El tema de este artículo va a versar sobre el análisis y la descripción de las diversas prácticas fraudulentas que se llevaron a cabo en el sistema electoral estadounidense hasta el establecimiento progresivo del llamado voto secreto a partir de la década de 1890. Para ello, voy a desarrollar una pequeña síntesis que permita mostrar la diferencia entre el denominado clientelismo político y la estafa electoral, así como reflejar las evidencias de un fraude electoral en el país norteamericano cuya existencia se ha prolongado hasta nuestra actualidad.
Este artículo se entronca perfectamente con otro sobre si EEUU y su emancipación supuso una verdadera revolución en sus primeros compases. Lo puedes leer aquí.
Introducción
En un artículo anterior llegamos a la conclusión de que la Revolución de las Trece Colonias de ninguna manera, en cuanto a los Padres fundadores y a las élites propietarias se refiere, fue vista como una Revolución social. En un principio nadie quería la sustitución del orden social establecido. Van a ser los propios hechos y experiencias de la Guerra de Independencia los que provocarán, en cierta medida, la aplicación de cambios en dicho orden como consecuencia de la represión ejercida contra los monárquicos y los contrarrevolucionarios y en la que se expropiaron propiedades. Esto supuso un movimiento de índole social que alarmó a las élites terratenientes de las colonias partidarias, a su vez, del proceso emancipador. Los grandes latifundistas se dieron cuenta de que debían ceder ciertos derechos y libertades políticas a un número mayor de población para, de esta manera, apaciguar los impulsos revolucionarios de los sectores populares. Frente a la concepción revolucionaria tradicional, que estipulaba que la jerarquización era la mejor forma de hacer funcionar el campo político, económico y social, los rasgos definitorios de la Revolución van a hacer que la percepción negativa que se tenía de la democracia se vea obligada a evolucionar.
Por otro lado, se explicó que el término «República» no incluía necesariamente el de «democracia»; así como que esta se va a configurar como tal en manos de una élite propietaria y enriquecida que se va a elegir entre sí para consolidarse en el poder. En este artículo considero esto de vital importancia porque, si bien vamos a intentar explicar los aspectos del fraude electoral en Estados Unidos, voy a centrarme a partir de las elecciones presidenciales de 1828 (salvo una serie de ejemplos ubicados en el periodo colonial) por una sencilla razón: son las primeras elecciones en las que el número de votantes es superior al millón (1.200.000 votantes de una población total de aproximadamente 10.000.000 en 1830), frente a las diez elecciones presidenciales que precedieron a esta y que no superaron nunca los 350.000 votos. Evidentemente, no pongo en duda que siguieran existiendo prácticas fraudulentas en el recuento electoral, sin embargo, que la demografía se eleve con respecto a las elecciones precedentes denota que hay un ambiente más democrático y que las élites ya no pueden elegirse entre sí con tanta facilidad.
Clientelismo político
El clientelismo político es un fenómeno sociopolítico que se encuentra tanto en países preindustriales y poco modernizados como en los países más desarrollados y modernizados políticamente hablando. Una propuesta de definición más elaborada del término sería la redactada por Cercas Albertazzi (2013, p. 313):
Tipo de relación interpersonal, o cara a cara, en la que intervienen el patrón, de un lado, y sus clientes, de otro; uno y otros envueltos en una relación de intercambio que beneficia a las dos partes, pero también un intercambio desigual o asimétrico, disfrutando el patrón de una situación de partida ventajosa a sus clientes, cuya ayuda necesita, sin embargo, para mejorar su posición frente a otros patrones.
En el escenario político el clientelismo se asocia al intercambio de favores, en el cual los cargos políticos gestionan la concesión de prestaciones, logradas por medio de su profesión pública, a cambio de apoyo electoral. Dichas irregularidades se centran al margen del orden jurídico e institucional y, por lo tanto, entran dentro del ámbito de la ilegalidad y de la corrupción política (Cercas Albertazzi, 2013: 313).
En el llamado sistema clientelar, la gestión y el funcionamiento del poder es empleado en el conjunto del aparato estatal para conseguir un beneficio personal; el patrón tomaría decisiones que favorecen directamente a sus clientes y, de esta forma, sus clientes le ayudarían a perpetuar en el poder al primero. La amenaza en sí juega un papel muy importante porque los que se nieguen a colaborar con dicho sistema pueden quedar excluidos de la coyuntura política. Dentro de esta estructura podemos encontrar un partido político que alinea al patrón-político y que, por supuesto, también gana apoyos sobre la base de esta relación clientelar (Cercas Albertazzi, 2013: 314).
El término «clientelismo» ha abarcado una gran dimensión sociopolítica en la historiografía latinoamericana de los siglos XIX y XX con un concepto conocido como «caciquismo». Aunque con patrones regionales bien diferenciados, el patrón rural clásico se ha denominado «cacique», pero también con los términos de «gamonal» (Colombia y Costa Rica, entre otros) o «coronel» (Brasil). En España se ha llamado «caciquismo» a una práctica electoral puesta en funcionamiento durante gran parte del siglo XIX y los primeros decenios del XX, que tenía por objetivo manipular los resultados electorales a favor del candidato elegido por los grupos oligárquicos de poder, pareciéndose al proceso latinoamericano conocido como «gamonalismo». Se ha defendido que tanto el caciquismo como el clientelismo fueron herramientas al servicio del fraude y la corrupción, pues fue empleada por la aristocracia rural para mantener su forma de vida privilegiada. A su vez, las llamadas «clientelas dependientes» no podían imponer su voluntad, ya que estaban totalmente supeditadas a la voluntad del llamado «cacique». Aunque de forma notable se establecía un intercambio de favores, a veces se recurría a la intimidación e incluso a la violencia tanto física como psicológica (Cercas Albertazzi, 2013: 314 y 315).
En la historiografía inglesa se ha empleado el término clientelism, aunque frecuentemente aparecen las definiciones de Political machine, machine políticas, clientage o clientship, sobre todo para los análisis en torno a este fenómeno en los Estados Unidos, donde fue notorio entre 1875 y 1950 (Ibídem). A comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, había destacado el predominio en la política de Estados Unidos de sistemas capaces de controlar miles de votos, sin ideología aparente ni fuerte influencia, cuya función más reveladora era el de ocupar cientos de miles de puestos de trabajo que se necesitaban para cubrir cada espacio de la nueva administración. Se trataban de fuertes mecanismos utilizados por jefes políticos que se las ingeniaban para vencer en las elecciones y repartir los cargos de manera eficiente entre sus seguidores. Uno de los casos más llamativos fue el del llamado club Tammany Hall, que ubicado en la ciudad de Nueva York de finales del siglo XIX, funcionó como oficina de gestión de favores privados que influía en las masas de inmigrantes empobrecidos por medio de intermediarios controlando, de esta manera, las instituciones locales. Volveremos a este tema un poco más adelante. Ahora lo que nos interesa es que en este panorama de política clientelar, englobado en un profundo eje de corrupción municipal, estuvo muy presente en numerosos entornos urbanos estadounidenses hasta mediados del siglo XX (Moreno Luzón, 1999: 82).
Respecto al spoils system, su origen se encuentra en la victoria electoral de Andrew Jackson en las elecciones de 1828. Parece ser que tras producirse tal acontecimiento, el senador de Nueva York, William L. Marcy, expresó lo siguiente: to the victor belongs the spoils. Lo que muestra esta cita es que el Presidente, por el mero hecho de haber ganado las elecciones, le pertenece el «botín», es decir, que tendría el derecho de elegir a los miembros de la administración pública que, evidentemente, estarían entre sus más fieles seguidores, amigos e incluso familiares. Es justo en este aspecto donde se denota un fuerte clientelismo: Jackson había hecho innumerables promesas que incluían puestos y posiciones en la administración a cambio de votos. De hecho, expulsó a más de 900 funcionarios gubernamentales y los reemplazó por miembros del Partido Demócrata. El nuevo ejecutivo intentó justificar su acción aludiendo que, de este modo, la cadena de mando de los empleados públicos obedecería a las entidades superiores del Gobierno con mayor eficacia. Sin embargo, lo que se observa aquí es simplemente un mérito basado en la lealtad hacia un partido determinado que compromete drásticamente la eficiencia del gobernante (colaboradores de United States History, 2016).
El Spoils System perderá fuerza con la entrada en vigor de la Pendleton Civil Service Act en 1883. Esto supondrá la aparición de un sistema más neutral basado en criterios de igualdad y de mérito para el acceso a cargos públicos. Sin embargo, dicho sistema va a sobrevivir hasta bien entrado el siglo XX debido a que en muchos estados, condados y municipios no fue efectiva la ley y perduró, principalmente en Chicago, hasta los Decretos de Shakman de 1972 y 1983 en el caso de esta última.
Si bien el caciquismo era especialmente notorio y efectivo en ámbitos rurales, ¿por qué en el caso de Estados Unidos encontramos también un predominio en el espacio urbano? Durante el periodo colonial un 90% de la población estadounidense dependía de la agricultura y vivía en el medio rural. La gran mayoría de ese porcentaje estaba supeditado al control de una amplia red de tierras pertenecientes a grandes latifundistas. Esta situación permanecerá así hasta los primeros compases del siglo XX. A partir de los años 20 del siglo pasado, comenzará una crisis en el campo norteamericano que va a obligar a un gran número de gentes de entornos rurales a comenzar un éxodo hacia las ciudades (Sagredo Santos, 2001: 75). En 1900, de una población total de 76 millones -46 millones los encontramos en el mundo rural y 30 millones en áreas más urbanas- se pasa a 151 millones -54 millones de habitantes relacionados con el entorno campestre y 97 millones establecidos en ambientes metropolitanos- en 1950 (Sagredo Santos, 2001: 76).
Aunque la población rural siga siendo elevada, está claro que la población urbana es la predominante a comienzos de la década de 1950, es decir, a pesar de que sea evidente que el caciquismo seguía siendo un hecho, si tenemos en cuenta que a partir de 1890 se instaura el voto secreto y que el caciquismo no es tan fácil de llevar a cabo en el ámbito urbano, ¿por qué se ha mencionado que el spoils system va a ser visible hasta la década de 1950? Bien, considero esto porque es a partir de dicha década cuando se formaliza el voto secreto en todos los estados del país (el último en incorporarlo fue Carolina del Sur a comienzos de 1950); además, hay que tener presente que el voto secreto no supuso el fin del clientelismo político debido a que hay testimonios de que muchos votantes estadounidenses eran frecuentemente sobornados para que se quedaran en sus hogares el día de las elecciones (principalmente en un mundo rural, que como se ha mencionado, constituía el pilar básico poblacional durante gran parte del siglo XX); asimismo, porque hasta 1925 no se establece una legislación que imponga sanciones penales contra el soborno electoral (Álvarez, Hall y Hyde, 2008: 6); y, por último, destacar que, a partir de 1950, también se van a promulgar medidas legislativas más amplias por el propio Congreso estableciéndose, de esta manera, nuevas sanciones criminales para combatir el soborno electoral, el voto múltiple y las frecuentes acciones fraudulentas durante el día del sufragio (Donsanto, 2008: 26).
Continuando con la cuestión dentro del mundo urbano, me decanto por la opinión de Moreno Luzón por la que entiende que en los entornos urbanos de principios del siglo XX, a pesar de que ya en ellos existía un gran número de población, su dispersión y su aislamiento frecuente de los ejes de poder hacían necesaria la intervención de empresarios políticos. Por ello, sostiene que la presencia de un clientelismo político se daba tanto en las selvas y poblados más remotos como en los barrios más concurridos de Manhattan (Moreno Luzón, 1999: 83). Conforme los principios democráticos, el marco institucional y las medidas legislativas que imponían sanciones al fraude electoral se iban desarrollando y haciéndose cada vez más visibles en la vida pública, el clientelismo político fue perdiendo fuerza. Una de las diferencias que considero más importantes entre el clientelismo y el fraude en sí es que en el primero ambas partes entran en el juego del fraude mientras que en el segundo pueden o no ser conocedores de que están siendo víctimas del «arte» de la corrupción.
En definitiva, debemos tener claro que el clientelismo ha sido una realidad muy antigua que abarca desde la Antigua Roma hasta la actualidad, y que ha estado presente en sociedades muy diversas que, independientemente de que coincidan en la práctica de un intercambio de favores, los criterios o los factores que están implicados en dicho proceso son muy diferentes entre las comunidades, los periodos históricos, las formas de gobierno, los niveles de dependencia autonómicos, la situación económica, política o social, etc. (Cercas Albertazzi, 2013: 315).
El fraude electoral
Si nos adentramos en el mundo del fraude electoral de Estados Unidos, casi de forma obligada debemos empezar por la época colonial. A nivel local, normalmente el sheriff ejerció un enorme poder sobre el proceso de elección. No es de extrañar que los sheriffs estuvieran entre los practicantes más talentosos a la hora de poner en marcha la cultura de la corrupción en este momento. Un método muy empleado consistía en cerrar o trasladar los lugares de votación minutos antes de que finalizara el proceso electoral para confundir y disuadir a los electores. No solo podían manipular los sondeos, los tiempos de votación y las decisiones de los votantes, sino que también podían cambiar los resultados de las elecciones de forma unilateral e incluso ejercer la violencia y la intimidación hacia los votantes. A veces incluso los sheriffs eran capaces de castigar sin razón a los votantes y de colocarlos ante un tribunal. Sé lo que os estaréis preguntando, pero no, no era posible denunciar estas prácticas por un simple motivo: hasta 1725, en el caso concreto de Nueva Jersey, por ejemplo, todo aquel que practicara fraude electoral quedaba impune porque no existían leyes que prohibieran dicha conducta. Aunque hubiera existido un tipo de legislación que regulara esos comportamientos, seguramente tampoco hubiese funcionado (Campbell, 2005: 7-8).
Me ha resultado especialmente interesante analizar casos de elevada corrupción electoral en personalidades tan famosas como la de George Washington. En 1758, este icono del mundo estadounidense que se convertirá en el primer presidente de los Estados Unidos de América, fue elegido para ocupar un asiento en la legislatura de la Virginia colonial, concretamente en la denominada «House of Burgesses» o «Cámara de los Ciudadanos». Este nombramiento estuvo precedido de una votación llena de irregularidades. El considerado padre fundador gastó más de 40 libras, una fortuna en aquel momento, en la adquisición de bebidas alcohólicas como ron, vino, brandy y cerveza; que, posteriormente, repartía entre los votantes y así podía comprar más apoyos. El subordinado del señor Washington, el coronel James Wood, había trabajado activamente para ver a su candidato ganar las elecciones y derrotar a un adversario, que en anteriores elecciones, logró superar a Washington. Ambos candidatos sabían de la importancia de ofertar suministros de licor como uno de los elementos fundamentales a la hora de ganar votos. Aunque la dignidad de un candidato podría quedar intacta en el caso de que pidiera el voto en el contexto de una campaña electoral a base de discursos e incluso mediante el ofrecimiento de alcohol como ejemplo de promesa electoral, el hecho de proporcionarlo para saciar las gargantas sedientas de los votantes, que en muchas ocasiones tenían que recorrer varios kilómetros hasta llegar a las urnas, se convirtió en una costumbre que los colonos denominaron como el «tratamiento» (Campbell, 2005: 5).
Las restricciones del sufragio basándose en la tenencia o no de propiedades, producían muchas oportunidades de fraude y corrupción. En muchas elecciones locales, los candidatos y sus seguidores compraban tierras para aquellos que no tenían a cambio de su voto, un proceso llamado fagot voting. Esta forma de comprar votos durante la época colonial se usó con mucha frecuencia en las colonias de Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Rhode Islad y Connecticut. Además, permanecerá durante mucho tiempo porque era muy difícil registrar todas las listas de propiedad que existían y, por ende, también calcular el valor de las mismas para saber si se adecuaban o no a las restricciones del sufragio. En 1760, Rhode Island, entre otras, consiguió reunir los nombres y el número total de arrendatarios para rechazar a cualquier persona cuya propiedad fuera cuestionable (Campbell, 2005: 6). Otra cuestión de gran importancia era el intento por aclarar quién era o no residente de los territorios coloniales. Esto demostró ser una tarea muy compleja por el gran tránsito migratorio tanto de las propias colonias como del continente europeo (Ibídem). Por consiguiente, algunos estados, como por ejemplo Carolina del Sur tras una ley aprobada en 1704, permitieron el voto a los extranjeros que de alguna manera probasen la adquisición de tierras de forma legal.
En algunos estados, momentos antes de que estallara la Guerra de Independencia, el nivel al que estaba llegando el fraude electoral empezó a preocupar y calar en las mentes de las generaciones revolucionarias. La constitución de Pennsylvania de 1776 estableció ciertos castigos para el soborno electoral; y al año siguiente la Asamblea del estado de Carolina del Norte aprobó un estatuto que prohibía el soborno electoral, las «urnas relleno» y el voto múltiple. En 1784, New Hampshire comenzó a crear una conciencia negativa sobre los sobornos logrando establecer penas que incluían la inhabilitación permanente para ejercer cargos públicos. Tras la implantación de toda una serie de medidas legislativas en la década de 1790 prohibiendo la presencia de grupos armados alrededor de las urnas, la Asamblea promulgó otra ley en 1801 que condenaba al famoso «tratamiento». Sin embargo, la ley que combatía esta última práctica no tuvo ningún impacto en la difusión y consumo generalizados de licor durante el día de las elecciones, y a principios de 1820 la Asamblea de New Hampshire intentó en vano minimizar el impacto de esta acortando la duración de las elecciones a tan solo un día de los tres que duraban generalmente (Campbell, 2005: 9).
Tal vez ningún sufragio en la América colonial tuvo tanta importancia como el que ratificaba las constituciones de los estados. Al aprobar la estructura básica del gobierno de un determinado estado y el papel de la esclavitud o la religión dentro de los mismos, las elecciones reflejaron una importancia vital. No obstante, estas nos muestran la paradoja de un pueblo que se esfuerza por romper con la tiranía colonial peque estaría dispuesto a usar medios menos democráticos con tal de crear una nueva estructura política. En Massachussetts, la constitución estatal de 1780, la más antigua en funcionamiento del mundo, fue impuesta a la población mediante una votación que, en teoría, consiguió su aprobación superando los dos tercios de los sufragios necesarios para su entrada en vigor. En dicho estado, a su vez, no había un método de votación uniforme para legitimar la constitución; sin embargo, va a ser la propia convención constitucional la que pida a los ciudadanos que declarasen todas sus objeciones en las papeletas que fueran a presentar. En 1916, el historiador de la universidad de Harvard, Samuel Eliot Morison, estudió esas papeletas y descubrió que la mayoría de los dos tercios fue fabricada por la propia Convención para saciar sus intereses políticos. Al analizar cuidadosamente los resultados de dos enmiendas sometidas a «Referéndum», Morison encontró votos que aprobaban las enmiendas con 8.885 votos a favor frente a 6.225 en contra (58%); y en otra votación 6.338 votos a favor y 5.221 en contra (54%), muy por debajo de la mayoría necesaria. A pesar de todo, ambas enmiendas lograron aprobarse. Morison concluyó que la Convención realizó malabarismos con los resultados para que estos parecieran estar legitimados por el sistema mayoritario de dos tercios, y se cuestionó si la constitución de Massachusetts, en su tiempo ya vigente casi 137 años, fue legalmente o no corroborada (Campbell, 2005: 9-10).
Adentrándonos más en el siglo XIX, vamos a destacar el caso de la ciudad de Nueva York y su inquebrantable fraude electoral en las manos de la maquinaria política del Partido Demócrata: Tammany Hall. Antes de centrarme en este conglomerado de tráfico de influencias, me gustaría apuntar que los republicanos, en dicha ciudad, también lograron imponerse por medio de la violencia. Un ejemplo sería en las elecciones presidenciales de 1838. Los llamados «whigs» importaron cerca de 200 matones desde Filadelfia para intimidar a los dem´coratas de la ciudad. Cada matón recibió cerca de 22 dólares por sus servicios y 5 dólares para todos aquellos que distribuyeran papeletas falsas entre los votantes demócratas para invalidar su voto. Estos métodos, evidentemente, dieron la victoria al republicano William Seward, quien se convirtió en el gobernador de Nueva York con 20.179 votos republicanos frente a los 19.377 demócratas (Campbell, 2005: 18).
El origen del poder de Tammany, y más tarde el de su legendario líder William M. «Boss» Tweed, estuvo localizado en su habilidad para reunir grandes ejércitos de inmigrantes a quienes, a cambio de apoyo electoral, les otorgaba la nacionalidad y empleo. Tammany también contó con la ayuda de matones conocidos como shoulder hitters para intimidar a los votantes republicanos («Whigs» hasta 1854) y mantenerlos, de esta manera, alejados de las urnas durante las elecciones. Sin embargo, Tammany no siempre tuvo que recurrir al fraude para mantener su poder. A menudo las propias recompensas y ayudas a los inmigrantes bastaban para persuadir suficientes votantes como para mantener al Partido Demócrata en el poder (Campbell, 2005: 18-19).
En las elecciones de 1843, los hombres de Tammany importaron reclusos de la penitenciaría de la isla de Blackwell para conseguir más votos entre las filas demócratas. Tammany también sobornó a indigentes del hospicio de la ciudad mediante dinero y ropa limpia para que emitieran su voto a los candidatos impuestos por la organización. El uso de pandillas, violencia y otros métodos de fraude al por mayor practicados por los agentes de Tammany Hall no pararon de agudizarse a lo largo del siglo XIX. Para el señor Tweed, quien saqueó el tesoro de la ciudad, las elecciones fueron otra herramienta de la maquinaria política y del clientelismo. Consideraba que el poder de la oratoria también era fundamental para los intereses políticos del Partido, pero apunta que «The ballots didn´t make the outcome, the counters did» (Campbell, 2005: 20).
En las elecciones generales de 1856 una estimación bastante conservadora situó el número de votos fraudulentos para la ciudad de Nueva York en aproximadamente 10.000, un dato que demuestra que se proporcionó un margen de victoria necesario para los candidatos impuestos por Tammany. Empleando a la policía como agente activo en el fraude electoral o intimidación, la maquinaria política de la ciudad de Nueva York desarrolló un sistema que sirvió de modelo para otras ciudades. Numerosas reformas políticas intentaron frenar la gran influencia policial dictando que dicha autoridad no estuviera bajo control del alcalde, sino en manos de una comisión u otras juntas no partidistas (Campbell, 2005: 21-22).
Si paramos a preguntarnos cómo de extendido fue el fraude durante la República temprana, los académicos difieren en cuanto al alcance del mismo en estas prematuras elecciones. Si bien se ha sugerido que el fraude pudo haber afectado en torno al cinco por ciento de los votos en cada elección, también se han ofrecido cifras más pesimistas que alcanzan en torno al diez o veinte por ciento del electorado. Para demostrar un fraude generalizado se emplea un estándar bastante estricto pero que resulta bastante lógico: los desvíos en prácticamente todos los países para cada elección deben reflejar un fraude de gran consideración. En otras palabras, la única prueba real de fraude es observar cambios inusuales en la votación, como cuando un Whig, por ejemplo, recibió 10.000 votos en una elección y 20.000 el próximo año (Campbell, 2005: 25-26). Esta hipótesis, a pesar de todo, no tiene en cuenta que porcentajes muy pequeños también pueden tener consecuencias enormes en los resultados.
La llegada de la década de 1890 supuso un gran cambio en el proceso electoral debido a la implantación del voto secreto. Tras las elecciones de 1888, la velocidad con la que la nación quiso adoptar un nuevo método de votación fue increíble. El periódico Nation comentó que se necesitaban cambios drásticos para que se volviera a confiar plenamente en la estructura democrática de Estados Unidos. «Si el acto de votar se realizara en secreto», reflejaba el documento, «ningún votante que fuera sobornado tendría la obligación de cumplir con el trato» (Campbell, 2005: 97). La medida tomada fue la boleta australiana: una boleta uniforme impresa por el propio Estado para ser emitido, el voto, en privado. La nueva boleta enumeraría los nominados por el partido y los votantes marcarían su elección en secreto introduciendo las boletas en una caja para que no se produjeran riesgos innecesarios (represalias) a la hora de intentar descubrir a quién ha votado una persona. El primer estado en adoptar este sistema fue Massachussetts en 1888. En 1892, tres cuartas partes de los estados los había doptado, y ya en 1900 solo tres no habían establecido el sistema australiano (Ibídem).
A pesar de todo, la incorporación del voto secreto no hizo desaparecer el fraude. Solo cambiaba la forma con la que el mismo se producía. Igualmente, la votación secreta sirvió de instrumento para privar de derechos civiles a los pobres, los inmigrantes analfabetos y a la población afroamericana de los estados del sur. Las primeras leyes que establecían los nuevos métodos de votación, por supuesto, fueron aprobadas por legislaturas estatales que incluían tanto a demócratas como a republicanos que no estaban interesados en que hubiera un sistema de votación más justo y libre de intimidación. De hecho y por increíble que parezca, exigían leyes que les garantizaran el éxito electoral. En Vermont, por ejemplo, los republicanos tuvieron éxito en mantener la denominada boleta secreta confinada a las áreas urbanas más grandes, lugares donde estos asumían que los demócratas controlaban a la población inmigrante que difícilmente era capaz de leer las papeletas. En otras áreas, los demócratas ganaron la capacidad de «asistir» a los votantes en las urnas, abriéndose todo un sistema que permitía eludir el voto secreto y mantener el fraude (Campbell, 2005: 98-99).
Si el voto secreto no fue suficiente, esta vez los avances de la Revolución Industrial sí que empezaban a tener efectos. En las elecciones de 1892 se usó por primera vez, en la ciudad de Lockport (Nueva York), una máquina de votación automática, que mediante un dispositivo propulsado por una palanca, registraba los votos sin necesidad de papel. Esta máquina de votación fue patentada por Alfred J. Gillespie y elaborada por Standard Voting Machine Company de Rochester, Nueva York, a finales de la década de 1890. Fue la primera en emplear un mecanismo que activaba el votante para colocar una cortina que asegurara la privacidad y al mismo tiempo desbloqueaba las palancas de la máquina para poder votar. En 1898, Gillespie y el inventor Jacob Myers pusieron en funcionamiento una compañía que se convirtió en Automatic Voting Machine Company.
Desde 1898 hasta principios de la década de 1960, se intensifico el uso de esta tecnología como una forma de lograr la votación ideal. Aunque su mecanismo interno cambió con el paso del tiempo, la estructura básica de funcionamiento nunca cambió: en primer lugar, tirar de la manija para cerrar las cortinas de la cabina; en segundo lugar, girar las palancas de votación sobre los nombres de los candidatos seleccionados; y, por último, empujar la manija hacia atrás para registrar el voto y abrir las cortinas. Acorde con los tiempos de la industrialización, esta máquina de votación parecía anunciar un nuevo despertar en el que la tecnología finalmente podría poner fin al fraude electoral que había sido generalizado en tantas ocasiones.
Para concluir este artículo, me gustaría describir el caso de los estados sureños una vez implantado el voto secreto. La violencia, la intimidación e incluso los asesinatos fueron frecuentes para frenar el voto de la población afroamericana y remarcar lo que la población blanca consideraba como la «supremacía blanca». A continuación, una serie de ejemplos que reflejaban la brutal discriminación que no solo se concentraba en dicha comunidad, sino que además eran víctimas los sectores sociales blancos más empobrecidos.
En 1896, en Robertson County, Texas, varios de los candidatos por el Partido Republicano-Populista eran afroamericanos. El día de las elecciones, los demócratas robaron las urnas y desfilaron con ellas por los alrededores con pistola en mano. Inseguros de que esta táctica suprimiera el voto afroamericano lo suficiente, los líderes del partido demócrata en el territorio enviaron sus demandas al juez del condado democrático O.D. Cannon para que suprimiera sus candidaturas.
En la Convención constitucional de Alabama, se produjo un giro extraño de los acontecimientos. Los demócratas señalaron que la legalización sobre la inhabilitación de la población afroamericana era necesaria para que los blancos no tuvieran que mancillar sus manos en el recuento de votos. El presidente de la Convención, John Knox, dijo que el fraude electoral era una herramienta necesaria en la batalla por imponer la supremacía blanca. Robar votos, según Knox, era simplemente parte de la noción de Jefferson que representaba, a su vez, el «derecho a la revolución». Knox explicó que el relleno de urnas era una medida revolucionaria, justificada en ese ámbito. Después de presentar la nueva constitución a los votantes, los defensores del documento alegaron que al ratificarla, las elecciones serían más limpias. Un periódico en Clanton alegó que el fraude en muchas localidades era esencial para afianzar la supremacía blanca (Campbell, 2005: 103).
En 1901, los estados de Luisiana, Carolina del Sur, Carolina del Norte y Alabama, por medio del ejercicio del fraude, la violencia y la intimidación, recortaron ampliamente la capacidad electoral de la población afroamericana y la de los sectores blancos con medios económicos muy limitados. Durante las elecciones de 1897, se registraron 164.084 votos de población blanca y 130.344 votos de población afroamericana (294.432 votos en total); en 1909 estas cifras se redujeron bastante: hubo 125.437 votos de población blanca y tan solo 5.320 votos entre población afroamericana (130.757 votos en total). Estas cifras demuestran que el número de votantes se había reducido a más de la mitad. El 96% de los votantes afroamericanos había sido legalmente inhabilitado para ejercer el voto, mientras que el 23% de los votantes blancos, por el mero hecho de ser pobres, también fueron excluidos del derecho de sufragio (Campbell, 2005: 104).
Conclusión
En medida de lo posible se ha mostrado toda una serie de prácticas fraudulentas en el sistema electoral de los Estados Unidos, pasando por buena parte de la época colonial y gran parte del siglo XIX hasta la adopción del voto secreto y cómo este también incluyó un fuerte fraude electoral que, principalmente, vino acompañado de un fuerte racismo en los estados del sur que fue justificado por lo que ellos consideraban como la supremacía blanca. Lo que queda ahora por esclarecer es la pregunta de por qué esta corrupción electoral se extendió tanto en el tiempo llegando, incluso, hasta nuestra actualidad. Creo que es bastante difícil contestar a esta pregunta, pero quiero destacar, siguiendo mi punto de vista, dos elementos: la ignorancia y la tradición. La cultura de la corrupción es demasiado endémica para ser erradicada de forma rápida y sencilla.
No todas las elecciones, menos mal, han estado caracterizadas por el fraude electoral, y que no todos los políticos practican este “arte”. De hecho, muchos políticos, jueces, activistas y reformadores han pasado una buena parte de sus carreras denunciando las bases de la corrupción electoral durante los procesos de votación a nivel nacional, estatal y local. Desafortunadamente, sus intentos de desarticulación no han sido del todo exitosos y estas prácticas continúan a día de hoy como un recuerdo imborrable que esta totalmente arraigado en la compostura política no solo de los Estados Unidos, sino a nivel prácticamente global. La clase política de la actualidad debe conocer los comportamientos erróneos del pasado para que estos, en medida de lo posible, no se vuelvan a producir y, a su vez, estén preparados para enfrentarse a ellos de la mejor forma posible. El aferramiento al poder de la clase dirigente solo ha servido para perpetuar estos sucesos que parecen no tener control siempre como consecuencia de la ausencia de mecanismos que nos permitan limitar las acciones de los gobiernos representativos.
Bibliografía
CAMPBELL, Tracy. Deliver the Vote. A History of Election Fraud, and American Political Tradition (1742-2004). Carroll & Graf Publishers: Nueva York, 2005.
CERDAS ALBERTAZZI, José Manuel: “El clientelismo político: una revisión del concepto y sus usos”. En Anuario de Estudios Centroamericanos, Universidad de Costa Rica, nº 40, 2014, pp. 311-338.
MORENO LUZÓN, Javier: “El clientelismo político: historia de un concepto multidisciplinar”. En Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), nº 105, 1999, pp. 73-95.
SAGREDO SANTOS, Antonia: “Crisis agraria y éxodo rural en Estados Unidos en el primer tercio del siglo XX y la legislación reformista del New Deal”. Universidad Complutense de Madrid, 2001, pp. 75-87.
MICHAEL ÁLVAREZ, R., HALL Thad E., HYDE, Susan D. (Eds.) Election Fraud. Detecting and Deterring Electoral Manipulation. Brookings Institution Press: Washington, D.C., 2008.
DONSANTO, Craig C. “Corruption of the Election Process under U.S. Federal Law”. En Ibídem, pág. 26.
Webgrafía
(2018) “The Spoils System versus the Merit System”. En United States History [consultado el día 30 de marzo de 2018 en http://www.u-s-history.com/pages/h965.html ].