estados Unidos y puso término a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.

De este modo se reconocía la independencia de Estados Unidos de América y nacía una República cuyo ejemplo marcó el camino para otros pueblos americanos. La influencia pronto se hizo ver y, tal y como predijo Lafayette, la revolución norteamericana era el comienzo de “un nuevo orden social para el mundo entero, es propiamente hablando la era de la declaración de los derechos” (Grant, 2014: 159.)

Las características de la república norteamericana y su influencia.

La Constitución norteamericana supone un hito en la historia política, sin duda. Contenía importantes ideas nuevas. Recogía las experiencias ya desarrolladas desde las revoluciones inglesas, más la propia literatura política producida en las colonias en las décadas anteriores a 1776. La influencia más importante vino de Montesquieu, con su idea de la división de poderes. También de John Locke y su idea de pacto social y derechos de la sociedad civil. No hay que olvidar la influencia de gobierno democrático de la Confederación Iroquesa que supo recoger Benjamin Franklin, importante partícipe en la redacción de la Constitución. Todo ello derivó en la Carta de Derechos de los Estados Unidos que fueron las diez enmiendas añadidas a la Constitución en 1791. La Constitución se había redactado y aprobado en 1787 en la Convención Constitucional de Filadelfia (Pensilvania), y después ratificada por el pueblo en convenciones en cada Estado.

En suma, la nueva nación se constituyó como república federal constitucional, con un régimen presidencialista basado en la separación de poderes en tres ramas: ejecutivo, legislativo y judicial. Conviene tenerlo presente para considerar cómo influyó en las futuras repúblicas hispanoamericanas el modelo norteamericano. Ante todo, el federalismo se convirtió en el sistema político por el cual las funciones de gobierno estaban repartidas entre un poder central y unos estados asociados. Un sistema del que Estados Unidos fue pionero en la teoría y en la práctica. A eso se suma otra características, el presidencialismo, sistema de gobierno creado en Estados Unidos, distinto al parlamentarismo, porque el presidente concentra todo el poder ejecutivo, ya que es a la vez Jefe de Gobierno y Jefe de Estado. El presidente se elige directamente por los votantes en elecciones independientes de las de legislatura. No existe vinculación entre el poder ejecutivo y el partido político mayoritario en el Congreso.

El poder legislativo está formado por el Congreso y el Senado. El Congreso tiene 435 representantes, elegidos proporcionalmente por los estados de acuerdo con su población cada dos años, mientras que el Senado tiene 100 representantes, dos por cada estado, con un mandato de seis años y se renueva cada dos años. El poder judicial también se organiza con total independencia. Así, en resumen, existe acuerdo entre los especialistas en que la Constitución de Estados Unidos, más que cualquier otra constitución escrita, ha resistido la prueba del tiempo, con más de doscientos años esencialmente con solo catorce enmiendas y sus preceptos constitucionales son ampliamente respetados y obedecidos desde entonces. Es un modelo que pronto se exportó por todo el continente, aunque de formas muy dispares.

Constitución de Estados Unidos,1787.
Constitución de Estados Unidos,1787. Imagen extraída de: http://prensahispanaaz.com/wordpress1/aniversario-de-la-entrada-en-vigor-de-la-constitucion-estadounidense/

Por eso se ha escrito también que la experiencia de América Latina con el constitucionalismo ha sido en general un fracaso, por contraste con el norteamericano. Desde las independencias hispanoamericanas, las repúblicas, incluyendo el Caribe y Brasil, han promulgado 253 constituciones, un promedio de 12,65 por país.

Entre el excepcionalismo y el universalismo: la política exterior.

Se entiende por excepcionalismo la idea de que Estados Unidos es un país particular con un destino distinto a los demás. A eso se une otra idea, la del universalismo, esto es, que tiene un destino particular, pero que a la vez ese país es un modelo para el resto del mundo. Esto es decisivo para entender la historia de los Estados Unidos y su política exterior. Siempre la política exterior se ha movido en ese equilibrio en las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo y eso se observa hasta hoy mismo con Trump.

En suma, la política exterior estadounidense trata de afirmar su poder y defender sus intereses particulares, y al mismo tiempo va más allá de eso porque se presenta como un modelo de organización política, de valores de libertad y democracia, como un ejemplo para toda la humanidad. De este modo trata de conjugar el excepcionalismo con el universalismo, y esto se irá desarrollando a lo largo del siglo XIX y sobre todo lo veremos en el siglo XX. Esto ya lo diagnosticó para Estados Unidos Tocqueville que vio en la democracia la forma de la identidad estadounidense, pues habían hecho de la democracia un Estado social y una forma de vida. Pensaban que su democracia era la representación de un mundo totalmente nuevo y que era el modo de organizar mejor el futuro para toda la humanidad.

Estas ideas se plasmaron en el “Destino Manifiesto” de John O’ Sullivan en 1845, retomadas luego por Walt Whitman y Ralph W. Emerson, y contribuyeron a expandir el sentimiento de que Estados Unidos era un país excepcional con un destino también excepcional que le conducía a conquistar todo territorio estadounidense y expandir los principios de la democracia al resto del mundo. Esta forma de nacionalismo discurrió en paralelo a los nacionalismos europeos, a pesar de que forman parte del mismo fenómeno histórico. En Europa, el romanticismo allanó el camino a esta clase de nacionalismos, más esencialista que el estadounidense. Se consideraba, sin embargo, que ese destino era el devenir natural de la patria.

Quienes primero experimentaron ese peso de los nuevos Estados Unidos de América fueron sus vecinos hispanoamericanos. De hecho, en las colonias españolas se abrió paso la idea de la república como forma de gobierno y, con la excepción de las dos experiencias imperiales en México (con Agustín de Iturbide, entre 1821 y 1823, y con Maximiliano de Habsburgo, entre 1863 y 1867), no hubo en el continente regímenes monárquicos. Esto es muy importante, se pasó de un “monarquismo” unánime en 1808 al consenso republicano de la década de 1820. Distintos historiadores sitúan el republicanismo hispanoamericano y algunos de sus problemas constitutivos (la representación, el federalismo, la unidad de la nación y la división de los pueblos) en diálogo con el republicanismo y con la tensión del republicanismo hispanoamericano con la fuerza del catolicismo (Aguilar, Rojas, 2002: 156)

Estados Unidos como modelo en las independencias hispanoamericanas.

En consecuencia, el peso de la nueva República es un factor insoslayable para entender la evolución política de las nuevas repúblicas hispanoamericanas. En este artículo nos centramos solo en dos aspectos, cómo la Constitución norteamericana sirvió de modelo para las hispanoamericanas y cómo se perfiló la doctrina Monroe.

Ya se ha expuesto someramente cómo la Constitución aprobada en Filadelfia influyó en el resto del continente. Así fue, y desde la Patagonia hasta el norte de México la primera generación republicana encabezó las guerras de independencias contra España. El predominio de este primer republicanismo, como corriente intelectual (Aguilar, rojas, 2002:183.) y política, se mantuvo hasta 1848, cuando se producen cambios importantes dentro de los nuevos países y en sus relaciones con Estados Unidos y Europa. En este proceso hay que destacar el papel de ciertos protagonistas como los caraqueños Simón Bolívar y Andrés Bello, los mexicanos fray Servando Teresa de Mier y Lorenzo de Zavala, los cubanos Félix Varela y José María Heredia, el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre y el guayaquileño Vicente Rocafuerte (Halperin Donghi,1998:219)

Por otra parte, hubo ciudades portuarias como Filadelfia y Nueva Orleans que fueron decisivas. Ahora bien, la influencia más importante se desarrolló cuando en 1813 se reunieron las quince Juntas de gobierno de las colonias americanas de España en la ciudad de Arequipa y acordaron proponer un pacto a Napoleón Bonaparte para obtener la autonomía de las colonias y ciertos beneficios tributarios y sociales que los criollos venían pidiendo años atrás. Bonaparte no aceptó dicho pacto. Sin embargo, en 1817 el congreso de Arequipa dio otro paso importante, siguiendo el modelo norteamericano, al dar vía libre a la Asamblea Constituyente con capacidad de negociar la división administrativa de los territorios de Hispanoamérica.

En 1818 se reunió esta Asamblea en Bogotá, con representantes de quince regiones que se convirtieron en Estados a partir de entonces. Eran los de California,Texas, Florida, México, Cuba, Haití y Puerto Rico, Yucatán, Guatemala, Nueva Granada, Venezuela, Ecuador, Perú, Chile, Charcas y el Río de la Plata. Le añadieron luego el Estado de la Patagonia, al sur del Río de la Plata, que era un lugar mayoritariamente despoblado, con disputas territoriales entre Chile y Río de la Plata.

Aquel embrión de nuevo Estado ser llamó los Estados Unidos de Hispanoamérica. Adoptaron como bandera una cruz diagonal igual a la presente en la bandera del Imperio Español, pero azul en vez de roja, y en la cruz había 16 estrellas que representaban los Estados que formaban la nación.

No obstante, este proyecto no cuajó y la realidad es que se fragmentaron en repúblicas independientes y con una proliferación de los conflictos que marcó todo el siglo XIX hispanoamericano. Las nuevas naciones, por tanto, tuvieron que dedicarse en primer lugar a reconstruir sus economías devastadas, pero además se enfrentaron a la falta de demanda de sus productos de modo que las jóvenes repúblicas no gozaron de prosperidad durante sus años de formación, al contrario de lo que pasó en Estados Unidos. En lugar de prosperar, las repúblicas hispanoamericanas tuvieron que enfrentarse graves problemas internos y externos con recursos cada vez menores.

La Doctrina Monroe: «América para los americanos».

Sin duda, el impacto más importante y de mayor duración en el tiempo fue lo que se conoce como “Doctrina Monroe”, que define la política exterior adoptada por los Estados Unidos con relación con los países hispanoamericanos. La frase de “América para los americanos”, formulada en 1823 para frenar la posible intervención de las potencias absolutistas europeas en el proceso de las independencias hispanoamericanas. Cuando los Cien Mil hijos de San Luis intervinieron en España para restaurar el régimen absolutista de Fernando VII, Monroe, ante la posibilidad de que los países de la Santa Alianza enviasen una expedición militar para devolver al Imperio español sus colonias, pronunció dicha frase en su discurso ante el Congreso en 1823. En ese discursó marcó los puntos que integran lo que se se conoce como la “Doctrina Monroe”.

En primer lugar, planteó que “cualquier tentativa para extender el sistema (absolutista) a cualquier porción de nuestro hemisferio sería considerada por nosotros como peligrosa para nuestra paz y seguridad”. A continuación, declaraba que Estados Unidos no intervendría en la vida de los países europeos ni tampoco en las nuevas repúblicas. Lo primero fue cierto pues incluso tuvieron fuertes resistencias a entrar en las dos guerras mundiales en el siglo XX. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX y XX, ejercieron un auténtico papel de potencia con respecto a América Latina.

La guerra con México, un ejemplo de la intervención tras la independencia de Estados Unidos.

Hubo precedentes en las políticas expansionistas de Estados Unidos. Ya en 1809 compraron la Luisiana española a Napoleón Bonaparte, y en 1819 compraron a España la península de la Florida. El conflicto convertido en guerra surgió cuando México logró su independencia y Estados Unidos intentó infructuosamente anexionarse la provincia mexicana de Texas. Ocurrió que a continuación miles de emigrantes estadounidenses se instalaron en Texas, con o sin permiso de las autoridades mexicanas, de modo que en 1829 los Estados Unidos ofrecieron cincuenta millones de dólares por el territorio de Texas.

El peso de los colonos de origen norteamericano fue tal que en 1835 declararon que Texas era independiente de México. El general mexicano José Urrea mandó asesinar a alrededor de mil rebeldes texanos en Goliad y Coleto. En el conflicto bélico los rebeldes fueron derrotados en El Álamo, pero vencieron finalmente a las tropas del presidente Santa Anna en la batalla de San Jacinto, capturaron al propio presidente y este tuvo que firmar en prisión el Tratado de Velasco, reconociendo la independencia del nuevo estado y la frontera del río Bravo.

Mapa de México en 1838 donde se pueden apreciar los territorios reclamados tras la declaración de independencia de Texas. Imagen extraída de: http://www.esacademic.com/pictures/eswiki/77/Mexican_map_en_1838.PNG
Mapa de México en 1838 donde se pueden apreciar los territorios reclamados tras la declaración de independencia de Texas. Imagen extraída de: http://www.esacademic.com/pictures/eswiki/77/Mexican_map_en_1838.PNG

Sin embargo, México no acató la validez del Tratado y hubo incursiones militares de tropas mexicanas que llegaron a ocupar San Antonio. En 1845 Texas ingresó como parte de los Estados Unidos con categoría de estado, y eso desencadenó la guerra porque el gobierno de Estados Unidos ofreció pagar la deuda mexicana a los colonos estadounidenses si México permitía que Estados Unidos le comprara los territorios de Alta California y Nuevo México, no lo aceptaron, así que rompieron las relaciones diplomáticas y el presidente estadounidense James K. Polk envió tropas al territorio disputado en la frontera texana, entre el río Bravo y el río Nueces, dándose el primer enfrentamiento entre tropas de ambos países en abril de 1846 al norte del río Bravo. Al declararse la guerra oficialmente, Estados Unidos no solo decidía conservar Texas, sino avanzar con sus tropas y adueñarse de los ricos territorios de Alta California y Nuevo México como indemnización de guerra. Finalmente se terminaría el enfrentamiento armado y la invasión de casi todo el territorio mexicano con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo y la desocupación de la capital de México a partir del 2 de febrero de 1848.

Más que los avatares de las distintas fases militares de la guerra, se deben subrayar las implicaciones políticas que tuvo. Ante todo, México perdió la mitad de su territorio a favor de los Estados Unidos mientras que en los Estados Unidos supuso una explosión de patriotismo y una enorme ampliación del país de modo que afianzó la idea del «destino manifiesto» y del papel creciente en el mundo. Es cierto que la guerra había sido respaldada por los estados sureños, mientras que era rechazada por los estados del norte, porque en medio estaba cómo la expansión de Estados Unidos afectaría al mantenimiento o no de la esclavitud. Ulysses S. Grant, que sirvió en la guerra bajo el mando de Scott, consideraría más tarde que esta guerra fue una de las causas de la Guerra Civil estadounidense.

En suma, la guerra le supuso a México la muerte de 16.000 soldados mexicanos (frente a 13.283 soldados estadounidenses que perdieron la vida), por combates y enfermedades. México no estaba preparado para una guerra de dimensiones tan destructivas, y se enfrentó a un país más desarrollado, rico, preparado y mejor equipado con armamento más avanzado. Además, el país atravesaba continuas revueltas internas que no le permitieron tener una unificación nacional y militar contra el ataque estadounidense. Además, en distintas localidades mexicanas se desarrollaron movimientos independentistas. Estas circunstancias evitaron que México pudiese contar con un ejército numeroso y preparado. Así el resultado de la guerra fue que la joven república mexicana tuvo un largo período de postración económica y debilidad política (Kryzanek, 1987: 283)

En resumen, de este breve repaso por el proceso de independencia estadounidense, se comprueba que las estrategias de política exterior de los Estados Unidos con Latinoamérica evolucionan desde la doctrina Monroe que seguirán manteniéndose durante todo el siglo XX.

En todo caso destaca un denominador común, la prioridad del aspecto de seguridad, porque siempre han considerado Latinoamérica un espacio a controlar de una forma más o menos directa.

Otra constante es que la pobreza y la injusticia social y económica han marcado a los países latinoamericanos de modo que entraron en un fuerte proceso de dictaduras con un fuerte carácter caudillista.

Existe en este sentido un último aspecto que no se ha desarrollado en este artículo, que consiste en la expansión del modo de vida americano en todos los países latinoamericanos. Además del mestizaje específico que se alberga en cada país, en conjunto todos miran hacia Estados Unidos como meta socioeconómica.

 

Bibliografía:

  • AGUILAR RIVERA, José Antonio ROJAS, Rafael (coords.), El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política. México: CIDE-Fondo de Cultura Económica, 2002.
  • CANTERO GARCÍA, Carmen, GAYOSO PARDO, Miguel, Estados Unidos, de la Independencia a la Primera Guerra Mundial, Akal, Madrid, 1988.
  • CASTELLS, Manuel. La base social del populismo urbano: los pobladores y el estado en América Latina, Madrid, Alianza Ed., 1983.
  • GRANT, Susan-Mary, Historia de los Estados Unidos de América, Akal, Madrid, 2014.
  • HALPERIN DONGHI, T. Historia contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza, 1998.
  • HAZARD, Paul, El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Alianza Editorial, Madrid, 1991.
  • KRYZANEK, M. J. Las estrategias políticas de Estados Unidos en América Latina, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1987.
  • MORISON, Samuel Eliot y STEELE COMMAGER, Henry, Breve historia de los Estados Unidos, Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
  • TOCQUEVILLE, Alexis, La democracia en América,Alianza Editorial, Madrid, 2002.

 

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