El pasado marzo la editorial Galaxia Gutenberg publicaba «Fuego cruzado. La primavera de 1936» de Fernando del Rey Reguillo y Manuel Álvarez Tardío. Una obra que, sin lugar a dudas, debería estar en la biblioteca de todo aquel interesado en la historia reciente de nuestro país. Esto es así debido a que esta investigación, rigurosa y muy completa, ha logrado suplir un vacío historiográfico. En efecto, el mundo académico, divulgativo o de la ciencia histórica en general deberían estar muy contentos. Y es que, por fin, se puede consultar una monografía alejada de los tópicos ideológicos y propagandísticos de los que se habría nutrido la literatura centrada en uno de los periodos más complejos y decisivos de la Segunda República española: «la larga primavera de 1936».
Ficha técnica
- Título: «Fuego cruzado. La primavera de 1936»
- Autores: Fernando del Rey Reguillo y Manuel Álvarez Tardío
- Género: historia sociopolítica de la primavera de 1936
- Nº de páginas: 694
- ISBN: 9788419738684
- Año: 2024
- Editorial: Galaxia Gutenberg
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- Índice y primeras páginas
Los autores
Manuel Álvarez Tardío es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Rey Juan Carlos. Experto en la historia política del siglo XX y analista de la transición a la democracia, ha publicado diversos trabajos sobre la Segunda República española que han contribuido a una profunda renovación de la historia de ese periodo.
Algunos de sus obras son las siguientes: Política y religión en la Segunda República española (2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (2005); 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (2017, junto a Roberto Villa García); y ha codirigido varios libros colectivos, entre los que destacan Políticas del odio. Violencia y crisis en las democracias de entreguerras (2016); y Vidas truncadas. Historias de la violencia en la España de 1936 (2021).
Fernando del Rey Reguillo es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y políticos en la Universidad Complutense de Madrid. Experto en la historia de Europa y de España en el siglo XX, sus líneas de investigación se han centrado en la acción política del mundo empresarial, las relaciones entre política y economía, el conservadurismo autoritario y la violencia política durante el periodo de entreguerras.
Entre sus publicaciones destacan las siguientes:Propietarios y patronos: la política de las organizaciones económicas en la España de la Restauración (1992); La defensa armada contra la revolución. Una historia de las guardias cívicas en la España del siglo XX (1995); Paisanos en lucha. Exclusión política y violencia en la Segunda República española (2008); en 2020 recibió el Premio Nacional de Historia por su libro Retaguardia roja. Violencia y revolución en la Guerra Civil española (2019). Ha dirigido varios obras colectivas entre las que destacan Los desafíos de la libertad: transformación y crisis del liberalismo en Europa y América Latina (2008); y Palabras como puños: la intransigencia política en la Segunda República española (2011).
Contra las tesis preponderantes: una revisión historiográfica
La historiografía, o al menos una parte de ella, ha enmarcado el periodo de tensión social y política acaecido entre el 16 de febrero de 1936, fecha en la que se produce la victoria de la coalición electoral del Frente Popular, y el 17 de julio de 1936, momento en que estalla la Guerra Civil ante el fracaso parcial de un golpe de Estado perpetrado por un sector del Ejército español, dentro lo que se conoce como «la larga primavera de 1936» o «la primavera del Frente Popular».
Desde una óptica plural y diversa, los profesionales de la historia que han dedicado su trayectoria académica al estudio de la etapa republicana y de la violencia política que se desencadenó durante su existencia difieren en gran medida acerca de la naturaleza, las causas, los factores sociopolíticos y, por encima de todo, en las consecuencias que se desprendieron de esta difícil coyuntura que se vivió en los meses previos al estallido de la contienda civil.
Se ha tachado de revisionismo historiográfico a todas aquellas tendencias que simplemente han aportado una visión menos romántica, o si se quiere más «catastrofista», con respecto al régimen republicano que otras líneas de investigación, mucho más conciliadoras con el periodo en cuestión. Sin embargo, los historiadores tengan una tendencia ideológica u otra, estamos obligados a revisar la historia para intentar reconstruirla lo más fielmente posible. Así que, quizá, sí que, de alguna manera, los profesionales de la historia seamos todos revisionistas.
En este sentido, agrupar en categorías excluyentes a determinadas vertientes historiográficas por el simple hecho de no estar familiarizadas con una tendencia ideológica concreta no deja de ser sorprendente en cuanto que se está denigrando a la totalidad de la ciencia histórica. Ahora bien, otra cosa es que se intente impregnar de ideología a las interpretaciones historiográficas y obviar o apartar del camino de la investigación a aquellos descubrimientos, ideas e incluso hipótesis que puedan poner en cuestión las filias o fobias de las que los profesionales de la historia, que no dejan de ser humanos con ideas preconcebidas sobre los propios acontecimientos, parten a la hora de emprender un determinado estudio o trabajo de investigación.
En general, la historia está en constante revisión y el mero hecho de revisarla no equivale a contradecir interpretaciones que pueden ser igual de válidas y coherentes que las de otro investigador, sino más bien a completar datos o a ofrecer otro tipo de perspectiva que pueda ser también perfectamente legítima y viable. Igualmente, la objetividad, por mucho que los profesionales se esfuercen en plasmarla en sus trabajos, es muy difícil que pueda ser reflejada de forma completa en las obras que se confeccionan.
Por ello, el oficio del historiador ha de ser coherente con las propias limitaciones que la disciplina trae consigo misma y, desde el punto de vista científico y profesional, debe ser respetuoso con el trabajo y las interpretaciones de los demás compañeros de profesión. Esto, por otro lado, no quiere decir que no puedan realizarse críticas o comentarios que fomenten el conocimiento e incluso aclaren ciertos puntos que, por así decirlo, puedan resultar más «delicados», sobre todo en lo que concierne a la historia reciente de nuestro país.
A este respecto, el trabajo de investigación de Tardío y del Rey aporta una nueva síntesis actualizada y revisada del periodo de la primavera del Frente Popular que ha permitido desmitificar aquellas interpretaciones ancladas en el más puro relato propagandístico. Así, plasman que la visión de algunos historiadores, «demasiado imbuidos del lenguaje antifascista y memorialista», ha defendido que la conflictividad y la violencia sociopolítica de este periodo no fueron extraordinarias, sino perfectamente comparables con cualquier otro periodo de la historia republicana.
Igualmente, se mantendría sin fisuras la idea de que la conflictividad habría sido el resultado de una estrategia de tensión alentada de forma exagerada e interesada por las fuerzas derechistas para desestabilizar a los gobiernos del Frente Popular y justificar un golpe militar. Por lo tanto, estas interpretaciones afirman que los gobiernos del Frente popular simplemente habrían actuado siguiendo un firme propósito «reformista» pendiente desde el primer bienio y que las políticas reaccionarias del gobierno radical-cedista habrían desmantelado entre 1933 y 1935.
Frente a estas tesis, los autores defienden que la particularidad del periodo recae en que ningún otro periodo de la historia republicana es comparable a la primavera de 1936 por el volumen de agitación y de violencia sociopolítica que se desplegó durante esos cinco meses. Para los autores, la confrontación de índole política y los problemas de orden público constituyeron un desafío de primera magnitud para los sucesivos gobiernos que se formaron entre el 19 de febrero y el 17 de julio de 1936, así como para el conjunto de la sociedad civil.
La hipótesis de la que parten los autores está sustentada en un minucioso aparato estadístico que incorpora toda una serie de datos sobre la violencia política acaecida durante esta etapa. Un análisis pormenorizado sobre las cifras de la violencia sociopolítica (un saldo total de 484 víctimas mortales y más de 1.600 heridos de gravedad) acaecidas durante ese corto espacio de tiempo que, salvo por el breve y excepcional periodo de la revolución de octubre de 1934, revela que fue el más cruento de la II República. A su vez, la investigación se ha apoyado en una amplia recopilación de fuentes primarias procedentes de más de una veintena de archivos nacionales y extranjeros de carácter público o privado, de epistolarios, de documentación judicial, militar, policial o diplomática, de organizaciones políticas y sindicales, y de hemerotecas, anuarios o censos.
No obstante, este gran trabajo de investigación no solo efectúa un análisis de la violencia política, sino también una renovación muy necesaria de la historia política del periodo. En general, es una monografía que reconstruye, de forma actualizada, la secuencia cronológica de la política de orden público, así como el papel que jugaron los gobernadores civiles, las corporaciones locales, los magistrados y los cuerpos y fuerzas de seguridad.
Uno de los apuntes en los que más indicen los autores es que han pretendido narrar los hechos a expensas de cualquier determinismo y teleología, pues «nada estaba determinado en 1936, ni la guerra, ni la violencia, ni el éxito o el fracaso de la democracia». Advierten, asimismo, de que las ideas políticas, los partidos e incluso los líderes tampoco determinaron el estallido de una contienda civil, pero sí que «crearon unas condiciones que ayudan a a entender por qué la violencia tuvo tanto peso en la primavera de 1936».
A continuación, se van a esgrimir algunos aspectos del libro que, por su repercusión historiográfica, merecen un análisis más detallado y que se han centrado en cuatro puntos clave: las manifestaciones y su significado, la cuestión municipal, la actuación de las fuerzas del orden y el posicionamiento de Manuel Azaña con respecto a la problemática del orden público.
Se ha de sobreentender que la selección de estos cuatro apartados corresponde única y exclusivamente a un criterio personal. En este sentido, no se incorporan otros elementos clave del periodo como son la la evolución política, la revisión de lo sucedido en Yeste (Albacete), la realidad sobre la supuesta capacidad desestabilizadora de Falange, la indiscutible supremacía en la movilización callejera de la que hacían gala las fuerzas izquierdistas, los números de la violencia perpetrada por le fenómeno del pistolerismo falangista o izquierdista o la conspiración de julio.
Manifestaciones «pacíficas» y «festivas»
Durante la jornada del 19 de febrero 1936, tres días después de la celebración de los comicios, grupos numerosos de manifestantes se movilizaron en las calles donde se ubicaban las sedes de los edificios oficiales en los que todavía se estaba llevando a cabo el recuento de los votos. El objetivo de estas manifestaciones era el de presionar al gobierno para que se aplicara la amnistía, el principal punto de encuentro de las formaciones que formaban parte de la coalición electoral del Frente Popular. Esta situación desbordó a un Portela desencantado por la evolución del escrutinio, hasta el punto de que decidió dimitir.
Así, se efectuó un polémico traspaso de poderes a Manuel Azaña, quien consiguió, gracias al apoyo de la CEDA en una sesión celebrada en la Diputación Permanente de las Cortes, aprobar la amnistía. Las fuerzas de la oposición, incluido el sector moderado del republicanismo, confiaban en que, de este modo, la violencia desatada en las calles culminara y se abriera un camino hacia una competencia política legal basada en los principios de la paz y el bienestar social. A pesar de que las fuerzas derechistas respetasen a un adversario político de la talla de Azaña y que depositasen sus esperanzas en él para frenar la violencia, pronto todas sus ilusiones quedaron frustradas por la evolución de los acontecimientos.
Y es que la aprobación de la amnistía, lejos de calmar a los manifestantes y simpatizantes del Frente Popular más exaltados, incentivó la reanudación y la intensificación de las movilizaciones para exigir el cumplimiento de otras reivindicaciones como la expulsión inmediata de los gobiernos locales que no fueran adeptos a la coalición, o la readmisión en sus puestos de trabajo de todos aquellos obreros que fueron despedidos por su implicación en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934.
No es que el gobierno no hiciese nada para frenar la escalada de las manifestaciones y de la violencia que se desplegó en las calles. El Gabinete de Azaña tomó algunas medidas como la reposición de los gobernadores civiles, que, ante la presión de los manifestantes, habían desertado de sus puestos. Además, se retiraron las licencias de armas y se solicitó a las autoridades provinciales, independientemente de que fuesen interinas, que empleasen a las fuerzas del orden público, Guardia Civil y de Asalto, para hacer cumplir el Estado de Derecho. Se prorrogó el Estado de alarma y se mantuvo el Estado de guerra en cuatro provincias (Albacete, Alicante, Zaragoza y Valencia).
Sin embargo, la reacción de las autoridades locales y provinciales fue desigual, dependiendo de la presión a la que estuvieron sometidas y del grado de sectarismo de sus titulares. De hecho, el propio ministro de la Gobernación, Salvador Carreras, dio órdenes de proceder con «cautela» cuando en los pueblos excitados después de la campaña electoral surgiesen tensiones ante el hecho de que los consistorios siguiesen en manos de los adversarios. Por lo tanto, aunque prometió defender la República «leal e inflexiblemente, sin odios ni rencores», mostró cierta flexibilidad hacia las movilizaciones callejeras de las izquierdas por su «comprensible» deseo de expulsar a las derechas del poder local.
Parte de la historiografía ha respaldado esta postura: han mencionado que se trató de manifestaciones «pacíficas y festivas» como resultado de la expresión de una ciudadanía republicana que recuperaba la libertad de acción. Un supuesto «pueblo republicano» previamente oprimido que tras haber derrotado a la «contrarrevolución» ejercía ahora sus derechos mediante acciones colectivas propias de una cultura democrática en construcción.
Sin embargo, según los autores, lo cierto es que este tipo de manifestaciones llevaban consigo una fuerte dosis de coacción: «fiesta tal vez, pero una fiesta particularmente pensada para amedrentar a los adversarios, recluirlos en sus casas y forzar el cambio inmediato de los gobiernos locales, incluidos todos aquellos donde predominaba el voto conservador o de centro». Como ejemplo de «festividades» los autores señalan numerosos ejemplos en los que se desarrollaron episodios que escondían una alta dosis de odio (véase el caso del municipio almeriense de La Pechina) y de conflictividad (resultan ilustrativos el ejemplo del concejo asturiano de Caravia, así como lo sucedido en los enclaves murcianos de Jumilla y Yecla a mediados de marzo).
Y a pesar de que las manifestaciones y concentraciones no fueron generalizadas, sí que surgieron en número considerable y con una gravedad tan notable que no pueden ser consideradas como casos aislados sin importancia. Si el Gobierno, en virtud del estado de alarma, no levantó la censura fue, entre otros motivos, porque la situación se descontroló en muchas localidades y temía que los sucesos rompieran la relación entre los republicanos de izquierda y sus socios parlamentarios, es decir, los socialistas y los comunistas. Les preocupaba la repercusión que tendría el eco de las noticias y el nivel de implicación de ambos grupos en los desórdenes para la estabilidad del gobierno.
Fue más intensa en la mitad sur y el litoral mediterráneo, de Alicante hasta Málaga, pero incluso en lugares no especialmente proclives a la violencia, esta hizo acto de presencia. En numerosas locales de la provincias de Alicante, Barcelona, Burgos, Cádiz, Córdoba, Ciudad Real, La Coruña, Granada, Huelva, Madrid, Málaga, Murcia, Oviedo, Pontevedra, Sevilla, Tenerife y Zamora.
Se trató de actos organizados para provocar destrozos en las sedes y periódicos conservadores, o bien para coaccionar, castigar e incluso agredir a los simpatizantes y dirigentes locales de los partidos que habían gobernado durante el segundo bienio. En muchos casos la violencia se extendió a objetivos religiosos, vista la Iglesia como un cómplice más de los reaccionarios. Predominaron asaltos a centros católicos y la quema de iglesias.
La cuestión municipal: una «sustitución» forzosa
Las movilizaciones de los simpatizantes del Frente Popular también estuvieron acompañadas de tomas de ayuntamientos por la fuerza para obligar a un cambio en la titularidad de los gobiernos locales. De ese modo, no se produjo una simple reposición del poder local, sino una sustitución forzada con independencia de quien hubiera obtenido la mayoría en las elecciones municipales de abril 1931.
El Gobierno cedió a la presión de las calles y ordenó la rápida reposición de los ayuntamientos de 1931. Pero lo que empezaron a demandar muchos socialistas y republicanos de izquierdas en multitud de municipios no fue una mera reposición, sino un cambio forzado y coactivo de las corporaciones locales, en el que lo de menos era si ellos habían obtenido o no mayoría de concejales durante las elecciones municipales de 1931. Reconocían que se trataba de concejales elegidos en 1931, pero «lo importante era que se trataba de personas que no habían apoyado al Frente Popular y que, por tanto, no se podía consentir que la vida municipal estuviese regida por elementos afines al caciquismo».
Por supuesto, el Gobierno también aprovechó el contexto generalizado de tensión en las calles para arrebatar el poder a las derechas y al centro derecha allí donde estos eran todavía fuertes, sin importar siquiera quien había ganado en las elecciones generales de febrero. Los gobernadores civiles se vieron sometidos a una presión desmedida, que fueron precedidas de concentraciones masivas en las calles para que se constituyesen comisiones gestoras en los ayuntamientos con claro predominio conservador o republicanismo moderado. El ministro de la Gobernación, Salvador Carreras, hasta reconoció que se trataba de una «sustitución» que justificaba en el hecho de que los concejales cedistas o republicanos radicales planteaban un problema sobre «el carácter republicano» de los consistorios.
Es decir, la cuestión clave no era, como ha defendido parte de la historiografía, la simple reposición de los concejales suspendidos en 1934, devolviéndoles su credencial y permitiendo así que recuperaran el control del ayuntamiento si había sido la realidad previa. No, lo que en verdad contaba era si los ayuntamientos, hubiera ganado o no la izquierda en 1931, eran verdaderamente republicanos en el sentido en que las izquierdas entendían esa credencial, o lo que es lo mismo, que se tratasen de perfiles afines a la coalición del Frente Popular.
El resultado fue una toma generalizada de los ayuntamientos que permanecían bajo el control de las derechas o republicanos no afectos al Frente Popular. Pero sobre todo abrió la puerta a una contundente expansión del poder local de los socialistas, que se hicieron con los grupos de concejales mayoritarios incluso allí donde antes de 1934 el predominio había sido republicano o donde no habían tenido nunca representación en virtud de las elecciones municipales de 1931.
Aunque los autores reconocen que no se dispone de un mapa exhaustivo y completo en el que se puede apreciar el volumen de esos cambios y, sobre todo, saber cuántos concejales derechistas o centristas de elección popular mantuvieron sus puestos, se cuentan con estudios detallados de las provincias de Albacete, Córdoba, Granada, Sevilla, Valencia, Ciudad Real y Oviedo.
Por citar dos ejemplos, en Albacete el gobernador restituyó a los equipos municipales donde las izquierdas tenían mayor implantación, pero en el resto de las localidades, aproximadamente el 50%, donde los consistorios estaban controlados por las derechas o los republicanos de centroderecha, se nombraron comisiones gestoras a «propuesta del Comité de enlace del Frente Popular». En Ciudad Real, donde las derechas habían ganado en más del 70% de las localidades de la provincia en las elecciones generales de febrero, se articularon numerosas comisiones gestoras por toda la provincia, incluyendo aquellos municipios en los que los votos de la derecha triplicaban o cuadruplicaban a los del Frente Popular.
Ecos de la Restauración y divergencias
Más allá del discurso moralizador y de la apelación a la democratización de la vida municipal tras el «bienio negro», ese asalto al poder local formaba parte de una cultura política arraigada, en virtud de la cual quienes controlaran el Gobierno en Madrid podían remodelar a su gusto los poderes municipales. En parte, lo ocurrido en febrero y marzo de 1936 sigue anclado en esa cadena de actuación heredera de la Restauración. Sin embargo, había muchas diferencias con lo que sucedió a partir de las elecciones generales de febrero de 1936.
En el segundo bienio no se habían nombrado masivamente gestoras afines al gobierno del PRR hasta que una revolución violenta y contraria al ordenamiento jurídico que los propios promotores habían establecido propició esa decisión. Hasta entonces, desde la victoria del centro y las derechas en noviembre de 1933, la inmensa mayoría de los ayuntamientos gobernados por las izquierdas habían seguido en sus puestos.
Los ganadores de las elecciones de febrero de 1936 podían argumentar en su favor que los concejales elegidos tenían el mandato caducado porque no se habían celebrado comicios locales para toda España desde abril de 1931. Ahora bien, tendrían que haber tenido en cuenta que ese problema también se aplicaba a los concejales afines a sus idearios que ostentaban el control de los gobiernos locales.
La cuestión, por tanto, se tornó rápidamente a un aprovechamiento de las movilizaciones que estaban efectuando los simpatizantes del Frente Popular para demoler los pilares de predominio derechista, lo que significaba arrebatar el control de los ayuntamientos por parte de las fuerzas políticas del Frente Popular para gestionar los asuntos más importantes: el orden público, la bolsa de trabajo o los presupuestos.
El control de las corporaciones locales en manos del centro o las derechas se pudo encauzar, en la mayoría de los casos, a través de una orden gubernativa. Pero en otras, el afán de expulsar a los «enemigos» generó muchos problemas. Fue el detonante de manifestaciones o concentraciones frente a los ayuntamientos que generaron una violencia tumultuaria contra las sedes de los partidos de derechos o de los republicanos radicales, así como agresiones contra sus dirigentes, asaltos a domicilios, quemas de iglesias o de archivos locales o judiciales, etc.
Además, estas concentraciones fueron una fuente de tensión constante con la fuerza pública, especialmente con la Guardia Civil en las localidades más pequeñas. Apenas dos o tres parejas de efectivos se veían envueltos en una movilización vecinal exaltada, donde no solo se esgrimían insultos, palos o se lanzaban piedras, sino que en muchos casos se usaban hoces, navajas y armas de caza para desafiar, intimidar y obligar a renunciar al adversario.
Las contradicciones del Gobierno: el uso político de la confrontación
El nuevo Gobierno empezó a articular un mensaje político para explicar la violencia y defenderse de cualquier crítica sobre su templada actuación. De hecho, el ministro de la Gobernación, quién había declarado durante su toma de posesión de su cargo que defendería la República «leal e inflexiblemente, sin odios ni rencores», manifestó que trabajaría sin descanso para que no prosperasen «los enemigos del régimen» ni se produjesen «desmanes» por parte de los que están «enfrente del Gobierno».
El Gobierno, a pesar de que aseguraba que no era partidario de «prodigar ni los odios, ni los rencores», se declaraba parcial y no reconocía a los simpatizantes del Frente Popular como autores de muchos de esos «desmanes». Por lo tanto, hacía recaer toda la responsabilidad por la violencia en las acciones y provocaciones de las derechas y sus «cómplices». A todos estos grupos los englobaban en una suerte de «fascismo genérico».
Un discurso que los tres gobiernos que se sucedieron a lo largo de este periodo (dos gobiernos y uno de carácter transitorio) mantuvieron para esgrimir una idea que, si bien condenaba la violencia, en última instancia justificaba la acción violenta de las izquierdas sobre los «enemigos de clase» porque esta la fundamentaban en una especie de legítima defensa. Aunque fuesen o no conscientes de que estaban exhibiendo ante la opinión pública (muy silenciada como consecuencia de la censura) una interpretación completamente parcial de las responsabilizares, se ha de señalar que esta actuación encerraba una estrategia política que se sustentaba en una alianza coyuntural muy frágil y que los republicanos de izquierda quisieron mantener a cualquier precio. Por lo tanto, señalar a los socialistas o a los comunistas no era una opción válida para un gobierno que dependía de sus socios para sacar adelante las reformas legislativas que habían pactado.
Un decreto que alimentó la violencia política
El 29 de febrero de 1936 (véase Gaceta de Madrid, nº 60, de 29 de febrero de 1936, p. 1696) se aprobó el decreto por el que el Ministerio de Trabajo ordenaba la readmisión forzosa de los despedidos como consecuencia de su implicación en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934. El decreto, sin embargo, no detallaba ni explicaba qué podría pasar con los miles de empleados que habían ocupado los puestos de los despedidos en 1934 y que ahora se quedaban en la calle.
Por lo tanto, la publicación del decreto derivó en una conflictividad que, en muchos casos, estuvo acompañada de una violencia extrema. Los individuos que se vieron obligados a abandonar sus puestos de trabajo fueron señalados como esquiroles o cómplices del fascismo, e incluso fueron agredidos o amenazados. Esto, a su vez, provocó que los trabajadores salientes buscasen venganza por su cuenta o se plantasen frente al monopolio sindical del que ahora hacían gala los socialistas, comunistas y anarquistas. Las represalias de unos y otros alimentaron una confrontación que se saldó con numerosas victimas mortales y heridos de gravedad.
Pero una de las consecuencias que parte de la historiografía ha pasado por alto es el papel que jugó Falange Española en todo esto. Y es que muchos de estos obreros que se vieron obligados a abandonar sus puestos decidieron a afiliarse a Falange, ya que crecieron en ellos sentimientos encontrados dentro del discurso antimarxista que reivindicaba esta organización. Así, se convencieron de que la República era un monopolio al servicio de las izquierdas, lo que se debe tener en cuenta para explicar el rápido crecimiento de Falange durante esta etapa. En este sentido, se ha de señalar que supo dar utilidad política al decreto promoviendo la confrontación directa con los adversarios políticos. En palabras de los autores,
«Cuando se pregunta sobre los motivos del rápido crecimiento de Falange en la primavera de 1936 […] convendría tener presente a estos miles de individuos expulsados del mercado laboral y la consiguiente imposición de un monopolio de trabajo de los sindicatos afines a las Casas del pueblo. […] Falange les ofrecía una estrategia de acción directa que tenía su atractivo en aquel enredado panorama de venganzas sindicales y señalamientos ideológicos» (Álvarez Tardío y del Rey Reguillo, 2024: 44).
Un discurso político sesgado: la república de los republicanos
Uno de los errores más llamativos de las últimas etapas del reinado de Alfonso XIII radicó en la desacertada decisión del gobierno de la monarquía de Juan Bautista Aznar en pactar con los que, hasta ese momento, habían sido la oposición más férrea al régimen de la Restauración y al sistema constitucional de la monarquía. El 17 de agosto de 1930, las fuerzas republicanas y socialistas llegaron a un acuerdo, el conocido como Pacto de San Sebastián, por el que concebían a la monarquía de Alfonso XIII como la única y principal responsable de la llegada de un régimen dictatorial capitaneado por Primo de Rivera.
Por este motivo, relacionaban a la monarquía con la antidemocracia y, por ende, era necesario acabar con ella u obligar al rey a abdicar. Para conseguirlo, apostaron por la ya tradicional vía insurreccional: una huelga general revolucionaria que, como en anteriores ocasiones en la historia contemporánea de España, intentara recabar el apoyo de una parte del Ejército mediante la estrategia del pronunciamiento que forzara al gobierno monárquico a abandonar el poder. De esta forma, los promotores del Pacto de San Sebastián habrían conseguido vía libre para constituir un gobierno provisional que proclamara la República.
Así, en diciembre de 1930 se produjo una oleada de movilización popular a favor de la República, pero, una vez más, y sobre todo por la falta de apoyo de los militares, la huelga general revolucionaria fracasó y las autoridades llevaron a cabo una intensa represión que provocó una brecha insalvable entre la oposición y el gobierno de la monarquía.
En efecto, el gobierno de Sánchez Guerra mostró firmeza y ordenó ejecutar a dos capitanes del Ejército, Ángel García Hernández y Fermín Galán que habían secundado la huelga revolucionaria y se habían amotinado en Jaca. Sin embargo, esta firmeza fue rápidamente cortada cuando, inesperadamente, Sánchez Guerra ofreció a formar un gobierno de coalición a los principales líderes de la insurrección, que en ese momento se encontraban detenidos en la cárcel Modelo de Madrid. Según Álvarez Tardío, esto «solo podía significar lo que significó finalmente: una inexplicable muestra de debilidad y desorientación» (Álvarez Tardío, 2005, pp. 94- 103).
Es probable que este ofrecimiento solo hubiese tenido sentido meses antes de haberse producido la insurrección, pero, en cualquier caso, las fuerzas de oposición rechazaron tajantemente la iniciativa monárquica e, interpretando esta actitud del gobierno como una clara muestra de debilidad, se aferraron a una oposición que rápidamente en enfrentamiento y en un nivel de polarización que se pudo apreciar en las elecciones locales de abril de 1931.
El gobierno del almirante Aznar, convencido de que ya era imposible negociar con la oposición, se limitó a propiciar una campaña electoral que defendiese el ideal monárquico y advirtiera de los peligros de la revolución republicana. En este sentido, el nivel de crispación solo se agudizó y más que un ambiente electoral limitado a cuestiones de índole municipal, los comicios locales se transformaron en lo que nunca debieron haber sido: un plebiscito entre monárquicos y republicanos para decidir la forma de gobierno que debía establecerse en el país.
Pero, ¿por qué fracasó la negociación entre la oposición y las fuerzas monárquicas? Principalmente porque la oposición rechazaba el principio liberal del pacto entre adversarios políticos que se respetaban entre sí y no podían aceptar unas reglas de juego de partido que permitiera instaurar un régimen político de todos y para todos. La realidad que se impuso estuvo marcada por el contexto sociopolítico de los años treinta, es decir, del fracaso del liberalismo y de su incapacidad para afrontar los problemas derivados de la Gran Depresión y de la movilización obrera.
Por este motivo, cuando, al conocerse los resultados de las elecciones locales, el rey decidió abandonar España, los padres fundadores de la II República decidieron instaurar un sistema político basado en su proyecto revolucionario en el que se encontraban supeditados todos los ingredientes necesarios para conformar una auténtica democracia liberal: el reconocimiento del pluralismo político.
Por lo tanto, todos aquellos sectores «reaccionarios» o «contrarrevolucionarios», a los que los republicanos y los socialistas identificaban con la oligarquía rural, la Iglesia, la monarquía y el Ejército, que no compartiesen ese proyecto, no se les podría asegurar las mismas garantías y libertades que a los que habían ideado su propio modelo de democracia porque, en realidad, se trataría de enemigos a los que había que excluir del sistema republicano.
Asimismo, en el mismo momento en que se celebraron los comicios locales se había establecido un criterio en los que se identificaba los que eran o leales a la nueva República, que quedó inmediatamente asociada con la verdadera democracia. Esto, por supuesto, evidenció el aspecto más excluyente del patrimonialismo del que hacían gala los republicanos con su proyecto: la consideración de que todo aquel que no fuera republicano o que cuestionara la nueva forma de gobierno adoptada era un antidemócrata (Álvarez Tardío, 2005, pp. 94 – 104) que no podía tener cabida en el nuevo régimen.
En este sentido, figuras políticas tan representativas como Manuel Azaña, Niceto Alcalá-Zamora e incluso Alejandro Lerroux no heredaron una tradición democrática consolidada. Por ello, no pudieron salvaguardar el sistema democrático de la Segunda República. En ambos bienios, ningún gobierno fue capaz de imponer límites a sus presunciones programáticas y mucho menos de paralizar las aspiraciones de las masas, que, sin negar su importancia, se toparon con la hostilidad de otro gran sector de la sociedad. Aunque la República no surgió de una revolución violenta, sus promotores siempre consideraron que su espíritu sí encarnaba esta concepción, por lo que siempre supeditaron la democracia a este ideal.
Azaña consideraba que las esperanzas que el pueblo había depositado en la Segunda República no podían ser ignoradas, pero estas ilusiones solo podían ser correspondidas si las tendencias de los promotores de la República eran las que se asentaban y controlaban el poder. En realidad, se trataba de una concepción jacobina de la política, es decir, como defendió Javier Tusell, del ideal de Robespierre (el «despotismo de la libertad»): no podría haber libertad ni democracia si las instituciones del Estado republicano estaban regidas por todas aquellas fuerzas ajenas a las doctrinas que, en este caso, Azaña o Largo Caballero, entre otros, ensalzaban como las verdaderamente legítimas.
Por tanto, si las fuerzas políticas contrarias a los designios de la izquierda estaban en el poder, como sucedió entre 1933 y comienzos de 1936, estas no podían gozar, o no deberían tener derecho a hacerlo, de las libertades políticas ni ostentar ningún tipo de cargo público porque siempre escondería, aunque no tuviera por qué ser así, un criterio negativo o contrario a los pilares fundacionales del régimen republicano (Tusell, 1999, p. 45). Lo peor de esta consideración es que la derecha, sobre todo a raíz de la revolución de octubre de 1934, en respuesta a este enorme grado de exclusión y de hostilidad, mantuvo la misma compostura porque consideró que era la única forma de preservar sus intereses socioeconómicos.
Durante el primer bienio, la izquierda republicana más radical, encabezada por Azaña, Álvaro de Albornoz y Marcelino Domingo, y los socialistas revolucionarios, liderados por Francisco Largo Caballero, impusieron o trataron de imponer sus políticas y sus reformas a una parte de la población, que, en ese momento, estaba representada por una minoría parlamentaria bastante considerable. Cuando esa misma minoría llegó al poder a partir de noviembre de 1933, las fuerzas republicanas de izquierda y los socialistas no dudaron en articular y en justificar una insurrección armada contra el Gobierno e incluso secundar una huelga general revolucionaria que se fraguó con el propósito de derribar el propio ordenamiento jurídico y democrático que ellos mismos instauraron dos años antes.
La ruptura con el régimen de la Restauración reavivó la dinámica de la legitimación de la violencia para acceder al poder. Por ello, las nuevas fuerzas republicanas y, sobre todo sus promotores, también heredaron, frente a los postulados liberales y parlamentarios que estuvieron en funcionamiento durante más de medio siglo, el recurso de los pronunciamientos y de la necesidad de una compostura revolucionaria que terminara de una vez por todas con lo que ellos consideraban que era un sistema atrasado y profundamente anacrónico.
Muchas de las clases subalternas concebían sus esperanzas en esa necesidad manifiesta de una revolución que aplacase sus condiciones de precariedad que los regímenes anteriores no pudieron solventar. Pero la reivindicación misma de la violencia y del pronunciamiento estaba estrechamente relacionada con la capacidad de romper con cualquier ideario político en el poder al que consideraran opuesto a los preceptos ideológicos de las fuerzas izquierdistas. Estas, además, acaparaban en su discurso ideológico el conjunto de las aspiraciones de un «pueblo» que solamente las formaciones republicanas de izquierdas y socialistas podían representar.
En este sentido, se acuñó una retórica intransigente: cualquier orden establecido que no congeniara con las ideas de estas tendencias era lícito de ser neutralizado incluso mediante el empleo de la fuerza; no importaba, y la revolución de octubre de 1934 así lo demostró, que un determinado Gobierno, en este caso el radical-cedista del segundo bienio del periodo republicano, hubiese llegado al poder, independientemente de que su victoria estuviera respaldada y hubiera sido confeccionada y ratificada a través de la celebración de unos comicios libres que dieron como resultado la victoria del PRR de Alejandro Lerroux en noviembre de 1933. Era, en sí misma, una visión maniquea de la política que, hasta cierto punto, puso en peligro los pilares del Estado de derecho.
Esta formación, a pesar de las dificultades o los impedimentos que esgrimía el propio presidente de la República y en virtud o bajo el amparo del juego parlamentario y democrático, tenía el derecho de pactar con el grupo que, en ese momento, contaba con la mayoría de los escaños dentro de la cámara legislativa y al que, por tanto, no podía dar la espalda: la CEDA.
Según este criterio, lo que se puede discernir es que tanto los republicanos de izquierda como los socialistas proyectaron una suerte de patrimonialización de la República, es decir, la hicieron exclusivamente suya, como si de un objeto inerte que sirviese a sus objetivos se tratara. En este último aspecto, los socialistas revolucionarios fueron los que más interés mostraron en preservar este tipo de utilitarismo ideológico, ya que la República de la que ellos mismos fueron partícipes en su proceso fundacional, no era para ellos sino un mero trámite, un episodio transitorio que permitiera servir de puente a su verdadero proyecto revolucionario: la instauración de una República socialista (Macarro Vera, 2012, pp. 75 – 78).
Por lo tanto, la República burguesa, como fase intermedia, solo podía resultar útil si esta se supeditaba a los intereses que perseguían los caballeristas y, para ello, era necesario que ellos tuvieran siempre las riendas institucionales del régimen; porque solo de esa forma podían instrumentalizarla mientras las bases sindicales se encargaban de organizar al proletariado para llevar a cabo su auténtica revolución.
Manuel Azaña y la problemática del orden público
En una de las biografías más recientes sobre Manuel Azaña, José María Marco describe el recorrido profesional y personal de una de las figuras políticas más destacadas del primer tercio del siglo XX español. En ella, se retrata a un personaje muy complejo que no fue capaz de llevar a cabo su proyecto político porque, desde un primer momento, no sentía que pudiera triunfar. Vivió frustrado, atormentado, se atisba, además, una sensación nihilista en su comportamiento y, sobre todo, un fuerte vacío existencial que habría heredado de la crisis del 98, y que no consiguió superar nunca.
Por este motivo, siempre pretendió plasmar en su ideario político soluciones que paliaran su propia inquietud personal y no tanto los problemas inherentes a la realidad que vivía el país. Asimismo, exhibió una República para auténticos republicanos y eso siempre estuvo por encima del ideal democrático. En su ideario se es antes republicano que demócrata y solo podían incluirse en el proyecto republicano de Azaña las izquierdas o una coalición del mismo signo ideológico. Todo lo que se saliese de ese esquema no podía ser catalogado de demócrata ni, por ende, mucho menos de republicano (Marco Tobarra, 2021).
Teniendo en cuenta estas premisas, se puede entender la postura que exhibió Azaña durante su intervención parlamentaria en la sesión del 18 de abril. Esta se celebró con motivo de los graves incidentes acaecidos en la capital y en otros puntos del país durante las actos para conmemorar el aniversario de la proclamación de la República. En efecto, el asesinato del alférez Anastasio de los Reyes y los dramáticos episodios acaecidos durante el sepelio y el recorrido del cortejo por las calles provocaron más de una treintena de heridos y cientos de detenidos. Sin embargo, lo que más perturbó al Gobierno fue que se desobedecieran sus órdenes en lo referente al lugar dónde se debía instalar la capilla ardiente, el horario marcado y, sobre todo, el recorrido seleccionado por las autoridades. Una insubordinación que provocó la destitución de algunos oficiales de la Guardia Civil.
Como resultado de esta insubordinación, se aprobó durante la madrugada del 19 de abril un proyecto de ley urgente que tenía por objetivo los militares a los que les afectaba la Ley de retiros de Azaña de 1931. Incluía una serie de disposiciones como la pérdida de las pensiones, el derecho a usar el uniforme u otras ventajas que establecía la citada ordenanza cuando esos mismos militares retirados pertenecieran a asociaciones políticas ilegales, o contribuyesen a su financiación; cuando tomaran parte en actos que resultaran en la perturbación del orden público, o cuando apoyaran con actos personales, públicos o clandestinos las propagandas contrarias al régimen republicano.
La determinación del Gobierno estaba clara: consideraba que había muchos elementos en el Ejército, en la Benemérita o el Cuerpos de Vigilancia y Seguridad que no actuaban con la adhesión y el entusiasmo requerido. Sin embargo, lo que se escondía detrás de esta firmeza era una interpretación parcial de las responsabilidades. A pesar de que reconocieran que simpatizantes de ideología izquierdista pudieron sobrepasarse en sus acciones, estas habrían tenido un marcado carácter reactivo, es decir, que eran una respuesta lógica a las provocaciones de la derecha, así como a la violencia desplegada por el fascismo y los excesos perpetrados por parte de algunos militares y guardias civiles en el ejercicio de sus funciones.
Durante la sesión, hicieron uso de la palabra los dos principales líderes de la oposición, Calvo Sotelo y Gil Robles. Durante su intervención, pusieron de manifiesto el grave problema de orden público que estaba viviendo el país. Ambos intentaron, igualmente, enturbiar las relaciones con sus socios parlamentarios y obligar al Gobierno a criticar su colaboración con los socialistas. No obstante, hubo diferencias de gran calado en el tono y en las formas en las que se expresaron desde su escaño.
Calvo Sotelo se mostró desafiante al apuntar en su discurso toda una relación de desmanes, saqueos, incendios y episodios de violencia o enfrentamientos de diversa naturaleza que se produjeron entre el 16 de febrero y el 2 de abril en el país (véase Diario de Sesiones de las Cortes, de 15 de abril de 1936, nº 17, p. 290). En total, contabilizó 345 heridos y 74 víctimas mortales, unos datos que no fueron cuestionados por ningún diputado ministerial, y que han sido parafraseados y citados en un sinfín de publicaciones desde entonces.
Pero la obra de Álvarez Tardío y del Rey ha demostrado que las cifras aportados por el líder de Renovación Española se quedaron cortas, hasta el punto de que han podido constatar 345 episodios violentos en los que se produjeron 737 víctimas. De este total, 177 fueron mortales. Por su parte, Gil Robles condenó la violencia de toda índole y procedencia y manifestó su intención de ofrecer su apoyo para debilitar la coalición de izquierdas a la que Azaña seguía suscrito. Denunciaba que el Gobierno no había sabido proteger a aquellos grupos que se han mantenido en la más estricta legalidad y que una parte de la sociedad española ya no confiaba en las instituciones. Por este motivo, señalaba que la violencia podría incrementarse hasta el punto de que podía estallar una confrontación civil en España.
Azaña se mostró reticente a satisfacer las demandas de Gil Robles, ya que en su ideario siempre primó el control del Gobierno por parte de las fuerzas izquierdistas aunque eso significase plegarse a los designios o a la presión de los simpatizantes socialistas desde la calle. Tampoco hubiera podido sacar adelante las reformas planteadas en el programa del Frente Popular, por lo que se limitó a señalar que el Estado republicano debía garantizar el cumplimiento de ley en igualdad de condiciones.
Asimismo, indicó que algunos comportamientos ilegales de las «masas» no solo se debían a la pérdida de confianza en el aparato coercitivo del Estado o del funcionamiento de la Justicia, sino también a la política reaccionaria que articularon las derechas durante el segundo bienio. Esto suscitaba la idea de que la violencia la habían engendrado ellos mismos. Reconoció, en su crítica más relevante hacia sus socios de la extrema izquierda, que responder con violencia a los actos de provocación no era acertado.
Aunque aseguraba que la normalidad y la calma era generalizada en muchas regiones del país, en privado y a través de un intenso intercambio epistolar que mantuvo con su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, reconocía que la violencia no era puntual y que el desorden era persistente en numerosas provincias; que la confrontación «de unos y de otros» no era como consecuencia de meras provocaciones provenientes de un determinado signo ideológico; que la incapacidad de las autoridades para controlarla era un hecho consumado y que, debido a la deslealtad de la política socialista, se estaban produciendo auténticos desmanes y «disparates» sustentados en la excusa de que todos los actos de violencia provenían de elementos fascistas que obligaban a responder de la misma forma.
Pero lo más importante es que, públicamente, se entregó totalmente al argumento de que el origen de la violencia se encontraba en las provocaciones derechistas, justificando, en parte, la confrontación vivida en algunas zonas de España por sus connotaciones sociales y políticas. En este sentido, se mostró contrario a emplear los resortes coercitivos del Estado para reprimir a las izquierdas más exaltadas porque temía perder el apoyo parlamentario de la izquierda obrera, y porque no concebía otra República que no fuese aquella que estuviese gobernada por su propio ideario político.
De hecho, aunque Azaña aplazara indefinidamente la celebración de los comicios locales basándose en la problemática del orden público, lo que verdaderamente pesó en esa decisión fue que las diferencias entre los republicanos de izquierdas y los sectores caballeristas del PSOE fueron cada vez más notorias. De hecho, estos últimos, prefirieron concurrir en listas cerradas sin el respaldo de la coalición electoral que se formó en enero.
A este respecto, el fin último del aplazamiento era que resultaba imposible asegurar la victoria ante la falta de compromiso del que hicieron gala unas izquierdas obreras que estaban obligando mediante coacción al cambio de la titularidad en las corporaciones locales. En este sentido, mantuvieron una estrategia a la que nunca renunciaron, es decir, la toma del poder por la vía insurreccional para instaurar, siguiendo sus directrices ideológicas, la dictadura del proletariado y, finalmente, implantar una República socialista. Por este motivo, no quisieron aferrarse al resultado de unas imprevisibles elecciones cuando estaban teniendo éxito en sus reivindicaciones gracias a las movilizaciones coactivas que se produjeron en gran parte del país. Y Azaña, a pesar del precio, decidió plegarse a las exigencias de la izquierda obrera con la finalidad de que el control institucional no volviera a estar en manos de las derechas.
El papel de las fuerzas del orden: ¿extralimitación partidista o cumplimiento del deber?
Otro de los aspectos más importantes del libro es el relativo al papel que jugaron las fuerzas del orden público. Según Cruz (2006) y González Calleja (2011, 2014, 2015) los grandes protagonistas de la violencia durante la primavera del Frente Popular fueron los resortes coercitivos del Estado. En este sentido, defienden que la actuación de las fuerzas del orden se basó en un uso desproporcionado de los medios que tenía a su alcance para contrarrestar los incidentes públicos e incluso a la inflexibilidad manifiesta de algunos cuerpos y fuerzas de seguridad. Así, según el desglose de las cifras de la violencia sociopolítica que ofrecen sobre este mismo periodo, la intervención de la Guardia de Asalto, de la Guardia Civil e incluso de los militares habrían provocado entre el 30 y el 43% del total de las víctimas.
Los autores de este trabajo desmienten estas interpretaciones al introducir un factor esencial en el cómputo de las responsabilidades: identificar al agresor, es decir, al que inicia la acción que desencadena la violencia y la respuesta de la fuerza pública. Así, afirman que de los 977 episodios de violencia con víctimas que han conseguido registrar para todo el periodo de la primavera de 1936, las fuerzas del orden intervinieron en 129. En estos, se produjeron 552 víctimas, lo que, a su vez, representa un 25,8% del total de víctimas de violencia sociopolítica de toda la etapa que ha sido objeto de análisis. En general, confirman que «las policías profesionales» no fueron las principales responsables del elevado número de víctimas de la primavera, y que, en realidad, estos datos demuestran que tres de cada cuatro víctimas de la violencia se produjeron al margen de cualquier operativo policial.
Inciden, además, en el hecho de que los medios con los que contaban para disipar las movilizaciones no eran los adecuados (empleo de armas de fuego para disolver manifestaciones que ocasionaban numerosos heridos y víctimas mortales), pero esto supondría abordar el debate desde una óptica presentista, y más si se tiene en cuenta que las fuerzas antidisturbios, así como sus métodos o tácticas de actuación, no se desarrollaron hasta la década de 1960. Precisan que esto no significa que las fuerzas del orden no se extralimitaran en alguna ocasión, como efectivamente ocurrió en los dramáticos sucesos acaecidos en La Graya-Yeste a finales de mayo de 1936.
Igualmente, consideran que la presión a la que estuvieron sometidos los agentes de la fuerza pública no solo estuvo condicionada por el estricto cumplimiento de su deber (asegurar que se cumpliese la ley —sobre todo en virtud de la Ley de Orden Público de 1933 y las continuas prórrogas de los estados de alarma que restringían ciertas actitudes como las movilizaciones o las concentraciones de personas en la calle— y proteger a la ciudadanía), sino también por el contexto en el que las fuerzas del orden se vieron obligados a intervenir.
Lejos del discurso regeneracionista en el que se asociaría a la Benemérita con los intereses del caciquismo y de las clases terratenientes que habrían perdido su sostén institucional al proclamarse la república, los investigadores describen que no es que las fuerzas del orden público disparasen contra cualquier mínimo incidente que surgiese en la calle, sino que la sociedad de aquellos años estaba armada y los guardias eran plenamente conscientes de que, en algunas ocasiones, se enfrentaban a personas que estaban dispuestas a emplearlas durante las manifestaciones (ya de por sí ilegales). Esto creaba, como es lógico, una sensación de alerta constante por parte de una fuerza pública que, a veces, se veía obligada a responder a estos ataques con sus armas de fuego para defenderse.
Asimismo, se ha de tener en cuenta que durante el periodo republicano se produjeron tres insurrecciones violentas orquestadas por los anarquistas que costaron la vida a 17 guardias y dejaron heridos a otros 66, a lo que hay añadir las terribles consecuencias de los sucesos revolucionarios de octubre de 1934. Este episodio dejó una profunda huella psicológica de los policías, y es importante para entender su postura frente a los socialistas durante la primavera de 1936: en aquella huelga general revolucionaria fallecieron 111 guardias y resultaron heridos 182.
Otro aspecto destacado es el referente a la amnistía decretada en febrero de 1936. Esto se tradujo en una absoluta humillación para unas fuerzas del orden que, a pesar de los excesos que cometieron algunos oficiales de la Benemérita durante la represión de los revolucionarios de octubre de 1934 y que, a su vez, esto justificase la exigencia de responsabilidades por parte de los simpatizantes del Frente Popular, simplemente se limitaron a cumplir y garantizar el ordenamiento jurídico vigente, es decir, el que las izquierdas confeccionaron en 1931.
Por eso, no podían entender cómo el Gobierno del Frente Popular apoyó o hizo suyo el mensaje gestado por la izquierda obrera en el que se esgrimía la necesidad de depurar al cuerpo en su conjunto. De este modo, se invirtieron los papeles: los guardias civiles se convirtieron en los culpables de haber luchado contra los insurrectos de octubre, mientras que los que habían sido condenados o procesados quedaron, en virtud de la amnistía, en libertad y exentos de cualquier tipo de responsabilidad. Todas estas premisas no deben servir para justificar las acciones desproporcionadas o arbitrarias perpetradas por las fuerzas del orden público, pero, en palabras de los autores:
Sí para tener en cuenta que, a diferencia de los años previos a la insurrección de 1934, los agentes se enfrentaban ahora a la movilización de las izquierdas y la radicalización de las derechas […], con la preocupación generalizada de que ellos serían un objetivo más de los grupos violentos si osaban interponerse en la lucha y, pero aún, si trataban de frenar las acciones de los izquierdistas violentos cuando estos actuaban bajo el parapeto de la defensa del régimen y la amenaza del fascismo. De este modo, una Policía convencida de que la movilización izquierdista podía ser la antesala de la revolución y una amenaza para las vidas de sus agentes y las de sus familias, no era, ni de lejos, la mejor Policía para hacer frente deforma prudente y proporcionada a las manifestaciones y concentraciones (Álvarez Tardío y del Rey Reguillo, 2024: 233).
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El minucioso trabajo de Álvarez Tardío y del Rey Reguillo cuenta con doce capítulos que abarcan el periodo conocido como la Primavera del Frente Popular. Desde la victoria electoral de la coalición del Frente Popular en las elecciones generales de febrero de 1936 y hasta el golpe de Estado perpetrado por un sector del Ejército español, el libro describe detalladamente la problemática del orden público, la evolución política del periodo, la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad, la infinidad de episodios de conflictividad que se produjeron tanto en ámbitos rurales como urbanos y la confrontación entre los principales grupos ideológicos en pugna: los falangistas y los socialistas.
En general, se atisba la idea de que los tres Gobiernos que se sucedieron a lo largo de esos cinco meses no pudieron controlar el problema del orden público. Falange Española supo, a pesar de la censura, aprovechar y explotar esa situación en su beneficio para, exageradamente, generar un clima de terror de índole antirrevolucionario que, como ya en su día demostró Ranzato (2014), le permitió ganar adeptos procedentes de las filas de un republicanismo moderado que incluso votó a la coalición del Frente Popular en febrero de 1936.
Esto fue así debido a que, en un primer momento, confiaron en que las reformas del programa izquierdista se insertaban dentro de un ideario de tendencia liberal que no pondría en peligro su nivel socioeconómico. Sin embargo, los republicanos de izquierdas se desprendieron de su moderación y, al primar la relación con unos socios parlamentarios a los que se plegaron para continuar en el poder, apostaron indirectamente por una radicalización que sembró el miedo entre los pequeños y medianos propietarios de gran parte del país.
A esto hay que sumar las repercusiones de lo que algunos autores han denominado «la dictadura en los pueblos» (Macarro Vera, 2000: 428 y 429). En efecto, aunque no fuese una realidad generalizada en toda España, en numerosas localidades, sobre todo de la mitad sur peninsular, la «sustitución» de las corporaciones locales tras la victoria del Frente Popular en las elecciones generales de febrero provocó un escenario en el que la autoridad gubernativa e incluso estatal quedó subordinada a los designios de los partidos o sindicatos obreros.
Tras el nombramiento por parte del gobierno de comisiones gestoras municipales en los antiguos ayuntamientos bajo control derechista, las nuevas autoridades locales, principalmente las que estuvieron en manos de los socialistas de izquierda, pudieron afianzar su dominio y lanzarse de lleno por la vía revolucionaria sin contar con las instancias superiores. Por este motivo, aunque mayoritariamente en los sectores meridionales del país, se forjaron auténticas tiranías controladas por los comités del Frente Popular y por los sindicatos que coordinaban e incluso gestionaban las ocupaciones de fincas, y la asignación forzosa de mano de obra a los propietarios o empresarios industriales.
Pero lo que más inquietó a las clases medias fue que, en algunas ocasiones, estas mismas formaciones lograban hacerse con el control de competencias reservadas al aparato coercitivo del Estado. En este sentido, lograban atribuciones en materia de orden público que derivaban en detenciones arbitrarias perpetradas contra todos aquellos que, según el criterio de los partidos obreros, estuviesen obrando en contra de los intereses «legítimos» del «pueblo». Aunque se intentó atajar esta situación, lo cierto es que surgieron «grupos informales de guardias rojos» que asumieron funciones de policías paralelas y que fue objeto de «grave preocupación para muchos gobernadores civiles».
La obra se apoya, además, en un aparato crítico ingente: la consulta y citación de fondos procedentes de 24 archivos nacionales y extranjeros, 97 fuentes hemerográficas y más de 390 referencias bibliográficas constatan el enorme esfuerzo realizado por los autores a la hora de plasmar su investigación. El estudio, igualmente, cuenta con un esquema de la composición de los gobiernos de la primavera de 1936, un índice onomástico y un apéndice muy completo sobre los números de la violencia política que ha seguido una metodología exhaustiva para el cómputo de las víctimas.
Esta, a su vez, se completa con un extenso repertorio de cuadros estadísticos, mapas, gráficos de sectores y de barras que reflejan la distribución provincial de las víctimas, los responsables del inicio de la violencia, el tipo de arma empleada en los episodios de confrontación, las víctimas totales agrupadas por ideología o la modalidad de la acción violenta perpetrada.
Lo que, a nuestro juicio, se ha echado en falta es un mayor análisis sobre la situación socioeconómica durante esos trascendentales meses de 1936. Por supuesto, esto no opaca la calidad del conjunto de la obra. Sin embargo, y a pesar de que se haga mención al problema de las expectativas creadas por los gobiernos del Frente Popular en una sociedad que reclamaba cambios profundos e inmediatos, no se llegan a percibir los problemas estructurales existentes en la sociedad española de los años 30, así como la incidencia, por moderada que esta fuese, de la Gran Depresión.
Si bien aluden al problema del desempleo, como un elemento que no era nuevo y que, por ende, no deberían justificar comportamientos de índole violenta en los entornos rurales o urbanos, no se ahonda en las causas de esa problemática. Es cierto que hubo exaltados que solo perseguían la lógica de la violencia con motivo de una imposición ideológica arbitraria y desde abajo que quebrantaba el juego democrático legal y desafiaba abiertamente a las autoridades. Pero, ¿cómo se explican comportamientos en los que paisanos corrientes decidían enfrentarse a las fuerzas del orden sin que mediara ninguna connotación política?
Como bien apuntan, es una sociedad en la que no existían coberturas de desempleo o estas eran muy rudimentarias, por lo que, a veces, muchos desempleados agrícolas protagonizaban episodios de tensión como consecuencia de ocupaciones ilegales de fincas o la tala de árboles en propiedades privadas. Estas acciones generaban enfrentamientos entre los campesinos, que reivindicaban el rescate de los antiguos bienes comunales, y los propietarios. En estos choques las fuerzas del orden pudieron, en la mayoría de los casos, intervenir o mediar en el conflicto con éxito para evitar que la situación se descontrolase.
Asimismo, hay una descripción muy detallada y minuciosa acerca del papel y el contexto sociopolítico en el que actuaban las fuerzas del orden a la hora de limitar o reprimir la violencia sociopolítica desatada en múltiples localidades de la geografía española. Pero no se atisban, salvo excepciones como Yeste, las raíces socioeconómicas de esos enfrentamientos en los que se desprende que algunos individuos no tenían nada que perder. Por mucho que fuese una sociedad en la que la tenencia de armas era normal, principalmente en entornos rurales, ¿por qué no dudaron en disponer o hacer uso de ellas en las manifestaciones?
Algunas de las claves que se esgrimen en el libro para explicar este fenómeno son las siguientes: el contexto de radicalización o brutalización de la política de los años treinta en Europa que surgió tras la Gran Guerra y la expansión de un ideario como fue el de la «lucha de clases» que preconizaba el marxismo. A este último, se acogieron decenas de miles de personas provocando un sinfín de movilizaciones que, en su conjunto y debido a su «intensidad, agresividad y variedad de formas, superó con creces cualquier otro período de la corta historia republicana. Nunca se exteriorizó con tanta fuerza la identidad de clase en España».
Una identidad de clase que, sin embargo, no tenía por qué ser englobada en un posicionamiento ideológico concreto, sino en el oportunismo, a través de su participación en las movilizaciones, de hacer prevalecer unas reivindicaciones, generalmente de índole económico, en las que el empleo de la violencia habría servido de medio para conseguirlas. Además, esta se justificaba e incluso se banalizaba en un ambiente de crispación en el que se logró insertar un mensaje que, por efecto de la propaganda y de la construcción de un mensaje irreconciliable y maniqueo entre las distintas clases sociales y políticas, influyó positivamente en la proliferación de actitudes subversivas como única alternativa posible para mejorar las condiciones de una gran parte de la población española.
Por otro lado, se muestran las repercusiones económicas de las cesiones por parte del gobierno a las presiones sindicales que, entre otros aspectos, supusieron un alza salarial de más de un 50% con respecto a los niveles de 1933. Esto sobrepasó la capacidad económica de los pequeños y medianos empresarios a los que se les obligaba, incluso, a abonar salarios correspondientes a las jornadas legales de ocho horas cuando, en realidad, casos aislados demuestran que se efectuaban solo cinco o seis horas.
Igualmente, en un contexto internacional deflacionario, las exportaciones no solo se redujeron, sino que provocaron un exceso de oferta en el mercado interior que, sumado al desproporcionado incremento de los jornales en el campo, a la contratación forzosa de mano de obra o a la prohibición de utilizar maquinaria agrícola, obligó a que muchos propietarios decidieran no recoger una cosecha que no podía reportar beneficio alguno ante los altos costes de producción. Ciertamente, esto incrementó el número de trabajadores en situación de desempleo, pero la prensa obrera trató de relacionarlo con una resistencia pasiva orquestada por la clase terrateniente.
En el mismo orden de ideas, no resulta extraño que muchas empresas decidiesen cerrar, lo que también provocó un aumento en el número de desempleados (más de 790.000 en mayo de 1936), una reducción de la recaudación fiscal y, ante la inseguridad jurídica, una fuga masiva de capitales. Muchas de las reivindicaciones sindicales, apoyadas por las fuerzas socialistas y comunistas, se aprobaban a golpe de decreto sin tener en cuenta que se trataba de una economía en transición hacia la modernidad, y que, en consecuencia, solo podía encajar cambios graduales. El problema que observamos es que no se incluyen esos posibles cambios que se podrían haber adoptado para atajar o aliviar parte de los los problemas de índole social y económico que acarreaba el país. A este respecto, por ejemplo, ¿hasta qué punto habría sido factible acometer una alza salarial acorde con el nivel de productividad de aquellos años?
Por último, creemos necesario hacer una mención a la cuestión agraria, y más cuando el 45% de la población activa del país (según datos de 1930) ocupaba actividades agropecuarias. Los autores esgrimen la idea de que la reforma agraria, sobre todo a raíz de la publicación del decreto de 20 de marzo de 1936, siguió un planteamiento erróneo al considerar que la mera expropiación y posterior reparto de la tierra solventaría el problema del agro español. Sin embargo, lo que en realidad constatan, y en lo que en esta revista estamos de acuerdo, fue que el Gobierno se sometió al mensaje de índole populista que no incluía la problemática estructural, es decir, la disponibilidad de un exceso de mano de obra que obstaculizaba la mecanización del campo y fomentaba la existencia de un bajo nivel salarial.
En este sentido, la izquierda obrera consolidó la idea de que la simple conversión en propietario de todo aquel que no lo fuera acabaría con la pauperización de la clase jornalera o yuntera. Asimismo, el principal error de la reforma agraria fue su propia contradicción originaria. Una reforma que necesitaba de mucha financiación apenas tuvo un presupuesto anual de 50 millones de pesetas, lo que contrasta seriamente con su propio cometido: la expropiación con indemnización.
De hecho, Malefakis ya percibió que se hubiesen necesitado, al menos, entre 600 y 700 millones de pesetas para que la reforma agraria hubiese tenido éxito (Malefakis, 1970: 220). Un dato mucho más demoledor es el que proporcionó Macarro Vera solo para el caso de la provincia de Cádiz, en la que habría sido preciso destinar un presupuesto de 775 a 850 millones, un porcentaje muy elevado del presupuesto anual del Estado (Macarro Vera, 2000: p. 430).
Es por esto por lo que, aprovechando el castigo que se impuso a los Grandes de España por su participación en el intento fallido de golpe de Estado que llevó a cabo el general Sanjurjo en agosto de 1932, se decidió expropiar sin indemnización las propiedades de aproximadamente 65 Grandes de Espala, lo que dejó libres unas 570.000 hectáreas. Sin embargo, esto no fue efectivo porque lo importante no solo residía en asentar a los campesinos en tierras de cultivo, sino también dotarles de los instrumentos, maquinaria y, en general, de inversiones necesarias para que emprendieran su trabajo de la forma más productiva y óptima posible.
Ahora bien, no se ha de ignorar la problemática relativa a la concentración de la riqueza rústica en muy pocas manos, mayoritariamente en las zonas meridionales del país e incluso en amplias zonas septentrionales como ha demostrado la reciente obra de Ricardo Robledo (2022). Este autor, en efecto, afirma, por ejemplo, que en 1919 «el 60% de la superficie de la provincia de Córdoba pertenecía a 864 propietarios» (Robledo, 2022: 55); o que —matizando la tesis de Malefakis— seis provincias, generalmente asociadas a zonas de explotación tradicionalmente minifundista, como son Valladolid, Segovia, Salamanca, Navarra, Burgos o Ávila, proporcionasen casi el 50% de todas las fincas susceptibles de ser expropiables no significaba que la pequeña propiedad fuese la más afectada de la reforma, principalmente porque «cerca de medio millón de fincas de estas provincias pertenecían a unos 12.600 propietarios» (Robledo, 2022: 127).
Entonces, ¿lo recomendamos?
Quiero recomendar encarecidamente la lectura de este fantástico libro. Estoy convencido de que, tras su lectura, no dejará a nadie impasible, y no solo por las aportaciones y los mitos que desmiente la obra, sino también porque sumerge al lector en uno de los episodios más trascendentales de la Segunda República. Asimismo, estamos seguros de que se trata de una de las obras de investigación más rigurosas y elaboradas que se han publicado en los últimos años, ya que ha permitido actualizar y llenar un vacío en una historiografía que, en parte y para el periodo abordado, se había sustentado en relatos anclados en las tesis más puramente ideológicas y propagandísticas herederas de aquellos años y del discurso legitimador de la dictadura franquista.
Foto de portada: Manifestante es rodeado por efectivos de la Guardia de Asalto en la plaza de San Jaime (Barcelona, 17 de febrero de 1936). ©Agustín Centelles.
Anterior reseña del autor: «La tierra es vuestra. La reforma agraria. Un problema no resuelto. España: 1900 – 1950» de Ricardo Robledo.
Bibliografía
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MARCO TOBARRA, José María: Azaña. El mito sin máscaras, Ediciones Encuentro: Madrid, 2021.
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Del REY REGUILLO, Fernando y ÁLVAREZ TARDÍO, Manuel: Fuego cruzado. La primavera de 1936, Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2024.
ROBLEDO HERNÁNDEZ, Ricardo: La tierra es vuestra. La reforma agraria. Un problema no resuelto. España: 1900 – 1950, Pasado & Presente: Barcelona, 2022.
TUSELL, Javier: Historia de España en el siglo XX. II. La crisis de los años treinta: República y Guerra Civil, Taurus: Madrid, 1999.
¡Magnífica reseña, sólida, coherente, bien contextualizada y serenamente crítica!
GRACIAS
Muchísimas gracias por sus palabras, profesor. Me alegra saber que le ha gustado. Un saludo!