Cuando pensamos en el régimen nazi, una de las palabras clave que acude a nuestra mente es Auschwitz. Auschwitz aparece como paradigma del campo de concentración, de la represión y el horror. ¿Cómo una sociedad moderna como la alemana fue capaz de colaborar, en algunos casos, y mostrar tal indiferencia, en su mayoría, ante el asesinato masivo de millones de personas? Estas son preguntas que han fascinado no sólo al ámbito de la filosofía, la sociología, la antropología o la historia, sino que son patrimonio común de toda la humanidad.

Víctimas útiles

¿Cómo lo indecible pudo cobrar forma? El Holocausto fue un genocidio sistemático e industrial, en el que todas las herramientas del mundo moderno se pusieron al servicio de la muerte: el dirigismo de la industria, la regulación fabril del tiempo, las tasas de producción y rendimiento. En definitiva, Auschwitz fue la supeditación de la razón técnica a la irracionalidad de la aniquilación masiva de seres humanos por cuestiones raciales: la producción de la muerte. 

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, las innumerables víctimas que pasaron por los lager alemanes como el de Auschwitz de todo el Este de Europa emprendieron el camino por el desierto hacia la reparación moral. Primo Levi, químico italiano deportado al subcampo de Monowitz del gran complejo concentracionario de Auschwitz, narró en Si esto es un hombre sus vivencias en el campo.

Dos mujeres de espaldas contemplan la primera página del periódico The Montreal Daily Star anunciando la rendición alemana y la desaparición de campos de concentración como el de Auschwitz. Fotografía de Conrad Poirier
La primera página de The Montreal Daily Star anunciando la rendición alemana. Fotografía de Conrad Poirier.

Lo hizo de manera clara y sin demasiados artificios lingüísticos. Levi constató el horror cotidiano de la barbarie moderna. Sin embargo, su libro fue publicado en 1947 con una pequeñísima tirada inicial. No se convirtió en un conocido relato de las víctimas de los campos hasta 10 años después. Tampoco se transformaría en referente biográfico hasta los años 60 (Traverso, 1997: 181-196). Precisamente, coincidiendo con el proceso seguido contra Adolf Eichmann en Jerusalén y telegrafiado por Hannah Arendt en La banalidad del mal 

Ahora bien, hoy en día el estatus de víctima de aquellos supervivientes del Holocausto o la Shoah judía es algo indiscutible. ¿Por qué esta interpretación no era hegemónica en la inmediata postguerra, cuando los campos acababan de ser descubiertos a ojos de todo el mundo? Lo cierto es que las imágenes de los campos de exterminio son más conocidas hoy que durante o incluso tras la guerra (Moreno Feliu, 2010: 17-39). Se ha creado, a lo largo del tiempo, una sensibilización y una educación moral y visual hacia las mismas (Lozano, 2010: 27-63). 

En la inmediata postguerra existieron documentos gráficos y audiovisuales sobre el horror de campos como el de Auschwitz. Pero la opinión pública europea y estadounidense giró la cabeza ante uno más de los horrores del conflicto. La insensibilización ante lo cotidiano (incluso si lo cotidiano es la excepcionalidad que se supone que significan la guerra y la muerte violenta) es una parte de la condición humana. Por otra parte, ¿Qué importaba una catástrofe más? (Judt, 2005).

Debido a esto, muchos de los supervivientes de campos como el de Auschwitz asumieron el silencio. Quizá como la única forma de aliviar el peso de la culpa en sus espaldas por haber sobrevivido y ante las inquisitoriales miradas de sus vecinos. Pero también para evitar incomodar, en muchos casos, a sus conciudadanos, que, sin haber sufrido el campo de Auschwitz (o cualquier otro), acarreaban el trauma de los bombardeos, el hambre y la miseria (Feliu, 2010: 81).

Los procesos de Núremberg contra los criminales nazis, por su parte, significaron el enjuiciamiento de la plana mayor del régimen (Göring, Himmler, Ribbentrop…) por un delito contra la paz y el orden mundial. Sin embargo, el testimonio de las víctimas fue secundario. Pese a que existió, no sería hasta años después que éste recibiera una verdadera atención pública. El objetivo principal de los procesos de 1946 era el enjuiciamiento de los culpables principales (no de los burócratas de segundo rango, que serían necesarios para edificar el nuevo Estado alemán) y la desnazificación de la sociedad alemana (Feliu, 2010: 27-29).  

Imagen de los Juicios de Núremberg que muestra a los demandados en su muelle, circa 1945-1946. (delante, de arriba a abajo): Hermann Göring, Rudolf Heß, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Keitel. (detrás, de arriba a abajo): Karl Dönitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach, Fritz Sauckel.
Juicios de Núremberg. Demandados en su muelle, circa 1945-1946. (delante, de arriba a abajo): Hermann Göring, Rudolf Heß, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Keitel. (detrás, de arriba a abajo): Karl Dönitz, Erich Raeder, Baldur von Schirach, Fritz Sauckel.

Si bien es cierto que se publicaron memorias y demás material autobiográfico, predominaban sobre todo aquellos relatos de prisioneros políticos, sin origen o vínculos judíos. Era el momento de dejar atrás la guerra. Y con ello, crear nuevas narrativas de unidad nacional en los recién formados Estados étnicamente homogéneos: Checoslovaquia, Polonia, Ucrania, Noruega, etc. Francia, con el mito de la resistencia, fue uno de los países en los que las víctimas (judías, gitanas, homosexuales) del genocidio ocuparon una posición inexistente. En el mejor de los casos, tremendamente relegada a la marginalidad. Era necesario crear héroes y mártires de la nación frente a la invasión alemana para rellenar los nichos del panteón nacional. Víctimas útiles.  

En el recién creado bloque del Este, por su parte, los procesos judiciales abiertos tras la postguerra se cerraron estrepitosamente (Gross, 2002). El antifascismo erigido como ideología de Estado determinó la ocultación de las memorias del genocidio. Podemos acercarnos a casos como el de Polonia. Allí, el historiador Jan Gross se convirtió en persona non grata por estudiar la colaboración activa de los polacos en los pogromos iniciales y la deportación de los judíos. A través de un ejemplo como este puede entenderse la fuerza y persistencia que tienen las narrativas nacionales de postguerra y, en muchos casos, las narrativas nacionales post-1989 en los países del antiguo bloque del Este.

Auschwitz en el imaginario colectivo de la cultura de masas

Hoy día parece casi imposible que pudiera existir esta opacidad ante un hecho tan tremendamente conocido y en el que se nos ha educado visualmente. Sobre todo teniendo en cuenta la “hollywodización” y la cultura de masas que se ha creado alrededor de Auschwitz, como representante de los campos de concentración. Pero lo cierto es que así fue.

El historiador, Raul Hilberg, autor de La destrucción de los judíos europeos, uno de los clásicos historiográficos sobre la cuestión, fue aconsejado por Franz Neuman para que cambiara el tema de su tesis doctoral en Filosofía. Llegaría a decirle abiertamente que el tema elegido no le permitiría prosperar en la carrera académica. Sólo a partir de los años finales de la década de los años 50 y, especialmente, con el juicio al capturado gerifalte nazi Adolf Eichmann, fue posible la recuperación del interés público sobre el Holocausto. Sobre todo, por lo mediático que fue el proceso y la repercusión pública que tuvieron los testimonios de las víctimas.  

Fue uno año antes del juicio de Eichmann cuando El diario de Anne Frank, editado por primera vez en inglés en 1952, ve la luz como producto cinematográfico. La voz pasiva de la víctima inocente tomaba forma (Lozano, 2010: 35). Poco se sabía aún de las jerarquías en los campos, de los kappos y de la brutalización de la vida en el lager. Pero la memoria de las víctimas comenzaba a cobrar importancia y autores como Primo Levi o Jean Ámery empiezan a aparecer en la escena pública.

La imagen muestra un libro abierto: son algunas páginas manuscritas del Diario, expuestas temporalmente en la iglesia de San Nicolás, Kiel, Alemania.
Algunas páginas manuscritas del Diario de Anne Frank, expuestas temporalmente en la iglesia de San Nicolás, Kiel, Alemania.

La conciencia sobre la destrucción de los judíos europeos comenzaba a tomar cuerpo y La dialéctica de la Ilustración (1943) de Theodore Adorno y Max Horkheimer trascendía la retórica para convertirse en un referente intelectual para comprender Auschwitz. El genocidio de los judíos europeos no había sido un episodio más del antisemitismo premoderno, sino una consecuencia lógica de la modernidad técnica e ilustrada. Las luces de la Ilustración habían creado las peores sombras del Nazismo (Traverso, 1997: 133-151).  

En el caso de Alemania, como dice la profesora Paz Moreno Feliu, parece que “los alemanes no descubrieron Auschwitz” hasta la serie televisiva Holocausto (1978). Este episodio de la Historia reciente se convierte, en ese momento, en centro de la cultura popular (Moreno Feliu, 2010: 35). Retransmitida en 1978, la serie allanó el camino para la representación mediática en la cultura de masas de la Shoah.

Fotograma de "Holocausto", que muestra entre otros al personaje encarnado por Meryl Streep. Aparecen varias mujeres y hombres con ropa de la época y maletas, con una expresión triste.
Fotograma de «Holocausto» (1978), protagonizada por Meryl Streep

De hecho, el propio nombre de “Holocausto”, con el que conceptualizamos hoy día al fenómeno histórico de la aniquilación de los judíos europeos por parte de los nazis, se comienza a utilizar a raíz de esta serie televisiva. La producción estadounidense se convirtió en un referente para interpretar el hecho histórico por parte de la cultura popular.  Algo que ponía entre la espada y la pared el imperativo de Adorno: “representar significa banalizar”. Supervivientes como Elie Wiesel afirmaron que “vulgarizaba el Holocausto” y que se corría el peligro de que el mismo fuera medido y juzgado a partir de una serie de televisión (Traverso, 2000: 51).  

Pero lo cierto es que esta serie, protagonizada por Meryl Streep y James Woods, se convirtió, como afirma Enzo Traverso, en el prisma de lectura del pasado y en una definición de la conciencia histórica y moral de occidente. La conciencia de víctima e identificación con las mismas se hizo más presente. Especialmente en Alemania, donde comenzó a generarse un verdadero debate dentro de la sociedad civil. Un debate que giró en torno a la participación de los ciudadanos corrientes, de los burócratas grises y los rangos inferiores de la administración en la matanza sistemática de judíos y la indiferencia prestada hacia la misma (Traverso, 2000: 81-101).  

Las víctimas comenzaron a tener un estatus diferente. Se empezó a crear una conciencia moral sobre el pasado, sobre la especificidad y carácter único del genocidio perpetrado por el nacionalsocialismo. La cultura popular y los mass media jugaron un papel fundamental en esta reificación de las víctimas. Hablamos de películas como La lista de Schindler (1993). Una cinta que aplicaba a la representación del hecho histórico las fórmulas cinematográficas de la nueva ola del cine comercial estadounidense. Steven Spielberg venía de dirigir películas como Indiana Jones (1981). Al mismo tiempo que grababa este largometraje también dirigía Jurassic Park (1993).

La pedagogía visual que creó Spielberg ha calado hondo en la representación de aquel pasado traumático. Incluso ha marcado el tono y los parámetros de la representación prototípica del genocidio. La utilización de la música extradiegética (al son de violines y otros instrumentos de cuerda frotada), los perfiles morales y psicológicos de los personajes, el maniqueísmo, etc. Como afirma Álvaro Lozano: “Amon Göth (Ralph Fiennes) era un personaje alejado del burócrata frío y gris que representaba Eichmann y que era mucho más común en la maquinaria del exterminio que el primero” (Lozano, 2010: 83-115).

En el cine hollywoodiense hacen falta villanos y héroes. Es algo a lo que la película se adapta a la perfección para convertirse en un producto cultural consumible, estandarizado y mercantilizable. Es un producto cómodo y tranquilizador, que borra de la idiosincrasia del espectador la pregunta más inquietante al presentar a los nazis como psicópatas, monstruos y enfermos mentales: ¿Podría yo haber participado de algo así? 

El pedestal de las víctimas y el espejo de los verdugos: el sentido moral contemporáneo del Holocausto

Por su parte, las víctimas obtuvieron paulatinamente un cada vez mayor reconocimiento público. Últimos vestigios biológicos del horror que no se debía repetir. A lo largo de los años ochenta y en adelante se produjeron juicios contra antiguos burócratas nazis como fue el caso de Klaus Barbie en Francia (1987). El reconocimiento, el homenaje y la celebración pública han sido elementos que han marcado durante años la identidad europea, hasta el punto de que la entrada en la Unión implica el reconocimiento explícito y sin fisuras del Holocausto. Países como Polonia, que en los años noventa excluían de su liturgia pública a las víctimas judías del Holocausto, se vieron en la obligación de registrar este concepto en museos y monumentos.  

Hoy día, como afirma Tzevan Todorov, vivimos una época en la que se ha sacralizado a las víctimas (Todorov, 2009). Las víctimas son el monumento vivo que nos recuerda aquel pasado, mediante cuyo testimonio se puede evitar que la tragedia vuelva a suceder, cuya palabra es el contencioso que nos separa de la barbarie. “Aquellos hombres que no conocen su Historia están condenados a repetirla”, decía erróneamente George Santayana.

Parecería que los europeos hemos aprendido la lección, que la no repetición es el imperativo moral de nuestro tiempo. Y, sobre todo, que los supervivientes de aquella matanza son la prueba viva que nos aleja del abismo. Sin embargo, la judicialización del pasado, el juicio público y moral a los criminales y la presentación maniquea de víctimas heroicas y verdugos desalmados nos impide ver y reconocernos en aquellos hombres grises. En esos que perpetraron con mente fría y operatividad burocrática un genocidio desde los despachos. François Bizot, prisionero francés de los jemeres rojos de Pol-Pot afirmó que lo más turbador de su experiencia fue la de descubrir la estrecha semejanza que guardaban él y su captor, un camboyano llamado Duch (Todorov, 2009).  

Los grandes crímenes de los nazis, los acontecimientos que ocurrieron en marcos como Auschwitz, no fueron obra de sádicos ni de enfermos mentales. Descubrir, como afirma Todorov, que los grandes criminales de la Historia son humanos como nosotros nos acerca a ellos. Abre la puerta a que nosotros también seamos capaces de convertirnos en “inhumanos”. Cuando a primera hora del 13 de julio de 1942, en el pueblo polaco de Józefów, el mayor Wilhelm Trapp, reunió a su batallón para informarles de que les habían encomendado una ingrata y sucia tarea, el asesinato de todos los judíos del pueblo (hombres, mujeres, niños y ancianos), lo hizo con lágrimas en los ojos, pálido y con la voz entrecortada (Browning, 1992: 1-9).

Es algo que difiere mucho de la imagen del sádico sediento de sangre que la cultura popular ha dado en representar en el arquetipo de nazi perfecto. Marc Bloch afirmaba en La extraña derrota, libro en el que analizó la caída del ejército francés en 1940, que “Esta guerra me ha enseñado muchas cosas. Entre otras, la siguiente: que hay militares de profesión que jamás serán guerreros; y civiles, que por naturaleza son guerreros” (Bloch, 1946). 

El pasado es complejo y la diferenciación entre víctimas y verdugos a veces no tan clara como suponemos. Los alemanes, tras el desplome de 1945 y la derrota en la guerra se veían a ellos mismos como víctimas. No sólo de los Aliados, sino también del propio régimen que los había llevado a la conflagración. Hoy en día, en Alemania está mayoritariamente asimilada la conciencia histórica de aquel pasado y la asunción de responsabilidades. Sin embargo, en muchos otros países aún existe un importante trauma con respecto a la colaboración. Ese trauma impide examinar ese pasado desde unas claves diferentes.

En la actualidad podemos rescatar la conciencia histórica del Holocausto, de lo que ha supuesto su rememoración y el papel que cumplen los historiadores a la hora de explicar y comprender aquel acontecimiento. Pero hay que detectar la amenaza y ser conscientes de que el genocidio no comenzó con las cámaras de gas, sino que, como afirma Ian Kershaw, se edificó sobre los cimientos de la indiferencia. Y que las personas que consintieron y colaboraron fueron gente corriente, hombres ordinarios.   

Textos complementarios 

El regreso de las víctimas:  

El repliegue nacionalista y la homogeneización étnica de postguerra tienen mucho que ver con cómo se veía a los supervivientes judíos, gitanos, homosexuales… (apátridas de todo tipo) en los nuevos Estados nacionales. Lo importante en la postguerra era obtener héroes. Los héroes tienen una naturaleza activa. Las víctimas, por el contrario, poseen una naturaleza pasiva. En Bélgica, Holanda, Francia, Polonia, etc. se buscó la figura de los héroes nacionales, anónimos luchadores frente a la invasión alemana o mártires de la causa nacional.

En este sentido, los presos políticos fueron la figura catalizadora de estas narrativas nacionales. Eran aquellos dignos de recibir elogios, de ser homenajeados, de gozar de un nicho en el panteón patrio. Las demás víctimas eran tratadas como outsiders. Incluso, en muchas ocasiones, se dudaba de la veracidad de sus vivencias. El músico Simon Laks, a su regreso a casa, sentía una terrible culpabilidad. Lidiaba con la culpa no sólo por haber regresado de la muerte en que tantos habían sucumbido, sino también por la recurrente pregunta de sus conciudadanos: «¿Por qué has vuelto? ¿Cómo has logrado sobrevivir?». En una ocasión, ante una mujer que le formuló esta pregunta él respondió: «Le presento mis excusas… No lo hice a propósito» (Moreno Feliu, 2010: 34). 

Auschwitz y la modernidad: 

Theodore Adorno, padre junto a Max Horkheimer de la Escuela de Sociología de Fráncfort y redactor junto a este último de La dialéctica de la Ilustración, subrayaba la radical novedad de la “guerra sin odio”. El asesinato técnico, metódico y administrativo de millones de personas no fue, según este autor (al igual que otros pensadores marxistas como Zygmunt Bauman) una regresión a la barbarie, sino la consecuencia lógica de la modernidad. Una ruptura, sin embargo, con los valores de Occidente, pero consecuencia, al mismo tiempo de la ciencia que abanderada el mundo moderno.

La muerte anónima y masiva en las cámaras de gas fue un proceso en el que verdugos y víctimas apenas interactuaban. La burocracia, herramienta de los modernos Estados industriales, fue clave para organizar y deshumanizar este proceso (Bauman, 1989: 131). De ahí que surgieran numerosos “asesinos de despacho”. La crítica al progreso como una teleología (es decir, como un fin hacia el que se encamina la Humanidad) ha marcado la interpretación del Holocausto.  

Auschwitz: La turistificación del pasado 

El pasado es un campo de proyección, en el que representar las inquietudes del presente. Al menos, así lo entienden numerosos historiadores culturales. Cabe cuestionarse, en este sentido, si la representación cinematográfica, en series, en películas, memoriales y museos (en la cultura popular) ha favorecido o no la comprensión del fenómeno histórico del Holocausto. La caricatura, la banalización o la excesiva dramatización del evento han hecho que ese pasado representado se perciba como una realidad, orientada en unas claves de entendimiento concretas.

El Museo de Auschwitz, harto de las fotos de los turistas: "Mataron a más de un millón"
Fotos turística en Auschwitz, la banalización del pasado. Fuente: @AuschwitzMuseum

La cuestión de la complacencia es, tal vez, uno de los aspectos más controvertidos de dichas representaciones. La superviviente del Holocausto, Sally Grubman señaló: “desean convertirnos en héroes y crear una experiencia heroica para los supervivientes”. Es algo que construye una barrera psicológica entre espectadores y víctimas, pues la realidad representada en estas claves es excepcional y no ordinaria. Esto ha convertido al Holocausto en una experiencia turística. Una experiencia de consumo fácilmente digerible y asimilable en la que nunca nos vemos interpelados por una cuestión genuina: ¿Qué nos diferencia de los alemanes de los años 30?  

BIBLIOGRAFÍA

  • Bauman, Z. (1989): Modernidad y holocausto, Madrid, Ed. Sequitur.
  • Bloch, M. (1946): La extraña derrota, Barcelona, Ed. Crítica.
  • Browning, C. (2011): Aquellos hombres grises, Barceloa, Ed. Edhasa (primera edición en inglés, 1992).
  • Gross, J. (2002): Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedbawne (Polonia), Barcelona, Ed. Crítica.
  • Judt, T. (2005): “Desde la casa de los muertos. Sobre la memoria europea moderna”, New York Review of Books, 15, vol. LII.
  • Lozano, Á. (2010): El Holocausto y la cultura de masas, Madrid, Ed. Melusina.
  • Moreno Feliu, P. (2010): En el corazón de la zona gris. Una lectura etnográfica de los campos de concentración de Auschwitz, Madrid, Ed. Trotta.
  • Todorov, T. (2009): La memoria, ¿Un remedio contra el mal?, Barcelona, Ed. Arcadia.
  • Traverso, E. (1997): La Historia desgarrada: Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, Barcelona, Ed. Heider (edición original en francés, 1997).
  • Traverso, E. (2000): El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Madrid, Ed. Marcial Pons.

 

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