El Imperio Romano no cayó ante los bárbaros del Rin o los hunos, tampoco contra Odoacro, pero a inicios del s.VII tan cerca estuvo Persia de su destrucción que los testigos lo catalogaron como obra divina, con Heraclio como adalid. En esta guerra romano-sasánida, los dos pilares del mundo antiguo se enfrentaron una última vez, para acabar ambos rendidos de agotamiento. Y ante toda buena carroña siempre acuden los cuervos, pero eso es otra historia.
Introducción y Estado de la Cuestión
Este episodio histórico, perfectamente renombrable en su conjunto como “Crisis del siglo VII”, no ha gozado en castellano de toda la importancia que realmente merece. Cabe destacar que aquello relacionado con el Imperio Romano bizantino (así llamado el Imperio Romano en su etapa medieval) solía despertar poca curiosidad en el ambiente académico, compensándose lentamente gracias a la acción de nuevos autores como José Soto Chica con su “Imperios y Bárbaros”, que se sitúa como una introducción al punto de vista romano desde la perspectiva militar.
Historiográficamente la atención siempre se dividió según el bando que defendiese su tesis. Los autores iraníes muchas veces hacen uso del argumento de la desunión interna del Imperio Sasánida para, de esta forma, despreciar el peso histórico de sus derrotas en manos romanas y sus consecuencias. Mientras, en la trinchera contraria, los autores occidentales suelen exagerar las victorias militares de Heraclio hasta un punto hiperbólico, dando la sensación de estar leyendo una hagiografía en la que en nada se tiene en cuenta el conflicto interno iranio.
Dentro de las fuentes primarias destaca que las árabo-persas suelen estar escritas bajo mano de descendientes de los propios caballeros sasánidas. Debido a ello suele notarse gran sesgo caballeresco muy relevante en su contenido, ensalzando aquello de donde provenían. Mientras en la obra cristiana se nota mayor variedad. Hemos de tener en cuenta la divergencia religiosa y temporal que caracteriza las obras de autores cristianos, no temblándoles el pulso en ciertos casos a la hora de definir a Heraclio como un pecador incestuoso. Otros, en cambio, lo ensalzan hasta conectar su vida como obra del propio señor, no siendo sino un segundo Constantino.
El artículo a continuación expuesto se nutre de obras actuales (de manos tanto occidentales como iraníes) de diferente cuño y opinión, a la par que con obras de autores contemporáneos a los hechos y aquellos que recibieron noticia siglos más tarde.
Fuentes primarias
Dentro de la historiografía de siglos pasados predominó en muchos casos la mala costumbre de no poner en duda las fuentes de la época, destacando el caso de fuentes de origen musulmán. Puede verse en autores del renombre de Robert Payne errores tan garrafales como el decir que Heraclio luchó contra Persia en Egipto y Siria (Payne, 2019: 118), sólo entendibles con una nula crítica bibliográfica. Las fuentes clásicas aquí usadas han sido convenientemente analizadas, pudiendo observar aquellos puntos fuertes y los más criticables. De igual manera destaca que muchos de ellos eran religiosos hablando de asuntos militares, muchos se nutrieron de informes oficiales, en los que era común ocultar cifras por si eran capturados, razón para las incógnitas romanas en tantas ocasiones.
– Flavio Mauricio (539 – 602). Creador (según la mayoría de entendidos en la cuestión) del manual militar por excelencia, el Strategikon. En él se narra toda una sucesión de diferentes consejos y cuestiones militares a tomar en cuenta. Destaca para nuestro caso aquel punto en el que explica la táctica militar persa, con lo que se demuestra su gran experiencia en campaña contra este enemigo. Otros autores barajan posibles autorías del emperador Heraclio o del general Philippikos, aunque no hay suficiente certeza.
– Jorge de Pisidia (s.VII). Clérigo y amigo personal del emperador Heraclio. Su obra poética es una concatenación de recursos literarios de calidad excelsa en la que nos brinda su visión de diferentes sucesos de su época. Destaca enormemente por haber sido testigo de la primera campaña de Heraclio en Anatolia en 622 y del sitio de Constantinopla en 626.
– Sebeos (s.VI – VII). Obispo del credo armenio, idioma en el que escribió, destacado al haber compartido espacio en la corte persa con figuras prominentes de la época. En sus escritos, aun tratando todo con detalle, se centra específicamente en Armenia y aquello concerniente a ella. Aún resultando su texto tremendamente útil, es necesario manejarlo con cautela, pues es común que en ocasiones desconozca la geografía foránea (como el confundir Cartago con Alejandría) o que tenga grandes saltos cronológicos, como de 615 a 622, mezclando detalles de expediciones en 626 etc.
– Teófanes el Confesor (758 – 818). Respecto al periodo cronológico que nos incumbe destaca por su organización de la información en años, en este caso en el Annus Mundi (con la creación del mundo por Dios en 5493 a.C), y también por sus detalladas descripciones, al haber manejado informes militares oficiales. Pero es necesario comparar con otras fuentes, pues según avanza su relato, la cronología comienza a fallar, sobre todo entre los años 625 y 628.
– Nicéforo I, patriarca (758 – 829). Nuevamente nos encontramos con un autor que nos aporta importantísimos detalles para la narración de los hechos de la época que nos concierne, pero con grandes fallos igualmente. Algunos detalles errados de su narración son el dar el sitio de Constantinopla cual mero combate naval desubicado; dar por muertos a personajes protagonistas cuando no toca (como al general persa Sahin) o saltar y mezclar detalles de las campañas de 622 y 626.
– Miguel el Sirio (s.XII). Escritor en siriaco. Como miembro del credo monofisita posee un punto de vista marcadamente parcial a la hora de tocar temática religiosa, pero ello no le resta interés en cualquier tema siempre que se sepa esta premisa. También posee ciertos saltos cronológicos relevantes, como saltar de la toma de Calcedonia (615) a la segunda campaña de Heraclio (624).
Roma y el Legado Justiniano (s.VI)
A la muerte de Justiniano (565) el Imperio Romano se extendía 2.300.000 km2 y albergaba a 32.000.000 de habitantes. Al contrario de lo que suele decirse, su política expansiva dejó al estado con grandes ingresos y cierta estabilidad. Fue el mal manejo y gasto desmesurado de sus herederos el que sepultó su obra (Soto, 2019: 252). Los habitantes de África o Italia dieron la bienvenida al Imperio, pero elementos como la iglesia no tenían ninguna intención de renunciar a su adquirida independencia. Ello, junto con el poco ejemplar gobierno peninsular y las disputas teológicas, acabó por enajenar en buena parte la opinión itálica (Shepard, 2010: 214). Aunque cabe destacar que la ciudad de Roma seguirá unida a oriente hasta 754, mientras parte de la península continuó, bien en posesión oriental, bien bajo su influencia, hasta la muerte de Manuel I Comneno en 1180.
El sistema territorial, aun bajo ciertas reformas con Justiniano, siguió con el modelo provincial, aboliendo diócesis y creando para los recién conquistados territorios occidentales los Exarcados, territorios autónomos con ejército propio. Militarmente los términos latinos fueron abrazando su contraparte helena, con la eliminación de la “legión” y su integración en los tagma. El ejército comenzó a organizarse en Meros (“parte”) compuestos por entre cuatro y seis mil hombres, con hasta diez meros por ejército de campaña. Su comandante era el magister militum o, el más griego, strategos. Hacia 565 el número de tropas desplegadas ascendía a 250.000 entre limitanei (fronterizos) y comitatenses (tropas de campaña), con el emperador como máximo dirigente (Soto, 2019: 267).
Entre los errores políticos del sucesor de Justiniano, Justino II (565 – 574), estuvo el no mantener los viejos tratados de su tío. Destaca en ello el dejar de pagar por la paz a los ávaros. Ello motivó la vuelta a la ofensiva de esta agitada tribu, cobrándose de los lombardos Panonia (Hungría) a cambio de entretener el Danubio, dejando a los primeros manos libres para invadir Italia (Hernández, 2014: 105). Los ávaros eran un pueblo proveniente de las estepas asiáticas que, a lo largo de las décadas de los cincuenta, migraron hacia occidente debido al empuje turco. Gracias a su poderío militar acabaron asentándose al norte del río, subyugando a cuantiosas tribus eslavas que actuaron como sus tributarias. Su continuo belicismo de cara a Roma tomará relevancia durante la última guerra persa (Soto, 2015: 126).
Por su parte Tiberio II (578 – 582) controló parcialmente el exceso de su predecesor y aunque estabilizó en parte la frontera, perdió a manos ávaras Sirmio (Sremska Mitrovica). Pero ese no fue su mayor fallo, sino el desmembramiento de la protección imperial en Arabia. Desde el siglo III el Imperio Romano contó en el noroeste árabe con la protección del Reino Gasánida. Estos árabes cristianos (monofisitas) se encargaron de medrar bajo Roma, encargados de proteger sus rutas comerciales y servir cual estado tapón ante incursiones beduinas. Pero con el aumento de la tensión por motivos religiosos y problemas políticos con los persas sasánidas, Tiberio tomó la decisión de aprisionar y exiliar a rey y príncipe gasánidas a sus dominios occidentales. Con ello, el reino quedó debilitado y fragmentado, no preparado para lo que décadas más tarde vendría desde el sur (Bedrosian, 2013: 127).
La desaparición del Reino Gasánida unificado afectó de lleno a todo el Imperio. Estos monarcas árabes habían sido tradicionalmente los patrones del monofisismo en el oriente romano, y con su ida, la inestabilidad religiosa fue aún mayor, problema endémico de Roma. Fue con el Imperio cuando el propio cristianismo comenzó a sentar sus bases y dogmas alrededor de ciertos cánones, gracias a los Concilios Ecuménicos, grandes asambleas reuniendo a los mayores clérigos de su momento. Los problemas llegan cuando cierto sector territorial religioso no está de acuerdo con la conclusión del concilio, escindiéndose como una doctrina cristiana herética. Tal cosa ocurrió en amplias capas del oriente romano (Allen, 2009: 23).
Como ejemplo relevante, en nuestro caso, está el Concilio de Éfeso (431), tras cuya conclusión se condenó el Nestorianismo. Éste defendía que Cristo poseía dos naturalezas separadas, humana y divina, con dos entes independientes, mientras la ortodoxia defiende un único ente con dos naturalezas indisolubles. Los nestorianos destacan por expandirse por oriente al ser expulsados, abundando en tierra persa. Por otro lado tenemos el Concilio de Calcedonia (451), entre cuyas discusiones destacaron, y fueron condenados, los Monofisitas y Miafisitas, los primeros defensores de que entre las dos naturalezas de Jesús la humana queda supeditada y absorbida por la divina; y los segundos abanderando la humanidad de Cristo. El problema viene al tener estas “herejías” tan gran seguimiento en Egipto y Siria (Hernández, 2014: 64). Tanto Justino II como Tiberio II persiguieron con mayor o menor intensidad la herejía, con el descontento consiguiente en oriente.
El quinto y último representante de la dinastía Justiniana fue Flavio Mauricio Tiberio (582 – 602), que ascendió en la jerarquía militar bajo su predecesor hasta casar con su hija Constantina, siendo más tarde coronado. Destacó por sus amplias reformas, tanto en cuestión económica (parcheando previos derroches), militar (con la reorganización de tropas) y territorial (con la creación de los exarcados). En el campo de batalla también se mostró igualmente eficaz, inclinando la balanza en su favor con la intervención en los conflictos internos persas, con lo que anexó partes de Armenia y recuperó Dara.
Pero fue el Danubio quien le sepultó. Los ávaros reanudaron su ofensiva, obligando a una contestación, y las reducciones del salario militar no gustaron (cuando no su sustitución por suministros). La gota que colmó el vaso se dio cuando Mauricio, en el marco de una campaña exitosa pero larga, ordenó a sus tropas hibernar al norte del Danubio. Los hombres se alzaron liderados por un oficial llamado Focas y marcharon a la capital, los días de la dinastía Justiniana estaban contados (Soto, 2015: 131).
La Confederación Parto-Sasánida y el Rey de Reyes (s.VI)
La dinastía persa Sasánida se estableció en 224 d.C, deponiendo a los partos Arsácidas, con el título de shahansha, “rey de reyes”. Desde su encumbramiento disfrutaron de la legitimación religiosa del Zoroastrismo, religión oficial de su reino. Pero, como con Roma, su situación en el s.III distó de ser igual a la del s.VI, con una figura clave en su desarrollo, Cosroes I.
Desde la victoria sasánida y su encumbramiento se firmó un pacto tácito de convivencia. La nueva dinastía, proveniente de la región de Fars (Persia) será la única legitimada para ostentar el poder y por ello recibirá el apoyo de las grandes familias partas (pahlav). Estas familias se remontaban a los anteriores gobernantes, con un poder férreamente sustentado en sus tierras, concentradas en el este y norte sasánida. A cambio de ese reconocimiento el shahansha les daba gran autonomía, debiendo recaudar los impuestos de sus dominios y socorrer con tropas al monarca, por lo que se les financiaba (Pourshariati, 2008: 89).
La sociedad sasánida estaba articulada en castas poco permeables escalonadas con el gobernante en Ctesifonte (cerca de Bagdad) como cima. Tras ellos venían los dinastas partos, en cuyas manos residía el poder terrenal del Imperio. Por debajo estaban los Azadan, “hombres libres”, casta guerrera que engrosaba las filas de la caballería persa, los savaran. Luego estaba la baja nobleza de los dehqans, jefes locales cuyo rol adquirirá relevancia con Cosroes I (Soto, 2019: 327). Y tras ellos, el campesinado, trabajando para los señores, aparte de artesanado y comerciantes, librado de las levas. Todo ello aderezado por la enorme influencia clerical que el Zoroastrismo tenía, con los Asronan, “magos” como figura prominente en la corte real. Éstos adoraban como su principal deidad a Ahura Mazda, “señor de la sabiduría”, y sus lugares de culto eran los templos del fuego (Daryaee, 2009: 43)
Del Zoroastrismo destaca su defensa del statu quo. Muestra es la Carta de Tansar, donde vemos cierta “relajación” en las reglas sociales con la gran nobleza volcada en el comercio. Ello fue condenado por la religión, que veía como única vía legítima de enriquecimiento nobiliar la administración señorial. Todo en un contexto de “degeneración” de las costumbres previo al alzamiento Mazdakita. La corrupción imperante y el surgimiento de esta nueva herejía religiosa basada en la ruptura del rígido sistema social acabaron por hacer estallar la revuelta. Ésta fue muy relevante, con un amplio ataque al poder nobiliar e incluso el intento del manejo imperial, pero fueron derrotados con la coronación de Cosroes I que se aupó en su apoyo para acto seguido perseguirlos. Pero su impacto fue ilusorio, pues aunque las crónicas la exagerasen, la estructura de la confederación parto-sasánida no corrió peligro (Parnaveh, 2008: 93).
Hay quienes marcan el reinado de Cosroes I Anushirvan (531 – 579) como un antes y un después dentro de la historia sasánida debido a la enorme influencia de sus reformas o por su expansión territorial. Pero en muchos casos se peca de magnificar su obra, que quedó incompleta o inconclusa, aunque su buen planteamiento se ve por el seguimiento que de ella hicieron incluso los califas venideros. Aunque no excesivo, el daño provocado por los mazdakitas debilitó temporalmente a la nobleza parta, implantando medidas que reducirían tangiblemente su autonomía (Daryaee, 2009: 29).
Uno de sus mandatos fue la sustitución del mando militar único del eran-spahbed, en manos de uno de los dinastas, por la división del Imperio en cuatro “regiones militares” con sus cuatro spahbeds (rango militar inferior al del rey). Con el detalle de que, mayormente, éstos no provendrían de la alta nobleza, obedeciendo sólo al shahansha. Se discute hasta qué punto la medida fue efectiva, pero su intencionalidad era clara. A la vez, y para regular la recaudación, hasta entonces plenamente en mano nobiliar, se propuso la plena intervención. Fueron designados inspectores para certificar las ganancias de cada terreno en un catastro, para así poder fijar exactamente el impuesto a pagar, mientras a la vez realizó un censo para saber de cuántos hombres disponía cada familia. También designó a los maestros, jueces e incluso clérigos (Daryaee, 2009: 30).
El problema viene al aceptar sin crítica la efectividad de sus medidas. Con el tiempo se irán cimentando, pero los dinastas continuaron en los más altos rangos de la Corte; aquellos encargados de realizar los catastros y censos fueron tan corruptos como sus predecesores; y fue tras su reinado cuando los alzamientos se hicieron norma. La regla no escrita acababa de romperse, pues el rey de reyes ahora atacaba de frente la autonomía y poder parto. Tal movimiento por parte sasánida fue reconocido por las grandes familias, a cuyos ojos comenzaron a perder legitimidad (Parnaveh, 2008: 90).
En cuestión de tropas también se realizaron varias reformas, como la regulación de la paga que cada tipo de unidad recibía, pues el fraude hasta entonces campaba a sus anchas (Parnaveh, 2008: 88). Hasta entonces la composición del ejército sasánida era eminentemente hípica, con los savaran como columna vertebral de toda la institución militar. Ésta estaba constituida por los hombres dispuestos por las grandes familias, completamente armados y revestidos de hierro cual catafracto. Para reducir la dependencia de los grandes nobles, Cosroes I llamó a armas a los Dehqans, la baja nobleza a la que el estado, nutrido por sus reformas y tributos, financió equipo y sueldo (Soto, 2019: 328).
Pero una caballería sola poco puede hacer sin el apoyo de la infantería, escasa en el caso sasánida. La cuestión social influye en la escasez de infantes, pues los “guerreros” eran aquellos a caballo. Para estas labores solían recurrir a las tribus de su territorio, con especial énfasis en los Daylamitas, pueblo al sur del Mar Caspio utilizado como una potentísima infantería pesada al servicio del monarca. Por otro lado tenían a sus arqueros. Los romanos se especializaron en tiros potentes pero con menor cadencia, mientras los arqueros persas eran maestros del tiro rápido, aunque con una menor capacidad de perforación. Tanto la infantería pesada como los arqueros eran suministrados por las tribus o príncipes. Y aparte de todo lo anterior destacan las tropas mercenarias o de reinos vasallos, entre las que destacan la caballería pesada armenia o la ligera árabe (Soto, 2015: 65).
Su escasez de infantería de calidad fue crónica. Con Cosroes I destaca la conquista de Yemen (570), donde fueron enviados de 800 a 1.000 infantes pesados únicamente. Aunque esa cifra, como otras donde sólo se menciona caballería, tiene trampa. La columna vertebral sasánida eran los savaran, y la infantería era clave en las guarniciones y sitios, pero la mayor parte del “ejército” lo formaban los paighan, campesinos de leva sin tan siquiera retribución o equipo. Los autores romanos los llamaban despectivamente “sirvientes”, y muchas veces en los escritos que conservamos ni se les menciona. El ejército sasánida de finales del s.VI, mediante indagaciones verosímiles, rondaba los 60.000 infantes, 70.000 savaran, 30.000 tropas entregadas por los vasallos del Imperio y más de 150.000 paighan. Pero en el caso de los últimos, aunque fuesen buena carne de cañón, su uso excesivo se verá fatal para la economía (Soto, 2015: 74).
Tras Cosroes I sucedió su hijo Ormuz IV (579 – 590), con el cual el belicismo exterior se mantuvo, con largas guerras contra los romanos en occidente y contra los turcos en oriente. Si algo destaca de este monarca fue su guerra declarada contra los grandes nobles, a los que ejecutó sistemáticamente para favorecer a los dehqans, pero con todo siguió dependiendo en gran medida de su influencia. También restó poder al clero, dando pie a una mayor tolerancia con las demás religiones como la nestoriana. El estado centralizado se impuso, pero la legitimidad de la dinastía quedó severamente dañada, con lo que los alzamientos serán algo normal (Thomson, 1999: 91).
En 588 Bahram Chobin, de la familia parta de los Mihránidas, fue elegido para encabezar a 12.000 savaran y más paighan contra la ofensiva turca en oriente. Este poderoso dinasta venció de forma decisiva, pero su adquirida fama le granjeó la enemistad del monarca. Ante sus ofensas y un clima de crispación generalizado, Bahram se alzó en oriente, esgrimiendo los derechos de su familia, emparentada con los Arsácidas. Tal cuestionamiento de la legitimidad Sasánida no tenía precedente, menos aún que consiguiese que los sectores norte y este se adhiriesen a su causa.
Ante la ofensiva de Bahram sobre Ctesifonte otro complot surgió. Dentro de la Corte Vinduyih y Vistahm, de la familia de los Ispahbudhan y emparentados con el monarca, acabarán con su vida para coronar a su hijo Cosroes II. Creían que sería más manejable que su padre, pero un peligro inmediato llamaba, debiendo huir (Parnaveh, 2008: 141). Al nuevo shahansha no le quedó otra opción sino pedir clemencia a su antiguo enemigo, el emperador Mauricio. Nos narra Sebeos cómo, tras refugiarse en Alepo, Mauricio recibió una carta por la que, de ayudar al monarca en el exilio, recibiría cuantiosas cesiones, incluido el ser considerado un padre por Cosroes, en posición inferior. Dicho y hecho, la expedición fue lanzada, la ayuda dada, y el monarca coronado. Nada indicó que no fuese a iniciarse una nueva etapa de armonía entre ambos (Thomson, 1999: 97).
Poco tiempo sobrevivieron los tíos del monarca, con los que acabó “para vengar a su padre” tras una nueva guerra civil. Los dos Imperios del mundo tampoco coexistieron en paz por mucho. En 602 Mauricio y su estirpe fue asesinada, y poco tiempo le falto a Cosroes II Parviz para querer “vengar” a su segundo “padre”.
Un Advenedizo en el Trono: Flavio Focas (602 – 610)
Poco se sabe de su pasado previo encumbramiento aparte de que era un oficial de bajo rango del ejército; con labia pudo liderar una revuelta exitosa que acabó con la estirpe de la dinastía Justiniana. Entre los apoyos que tuvo inicialmente se contaba con buena parte de los equipos más influyentes del circo constantinopolitano. Pero su política no fue la más popular.
No escapa a la pluma de ningún autor su método de gobierno. Su mayor baza, tanto para su coronación como para su mantenimiento, fueron los militares. Pero sus celos y miedo a conspiraciones pudieron más que su mesura, silenciando a muchos, cuando no acababa con ellos (Bedrosian, 2013: 130). Un ejemplo de ello es el militar Philippikos, al que envió a un monasterio y al que Heraclio rescatará. Aparte de su gran represión y mala gestión, también destaca el apartado religioso, donde concedió primacía al “patriarca” de Roma, prohibiendo el apelativo “ecuménico” para los de Constantinopla (también donó a Bonifacio IV el Panteón de Ágripa, que convirtió en iglesia). Tal cuestión generó gran oposición, revertida en reinados posteriores (Hernández, 2014: 116).
Desde la muerte de Mauricio en 602 Cosroes II declaró la guerra “a Focas”. En un primer momento arguyó estar luchando para vengar la muerte de Mauricio; luego para coronar a “su hermano” Teodoro (la mentira propagada de la supervivencia de uno de los hijos de Mauricio); y finalmente aprovechará su matrimonio con una hija del emperador para querer fagocitar todo el Imperio.
Pero el descontento romano precederá incluso a las acciones persas. En 603 el general Narses se rebeló en Edessa (actual Sanliurfa, sureste de Turquía), haciéndose con el control de la zona a la vez que pedía ayuda a los sasánidas. Éstos no sólo vencieron al ejército que fue a sitiar al rebelde, sino que también pusieron cerco a la fortaleza de Dara, clave de bóveda de la defensa oriental. Nos cuenta Sebeos cómo al “liberar” Edesa del sitio el propio Cosroes, Narses le presentó a un chaval al que vistió como Teodoro para ganarse su favor, al cual utilizó como pretexto para su conquista (Thomson, 1999: 58).
En este primer momento el ejército persa se dividió en dos contingentes, uno sitiando Dara, cuya toma costó 9 meses. Y otro a la conquista de Armenia con el general Sahin. Aunque inicialmente en el norte los persas fuesen derrotados en Elevard (Vagharshapat), pronto las victorias se sucedieron, con el consiguiente saqueo en Anatolia. Narses no acabó mejor, convencido de viajar a Constantinopla, donde fue ajusticiado, perdiendo el Imperio a uno de los generales que mayor miedo imponía a los persas (Turtledove, 1982: 14). Como colofón a una incursión persa cada vez mayor hacia Siria, con la rendición de Antioquía, también los ávaros comenzaron a hostigar el Danubio.
El descontrol en el Imperio, descontento religioso, y represión provocó que un nuevo alzamiento surgiese, en este caso en el Exarcado de África. El magister militum local, Heraclio el Viejo, decidió rebelarse contra la autoridad de Focas. Este anciano militar ya participó en campañas contra los sasánidas con Mauricio, destacando en su represión de las revueltas armenias. Tanto Teófanes como Nicéforo están de acuerdo en la previa petición de ayuda al africano por parte del senado y de Prisko, conde de los excubitores (guardia imperial) (Turtledove, 1982: 16).
Según la tradición, en el momento de la partida dos expediciones fueron armadas, la de Heraclio el joven, hijo de magister militum, y la de Niketas, hijo de Gregorio, patricio hermano de Heraclio. La crónica dicta que ambas partieron hacia la capital, debiendo ser coronado el primero que llegase, pero se ve inverosímil. El más acertado en este punto es el cronista Miguel el Sirio que, aun manteniendo la premisa de esa carrera, sí menciona que Heraclio fue por mar (con destino a Constantinopla, con altos en el Egeo), mientras Niketas por tierra (Bedrosian, 2013: 130). Niketas cumplió su papel, tomando la provincia de Egipto para la causa rebelde, la cual gobernará hasta el ataque persa.
Por su parte, y ante la noticia de la llegada de Heraclio, la revuelta se alzó en la capital con la ayuda del equipo Verde del circo y los excubitores de Prisko. En 610 Heraclio desembarcó y el emperador fue ejecutado, dando inicio a una nueva dinastía, la Heracliana (Mango, 1990:52).
Flavio Heraclio y los vientos persas (610 – 621)
Ya en la capital fue coronado por su amigo el recién instalado patriarca Sergio I. Para todos estaba claro que la situación era desesperada, por ello lo primero que Heraclio hizo fue enviar una fallida embajada a Cosroes II pidiendo la paz. Debía prepararse para la guerra, pero antes iba a instalarse en el trono. El estado de las finanzas era calamitoso, de igual forma que la situación del ejército, razones para las que Heraclio requirió de largo tiempo de organización en la capital. Entre las medidas tomadas en cuestión militar destacó la reducción de la soldada a la mitad, con motivo de la excepcionalidad del conflicto. Las protestas fueron notorias, pero las arengas del emperador calmaron los ánimos levantiscos (Treadgold, 1995: 20)
Tomó como esposa a Eudoxia, hija de un terrateniente del exarcado con la que estaba prometido, y con ella tuvo dos hijos, pero ella falleció en 612. Al año siguiente casó con su sobrina Martina (hija de su hermano Teodoro), por lo que fue duramente criticado y cuyo estigma portaría hasta su muerte, pero con la que tuvo nueve hijos (muchos de los cuales con taras) (Spain, 1977: 230). Igualmente se preocupó por asentar a su dinastía con diferentes gestos como el nombrar co-emperador a su hijo Heraclio Novo Constantino (Constantino III) en 613 con apenas un año (Thomson, 1999: 175).
Los primeros años de su reinado hasta el inicio de campañas más exitosas suelen ser ignorados a la hora de escribirse su historia, pudiendo hablar de diferentes campañas en esta época. En 611 se lanzó la primera para echar a los persas de la céntrica Cesarea de Capadocia, tras lo que se retiraron habiendo sido sitiados, aunque sin ser derrotados; y en 613 fue hacia Antioquía, donde el general persa Sahin (también llamado Shahen o Saitos según la fuente) le derrotó. El mismo Sahin se introdujo en Anatolia hasta tomar Calcedonia (en el Bósforo) en 615, a lo que poco antes el general Philippicos, rescatado de su monasterio por Heraclio, llegó a penetrar por Armenia hasta Asorestán, muriendo al poco de causa natural (Thompson, 1999: 158).
Mientras tanto, en el sur el ejército del spahbed Shahrvaraz Mihran (también llamado Razmiozan o Khoream) tomó en 613 Damasco. Al acercarse luego a Jerusalén, ésta inicialmente capituló, pero pronto la población se alzó contra el invasor, siendo sometida a un duro sitio hasta su caída (tras lo que se narran abusos por parte de la población judía de veracidad discutida). Con la caída de la ciudad santa se envió a Ctesifonte tanto al patriarca local, Zacarías, como a la Santa Cruz junto a muchos exiliados (Turtledove, 1982: 11). Por la misma época y con los persas en Calcedonia, Heraclio envió una nueva embajada al shahansha con figuras prominentes de la capital y un tesoro como ofrenda. Pero Cosroes no sólo apresó a los embajadores y retuvo el tesoro, sino que envió una carta insultante como contestación a Heraclio (Thompson, 1999: 175).
Fuese o no original el contenido de la carta, lo que sí lo es es que Heraclio leyó en plena iglesia su contenido. En ella Cosroes amenazaba con no tener piedad de Roma hasta que abandonasen a su “crucificado” y adorasen al Sol. Independientemente de la molestia causada por su matrimonio incestuoso en ciertas figuras, el pueblo acabó queriendo a su emperador, pues se mostró siempre como un gobernante diligente y supo aprovechar la propaganda. El robo de la Santa Cruz con la caída de Jerusalén, el rechazo sirio de los obispos nestorianos persas (aunque los locales fuesen monofisitas) (Bedrosian, 2013: 130) o las propias amenazas del monarca enemigo fueron piezas clave para la perfección de su discurso, se encontraban en medio de una guerra en la que la fe cristiana era atacada.
Desde el inicio de la contienda el enemigo se mostró implacable, y aunque la mayoría de las plazas de oriente fueron rendidas, grandes fueron las muertes en los puntos de resistencia. El propio Heraclio, como rey guerrero, pronto se comparó con un nuevo Constantino, cuya misión debía ser la de combatir al infiel. Así lo muestra el propio Jorge de Pisidia en su obra poética, siendo el destinatario de la ira divina el bárbaro impío (Espejo, 2006: 156). Y de esta forma en toda gran ocasión se recurrió a la religiosidad para alentar a los romanos, con la invocación de reliquias o el consuelo del morir como mártires contra el enemigo de la fe, reafirmándose en su comparativa bíblica (Spain, 1977: 232).
Por otro lado, en los Balcanes los ávaros continuaron la rapiña y saqueo mientras los recursos imperiales se concentraban en oriente, pero se avinieron a negociar en 616. Aunque con intentos de desbaratar las negociaciones, en 619 se firmó una tregua a cambio de un pingüe tributo de 200.000 nomísmata de oro con el que los imperiales pudieron dar la retaguardia por salvaguardada, al menos temporalmente (Espejo, 2006: 299). Pero el estado de la economía pedía sacrificios si querían abonar tal tributo, y como narran diferentes autores, los metales preciosos del tesoro eclesiástico fueron requisados. El oro y la plata fueron fundidos para acuñar moneda, con ello pudieron pagar al ávaro para retirarse y, también, a la tropa que debía lanzarse a la contraofensiva (Mango, 1990: 55).
Para acabar de acorralar al Imperio, Shahrvaraz tomó Alejandría en 619, junto con el resto de la provincia de Egipto y la vecina Cirenaica en 621, con expediciones contra Libia. Constantinopla perdió así su mayor fuente de grano y, por tanto, de alimento. La annona (el reparto de trigo) hubo de ser suspendida por falta de suministros, y una nueva peste irrumpió en la capital. No pocos religiosos señalaron a Heraclio y su matrimonio incestuoso como culpables, siendo todo parte de un castigo divino (Pohlsander, 2003: 555). Nicéforo nos narra cómo ante la ola de infortunios Heraclio amenazó con trasladar la capital a Cartago, pero fueron las súplicas y tributos del patriarca lo que le convenció de quedarse (aunque parece una situación inverosímil). Heraclio se sobrepuso a las críticas abanderando la guerra santa. Las tropas se estaban reuniendo ya y él será su comandante (Mango, 1990: 49).
Una nueva andanada fue disparada por los persas para acabar de una vez la guerra. En este momento Cosroes II se encontraba en la cúspide de su poder, y quería finalizar lo empezado ahora que tenía al Imperio entre sus manos. Constantinopla debía caer.
La Primera Campaña: Anatolia (622)
La primera flota persa del Mediterráneo en milenios zarpó de Egipto con destino Constantinopla. No sin antes saquear por el camino lugares como Rodas, Cos, Samos, Creta o Éfeso, tomándose su tiempo. Mientras éstos avanzaban lentamente por mar, Shahrvaraz lo hacía por tierra con unos 40.000 hombres, debiendo unirse a ellos en el estrecho (Soto, 2019: 366). La flota pudo ser frenada por la romana, no así la tropa.
Heraclio tuvo suficiente tiempo de reflexión. La estrategia fue discutida con sus consejeros, y se designó a sí mismo como comandante. Al cargo de Constantinopla quedaron el patriarca Sergio y el patricio Bono (que actuó como regente) (Turtledove, 1982: 13). Como atestiguan varias fuentes, Heraclio zarpó con rumbo a Nicea el día tras la Pascua de 622, el 4 de abril, punto de reunión de sus tropas, a las que se encargó de preparar (Soto, 2019: 369).
El ejército de campaña de Heraclio estaba compuesto por unos 40.000 hombres principalmente romanos, con refuerzos del Exarcado de África, pero también con contingentes balcánicos y anatolios (Soto, 2019: 370). Durante los dos siguientes meses Heraclio se dedicó a promulgar continuas arengas, animar y levantar la moral. Las referencias religiosas fueron continuas, e incluso portó reliquias como la Sábana Santa. Pero no se dedicó sólo a eso, el ejército fue sometido a un intenso entrenamiento. Jorge de Pisidia nos narra cómo la tropa no sólo entrenó muy duramente, sino que también ensayó de forma continuada formaciones e incluso batallas de forma recurrente (Espejo, 2006: 170). El propio Heraclio, como nos remarca el poeta, se calzó las botas negras típicas del soldado romano, en lugar de aquellas púrpura imperiales, un gesto más para animar a la soldadesca (Espejo, 2006: 228).
Tras los dos meses de entrenamiento el ejército se encaminó hacia las montañas del Ponto (norte de Turquía), donde se situaba a estas alturas el ejército de Shahrvaraz. La suerte sonrió a Heraclio, pues pudo sorprender con facilidad a la avanzadilla persa a la altura del valle de Lycos. Estaba compuesta por un contingente de caballería ligera de lakhmíes (reino árabe nestoriano vasallo de Persia), cuyo caudillo se unió a su causa (Soto, 2019: 371). Pero el spahbed enemigo quiso curarse en salud y comenzó a ocupar los valles de las montañas, preparado para la venida romana.
Aunque el persa era un oponente difícil de batir, los militares romanos conocían bien sus tácticas después de largo tiempo combatiendo contra él. La mejor fuente militar que tenemos de la época es el Strategikon. En él se describe su táctica militar a la hora de trabar combate, retratados como precavidos y buenos sitiadores. Los persas tenían la ordenada costumbre de fortificar sus campamentos tras cada jornada, pero con un interior de tiendas caótico. Mientras que en marcha combatían únicamente cuando el terreno les favorecía a ellos (les convenía tener accidentes geográficos a su favor), evitándolo de estar el enemigo preparado. Una gran ventaja que les confería su origen iraní era la resistencia al calor, por lo que solían trabar combate en la hora de mayor bochorno (Dennis, 1984: 114).
En batalla se colocaban en 3 cuerpos, diestro, centro y siniestro, con formación densa, bien de falange, bien de caballería. El centro debía reforzarse con medio millar de tropas de élite adicional. Tal distribución se nos confirma por el Propio Jorge de Pisidia durante los combates en Anatolia (Jaímez, 2006: 188). Tras sus líneas situaban caballos de refuerzo y víveres para tener suministros de refresco. Destaca también sus puntos fuertes y débiles. El arco rápido persa era una gran ventaja; a la hora de combatir siempre buscaban tener el terreno a su favor, de poder ser con altura. En tal posición los arcos podían en todo momento acosar al enemigo, y rechazar las cargas de los lanceros con facilidad. Pero por otro lado eran terriblemente débiles contra los flanqueos, al no soler reforzar sus costados (Dennis, 1984: 115).
El entrenamiento romano cumplió al conferir mayor flexibilidad a la tropa, con la que Heraclio rodeó a los persas, arrebatando importantes pasos montañosos a Shahrvaraz. El ejército de persa se atrincheró en las montañas a la espera del ataque enemigo, y Heraclio no se hizo esperar. La jornada transcurrió con un falso ataque frontal por parte de una fracción romana ante la que se entretuvo el grueso persa, sin darse cuenta de que había sido rodeado, obligándole a combatir de cara a oriente y en baja altura (Espejo, 2006: 176). La victoria se alcanzó tras el choque el 6 de agosto de 622 (Soto, 2009: 371). Shahrvaraz en un primer momento huyó al sur por Cilicia esperando que Heraclio le siguiese, cosa que no hizo, tras lo que forzó el paso hacia Armenia para intentar proteger la retaguardia del Imperio (Espejo, 2006: 225).
La campaña fue breve, pero victoriosa, pues el peligro llamaba a las puertas de la capital. Los ávaros, conscientes de la situación más allá de sus dominios, reanudaron sus ataques y saqueos en Tracia, volviendo a acercarse a Constantinopla a pasos agigantados (Espejo, 2006: 192). Heraclio retornó a la capital, pero logró algo hasta hacía un año inimaginable, vencer a las armas persas, cosa no vista desde hacía casi dos décadas.
Un golpe inesperado: Armenia (623 – 625)
Según la versión a consultar, Heraclio a continuación volvió con o sin sus tropas a la capital. Lo más posible, visto como continuó la campaña, es que las dejase en Anatolia con órdenes defensivas para evitar que los persas volviesen. En cualquier caso la solución dada al problema ávaro fue diplomática. Intentaron poner sitio a la ciudad y, llegado el caso, incluso capturar al emperador, pero vistos sus fracasos optaron por aceptar el tributo y retirarse (Pohlsander, 2003: 555).
Tras pasar el invierno en Constantinopla, el emperador embarcó en 623 con su esposa y un par de sus hijos y se reunió con las tropas en Caesarea de Capadocia, en el centro de Anatolia. El emperador siempre quiso unir a Martina a los momentos más simbólicos de su reinado. Pero a la hora de partir, su familia también volvió a la capital. Esta vez Heraclio no cometerá errores pasados; no iba a llevar la guerra a su imperio ocupado, sino a la tierra enemiga, y comenzará por Armenia (Howard, 1999: 16).
Transcaucasia (actuales Georgia, Azerbaiyán y Armenia) llevaba en disputa entre ambos imperios desde el s.I a.C. Durante largos tiempo se dividió en reinos-tapón vasallos de uno u otro, mientras se luchaba por aumentar la influencia propia a costa de la del adversario. Como zona fronteriza era idónea por sus accidentes geográficos y grandes montañas que frenaban a los invasores esteparios por el norte. En un principio al ser mayoritariamente cristianos el Imperio Romano tuvo cierta ventaja, pero pronto las disputas teológicas se abrieron paso, con una iglesia armenia autónoma. El lugar a principios del s.VII estaba dividido en el Reino de Lázica (vasallo romano en la costa del Mar Negro, que proporcionó auxiliares para la campaña), el Reino de Iberia en el centro (vasallo de Persia) y el Reino de Albania al este (gobernado por los Mihranidas, vasallos del shahansha).
Mientras, el gobierno de Cosroes II ya no se mostraba tan férreo. La dinastía Sasánida destacó por retrotraer sus orígenes ante las propias divinidades, cosa que la religión zoroastriana propagó bajo su patronato. También, siguiendo la línea arcaizante, Cosroes quiso asemejar su reinado al de los antiguos Aqueménidas, rescatando la tríada divina de Mihr, Anahid y Ohmazd. Heraclio quería asemejarse a Constantino, y Cosroes a Artajerjes II. También gustó de representarse a sí mismo como a un gran guerrero, tal y como se ve en las representaciones de Taq-e Bostan, imagen del poderoso monarca como rey absoluto y panoplia completa. Mientras, favoreció la tolerancia sobre sus súbditos cristianos (nestorianos y luego monofisitas) y judíos, que tantos beneficios reportaban (Daryaee, 2009: 34).
Pero los enemigos de su gobierno nunca fueron débiles. La mecha encendida en tiempos de su abuelo nunca fue completamente apagada, y el ataque contra la nobleza parta no se olvidó, sumado a la excesiva atención ahora mostrada con los cristianos. Las victorias fulminantes de las primeras dos décadas de su reinado le dieron manos libres para imponer su centralismo, pero el malestar manó también entre sus generales. Entre ellos destaca el propio Shahrvaraz, Mihránida como lo fuese el derrotado Bahram.
Por el momento, aún con una derrota el año anterior, Cosroes estaba confiado y no esperaba grandes acciones de parte romana. Mientras, Heraclio renunció a encaminarse al sur, avanzando hacia Theodosiópolis, la ocupada capital de la Armenia romana. Desde ahí lanzó su invasión, saqueando Dvin, la capital de la Armenia persa, de la que consiguió gran botín. El propio Cosroes II se encontraba junto a la ciudad de Ganzak (cerca de Leylan) con 40.000 hombres, a lo que Heraclio no esperó. Forzando marchas la vanguardia romana, compuesta por contingentes ligeros gasánidas y lakhmíes, encontró y acabó con la avanzada persa. Al enterarse de ésto Cosroes, como nos narra Teófanes, huyó hacia el sur, abandonando a su propio ejército, que se desbandó (Turtledove, 1982: 16).
La humillación fue servida, con el consiguiente desprestigio para las armas solares. Ahora Heraclio tenía el camino libre para obrar en una perfecta venganza por el saqueo de Jerusalén. A poco camino de su posición se encontraba el “Gran Templo del Fuego de los guerreros” (Soto, 2019: 372), que gracias a la huída de Cosroes quedó desprotegido. El templo, en el actual Takht-i-Sulaiman, fue saqueado, junto con no pocos conjuntos palaciegos, aparte de la toma de prisioneros y destrucción de la infraestructura del norte persa. Tras ello Heraclio decidió virar hacia el norte e internarse en Albania, la expedición había tenido suficiente (Howard, 1999: 17).
Pero Cosroes no iba a dejar tal humillación incólume, menos cuando se había herido el propio corazón de Persia. El camino al norte fue relativamente tranquilo, aunque el ejército de Heraclio estuvo en constante alerta por la presencia enemiga cercana. El general persa Shahrplakan (también llamado Sarablangas) se encargó de vigilar los movimientos del romano por tierra albana, bloqueando los pasos más al norte, evitando a Heraclio por saber a su tropa inferior (Turtledove, 1982: 17).
Tras su derrota, Cosroes hizo llamar a sus dos mejores generales, Sahin y Shahrvaraz, para que le bloqueasen la retirada y acabasen con él. Shahrvaraz, cada vez más suspicaz de su rey, vino de su hibernación en Nisibis (actual Nusaybin) (Thomson, 1999: 81), colocándose al norte de Heraclio. Mientras, Sahin vino por el oeste con un ejército similar de alrededor de 30.000 hombres, bloqueando el paso al ejército romano. Junto con el contingente de Shahrplakan, al sur, alcanzaban alrededor de 80.000 hombres (Soto, 2019: 372). Heraclio, consciente de que sería rodeado, decidió atacar cuando el enemigo aún estaba dividido, arremetiendo contra el desprevenido Shahrplakan. Pero Shahrvaraz llegó entonces por el norte, a lo que Heraclio escapó hacia el sur (Howard, 1999: 18).
Con los dos mayores contingentes creyéndole huido, Heraclio se preparó y emboscó al distante Sahin, derrotando a su ejército, que debió unirse con el de Shahrvaraz. Acto seguido aprovechó la ocasión e hibernó tras el río Araxes, cosa aprovechada por su contingente láziko para volver a casa (Thomson, 1999: 82). Durante el resto del año 624 se sucedió una frenética persecución alrededor de la Transcaucasia en la que Heraclio pudo zafarse de sus enemigos gracias a la flexibilidad de su contingente. La fase armenia de la expedición finalizó en el invierno de 624/625, en el que atacó por sorpresa al ejército de Shahrvaraz, que hibernaba en el Lago Van, donde pasó a acampar él (Soto, 2019: 373).
En ese descanso junto al Lago Van, Heraclio tomó una decisión. Sus victorias fueron numerosas, pero, aunque su enemigo se encontraba sobre-extendido, poseía recursos y hombres mucho más abundantes que los suyos. Además, los persas tenían un gran aliado potencial, los ávaros. Por todo ello tomó la decisión formar él también una alianza con los enemigos ancestrales de Persia, los turcos. El imperio de los Turcos Kök se encontraba al norte del Cáucaso, en las extensas estepas entre el Mar Negro y el este del Caspio, habiendo luchado con y contra Persia desde su formación. Ahora Heraclio les proponía alianza. Él entregaría a su hija Eudoxia (de 15 años) al khagan a cambio de que al año siguiente se le proporcionase el auxilio de sus jinetes jázaro-turcos, con los que podrían anexar la Transcaucasia, cosa que aceptaron gustosos (Soto, 2019: 373).
Para la vuelta a territorio romano Heraclio decidió seguir por el norte de Siria, más seguro aunque más largo, pero en todo momento tuvo al gran ejército de Shahrvaraz como sombra. A la altura de Adana (Cilicia) ambos contingentes se encontraron en lados diferentes del mismo río, con sólo un puente entre medio. En ese momento el ejército romano atacó descontrolado al persa, que lo atrajo y rodeó en su lado. El mismo Heraclio, hastiado de que no se le obedeciese, nos narra Teófanes, hubo de intervenir personalmente y combatir en primera línea, conteniendo al enemigo hasta que ambos cuerpos se separaron. Heraclio, entonces, continuó su camino, hibernando el ejército en Sebasteia, donde lo recompuso (Turtledove, 1982: 21), pero las malas noticias no esperaron.
Los bereberes acosaban ahora el debilitado Exarcado de África. Mientras, coaligados, longobardos y visigodos asaltaban las posesiones occidentales del Imperio con diferente éxito. Destaca que con el desvío de tropas a oriente (de lo que dependía su supervivencia), lugares como la provincia de Spania (con capital en Cartago Spartaria) quedaron casi a merced enemiga, momento en el que el rey visigodo Suintila tomó posesión del lugar. De esta forma la presencia imperial en la península cesó en 625 para nunca más volver (Gómez, 2013: 72).
La segunda ciudad de las Siete Colinas (626)
Cosroes II, consciente de los movimientos diplomáticos de su adversario, optó por aliarse con los ávaros, siempre reacios a mantener sus paces; ellos se quedarían con los Balcanes, y él con el resto. El ejército de Heraclio se encontraba en plena recuperación, pero debió volver a la marcha. Contra él se envió a Sahin con 50.000 soldados, mientras por otro camino avanzó Shahrvaraz con otros 40.000 con dirección a Constantinopla. El Shahansha quería acabar con una guerra que cada vez le acarreaba mayores pérdidas (Soto, 2019: 374).
Ante el cercano asedio, Heraclio envió como refuerzo a la ciudad a 12.000 jinetes. Mientras, su reducido ejército debió volver a operar, pero no con él a la cabeza. El grueso fue conferido a su hermano Teodoro, con el que pudo efectuar una severa derrota al contingente de Sahin, que murió más tarde por sus heridas. Por el destino de Heraclio se discute, unos creen que es más posible que se dedicase con unas pocas tropas a hostigar la retaguardia y suministros de Shahrvaraz (Howard, 1999: 20); mientras la segunda versión dicta que con 5.000 hombres marchó hacia Lázika, en el Mar Negro, para confirmar la alianza con los turcos (Soto, 2019: 375). En cualquier caso estuvo ausente, pero consciente, pues envió detalladas instrucciones para la defensa de Constantinopla (Espejo, 2006: 251).
En la más estricta teoría el ataque debía ser a tres bandas, con ávaros por tierra, la flota persa por mar y la fuerza persa (previamente transportada) por otro flanco. Pero, aun con la gran pérdida territorial, la flota romana se encontraba en buen estado, a lo que bloqueó el estrecho para impedir la entrada persa (Espejo, 2006: 265). El ejército ávaro se nutría de una mezcolanza de tribus eslavas y búlgaras subyugadas junto con su propio contingente. La vanguardia con 30.000 hombres llegó el 29 de junio de 626 frente a las murallas de Teodosio. No fue hasta el 29 de julio cuando todo el contingente, cifrado realísticamente por Jorge de Pisidia en 80.000 hombres (aunque debió ser menor) (Espejo, 2006: 262), se presentó ante la ciudad. Y en menos de dos días trajeron armas de asedio como catapultas y torres de asedio para el asalto.
Los suburbios del barrio de Blaquernas, situado al norte y tras la muralla, fueron arrasados por los ávaros, que tomaron su iglesia como bastión, pero los locales estaban preparados. Toda la población se comprometió en las labores de fortificación, y nos narra Jorge de Pisidia las directrices que envió Heraclio:
“Nos transmitía órdenes contundentes de asegurar, cuanto fuese preciso, los basamentos de las murallas; de levantar plataformas defensivas voladas por encima de las torres; de hacer bastiones y barricadas con estacas clavadas profundamente; de cerrar por completo la muralla nueva y hacer una adecuada distribución de enclaves para arqueros, para las máquinas lanzapiedras y otros dispositivos, de modo que pudieran cambiar de emplazamiento con rapidez; también, de tener plenamente operativas las naves de guerra, las mismas que él no había dejado de armar desde tiempo atrás” (Espejo, 2006: 265)
De los comentarios de Jorge sobre la propia distribución de enclaves para arqueros y demás detalles podemos inferir en que el mensaje, si no parte, fue real, pues los temas militares solían escapársele a este buen clérigo.
Los ataques se dieron entre el 31 de julio y 6 de agosto por tierra, pero también por mar. Unos cuantos barcos persas intentaron trasladar a contingentes orientales el 3 de agosto desde Calcedonia hasta las murallas de la ciudad, pero fueron interceptados y hundidos, con bajas de hasta 4.000 hombres (Howard, 1999: 21). Pero el plan principal de los ávaros consistía en un ataque conjunto tierra-mar, en el que buena parte de sus vasallos eslavos atacarían las murallas del Cuerno de Oro desde sus monoxílos (canoas hechas de una sola pieza de madera) según viesen arder piras junto al muro de Blaquernas. Pero el patricio Bonos, magister militum praesentalis y persona al cargo de la defensa junto al patriarca Sergio, se enteró, preparando una contestación a la altura (Mango, 1990: 59). El ataque general se realizó el 6 de agosto. Por la parte terrestre Níceforo dice que:
“Cuando esas máquinas se acercaron a las murallas, una fuerza divina las deshizo y destruyó a los soldados ávaros dentro de ellas” (Mango, 1990: 59)
Señal de su mal éxito y buena defensa por parte de las tropas mandadas por Heraclio. Mientras que, respecto a la oleada marítima, Bono escondió a sus dromones de la vista enemiga, incendiando un bosque cercano al estrecho. Los eslavos creyeron estar viendo su señal, a lo que se lanzaron al ataque, pero sólo se encontraron atacados y aniquilados por la armada enemiga (Mango, 1990: 61). La derrota fue tan contundente y las bajas ávaras tan elevadas, que sus vasallos eslavos se retiraron en masa. El Imperio Ávaro pasará por malos tiempos, acechado por innumerables revueltas (Soto, 2019: 378). No le fue mejor a Shahrvaraz, mero testigo de la debacle. Tras ello se retiró a Alejandría, la moral persa quedaba quebrada.
A finales de año, con la alianza turca asegurada y el enemigo repelido, reapareció en la ciudad el emperador, cada vez con mayor pompa y amor de sus siervos, entre los que la propaganda religiosa cuasi-mesiánica caló. Se preparó para realizar su próxima campaña. La última (Howard, 1999: 21).
La Última Campaña Previa al Caos (627 – 628)
También el Imperio Sasánida preparaba una nueva guerra, la interna. El desprestigio para sus ejércitos había sido continuo desde 622, y la soberbia de su rey no disminuyó un ápice. De igual manera, el faccionalismo era cada vez mayor, con los spahbeds como cabecillas de sus intereses. Y la economía, aun con los impuestos de tierra ocupada, no iba a mejor; nuevas levas se alzaron, y tan desesperada fue la situación que comerciantes y artesanos, tradicionalmente libres de carga, fueron también llamados (Howard, 1999: 43). Las familias partas no olvidaban las ofensas pasadas.
Otro importante elemento de desprestigio fue la completa superación de las defensas persas en el Cáucaso, por donde incursionaron los turcos en 626. Heraclio desembarcó en Trebisonda, donde su ejército, unos 50.000 hombres, esperaba, y se encaminó hacia Lázika para encontrarse con el contingente de los turcos Kök (Soto, 2019: 379). Cosroes comprendió la intención de su enemigo, y pronto hizo llamar a su mejor general desde Alejandría, Shahrvaraz. Pero su ánimo no se encontraba acorde.
La comunicación con los ejércitos sasánidas se realizaba mediante un sistema de correos llamado barid, mediante el que se garantizaban una comunicación fluida (Pourshariati, 2008: 159). Relacionado, las diferentes fuentes nos ofrecen diferentes versiones de un mismo acontecimiento con bastante distancia entre ellas. Al parecer, y por la arrogancia con la que Shahrvaraz se armó, Cosroes II ordenó acabar con él, a lo que su asesino le confesó la traición del shahansha, alzándose el general abiertamente. Otras versiones incluyen posibles hermanos, figuras de segundos generales etc. Resumible en que la inquina de Cosroes le enajenó el aprecio de sus militares. Otra versión dicta que Shahrvaraz, ya coaligado con rebeldes, manipuló el contenido de la carta de llamada por otra ordenándole acabar con varios nobles, con la intención de azuzar el descontento en el Imperio (Pourshariati, 2008: 162)
Mientras la versión romana dice que fue el propio Heraclio quien, tras interceptar a uno de esos correos, manipuló su contenido para insinuar que Cosroes ordenaba a un tercero acabar con Shahrvaraz. El emperador en esta situación enseñó su contenido al spahbed que, como agradecimiento, se quedó al margen (Bedrosian, 2013: 131). Parece inverosímil, pues el enfado del general persa tenía largo recorrido, siendo esta versión una forma más de adular al emperador. En cualquier caso era notorio el enfado nobiliar, que cada vez se atrincheró más en sus dominios. Mientras, miembros de la propia corte comenzaban a maquinar contra su shahansha.
Por el bando romano, según Heraclio avanzaba por Transcaucasia contingentes locales se le unieron, en parte gracias a la propaganda pro cristiana esparcida (Howard, 1999: 38). La reunión con el ejército turco se dio junto a Tiflis (Georgia), al que Teófanes y Miguel cifran en 40.000 jinetes (posiblemente menos), rindiendo grandes honores al emperador (Turtledove, 1982: 22). A continuación se procedió al sitio de la ciudad, fuertemente guarnecida por la mixtura de tropas locales y persas. La ciudad baja fue tomada y su rey, Esteban I, muerto, pero resistió a la embestida aliada, que prefirió continuar con su campaña en otra parte (Howard, 1999: 24)
El ejército aliado avanzó hacia el sur, consiguiendo enorme saqueo del lugar. Mientras, las tropas locales de Shahraplakan o de los príncipes, bien por incapacidad, bien por hartazgo con Cosroes, dieron paso franco al invasor (Pourshariati, 2008: 166). Los motines en el ejército sasánida se hicieron algo común en ese momento, pero el monarca seguía contando con un fuerte contingente central que exprimirá hasta la última gota. Ese ejército fue el del spahbed Roc Vehan (también llamado Rahzadh), que prefirió seguir a una distancia prudencial al contingente enemigo siempre que contase con el refuerzo turco. Pero a inicios de octubre parte de los turcos abandonaron al ejército, dejando a Heraclio en una situación precaria. Para sorpresa de su perseguidor, en ese momento se decidió a atravesar los Zagros hacia corazón de Persia (Howard, 1999: 25).
La carrera comenzó entonces. Roc Vehan debía hostigar e impedir a toda costa que Heraclio alcanzase Ctesifonte, mientras éste intentaba buscar una posición que favoreciese su enfrentamiento. Tras cruzar ambos contingentes el río Gran Zab (Turtledove, 1982: 22), se encararon a poco de la ciudad de Nínive. La situación favoreció enormemente a Heraclio, pues mientras él formaba a sus tropas la niebla cubrió la llanura, impidiendo ver a Roc Vehan, que siguió avanzando hasta que no tuvo elección de huida (Thomson, 1999: 84).
Los 70.000 hombres de Roc Vehan se encararon con los 70.000 de Heraclio el 12 de diciembre de 627. El emperador formó a sus tropas en orden cerrado con la caballería a los flancos, lista para rodear al enemigo. Pero los persas se curaron en salud y se colocaron, según su costumbre, en una colina tras un río crecido que los romanos deberían atravesar, con su clásico posicionamiento en tres cuerpos compactos. Y, siguiendo las enseñanzas del Strategikon, el ejército romano cargó, anulando la potencia arquera persa. Ambas infanterías chocaron, mientras en los flancos caballería romana y savaran se enfrentaban (Soto, 2019: 380).
Según nos narra Nicéforo, Roc Vehan respondió a la llamada de Heraclio, batiéndose ambos caudillos hasta salir muerto el persa (Mango, 1990: 76). En cualquier caso la batalla continuó, con el avance de los temidos daylamitas contra el frente romano. Los savaran fueron rechazados y la batalla acabó decantándose, pero aunque los sasánidas retrocedían, lo hacían en buena formación, sin persecución (Soto, 2019: 381). Y así la batalla se prolongó durante once horas, tal y como nos cuenta Teófanes, cuyos escritos tomó a partir de informes oficiales. Menos creíbles son sus cifras de bajas romanas, que numera en 50 muertos y 10 heridos, a todas luces falsas, pero que denotan una victoria sin demasiados caídos (Turtledove, 1982: 24).
También Teófanes nos notifica la captura romana de 28 drafts, estandartes persas que, como explica Soto Chica, correspondían a uno por cada destacamento de mil soldados (Soto, 2019: 382). De ahí podemos sacar conclusiones aproximadas de las bajas sasánidas en batalla, cuyas cifras son bastante inconclusas. Aunque el ejército persa fue severamente derrotado, tuvo el aguante como para poder retirarse ordenadamente. Pero, al fin y al cabo, fue una victoria, condenando de esta forma al shahansha.
Heraclio viró al sur y avanzó por los Zagros mientras saqueaba grandes palacios como el de Dastagerd, donde reposaban las riquezas despojadas al Imperio. A principios de febrero llegó a Ctesifonte, donde Cosroes II le esperaba. Éste armó a todo aquel capacitado y alineó a los supervivientes de Nínive junto a hasta 200 elefantes. Heraclio finalmente se retiró, no podía tender sitio a una ciudad de medio millón de habitantes en pleno invierno y con la amenaza de Shahrvaraz de fondo. Marchó a Ganzak, donde hibernó en marzo, para luego partir a Constantinopla, pero recibió una gran noticia (Howard, 1999: 26).
Una Paz Inestable (628 – 630)
A 4 días de su retirada, el 28 de febrero de 628 una conjura palaciega acabó con la vida de Cosroes II. Éste, que quería coronar a su hijo preferido, Mardanshah, tuvo durante mucho tiempo confinado a su primogénito, Kavad, que a su alrededor congregó el descontento cortesano (Turtledove, 1982: 27). Nos narra Sebeos cómo los nobles coronaron a Kavad II, robando los caballos del establo real para evitar la huída de Cosroes. Éste, desesperado, se escondió al jardín real donde fue pronto encontrado y ejecutado, destino por el que corrieron la mayor parte de los varones de la dinastía (Thomson, 1999: 84).
Pronto Kavad envió una oferta de paz a Heraclio, pues la situación lo requería. Mientras el nuevo shahansha le trató de “hermano” (a igual nivel), Heraclio contestó como “hijo”, prosiguiendo a partir de ahí la conversación. Kavad Shiroe aceptó devolver el territorio romano ocupado, a los prisioneros etc, pero tenía una concepción especial de lo que era “territorio romano”. Finalmente acordaron restablecer la frontera de 387 (y no la de 592), por la que los sasánidas se anexaron la mayor parte de Transcaucasia y toda Mesopotamia menos su extremo superior. Las pérdidas fueron cuantiosas, pero con anexiones. Tampoco Heraclio discutió mucho por ello, la situación demandaba paz, y tampoco los sasánidas parecían muy estables (Howard, 1999: 27).
Las negociaciones se prolongaron en el tiempo con un armisticio, pero mientras tanto Heraclio arribó a Constantinopla, con el éxtasis de toda la población, que admiró los cuatro elefantes que se trajo como símbolo de victoria (Mango, 1990: 67). Tenía un Imperio que reconstruir, y otra mitad que recuperar. Shahrvaraz se mantuvo en Alejandría, ocupando el próximo oriente romano sin intenciones de volver a su patria. Una vez muerto Kavad II (en septiembre de 628), y sucedido por su hijo Ardashir III (de siete años) Heraclio tuvo una idea, negociar.
Interpeló directamente a Shahrvaraz y en julio de 629 se reunió con él en Arabissos (Afsin). Heraclio apoyaría al spahbed a derrocar a los sasánidas a cambio de la devolución del territorio y la Santa Cruz. Shahrvaraz aceptó. Consiguió el trono en 630 y casó con la hija de Cosroes II, Boran. También cumplió su parte del trato. Otra cuestión es cómo quedó el Imperio Sasánida (Spain, 1977: 5). Al poco de ascender el general fue también asesinado, en este caso por la propia Boran, que se coronó. Continuó en Persia una cruenta guerra civil, en la que los reforzados dinastas partos no quisieron volver a acatar las órdenes del shahansha. El último en intentarlo fue Yazdegerd III, ascendido en 632, pero alguien desde el sur contestó su autoridad (Thomson, 1999: 89).
El Fin de la Aventura (628 – …)
Con la descomposición del Imperio Sasánida en una guerra civil intestina, los romanos aprovecharon a retomar aquellos territorios cedidos también a Shahrvaraz y reinstaurar la frontera de 602 (Howard, 1999: 29). Pero entre sus manos Heraclio tenía territorios como Egipto o Siria en los que la administración romana había sido desterrada desde hacía más de una década, debiendo reimponerla. La población judía local seguía revoltosa y los monofisitas no aplaudieron demasiado la vuelta ortodoxa, pero el emperador estaba decidido a reinstaurar su autoridad.
Heraclio se encontraba en la cúspide de su reinado, llegando a la misma cima el 21 de marzo de 630, día en el que entró triunfante junto a Martina en la liberada Jerusalén con la Vera Cruz. La celebración fue pasmosa, la fe rebosante y el Nuevo Constantino salió exultante del lugar (Soto, 2019: 384). La guerra religiosa le garantizó el apoyo del Imperio en el peor de sus momentos sin mucha duda, pero en su cabeza continuaban los problemas religiosos, siendo todos sus actos, como el de la cruz, motivados para autoconferirse legitimidad en el campo. Dentro del progresivo proceso de traducción de los títulos imperiales, Heraclio creó el de Πιστος εν Χρισω βασιλευς (“monarca fiel de cristo”, aun no abandonando los títulos clásicos), muestra de la concepción que de sí tenía (Spain, 1977: 17).
Desde ese momento hasta casi el final de su reinado, Heraclio se vio sumido en el laberinto religioso que era el Imperio, donde con “alternativas” quiso intentar mediar entre las diferentes sectas. Hubo alguna victoria, como la aceptación del Concilio de Calcedonia por el catholicos Ezr de Armenia (Thomson, 1999: 91), pero no se repitió mucho más. Los anatemas (excomuniones) volaban y las discusiones no cesaban, hasta que cesaron, pues un problema mayor vino del sur para silenciar las “discusiones mundanas”.
Con el tiempo esta guerra se demostró fatal para ambos imperios. Se debilitaron mutuamente hasta la extenuación, agotando sus recursos demográficos y económicos. Para cuando la invasión árabe en Palestina dio comienzo en 632, la administración romana aún no estaba completamente reasentada, ni sus efectivos eran tantos o tan eficaces como podía esperarse. Pronto sus tropas cayeron, mientras un Heraclio aquejado por la enfermedad veía como su labor se desvanecía. La rebelión también favoreció la victoria de los musulmanes, que aprovecharon la disputa interna persa para fagocitar al propio Imperio Sasánida.
El propio Imperio vio a sus ciudades decaer de su anterior foco cultural y comercial. Los altísimos impuestos de la guerra persa hicieron más daño que la misma (que también), debiendo reinstaurarse para combatir a los árabes. Finalmente encontramos el s.VII como un periodo de declive urbano y económico del Imperio, que jamás pudo recuperar plenamente su potencial (Howard, 1999: 34).
De los dos ojos del mundo uno quedo ciego y el otro tuerto, pues según avanzó el s.VII también el África romana se perdió, dando fin por última vez al Mare Nostrum tal y como se concibió durante milenios. La disputa entre estos dos será recordada durante toda la historia, con Heraclio como el modelo caballeresco de rey-soldado alrededor del que se formarán no pocas leyendas, intentando grandes figuras emular sus gestas.
Por la memoria puede seguir rondando ese año 641 con un Heraclio al borde de la muerte recordando su entrada en Jerusalén. Era Constantino, un nuevo David, el protector de la fe y vencedor del persa. Pero, como con otros tantos gobernantes, tuvo el castigo de seguir viviendo.
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Excelente artículo, se agradece el trabajo de investigación y divulgación de estos detalles no tan conocidos de la historia.
Mil gracias por sus palabras.