El 11 de febrero se cumplen 150 años de la proclamación de la I República Española. Para conmemorar al efeméride de la que sería la primera experiencia democrática en España, a continuación os contamos el contexto, las claves principales y los acontecimientos más relevantes del primer sistema republicano vigente en España.
La Primera República Española: claves principales
La Primera República española fue el régimen político vigente en el país desde el 11 de febrero de 1873, fecha de su proclamación, hasta finales de 1874. El 29 de diciembre de dicho año, el pronunciamiento militar de general Arsenio Martínez Campos inició la Restauración de la monarquía de los Borbones.
La proclamación del primer sistema republicano de la historia de España se dio en el marco del Sexenio Democrático. El conocido como Sexenio Democrático o, anteriormente, Sexenio Revolucionario, es el período de la historia de España del siglo XIX que transcurre entre septiembre de 1868, momento en el que estalló la Revolución Gloriosa o Revolución de Septiembre de 1868 y el pronunciamiento de 1874 anteriormente mencionado. Este supondría el fin del Sexenio y el pistoletazo de salida de la Restauración Borbónica.
La Primera República Española es una parte importante de este período, probablemente la que sacudió al siglo XIX español con un cambio más fuerte, pero no fue el único momento destacable del Sexenio Democrático, ni se entiende sin comprender el devenir de esos seis años. Por tanto, es importante contextualizar primero el Sexenio Democrático para entender, de forma más profunda, cual fue el camino que llevó a la proclamación de la Primera República Española.
La Revolución de Septiembre de 1868: Viva España con honra
La Revolución de 1868 puede enmarcarse en la larga tradición de revueltas de corte liberal conocidas como Revoluciones Liberales que, desde 1789, brotaron por toda Europa. Al contrario de lo que los mitos históricos sobre la inexistencia del liberalismo en España afirman, la oleada revolucionaria alcanzaría también a España.
Durante la década de 1860, el descontento en torno al reinado de Isabel II era notorio. El moderantismo, que estaba en el poder -y en la camarilla que rodeaba a la reina- desde 1844 con la excepción del Bienio Progresista (1854-1856) y los gobiernos de la Unión Liberal (entre 1858 y 1863), se encontraba en un proceso de segregación interna. Siendo ellos los principales valedores de la monarca, la crisis entre los moderados contribuiría a desestabilizar a la reina.
La caída de la monarquía borbónica, encarnada en Isabel II, es un acontecimiento multifactorial. De hecho, pueden rastrearse esas causas incluso antes de la década de 1869. Podemos encontrar un comienzo de fractura en los sucesos de la Noche de San Daniel. En ellos, la Guardia Civil y unidades de Infantería y Caballería reprimieron de forma violenta a los estudiantes de la Universidad Central que se habían concentrado en apoyo al rector de dicha universidad, depurado días antes por el gobierno moderado del general Narváez. La destitución del rector Juan Manuel Montalbán tenía como motivo principal el no haber apartado de su cargo como catedrático a Emilio Castelar. Líder del Partido Progresista, Castelar acababa de publicar varios artículos criticando a la reina
Castelar, líder del Partido Progresista en esos momentos y uno de los teóricos más relevantes del republicanismo en España, acababa de publicar en el diario La Democracia varios artículos criticando duramente a Isabel II. La publicación de esos artículos contravenía las directrices del gobierno de Narváez, en las que se prohibía que los catedráticos publicasen opiniones contrarias al Concordato de 1851 o favorables al krausismo.
Estos hechos, sumados a la sublevación del cuartel de San Gil, en la que varios sargentos de dicho cuartel se alzaron para acabar con la monarquía, acabaron por provocar que la reina apartase del trono a O’Donnell por considerarlo demasiado blando, y que este fuera sustituido por Narváez. Este optó por una política más represiva. Por otra parte, el progresismo optó por retraerse electoralmente para deslegitimar a las cortes que surgieran de los procesos electorales.
A la desestabilización del trono de Isabel II contribuyó también la fuerte crisis económica vivida entre 1866 y 1868, precedida por la crisis de la industria del textil en Cataluña en 1862 provocada por la escasez de algodón derivada de la guerra de Secesión. A la crisis financiera de 1866 se sumó una grave crisis de subsistencias en 1867 y 1868.
Cabe mencionar también la existencia del pacto de Ostende, firmado un año antes de la revolución por progresistas y demócratas. Iniciativa del general Juan Prim, progresista, al cual además se sumó la Unión Liberal de Serrano una vez falleció O’Donnell, el pacto de Ostende tenía como objetivo derribar la monarquía y nombrar una asamblea constituyente para decidir el destino del país a través del sufragio universal directo.
La respuesta del gobierno de Narváez fue tomar una deriva aún más autoritaria. Buena parte de los ministros moderados que rodeaban a la reina en ese momento pertenecían al ala más dura del moderantismo, el neocatolicismo. Este, más cercano ideológicamente al carlismo que al propio moderantismo (del que lo separaba, prácticamente, solo su adhesión a la corona isabelina), estaba tomando posiciones cada vez más conservadoras. Además, en abril de 1868 fallece Narváez. Isabel II decide que su sustituto va a ser Luis González Bravo. La línea de pensamiento de González Bravo era ultraconservadora, lo cual se dejará ver.
El último aldabonazo al poder de la reina estuvo, precisamente, relacionado con la camarilla neocatólica que la rodeaba. La ocupación de Roma fue de gran interés para el neocatolicismo. No obstante, consideraban a la Roma papal como la capital del mundo cristiano y de la Iglesia católica, cuya defensa era su prioridad. En 1865, el reconocimiento del reino de Italia (en detrimento del dominio del Vaticano) por parte de la reina Isabel supuso un elemento de confrontación entre el neocatolicismo, la reina y el sistema liberal que esta representaba. Si no podían gobernar en términos católicos, los neocatólicos perdían su vínculo con el sistema liberal. La ruptura con algunos de los puntos clave del Concordato de 1851 desligó a muchos de estos políticos de la figura de la reina. El proceso de deslegitimación que sufrió la reina los años finales de su reinado disminuyó o hizo desaparecer la lealtad de muchos de sus seguidores más reaccionarios. Entre ellos, sus ministros, que, en parte, dejaron caer su reinado.
A comienzos del mes de septiembre de 1868, el pronunciamiento militar que, según el acuerdo tomado, se iniciaría en Cádiz ya estaba preparado. El 16 de septiembre llegaron a dicha ciudad Juan Bautista topete, almirante unionista, el general Prim acompañado de Práxedes Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla, ambos progresistas. No obstante, este último acabaría virando hacia el republicanismo. Desde Canarias llegaron los generales unionistas que habían sido desterrados allí, con Francisco Serrano a la cabeza.
Fue la Revolución de 1868, la Gloriosa, quien derrocó finalmente a Isabel II. La revolución estalló el 17 de septiembre de 1868. El ejército y la armada se levantaron en Cádiz, con el líder progresista y general Juan Prim y el almirante Juan Bautista Topete, unionista, a la cabeza. Se sublevaron al grito de “¡Viva España con honra!”. Poco después, el levantamiento se fue expandiendo a Levante, Cataluña y Andalucía, donde nuevas tropas se unieron a las que ya se habían alzado. Poco después se extendió por las capitales provinciales, avivada principalmente por los demócratas, además de por el clima de descontento que se había extendido decido a la crisis económica
Al día siguiente, Topete pronunciaría un discurso que contenía el que sería el lema de la revolución, «¡Viva España con honra!«. No obstante, historiadores como Josep Fontana consideraron que el manifiesto era un prodigio de ambigüedad política. «El manifiesto «España con honra» estaba llamado a ser uno de los emblemas de la España liberal y democrática, según Suárez Cortina.
El día 19 González Bravo dimitió y Gutiérrez de la Concha pasó a sustituirlo. La revolución avanzó imparable, empezando por Andalucía. Como es común a los procesos revolucionarios del siglo XIX español, en las ciudades principales se constituyeron juntas. La primera, en Sevilla, el 20 de septiembre. La creación de estas juntas se hilvanaba con la larga tradición juntista presente en el liberalismo y el progresismo español durante todo el siglo XIX. También se formaron cuerpos de milicianos cuya misión era defender la revuelta. En este caso, se trata de los conocidos como Voluntarios de la Libertad. La relevancia del Partido Demócrata en la movilización ciudadana radicalizó el programa revolucionario. A pesar de ello, ha de tenerse en cuenta que, si bien la revolución palpitaba en las ciudades, la última palabra estaba en el ejército, rasgo también común en la política de este siglo.
Tras once días de revueltas, el 28 de septiembre las tropas sublevadas derrotaron a las que se mantuvieron leales a Isabel II en la batalla de Alcolea (Córdoba). Dos días después, el 30 de septiembre, Isabel II marchó al exilio en Francia. El general Gutiérrez de la Concha trató de reordenar al ejército como pudo. No obstante, los mandos militares apoyaron la revolución. La reina se encontraba en San Sebastián y, si bien trató de volver a Madrid, acabó permaneciendo en San Sebastián porque la situación en Madrid había empeorado para ellos, hasta su marcha.
En Madrid, la Junta Provisional Revolucionaria asumió el poder ejecutivo hasta la constitución de un gobierno provisional. Sucedería el 8 de octubre del mismo año, bajo la presidencia de Francisco Serrano, líder unionista.
Tal y como había ocurrido en otros procesos revolucionarios, la formación de juntas conllevaba un problema prácticamente implícito: en los primeros momentos tras la revolución, convivieron dos poderes. El gobierno en Madrid, generalmente ligado a la junta de la ciudad y las juntas que controlaban el resto de ciudades. En este caso, estas asimieron el programa demócrata. Ello implicaba la aceptación del sufragio universal masculino, la liberta de imprenta, culto, reunión y asociación y la abolición de los consumos y las quintas. Sin embargo, tras un proceso de negociación arduo, consintieron disolverse a cambio de que el gobierno central garantizase un amplio abanico de derechos fundamentales.
No obstante, la renuncia de Isabel II al trono no vino de la mano de su partida. No obstante, su partida al exilio acabó con toda resistencia por parte de las fuerzas leales a Isabel II y entrado octubre se formó el gobierno provisional con Serrano a la cabeza y Prim y Topete entre sus integrantes. Con la formación del gobierno se sellaba el triunfo de La Gloriosa.
Sin embargo, ya se ha comentado que esta sublevación formó parte de una larga tradición de levantamientos militares. ¿Qué fue entonces lo que convirtió a la Revolución de Septiembre en una revuelta victoriosa?
El objetivo del pronunciamiento de 1868 no era solo deponer a un gobierno corrupto o, en general, con malas políticas. Se enfoca en la misma persona de la Reina. Es ella el objetivo, en mayor nivel que la propia institución de la Monarquía, como se verá en el devenir de los acontecimientos posteriores. Es su reinado el que se muestra incompatible con la honradez. Además, la sublevación se inicia desde la periferia hacia el centro, extendiéndose con mucha rapidez debido a que el compromiso de aquellos que habían conspirado contra la monarca era firme. Además, ese compromiso implicaba también un cambio en el sistema político que debía llevarse a cabo con rapidez: la formación de una Asamblea Constituyente, elegida por sufragio universal directo, que decidiría de manera democrática cómo querían los ciudadanos que se rigiera el país (López Cordón).
El triunfo de la revuelta tuvo que ver también con el apoyo que, burguesía, clases populares urbanas y, en algunos casos, clases populares campesinas, le brindaron al levantamiento. Para algunos sectores revolucionarios, como la Unión Liberal, la revolución buscaba culminar la implantación del liberalismo, eliminar los obstáculos hacia una sociedad plenamente burguesa y capitalista. Sin embargo, para otros sectores como el progresista, la revolución buscaba un cambio real en las condiciones de vida de los ciudadanos y una verdadera democracia. Una que se apoyase en el sufragio universal y que eliminase todas aquellas directrices que atentaban directamente contra las clases populares. Por ejemplo, las quintas y los consumos. Esta revolución democrática era el motor que movilizó a los sectores populares que organizaron las barricadas y sostuvieron las Juntas Revolucionarias que más tarde el Gobierno provisional trató de desarticular. Y que, finalmente, acabaría desembocando en la proclamación de la Primera República Española
Pero esa proclamación habría de esperar a que el régimen surgido del Sexenio Democrático experimentase con otras formas de gobernar el país. El Sexenio fue, en sí mismo, sobre todo, la primera experiencia plenamente democrática de la España contemporánea. En buena parte por la proclamación de la república, pero también por el devenir del propio Sexenio Democrático.
El Sexenio Democrático.
Tras el triunfo de la revolución y la formación de una Asamblea Constituyente, durante un período de seis años que se vería truncado con el golpe de Estado de Martínez Campos, se intentaría implantar en el país una nueva forma de gobernarse. Es ese período de seis años el que conocemos como Sexenio Democrático, llamado también en ocasiones Sexenio Revolucionario.
En coalición de liberales, progresistas, moderados y republicanos que se enfrentaba a la tarea de encontrar esa nueva forma de gobernarse no apuntaban todos en la misma dirección. No obstante, a pesar de la reticencia de los republicanos, al inicio, las cortes rechazaron implantar un sistema republicano en España. Serrano ejerció como regente mientras las cortes trataban de buscar un nuevo monarca para España. No obstante, lo que había movido a buena parte de los revolucionarios no era tanto un rechazo a la monarquía en sí, sino a la figura de la reina. Los debates de más peso para estas cortes tuvieron que ver, sobre todo, con esto, con la elección de la monarquía como sistema de gobierno. Este debate enfrentaría, entre otros, al escritor realista Adelardo López de Ayala, liberal, con los diputados republicanos federales. Serían estos quienes defendieran la opción republicana más radicalmente.
El otro tema central de los debates en este contexto fue la cuestión religiosa. Esta, junto a la libertad de expresión y asociación, fue, durante el largo siglo XIX, algunas de las cuestiones con las que los gobiernos conservadores y liberales cerraron y abrieron el puño, respectivamente, cuando ocuparon el gobierno y redactaron sendas constituciones. La constitución de 1869 promulgaba la libertad de cultos. Este histórico reclamo del liberalismo progresista se hacía efectivo por primera vez en la práctica. No obstante, sobre el papel, sin llegar a promulgarse, había figurado en la constitución «non nata» de 1856).
Esto levantó las protestas de los sectores más conservadores y reaccionarios, a pesar de que el estado seguía manteniendo la confesionalidad católica. De nuevo, solo los republicanos federales apoyaron la idea de implantar un estado laico.
Estos debates fueron bastante duros y abrirían una grieta entre los revolucionarios, que si bien habían sido capaces de unirse con la causa común de derrocar a la reina Isabel II, tenían metas muy distintas.
Cuando el unionismo y el progresismo anunciaron que defenderían la monarquía como forma de gobierno de la nación, el Partido Demócrata se escindió en dos. Gran parte de sus integrantes, que eran republicanos convencidos, abandonó la coalición. En esta permaneció un grupo bastante minoritario, conocido como los cimbrios, quienes consideraban que la monarquía y la democracia eran compatibles si la primera asumía las libertades fundamentales. Estos mantuvieron el pacto con unionistas y progresistas. No obstante, la formación de un frente monárquico-democrático, al que se aludía entonces como “conciliación”, era, en la práctica, una ficción que pretendía únicamente sustentar al gobierno progresista-unionista, y al surgido de la suma de estos a los demócratas más tarde. Sin embargo, la alianza era precaria, por lo que se quebró en 1869. La ruptura final sucedería ya a mediados de 1870.
Sin embargo, a pesar de esa dureza en los debates y de las grietas que abrió en el progresismo, en 1869 se promulgó la Constitución del Sexenio. Es considerada la constitución más liberal que se había promulgado hasta el momento. Además, no solo fue puntera en comparación con sus hermanas decimonónicas. La constitución de 1869 ponía a España a la cabeza de Europa. En ella resuenan, además, ecos de la constitución estadounidense.
A estos derechos individuales, como la libertad de expresión o de imprenta (que habían variado con cada texto constitucional de todos los que entraran en vigor en España) se suman otros, como la libertad de reunión, de asociación, o el derecho a la inviolabilidad de la correspondencia o el domicilio. Además, se refinaron las garantías procesales para quienes eran detenidos. Es remarcable el establecimiento de la libertad de cultos, por otra parte acompañada de una serie de medidas secularizadoras en los meses consiguientes. El gobierno provisional expulsó a los jesuitas, legalizó el matrimonio civil, secularizó los cementerios. Además, incautó archivos, bibliotecas y bienes culturales de la Iglesia y obligó al clero a jurar la nueva constitución. Todo ello fue acompañado por el inicio de un nuevo proceso desamortizador. Los conventos que se habían fundado tras 1837 fueron disueltos y sus propiedades se pusieron en circulación en el mercado. Además, la constitución reconocía la plena libertad de enseñanza, un terreno que había estado, si no en su totalidad sí prácticamente dominado por la Iglesia.
Con el fin de promover la enseñanza pública se autorizó a todos los ciudadanos a abrir y mantener establecimientos educativos, sin necesidad de previa licencia. Esto, por supuesto, conllevó una subida en el número de centros educativos. Se promovió también la autonomía municipal: los alcaldes dejarían de ser nombrados por el gobierno y pasarían a ser elegidos por los concejales. Sin embargo, la constitución, que imponía los principios básicos de la revolución (es decir, el sufragio universal y el reconocimiento de las libertades individuales) no era plenamente satisfactoria para prácticamente ningún grupo político.
Los republicanos se mostraban evidentemente descontentos con la Monarquía Democrática que se implantaba (si bien para algunos historiadores esta será la primera vez que esas palabras tengan un significado pleno, puesto que por primera vez los órganos de gobierno tenían herramientas para controlar a la corona). Los neocatólicos, más cercanos cada vez al carlismo, se opusieron a la libertad religiosa. Buena parte de los liberales, por contra, no estaban satisfechos con mantener la confesionalidad católica. En definitiva, la constitución, por muy avanzada que podamos considerarla mirándola en perspectiva histórica, resultó demasiado tibia para algunos y demasiado liberal para otros.
Al ser la constitución de 1869 una que reconocía la naturaleza monárquica de la nación española, las cortes constituyentes tuvieron que lanzarse a la búsqueda de un nuevo monarca. Teniendo en cuenta los encarnizados debates que había generado el propio texto de la constitución, la búsqueda de un rey resultó ser igualmente problemática. Con Juan Prim como presidente del gobierno den 1869 y Serrano como regente, se consideró y ofreció la posibilidad de nombrar a Espartero, símbolo del liberalismo, como rey. No obstante, el duque de la Victoria contaba entonces con 76 años y declinó la oferta, a pesar de que levantó muchos apoyos.
Otra propuesta, rápidamente desechada, fue el nombramiento de Alfonso, hijo de Isabel II y, posteriormente, tras subir al trono, Alfonso II. El pensamiento de que podía estar fácilmente influenciado por su madre y la camarilla que había rodeado a esta hizo rechazar la idea. Se postulaba también Fernando de Sajonia-Coburgo, antiguo regente de Portugal. Una de las posibilidades con más peso fue la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern, propuesto por Bismarck. Esta candidatura provocó tensiones con Francia que acabarían desembocando (al menos como excusa) en la guerra franco-prusiana.
Finalmente Amadeo de Saboya fue el triunfante. Amadeo pertenecía a una casa con fama liberal que parecía adaptarse a los requerimientos del nuevo sistema que estaba levantándose en España. Juan Prim fue su principal valedor.
A mediados de noviembre de 1870, dos años después del estallido revolucionario, las Cortes Constituyentes elegirían a Amadeo I, segundo hijo del rey Víctor Manuel II. En una sesión presidida por Manuel Ruiz Zorrilla, con 191 votos a favor, 19 abstenciones y 100 en contra (puesto que 60 diputados votaron república federal, 27 al duque de Montpensier y 8 a Espartero) se proclamó al que, jocosamente, se conocería como Macarroni I, como rey de España.
La elección de Amadeo I tampoco fue satisfactoria para todos. Si bien los progresistas, con Prim a la cabeza, sí se mostraron contentos con el resultado de la búsqueda de un nuevo rey. Sin embargo, el hecho de tener a Prim como uno de sus principales defensores no le serviría de mucho a Amadeo de Saboya ya que, justo el mismo día en que desembarcaba en España, el general Prim falleció, víctima de un atentado que había sufrido tres días antes. La autoría del atentado contra Prim en la calle del Turco sigue siendo, no obstante, uno de los grandes misterios de la historia contemporánea española.
No solo la autoría, sino que en los últimos 20 años la momia del presidente ha sido exhumada en un par de ocasiones con el objetivo de dictaminar las verdaderas causas de su muerte. Las posibilidades tanteadas han sido desde el estrangulamiento hasta la infección de las heridas provocadas por los disparos que el coche de caballos del presidente recibió. La autoría del atentado, no obstante, sigue sin resolver. Algunos dedos han señalado al duque de Montpensier y al general Serrano como instigadores y al republicano José Paúl y Angulo como ejecutor, pero sigue siendo un enigma.
Serrano, quien había presidido el gobierno provisional, presidió del mismo modo el primer gobierno del reinado de Amadeo de Saboya. En él participaron la totalidad de los monárquicos de la coalición, que incluía a unionistas, progresistas y demócratas.
A la muerte de Prim, los progresistas se vieron divididos por la mitad. Aquellos más conservadores se unieron a los restos de la antigua Unión Liberal. Bajo el liderazgo de Sagasta, crearon el Partido Constitucional. Liberal, pero de orden, Sagasta pensaba que la monarquía de Amadeo solo podría sobrevivir si la aceptaba el conservadurismo más extremo. Opinaba que la Revolución de Septiembre había ido demasiado lejos en sus concesiones a la democracia y que, mientras en Europa imperase el clima impuesto por la Comuna de París y la AIT, la monarquía española solo soportaría el contexto si se le daba un sesgo conservador, por lo que se mostraba contrario al pacto con la izquierda demócrata o republicana (Martorell & Juliá, 2012, pp. 122, 123).
Frente a este viraje ideológico conservador, se posicionó el progresismo y los demócratas, que se unieron también. Muchos autores han comentado que la supuesta conversión democrática de los progresistas fue algo forzado. Otros apuntan a que fue ese hecho el que abocó su desaparición como partido. Hay quienes incluso interpretan que el sector más avanzado del partido fue absorbido por la fracción demócrata de los cimbrios. Contrariamente, hay voces que apuntan a que es, precisamente, en ese campo liberal-demócrata en teoría forzado en el que se abre paso el partido Progresista-Democrático o Radical. Puede plantearse la formación del Partido Radical como la expresión partidaria de un sector que puede encuadrarse en el liberalismo democrático y reformista. Es el canal mediante el cual aspirar a ejercer el poder dentro del marco del Sexenio (Higueras Castañeda, 2014, pp. 8, 9).
Es este el momento nacimiento del Partido Radical, presidido por Manuel Ruiz Zorrilla. Se posicionó en el punto opuesto al de Sagasta, considerando que la pervivencia de la monarquía solo era posible con un movimiento hacia la izquierda que de hecho exigía. Consideraba que, si la monarquía era plenamente democrática, captaría al republicanismo igual que lo había hecho con un sector de los demócratas en 1868. No escapaba a su visión el hecho de que el republicanismo contaba cada vez con más adeptos en medios populares urbanos. Aspiraba a, al menos, un acuerdo de convivencia con el republicanismo. Por ello, los radicales de Zorrilla asumieron el programa de los demócratas y contó con la benevolencia de los líderes republicanos. Sin embargo, en esta coalición aparentemente estratégica, acabó dominando el más fuerte. A finales del reinado de Amadeo I, Pi i Margall reconocía que los radicales estaban prácticamente a merced de los republicanos (Martorell & Juliá, 2012, p. 123).
No obstante, en este punto, los márgenes de la cultura republicana son lo suficientemente difusos como para mezclarse con facilidad con otras culturas. Las fronteras políticas, culturales, doctrinales y sociales de republicanos y radicales eran, por una parte, lo suficientemente solubles como para llevar a cabo esta alianza y, por otra, estuvieron siempre en un constante conflicto. Sagasta y Ruiz Zorrilla fueron incapaces de establecer un sistema de partidos en el que alternarse. Su entendimiento era prácticamente imposible. A ello contribuyó desde el hecho de que partieran de posiciones ideológicas (cada vez más) separadas hasta la incompatibilidad entre ambos, pasando por la lucha por ocupar el espacio que habían ocupado anteriormente los progresistas
En poco más de dos años se sucedieron seis gobiernos, lógicamente breves. Serrano fue sustituido por Ruiz Zorrilla, en julio de 1871; vino después una serie de gabinetes del Partido Constitucional presididos por el general sagatino Malcampo (octubre-diciembre de 1871), el propio Sagasta (hasta mayo de 1872) y de nuevo el general Serrano (mayo-junio de 1872). Por último, Ruiz Zorrilla gobernó de nuevo de unió de 1872 a febrero de 1873. En este período, hubo tres elecciones a cortes, en marzo de 1871, abril de 1872 y agosto del mismo año. Las tres fueron vencidas, con una mayoría considerablemente amplia, los gobiernos que las convocaron (Martorell & Juliá, 2012, pp. 123, 124).
Es necesario tener en cuenta que los principios de la Constitución de 1869 eran, en el contexto en que suceden, democráticos. Sin embargo, entre la clase política que gobernó bajo ella, durante la monarquía de Amadeo I, había pocos demócratas dispuestos a defender realmente el sufragio universal masculino. Por tanto, las prácticas electorales fraudulentas que se hicieron sistemáticas durante el reinado de Isabel II se siguieron llevando a cabo.
Los conflictos mencionados entre constitucionales y radicales dificultaron la institucionalización de la monarquía de Amadeo I. Por otra parte, también contribuyó a ello el rechazo casi visceral de algunos sectores sociales y políticos. Por la izquierda, como parece lógico, los republicanos, dispuestos a combatir cualquier forma de monarquía. Sobre todo en el caso de los federales. Menos lógica que la animadversión republicana, totalmente esperable, fue aquella venida por la derecha. El conservadurismo, la Iglesia y los católicos militantes vieron como una afrenta el hecho de que reinara en España el hijo de Víctor Manuel, el monarca italiano que al conquistar la unidad italiana había destruido los Estados Pontificios conquistando las tierras del Papa y arrinconándolo en el Vaticano, tal y como se ha mencionado anteriormente.
La vieja aristocracia isabelina, con la reina en el exilio, había expresado su rechazo con el nuevo monarca. Los partidarios del retorno borbónico se organizaron alrededor de Cánovas del Castillo, quien, por otra parte, no consideraba viable el regreso de Isabel II. Creía que esta estaba demasiado ligada a su pasado, así que consiguió que esta, resignada, cediese su derecho al trono a su hijo, Alfonso. La aristocracia, que se unió a la causa alfonsina, rechazó a Amadeo de Saboya.
Explicar el reinado de Amadeo es, prácticamente, relatar las causas de su abdicación. Esta llegó el 11 de febrero de 1873. A pesar de la influencia de todos los factores que se vienen relatando, el detonante que saltó la chispa fue su discrepancia con Ruiz Zorrilla sobre la conveniencia de disolver el Cuerpo de Artillería. Aquel conflicto, a pesar de ello, solamente confirmó el ánimo del monarca para llevar a cabo una decisión tomada tiempo atrás. Años después, Zorrilla afirmaba que el rey, para justificar su marcha, había alegado lo problemático de la desunión de los partidos, la falta de respeto de la prensa y la guerra carlista. Hacía mención también a “las ideas avanzadas de las dos Cámaras”. No obstante, el liberalismo del rey era lo suficientemente conservador para encontrarse incómodo con la deriva filorrepublicana de los zorrillistas, que empezaba a provocar ruido de cuarteles. No es extraño, por otra parte, que la primera razón que el monarca arguyese fuese la incompatibilidad entre los partidos que debían sostenerle.
La Primera República Española
El rey abdicó el 11 de febrero de 1873. Ese mismo día, Congreso y Senado reunidos en Asamblea Nacional asumieron todos los poderes de la nación, declarando como forma de gobierno de esta la república. Se proclamaba entonces la Primera República Española. La decisión, si bien llevaba la contraria a la Constitución de 1868, vino forzada por la urgencia de la situación. La decisión de implantar una república venía tomada por parte de unas cortes monárquicas.
Sin embargo, lejos de los mitos sobre una Primera República venida casi de casualidad, sobre su «ilegalidad» o su ilegitimidad, o sobre el hecho de ser un sistema caído casi por obligación, la Primera República vino empujada por los esfuerzos del republicanismo, en todas sus vertientes, y por la «indiferencia» de los radicales sobre la forma de gobierno mientras cumpliese con sus vindicaciones. La primera república en España no vino porque no quedase más remedio ni solamente impulsada por la necesariedad, tampoco se impuso de forma violenta, si bien hubiera sido normal en este marco.
Marcada por la confluencia de tres conflictos armados (la tercera guerra carlista, la guerra de los Diez Años en Cuba y, finalmente, de manera consustancial a la propia existencia de la república, la sublevación cantonal) la primera república española fue una experiencia corta y agitada. En sus once meses de vida iniciales se sucedieron cuatro presidentes del Poder Ejecutivo. Una dinámica que, no obstante, no era ajena a la España decimonónica. Los cuatro presidentes pertenecieron al Partido Republicano Federal. La experiencia se extendería hasta el golpe de Estado del general Pavía el 3 de enero de 1874, momento en el que se instauraría una república unitaria bajo la batuta del general Serrano. Este era el líder conservador del Partido Constitucional. Sin embargo, a pesar del conservadurismo de este, la experiencia se vio de nuevo interrumpida por el pronunciamiento de Martínez Campos a finales de 1874. Con este golpe, restauró la monarquía borbónica en España, esta vez encarnada en Alfonso XII.
Ese mismo día, 11 de febrero, las Cortes proclamaron la Primera República Española, que vino al mundo en un ambiente agitado. Ambiente agitado compartido no solo con el reinado de Amadeo I, sino con buena parte del siglo XIX español y europeo. A ello hay que sumarle las escisiones entre los republicanos. Entre estos existieron diferencias relacionadas con las distintas formas de concebir la configuración estatal (centralista y federal), pero también el sistema en su totalidad.
Los republicanos federales, grupo dominante en la oposición republicana en las elecciones de agosto de 1872, aspiraban a una transformación radical del Estado español. Pretendían reconstruirlo desde la federación de una serie de estados prácticamente autodeterminados que, a grandes rasgos, correspondían con las regiones españolas ya establecidas. Se buscaba que cada uno de estos estados federales tuviera sus propios poderes ejecutivo, legislativo y judicial, así como una amplia gama de competencias políticas. Pero, más allá de las reivindicaciones territoriales, los republicanos federales compartieron y sirvieron de vía para las reivindicaciones de las clases populares, y su forma de concebir la totalidad del sistema disintió de las de otras maneras de entender el republicanismo.
También influía el clima de malestar social causado por los últimos coletazos de la crisis económica de mediados de la década. Esta reactivó formas de protesta tradicionales como los motines de subsistencias ya mencionados (los cuales siguieron sucediéndose hasta bien entrado el siglo XX en algunas zonas de la España rural). Motines que también se sucedieron contra las quintas. También se ha documentado la reorganización de partidas de bandoleros o las ocupaciones de terrenos agrícolas. Frente a estas formas de protesta, más ligada a regímenes anteriores, al antiguo régimen, también abundaron conflictos modernos, ligados al sector industrial y a un movimiento obrero cada vez más organizado. Se exigía, desde estos movimientos obreros, la subida salarial, reducción de la jornada laboral o la mejora de las condiciones laborales.
El hecho de que la conflictividad social se moviese entre formas antiguas y las protestas más contemporáneas refleja lo que supuso el siglo XIX español: un constante tira y afloja, el choque perpetuo entre lo antiguo y lo nuevo. Es el reflejo de una sociedad en constante cambio que intenta hacer equilibrios en medio de la inestabilidad.
Los republicanos unitarios, por el contrario, resultaban minoría entre los republicanos. Abogaban por la unidad del Estado español, por lo que el establecimiento de una república se limitaría únicamente a transformar la jefatura del estado y a garantizar una serie de derechos y libertades. Su visión del estado, de la conformación territorial y del sistema económico, además, era más burguesa que la de los republicanos federales.
Ante este panorama, paradójicamente se pudo proclamar la república gracias a los radicales de Zorrilla. Estos se encontraban, por otra parte, en una encrucijada: la abdicación de Amadeo de Saboya generaba un vacío de poder, volver a seleccionar un monarca de entre las casas europeas era inviable (por el contexto internacional, en parte) y el retorno de la dinastía borbónica hubiera significado dar por muerta la Revolución septembrina. Ello empujó a los radicales a sumar sus votos favorables a los republicanos, con quienes acordaron la participación conjunta en un gobierno de concentración. Ese mismo día, además, la Asamblea Nacional proclamó a Estanislao Figueras, miembro del partido progresista, como presidente del Poder Ejecutivo de la República.
Este contó en su gabinete con líderes republicanos de peso, como Emilio Castelar, Nicolás Salmerón y Francisco Pi i Margall. Lógicamente, también repartió carteras en su propio partido. El pacto, por otra parte, apenas duró unas semanas. Ambos partidos relegaron la organización estatal a las futuras Cortes Constituyentes, pero en realidad defendían concepciones radicalmente diferentes al respecto. Los radicales asociaban el federalismo con el caos, la insurrección. Pretendían que el paso a un sistema republicano fuese lo menos traumático y transformador posible, aspirando a una república conservadora, de orden y unitaria. Buscaban con ello que el sistema republicano atrajese más tarde a otros antiguos aliados monárquicos. La realidad es que apenas había unitarios dentro del republicanismo del momento, al menos a nivel institucional (Martorell, Juliá, 2012, p. 128).
Estas disidencias a la hora de concebir el nuevo estado generaron fricciones. Figueras anunció que defendería en Cortes un estado federal, lo que disparó las alarmas de los radicales, quienes junto con otros partidos monárquicos llegaron a tramar un golpe de estado que pretendía conceder la presidencia de una futura república unitaria a Serrano. El golpe, no obstante, fue abortado el 23 de febrero. En marzo se disolvieron las Cortes. En esos primeros meses de vida, no obstante, se había abolido la esclavitud en Puerto Rico (en Cuba no, debido al conflicto bélico que aún se mantenía) y habían suprimido las quintas, si bien más tarde hubieron de realizarse nuevas levas debió a la guerra en las Antillas y en el Norte. Ya en mayo se celebraron elecciones a Cortes Constituyentes unicamerales. Los republicanos, en este caso, obtuvieron 343 escaños frente a los 31 del resto de minorías parlamentarias. Sin embargo, la abstención llegó al 60% del censo.
La Federal
El 8 de junio, las Cortes proclamaron, al fin de forma oficial, la República federal. Dos días después, Figueras dimitió. Durante su gobierno, hubo de enfrentarse a las presiones conspirativas de los monárquicos. También tuvo que enfrentarse a dificultades en lo militar: con la guerra carlista, que llegado este punto se recrudeció; con la guerra cubana y con unas arcas del estado en crisis. Sin embargo, la razón que remató la decisión fue la división en el seno del federalismo.
El federalismo español apostó, en general, por la acción directa. Eran conscientes de la práctica imposibilidad de establecer la República en España vía electoral mediante. Consideraban que esta solo podría llegar a través de una revolución popular, una insurrección basada en la tradición revolucionaria y juntista española. El insurreccionalismo era parte esencial de la cultural política de buena parte del liberalismo, pero también del federalismo. Este creía en una república construida de abajo a arriba, desde las juntas locales al estado federal, y no de arriba abajo, de las instituciones a la población.
El insurreccionalismo también tenía su origen en el hecho de que el federalismo concebía la instauración de la república como algo más que un cambio en la jefatura del Estado. La Federal no era solo un relevo político, era también, como se mencionaba, una serie de transformaciones económicas y sociales radicales que no podían esperar. Sin embargo, la Primera República Española no llegó ni por la vía insurreccional ni por la electoral. A la república la trajeron las circunstancias, por lo que se vieron obligados a construirla de arriba abajo, parte de un proceso paulatino de descentralización estatal.
Aquellos partidarios de la insurrección, no confiaron de una república que se había instalado de la mano de los monárquicos. La transformación del estado les resultaba demasiado gradual y consideraban que se trataba de un simple cambio de dirigentes. Les extrañaba el hecho de que, una vez rota la alianza con los radicales de Ruiz Zorrilla, no se hubiera proclamado la Federal instantáneamente.
El gobierno de Figueras acusó la presión de los intransigentes desde su arranque. Pueden destacarse varios ejemplos. Horas después de la proclamación de la República, se organizó en Montilla un motín que acarreó el asesinato de varios notables locales y la ocupación de tierras. Se extendió por otras zonas de Andalucía. En marzo, en Cataluña, el sector intransigente exigió la disolución de las tropas destinadas allí, pues se las acusaba de trabajar para los alfonsinos. Proclamaron el estado catalán dentro de la Federal. Propagandistas republicanos agitaron a los soldados, que se insubordinaron. El gobierno negoció con los responsables políticos. Sin embargo, no pudo volver a establecer la disciplina militar. Figueras no pudo soportar toda la tensión que existía dentro del seno del propio republicanismo y dimitió el 10 de junio.
El cargo fue asumido por Pi i Margall, quien estaba decidido a acelerar la institucionalización de la Federal, presentando un proyecto de constitución en Cortes. La declaración de derechos era similar a la de 1869, pero disponía la separación entre Iglesia y Estado y que ninguna administración pudiera subvencionar ninguna religión. Abolía los títulos de nobleza, además. A pesar de estos cambios aparentemente radicales, la novedad más destacada radicó en la nueva organización que planteaba. La nación Española estaba compuesta por: la Andalucía alta y baja, Aragón, Asturias, baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia y las Regiones Vascongadas. Cada uno de estos estados tenía potestad para elaborar su constitución y escoger sus propios poderes ejecutivo, legislativo y judicial (Martorell & Juliá, 2012, p. 131).
El estado se reservaba competencias no menos importantes, no obstante. Pueden destacarse las relaciones internacionales, el ejército, la moneda, las comunicaciones, el gobierno de las colonias o la sanidad. El presidente de la República, elegido por sufragio indirecto, nombraba al gobierno y era responsable de mantener el equilibrio entre los estados federados. Las cortes se mantenían bicamerales, pero el Senado había de carecer de iniciativa legislativa y limitarse a comprobar la constitucionalidad de las leyes.
La revuelta cantonal: la república desde abajo
El proyecto fue presentado por parte de la Comisión constitucional de las Cortes el 17 de julio. A esas alturas, los intransigentes habían decidido acelerar el proceso de federalización desde las bases. En junio habían constituido un Comité de Salud Pública en Madrid, que organizó una sublevación que se encendió a un tiempo en varias ciudades. Despues se extendió por todo el territorio nacional. Pretendían fundar estados o cantones, prácticamente al modo confederalista, que una vez se constituyesen a sí mismos debían unirse, estableciendo una república federal de facto, desde abajo y adelantándose a las Cortes. A mediados de julio, la revuelta cantonal estalló definitivamente. Se extendió por Andalucía y Levante, aunque también llegó a ciudades castellanas como Salamanca o Béjar. Prendió en capitales de provincia, pero también en localidades con un fuerte peso agrícola e industrial y una presencia republicana más que notable. Se trata de ciudades como Cartagena, Motril, Jumilla o Loja.
En la revuelta confluyeron diferentes factores a tener en cuenta. El primero de ellos, una interpretación radical, de raíz, del ideario federal. Pero la chispa de la revuelta prendió, más allá de por las ansias de redistribución territorial, por el papel que el federalismo ejerció como canalizador de las reivindicaciones de las clases populares. De hecho, el Partido Republicano Federal se quedó a medio camino entre conformarse como un partido de notables propio de la España liberal isabelina y un partido de masas moderno.
Proletarios y campesinos vieron en el republicanismo un método de acción política. La tradición juntista de las revoluciones españolas también contribuyó en este proceso. Se tiende a afirmar generalmente que el movimiento obrero no participó de estas revueltas, pero teniendo esto en cuenta, esas afirmaciones son matizables. Afirmar que la revuelta en parte estuvo protagonizada por proletarios y campesinos y que el movimiento obrero no participó (por mucho que estemos haciendo referencia a organizaciones típicamente obreras) puede resultar contradictorio. Si bien la presencia de organizaciones típicamente consideradas obreras fue relativamente menor, ha de tenerse en cuenta que, en este contexto, el republicanismo supuso un lugar común donde canalizar las aspiraciones o exigencias obreras con otro tipo de luchas. La relación entre el obrerismo y el republicanismo en estos momentos es estrecha. Los márgenes entre ambas culturas políticas son lo suficientemente farragosos como para no poder afirmar categóricamente que el movimiento obrero no participó de estas revueltas. Lo hizo, sí, pero con el republicanismo por vía de acción.
En un contexto en el que el federalismo había explotado por vías no institucionales, Pi i Margall, federalista convencido, intentó mediar pacíficamente. Ante la inutilidad de esas negociaciones, se negó a recurrir a la fuerza para reducir al cantonalismo y dimitió. En su lugar entró Nicolás Salmerón. Este recurrió a Arsenio Martínez Campos y a Manuel Pavía para sofocar la revuelta en Levante y Andalucía. Llegado septiembre, la revuelta había sido dominada.
Resistía, como único bastión, el cantón de Cartagena, hasta enero de 1874. La presidencia de Nicolás Salmerón, no obstante, fue breve. Las motivaciones que le llevaron a la dimisión fueron similares a las que movieron a Pi i Margall. Salmerón era un activista convencido contra la pena de muerte. Bajo su breve mandato, sin abolirla, las Cortes aprobaron una ley en 1873 que abría las puertas a que los condenados recibiesen indultos. Sin embargo, el ejército, más conservador, consideraba que en medio de dos guerras y una insurrección cantonal, era necesario aplicar la pena de muerte en casos de deserción. Presionado para firmar dos sentencias de muerte, dimitió en septiembre de 1873. Cabe destacar, además, la virulencia con la que se reprimió a los cantonalistas. Ciudades como Cartagena fueron intensamente asediadas y, finalmente, quedaron devastadas
Tras Salmerón, dio el salto a la presidencia Emilio Castelar. Este se había convertido al unitarismo tras el clima de agitación de los primeros meses de la Federal. Deseaba establecer una república conservadora, que equilibrase libertades con seguridad y que atrajese a los monárquicos que quedaban entre los radicales, a las gentes de orden. Pretendía reconstituir la unidad del país, la disciplina militar, acabar con los frentes bélicos abiertos, que no eran pocos. Con todo ello pretendía reactivar la economía, bastante perjudicada. Hasta enero, gobernó por decreto. Había suspendido las garantías constitucionales en pos del orden, lo que le granjeó el respaldo del ejército. Los militares, por norma general, se habían ido despegando de la república en la medida en que veían en esta el deterioro del orden público y una crecida en la indisciplina.
Sin embargo, reconciliándose con unos abría una brecha con otros. El giro unitario y conservador de su gobierno le enemistó con los federales. Castelar era un ferviente defensor del parlamentarismo, por lo que recién comenzado 1874 regresó a las cortes buscando apoyo a sus políticas. Teniendo en cuenta la mayoría parlamentaria federal, parecía previsible que saldría derrotado, como ocurrió. Parecía inminente la nueva construcción de un gobierno federal, pero el general Pavía envió un destacamento militar al Congreso y disolvió las Cortes. Sin embargo, no quiso asumir la presidencia de la república, sino encomendarla en manos de una coalición amplia, que abarcase desde el conservadurismo republicano de Castelar hasta los alfonsinos de Cánovas. Ninguno de los dos, por otra parte, quiso colaborar en la situación post golpe de estado que se abría ante ellos.
Ante esta situación, fue el general Serrano quien asumió la presidencia y estableció una dictadura republicana, de orden, sostenida por el ejército. En su gobierno participaron ministros del Partido Constitucional de Sagasta y del Radical de Ruiz Zorrilla. Se suspendieron las garantías constitucionales, se disolvió la AIT e ilegalizó a los republicanos federales. Además, se clausuraron sus clubs, ateneos y se ilegalizaron sus periódicos, ambos lugares o herramientas de socialización republicana muy destacados. Se buscaba restaurar el orden público.
En esos momentos, debido a este giro conservador, España se había convertido en una republica que se asentaba sobre una constitución monárquica suspendida, con partidos monárquicos al mando, sin apoyo republicano (puesto que la mayoría de los republicanos estaban ahora en la clandestinidad), sin el respaldo de los sectores más conservadores (que se agolpaban ya en la causa alfonsina) y en un parlamento que debía hacer frente a dos guerras. La carlista se había recrudecido durante este tiempo. El desvío de tropas para disolver la revuelta cantonal les había permitido reforzarse en el norte. Serrano pretendía supervisar personalmente la campaña en el norte, por lo que en febrero de 1874 delegó la presidencia en el general Juan Zavala, reemplazado por Sagasta en septiembre (Martorell & Juliá, 2012, p. 134).
Mientras, Cánovas iba aglutinando más y más apoyos para la causa alfonsina. El príncipe Alfonso había alcanzado la mayoría de edad en noviembre de 1873. En diciembre de 1874, desde la Academia Militar de Sandhurst, publicó un manifiesto que era más bien un complejo programa político. Se presentaba como rey liberal, dispuesto a sostener una monarquía constitucional que obrase en conformidad con los votos, que combinase el orden legal y la libertad política. Era más bien una proclama de corte doctrinario, donde Corona y Nación aparecían unidas pero manteniendo un compromiso liberal que pretendía convencer a los indecisos, a aquellos que temían que la vuelta del hijo de Isabel II significase una vuelta a las dinámicas políticas del tiempo de su madre.
Se habían sucedido cuatro presidentes en 11 meses: Francisco Pi i Margall, federalista y uno de los teóricos republicanos más destacados del siglo XIX; Estanislao Figueras, también federal, Nicolás Salmerón, federalista moderado y Emilo Castelar, republicano unitario, sin contar con los generales en los que Serrano delegó el mando.
Un pronunciamiento por parte del general Martínez Campos en Sagunto, el 29 de diciembre, abre las puertas a la Restauración Borbónica en España, con el regreso y subida al trono de Alfonso XII. Es Martínez Campos quien lo proclama, de hecho. El ejército no reaccionó: desde hacía tiempo, abundaban los alfonsinos. Dos días después, Cánovas presidía un ministerio-regencia en nombre del ya monarca.
El republicanismo y sus raíces doctrinarias
Una vez repasados los acontecimientos que rodearon a la Primera República Española, cabe, además, hablar de cual había sido la trayectoria del republicanismo en España hasta ese momento. No obstante, más allá de la pura historia política del Sexenio, más allá de la pura narración de los acontecimientos que rodean a la proclamación del primer sistema plenamente democrático de la España contemporánea, las raíces del pensamiento republicano se hunden de manera profunda en el siglo XIX español, y marcarán en buena parte la manera de entender el republicanismo posterior.
Las raíces del republicanismo en el Estado Español pueden rastrearse con el mismo surgimiento del liberalismo. Las primeras manifestaciones de republicanismo contemporáneo suceden ya en la Guerra de Independencia española (1808-1814), en parte entroncando con el liberalismo emergente. Ya durante el reinado de Fernando VII se dieron varios pronunciamientos de corte liberal, pero no fue hasta el reinado de Isabel II cuando aparecieron realmente los primeros movimientos que se declaran claramente antimonárquicos y plantean un sistema liberal.
No obstante, y a pesar de aparentemente tener poco peso durante el reinado de Isabel II, el pensamiento republicano siguió forjándose poco a poco. En 1869, al término del verano, el gobierno hizo frente a un conato de insurrección republicana. Llegadas estas alturas, el republicanismo se había extendido por todo el estado. El periódico republicano La Discusión afirmaba la existencia de 49 comités republicanos provinciales, 500 de distrito y más de 2000 comités locales. En las elecciones municipales de 1869 los republicanos vencieron en veinte capitales provinciales(Martorell & Juliá, 2012, p. 119).
Entre distintos sectores de las clases obreras, como los jornaleros del campo (sobre todo en Andalucía). Los campesinos, que tras las desamortizaciones se habían visto inmersos en un proceso de proletarización, constituyeron uno de los sectores más desencantados con la revolución. Sucedió de igual modo con artesanos y trabajadores urbanos. Muchos de estos sectores se vinculaban al republicanismo y, por tanto, esperaban que la Gloriosa revirtiese en un sistema republicano, algo que no ocurrió; como tampoco ocurrieron una serie de reformas a las que muchos republicanos aspiraban. Para el republicanismo, en estos momentos, (sobre todo si se ponen las miras sobre el republicanismo federal), la palabra república significaba más que un cambio de sistema, de régimen o de mandatarios. Tal y como ha ocurrido en otros momentos de la historia de España y como, incluso, sucede en la actualidad, república significaba otras cosas. Transformaciones de tipo económico, social y político desde la raíz, una suerte de remedio que había de curar todos los males endémicos de la nación
Por ejemplo, los jornaleros andaluces siempre creyeron que la república federal conllevaría también un reparto más igualitario de la tierra. Se puede, incluso, hacer referencia a las revueltas de El Arahal y Loja en 1857 y 1861. La Federal también suponía la abolición de las quintas, más empleo, el abaratamiento de los bienes de subsistencia… en definitiva, una mejora en las condiciones de vida que va más allá de un cambio de régimen. Ya había habido repuntes de sublevación republicana en Cádiz y Málaga en a finales de 1868, en marzo de 1869 en Paterna y Jeréz. Llegado septiembre de 1869, la chispa se extendió por Cataluña, Aragón y la zona de Levante. El gobierno suspendió las garantías constitucionales y el ejército sofocó las revueltas, de modo que en octubre la revuelta había sido apagada (Martorell & Juliá, 2012, p. 120).
El movimiento obrero, muy cercano al republicanismo en su origen, se impulsó además mediante la AIT. La constitución de la Asociación Internacional de los Trabajadores dio un fuerte impulso al asociacionismo obrero. Nacida en Londres en 1864, la Internacional se dividió pronto en dos tendencias: la socialista, con Marx y Engels a la cabeza y la anarquista, dirigida por Bakunin, que durante la época que se maneja se introdujo en España (Martorell & Juliá, 2012, p. 120).
En mayo de 1869, en mitad del Sexenio, se fundó la primera sección española de la Internacional. Un año después, sucedió el I Congreso de la Federación Regional Española de la AIT. En 1872, esta contaba ya con 30.000 afiliados en el país, situándose un tercio de ellos en Cataluña. Si bien es cierto que la relevancia de la AIT durante el Sexenio fue relativa, sí que consiguió despertar el pavor entre propietarios, élites y clases medias. No obstante, el movimiento obrero, que comenzaba a organizarse, se sumaba al temor ante la conflictividad social tanto en zonas urbanas como rurales, en buena parte agitadas desde el republicanismo (Martorell & Juliá, 2012, pp. 120, 121).
El republicanismo federalista transitó los márgenes entre la cultura política republicana y el obrerismo. Desde hace unas décadas, la historiografía del XIX ha demostrado que los vínculos entre el republicanismo y los primeros movimientos obreros en el país fueron estrechos. Prueba de ello es la obra de Pi i Margall, pero también de algunos personajes pertenecientes a los cuadros medios del partido, como Pablo Correa y Zafrilla, cuyos aportes al desarrollo de la ideología del Partido Republicano Federal fueron cruciales. Pero esos aportes no irían solo volcados en la dirección del federalismo: Correa y Zafrilla fue, además, el primer traductor de El Capital (Karl Marx, 1867) al castellano. El federalismo no solo se concibió como una forma de entender la configuración territorial del país. Giró en torno a la construcción de una cultura democrática y de un federalismo de corte social.
Teniendo esto en cuenta, el republicanismo, sobre todo en su vertiente federal, hizo cundir el miedo a que la revolución política derivase en la revolución social. Este temor se había extendido por la derecha tradicionalista ya con la extensión del liberalismo, pero ahora comenzaba a sentirse también desde la derecha liberal y por un sector amplio del progresismo. Si el tradicionalismo (en sus diferentes vertientes: neocatolicismo, carlismo) había reaccionado ideológicamente de forma más exagerada durante la Primavera de los Pueblos, en 1848, la experiencia revolucionaria de la Comuna parisina, en la primavera de 1871 llevó a reaccionar a los sectores políticos mencionados. Esta reacción se encarnó, en octubre del mismo año, en la ilegalización en las Cortes de la AIT. El Tribunal Supremo anuló esa disposición, a pesar de lo cual el asociacionismo obrero fue duramente reprimido. Para ello, se anularon frecuentemente las garantías constitucionales, y, con ellas, el amplio abanico de derechos fundamentales que se amparaban ahora en la constitución.
El republicanismo y los movimientos obreros (así como todos aquellos sectores políticos que se opusieran al sistema de la Restauración, como por ejemplo el carlismo, en el extremo opuesto) fueron empujados a la clandestinidad. Eso no quiere decir que muriesen ni que desapareciesen. El mito de la Restauración como sistema que vino a imponer una suerte de estabilidad a un país que arrastraba un siglo anormalmente inestable que había explotado con más fuerza durante la implantación de un sistema republicano caótico y agitado es poco más que eso, un mito.
La primera experiencia republicana española no fue una anomalía en el contexto internacional occidental. Tampoco la etapa posterior convirtió al país en una balsa de aceite en lo que a inestabilidad y conflictividad social respecta. Si el golpe de estado de Martínez Campos mató a la República, no hizo lo mismo con la ideología republicana. Tampoco apagó el movimiento obrero, ni silenció totalmente el ruido de sables. Generalmente se afirma que, finalizado el Sexenio y restaurada la monarquía borbónica, España se estabilizó y el militarismo pasó a un segundo plano dentro de la política.
Sin embargo, fenómenos como el asociacionismo militar republicano durante los primeros años de la Restauración matizan estas creencias. La conspiración contra la monarquía por parte de los sectores del ejército que se mantuvieron afines a la causa republicana es buena prueba de ello. Esta conspiración en parte habría de hacerse desde el extranjero, porque buena parte de los líderes y miembros de los cuadros medios del republicanismo, como el mismo Manuel Ruiz Zorrilla, hubieron de exiliarse. También desde la clandestinidad, el movimiento obrero siguió vivo. Hasta 1881, ambas opciones estuvieron ilegalizadas, pero no muertas. Prueba de ello es la fundación del PSOE en 1879. Tampoco murieron las relaciones del republicanismo y los movimientos obreros (a veces movimientos indisolubles) con agrupaciones como la masonería, de la cual formaban parte buena parte de los líderes republicanos y progresistas, o el movimiento espiritista.
En conclusión, la Primera República Española puede considerarse una experiencia democrática propia de la Europa de su marco. Lejos de los mitos que rodean a la Primera República y que la envuelven en un halo de caos, agitación e inestabilidad, es una etapa de sumo interés en sí misma y de mucha importancia para entender por donde discurrieron las culturas políticas de su tiempo. Además, los mitos vertidos sobre la primera experiencia republicana en nuestro país sirven, en parte, para entender como se articuló el discurso sobre la Segunda República Española y, en parte, sobre como se entendió la Transición a la democracia actual.
La mitología sobre una república inestable, caótica e incapaz de satisfacer a la España «de orden» pesará sobre la forma en la que entendemos esta primera república, casi anecdótica, y recae sobre los mitos que envuelven a la segunda experiencia republicana y a la forma en la que se entiende el propio republicanismo. Lejos de todas esas interpretaciones viciadas que aún se arrastran en la actualidad, el devenir de este período histórico y de la cultura política que lo sostuvo es de sumo interés.
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