En marzo de 2021 la editorial Espasa publicaba «1917. El Estado catalán y el soviet español» de Roberto Villa García. Un libro que, con toda seguridad, debería estar en la biblioteca de todo aquel interesado por la historia, ya que la obra no solo desmiente tópicos y rompe con mitos historiográficos de gran calado, sino que aporta una más que novedosa visión sobre uno de los acontecimientos más importantes acaecidos en las etapas finales de la Restauración borbónica: la triple crisis de 1917.
Tradicionalmente, este episodio de la historia de España ha sido abordado desde una interpretación que estudia por separado las tres crisis (el juntismo militar, la Asamblea de Parlamentarios Catalanes y la huelga revolucionaria de agosto) como una serie de sucesos que apenas guardaban relación entre sí. Sin embargo, esta investigación rompe con este mito historiográfico y sumerge al lector en una experiencia revolucionaria que mantuvo una estrecha relación entre sus principales promotores, y que acabaron por poner en jaque a la monarquía constitucional de Alfonso XIII. Pero no solo se limita a esto, sino que además nos muestra el funcionamiento de un régimen político que no era diferente al de otros países europeos y que estaría muy alejado de la imagen de «oligarquía y caciquismo» con la que generalmente se ha representado al sistema de la Restauración.
Su lectura, por otra parte, nos traslada a un periodo marcado por la inestabilidad económica, política y social como consecuencia de los dramáticos acontecimientos que asolaban al viejo continente, y que tuvieron una más que marcada influencia sobre la España de Alfonso XIII. En efecto, la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa supusieron un auténtico quebradero de cabeza para los sucesivos gobiernos del periodo, que tuvieron la difícil tarea de mantener la neutralidad —postura que a punto estuvo de saltar por los aires debido a la existencia de firmes posturas aliadófilas e intervencionistas como las que defendía el conde de Romanones— y apaciguar la drástica confrontación social derivada de los bloqueos marítimos ejercidos por el Imperio alemán, la intensa inflación y la efervescencia revolucionaria protagonizada por socialistas, anarquistas, reformistas, republicanos, nacionalistas y junteros.
Ficha técnica
- Título: 1917. El Estado catalán y el soviet español.
- Autor: Roberto Villa García.
- Género: Historia contemporánea de España (crisis de la Restauración).
- Nº de páginas: 784
- ISBN: 9788467061819
- Año: 2021
- Editorial: Espasa
- Puedes adquirirlo en la página oficial de Espasa
- Primeras páginas e índice
El autor
Antes de abordar las principales impresiones del libro así como sus valiosas aportaciones al campo de la historiografía, creo conveniente describir una breve referencia al autor de este gran trabajo de investigación. Roberto Villa García es profesor titular de Historia política en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, y ha publicado una decena de libros y numerosos artículos sobre partidos, comportamiento electoral, violencia política y crisis de la democracia en la España y la Europa contemporáneas. Sus publicaciones más recientes son La República en las urnas. El despertar de la democracia en España; España en las urnas. Una Historia electoral (1810-2015); Lerroux. La República liberal; y el famoso bestseller de investigación 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (junto a Manuel Álvarez Tardío), también publicado por la editorial Espasa.
«España no era diferente»: el funcionamiento de la monarquía constitucional
Uno de los capítulos que más he querido destacar del libro es el tercero: «la democracia española». En él, se explica con detenimiento el papel arbitral del monarca en el funcionamiento político del sistema de la Restauración, el engranaje de los diferentes poderes del Estado y su interrelación con un régimen constitucional que —al igual que otros Estados europeos en el primer tercio del siglo XX— estaba iniciando sus pasos hacia la implantación de una democracia liberal plena. En España, desde los años treinta del siglo XIX, se había establecido una norma por la que los ministros eran responsables ante las Cortes. En este sentido, el rey no podía obrar libremente en lo que concierne a elegir al presidente del Consejo de Ministros. El monarca debía tener en cuenta la composición de las cámaras, es decir, a las mayorías parlamentarias. Esto lo demuestra el hecho de que, como apunta el autor, «bajo el reinado de Alfonso XIII y hasta 1917, diecisiete de sus veintitrés Gobiernos se habían formado después de las elecciones, y con idéntica significación política a las mayorías de unas cámaras ya constituidas».
Asimismo, ejercía un papel de árbitro ente los poderes Ejecutivo y Legislativo: cuando existía cierta disonancia entre ambos, el rey decidía si los ministros debían ser sustituidos por otros más conformes a la representación de las cámaras o si, en cambio, estas debían ser disueltas porque ya no reflejaban el estado de opinión que las había formado en un principio; o porque las mayorías ya no actuaban compactas ante problemas de índole interno en el partido del turno gobernante y había que proceder a la convocatoria de elecciones.
Solamente en caso de una grave crisis de Gobierno que no atisbara final, podía el monarca, al igual que en el caso británico, tomar un papel activo en el Ejecutivo. Funcionaba como una magistratura de reserva o extraordinaria que el propio sistema amparaba con la tarea de corregir las «disfuncionalidades» que los Gobiernos no pudieran resolver. Sin embargo, se establecía, a su vez, la prerrogativa de que era un recurso temporal: una vez que la inestabilidad llegara a su fin o que los partidos hubiesen resuelto sus diferencias internas se debía volver al funcionamiento normal del sistema.
El rey de España arbitraba la alternancia entre los dos grandes partidos constitucionales que se turnaban en el poder. La intervención del rey era fundamental para evitar que una de las formaciones se hiciera con el monopolio del poder. Aquella monarquía liberal se había establecido con el objetivo de que no retornara el exclusivismo sectario que caracterizó al periodo isabelino. Se temía que el Gobierno empleara los resortes de la Administración en su favor para perpetuarse en el poder, o que la oposición, deseosa de alcanzar el poder, recurriera al pronunciamiento militar o a los intentos revolucionarios para obligar a la Corona a destituir al Gobierno. Por ello, en la Restauración el papel del monarca garantizaba a la oposición que su posición no sería la definitiva y que el partido en el poder no podría abusar de su puesto para doblegar y perseguir a sus adversarios políticos.
Las Cortes
Las Cortes españolas mantenían fórmulas de funcionamiento heredadas del siglo XIX. El Parlamento era, por encima de todo, un órgano que discutía las leyes y los presupuestos del Estado a través de debates que decidían por sí mismos las votaciones. Los parlamentarios no estaban sujetos a mecanismos de disciplina de partido, de modo que los líderes no podían condicionar el voto de sus diputados y senadores. Sin embargo, existían reglas no escritas: el líder con un número importante de «rebeldes» castigaba la indisciplina abandonando el poder y privando a todo el partido de sus ventajas. Esto presuponía la disolución de las cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones, lo que hacía peligrar los escaños de los díscolos. La amenaza de dimitir solía amedrentar a los críticos, que no querían cargar con la responsabilidad de que su partido se convirtiera en la oposición.
El cambio de Gobierno no siempre significaba que el monarca autorizase el decreto de disolución para convocar elecciones. El rey lo concedía, en su condición de árbitro entre los dos poderes, cuando las mayorías parlamentarias negaban su apoyo a las medidas que el Ejecutivo consideraba necesarias. La libertad del rey de nombrar Gobierno y disolver las Cortes no era soberana, como no lo era ninguna otra facultad o mecanismo del régimen constitucional. No podía ser llamado a gobernar cualquiera, sino solo a aquellos líderes de partido que congregaran programas generales de gobierno y una organización lo suficientemente asentada como para obtener una mayoría electoral y parlamentaria acorde con los criterios básicos de una democracia in the making. Solo en situaciones de crisis de liderazgo y a través del consejo emitido en las consultas, el monarca podía recurrir a individuos que estuvieran al margen de las jefaturas o que no gozaran de una amplia mayoría parlamentaria.
Ese marco constitucional, cumplido de forma óptima en el último cuarto del siglo XIX, había comenzado a desgastarse desde 1899. En efecto, la muerte de Cánovas y de Sagasta había provocado en los dos grandes partidos constitucionales la ausencia de líderes capaces de redefinir las jefaturas de sus organizaciones. Esto provocó que Alfonso XIII tuviera más difícil la elección de presidente del Gobierno, sobre todo entre 1902 y 1907. Asimismo, desde 1899, las mayorías parlamentarias eran cada vez más cortas y cualquier división interna era proclive a que los Gobiernos de uno u otro partido acabaran de forma prematura. Por este motivo, además, las elecciones cada vez tenían que ser pactadas con un mayor esfuerzo por parte de ambas tendencias y el partido en el poder necesitaba de una mayor tolerancia del otro para que la alternancia no se paralizara. Solo a partir de 1913, cuando Eduardo Dato accedió a la Presidencia del Gobierno, se recuperó el sistema de pactos entre liberales y conservadores establecido en los años ochenta del siglo XIX.
El papel del rey: Ejército y diplomacia
Aunque no gobernara, Alfonso XIII, siguiendo las prerrogativas y las funciones que la Constitución de 1876 le asignaban, tenía un papel activo en aquellas áreas que tradicionalmente se situaban en una especie de simbolismo superior al de la política de los partidos y de la opinión pública: la diplomacia y el Ejército. Es cierto que ambas esferas estaban supeditadas a los Ministerios de Estado y Guerra, pero ambas instituciones debían tener presente que el monarca debía ser consultado en las decisiones que afectaran directamente a estas cuestiones, así como su derecho a vetarlas. Por otro lado, como jefe del Estado y representante de la nación, ostentaba el cargo de diplomático de más alto rango y, por ende, tenía una relación frecuente con otros jefes de Estado, embajadores y agregados militares. También era el jefe supremo del Ejército.
La política militar, según la ley constitutiva del Ejército de 1878 y bajo la supervisión del Ministerio de la Guerra, permitía al monarca iniciativa y examen en lo que respecta a la promoción de mandos grados, empleos y recompensas militares. El rey también era el comandante en jefe del Ejército cuando se realizaban operaciones militares en el contexto de una campaña militar. La milicia actuaba, en este periodo, como una corporación autónoma y supeditada al Gobierno y a los partidos constitucionales.
En 1917, los pronunciamientos militares eran un recuerdo del pasado. El Ejército era sinónimo de estabilización y no de objeto subversivo del que se servían los partidos para imponer sus ideas frente a las demás tendencias políticas. El rey, en este sentido, actuaba de contrapeso frente a al captación del Ejército por los partidos políticos. «Y, en esto, Alfonso XIII nunca se comportó de forma diferente a los monarcas británicos, holandeses, belgas o escandinavos, que lo hacían con el consentimiento de sus primeros ministros».
¿Un régimen oligárquico y caciquil?
Aunque el rey no podía nombrar un Gobierno sin tener en cuenta a las mayorías parlamentarias, este hecho se ha subestimado debido a que parte de la historiografía ha considerado que, en realidad, cada Ejecutivo fabricaba su propia mayoría manipulando los resultados electorales. Sin embargo, no era el fraude electoral lo que explicaba este comportamiento, sino el pacto electoral entre los liberales y los conservadores. Un acuerdo que se establecía siguiendo un compromiso previo entre ambas formaciones: el que pasaba a la oposición no competía en las elecciones, sino que ayudaba al que gobernaba a ganar las siguientes elecciones y respetar, de ese modo, la alternancia concertada entre ambas formaciones con el monarca. Por supuesto, este pacto se realizaba repartiendo las candidaturas previamente —el encasillado— que aseguraba la mayoría de los escaños al partido en el Gobierno y un respetable cupo de escaños a la oposición.
¿Pero era una práctica exclusiva de España? Según el autor, «España no era ninguna excepción. La alternancia era, en 1917, lo común en las monarquías con Gobiernos parlamentarios. El turno de los partidos hacían posible, en la Europa de aquel tiempo, la gobernabilidad en sistemas parlamentarios predemocráticos; es decir, en regímenes donde las elecciones todavía no determinaban qué partidos gobernarían y cuáles quedarían en la oposición» (Villa García, 2021: 110).
La tesis clásica de la existencia de un fraude generalizado sustentado en el discurso de «oligarquía y caciquismo», así como el error de comparar aquel sistema política desde la perspectiva de la democracia actual ha ignorado la relevancia del turnismo para pacificar la lucha entre los dos grandes partidos y asentar el régimen constitucional tras un periodo revolucionario y tres guerras civiles. «La alternancia pactada acostumbró a los españoles a los cambios en el Gobierno sin rupturas del sistema político, y a los políticos a reconocer desde la oposición la legitimidad del adversario para gobernar».
No obstante, la alternancia tenía ciertos costes. Tras aprobarse la Constitución en 1876, las Cortes de la Restauración se habían diseñado como herramienta del Gobierno mayoritario, y no para establecer consensos. Sin embargo, el objetivo de acabar con el exclusivismo, la vía revolucionaria y los pronunciamientos del periodo anterior renovaron, en la práctica, el funcionamiento de las mismas. A cambio de neutralizar los intentos revolucionarios o los estallidos de guerras civiles, se incluyó en el Parlamento a aquellas fuerzas políticas contrarias a la monarquía constitucional y se estableció un sistema en el que se priorizaba la unanimidad frente a la acción preferente de un Gobierno mayoritario. Sin esta, no había Gobierno que llevara adelante sus planes, aun contando con una mayoría parlamentaria, lo que provocaba la ineficacia de acción del Parlamento como institución básica del Gobierno representativo.
A las fuerzas antimonárquicas se les otorgaba indirectamente la oportunidad de convertir al Parlamento en una institución de bloqueo constante a las decisiones de los partidos constitucionales para deslegitimar a la monarquía de Alfonso XIII. «La política de neutralizar los intentos revolucionarios o los estallidos de guerras civiles atrayendo a esas minorías contestatarias no podía ignorar la necesidad de impedirles usar los mecanismos legales e institucionales contra el sistema mismo».
Los líderes constitucionales lo tenían muy claro a la hora de integrar a todas las fuerzas existentes en el Parlamento, independientemente de sus objetivos e ideas. El Parlamento se consagraba como un foro de notables en el que todas las declaraciones de los diputados de la oposición eran escuchadas y se tenían en cuenta a la hora de intentar establecer la unanimidad o un mínimo consenso entre las diferentes formaciones. El Gobierno parlamentario quedaba, así, condicionado si no prevalecía el peso de los votos hacia las reformas o medidas que planteaba tomar.
A pesar de todo, los partidos constitucionales temían, a su vez, provocar oposiciones irreductibles que impidieran gobernar e hicieran fracasar el modelo originario de la Restauración (Gobierno mayoritario). En este sentido, las mayorías amplias obtenidas por Cánovas y Sagasta habían logrado impedir esa coyuntura. Pero, tras la muerte de estos, y debido a la existencia de mayorías cada vez más ajustadas, el problema parlamentario se volvió cada vez más difícil de solventar. Según el autor, en la Restauración, una mayoría, para que en realidad pudiera gobernar, «debía componerse al menos de un 60% de los escaños para compensar las ausencias, autorizar desacuerdos puntuales y contrarrestar a los miembros críticos de una determinada mayoría parlamentaria. Sin embargo, ese porcentaje solo se alcanzó, de 1899 a 1916, en dos ocasiones (1901 y 1907): el resto fueron mayorías raspadas».
Con el turnismo, los dos grandes partidos renunciaban a tomar el poder mediante la vía electoral. Consideraban que, sin la alternancia, cabría la posibilidad de que un único partido se hiciese con el monopolio del poder con el peligro de que se reanudaran los pronunciamientos o la vía revolucionaria. España llevaba tres décadas seguidas con sufragio universal masculino, pero una gran parte de los electores no ejercía su derecho al voto, lo que permitía pactar las elecciones. Un pequeño porcentaje del electorado lo ejercía a favor del partido en el poder y de acurdo con los notables locales o, dicho de otra forma, con aquellas personas con influencia política en su población, independientemente de que fuese por deferencia o a cambio de favores. «Nada distinto a lo que seguía ocurriendo en otros países europeos».
Las razones de este comportamiento electoral eran diversas. La principal residía en el bajo nivel de politización o encuadramiento partidista, porque aún primaba el localismo y la desconexión de la política nacional. Sin duda influía notablemente las altas tasas de analfabetismo, apatía y desinterés por la política. Pero también se habían atenuado las líneas de fractura que en el siglo XIX alinearon a una parte de los europeos en torno a grandes causas políticas (monarquía/república, religión/secularismo o librecambismo/proteccionismo), mientras en España solo de manera incipiente aparecieron los «clivajes» del siglo XX: los de «clase», introducidos por los socialistas, y los «etno-lingüísticos, por los nacionalistas» (Villa García, 2021: 129).
Por tanto, la necesidad imperante de consolidar el régimen constitucional y evitar que se desencadenaran nuevos ciclos revolucionarios como ocurrió durante el Sexenio, o nuevos conflictos civiles que, como el carlista, se extendieron a lo largo del siglo XIX y, en gran medida, explican la duración del turnismo en España. Según el autor, esto no impedía la democratización gradual de la política española, pero sí suponía un freno, principalmente porque se sustentaba en el pacto electoral continuo entre las dos grandes formaciones políticas existentes. Sin embargo, la Restauración funcionaba como una gran coalición electoral, y no se debe —al menos no de forma generalizada como pretendía el Regeneracionismo— atribuir exclusivamente al fraude o a la corrupción unos resultados electorales tan «previsibles».
Asimismo, el autor considera que la imagen arcaizante del sistema de la Restauración se debe a que había un predomino del electorado rural sobre el urbano, y sobre todo por la existencia de pequeños comités locales al servicio de un notable provincial que mantenía, a su vez, una relación estrecha con el político nacional. Esto ha llevado a pasar por alto la importancia de este tipo de organización, pero en la España de este periodo el modelo descrito se correspondía con el grado de movilización política de una sociedad que era limitado, muy diferente al de la actualidad y con objetivos e intereses también muy distintos. En definitiva y en palabras del autor:
Había factores que retrasaban la democratización, pero no eran obstáculos infranqueables. Desde 1899, las elecciones indicaban que la apatía y el fraude se estaban reduciendo, y de forma más acelerada a partir de 1907. En virtud de la ley electoral de ese año, España ya contaba con una administración electoral distinta del Gobierno y de los ayuntamientos. Se notaba una presencia de organizaciones electorales acarreadoras de votos en un número creciente de circunscripciones y distritos, incluso en los rurales que antes habían permanecido desmovilizados. Los partidos a izquierda y derecha de los dos grandes se animaron a competir en mayor número de provincias. Pero más relevante fue que los notables liberales y conservadores adquirieran cada vez más fuerza en sus bastiones, se negaran a respetar el pacto de sus jefes nacionales y se animaran a disputar los escaños a los candidatos oficiales. La competitividad electoral emergió como un fenómeno normalizado. En las Cortes se hallaban presentes todos los partidos con alguna fuerza electoral, por mínima que fuese. Su predominio distaba de ser artificioso. Ambas fuerzas comenzaban a adaptarse a unas elecciones que, con sus defectos ya en declive, eran la en la segunda década del siglo XX las más dinámicas y auténticas de la historia del sufragio universal en España. Y abrían la puerta a que, en un futuro próximo, los votos dejaran de refrendar las previsiones del turno (Villa García, 2021: 130-131).
Las elecciones al Congreso de los Diputados de febrero de 1918
Aclaradas estas cuestiones acerca del funcionamiento de la monarquía constitucional, el capítulo 13 del libro contiene un apartado que relata las elecciones al Congreso celebradas en febrero de 1918. Estas, en mi opinión, ofrecen un ejemplo más que esclarecedor sobre cómo era la realidad electoral durante, al menos, la etapa final de la Restauración. No es mi intención abordar aquí los resultados de las elecciones, sino más bien el proceso electoral y su funcionamiento.
Las elecciones al Congreso se celebraban con sufragio universal para los mayores de veinticinco años con dos años de residencia continuada en un municipio, y voto obligatorio y elección automática de los diputados en aquellos distritos donde se proclamaran tantos candidatos como escaños en juego (artículo 29). El artículo 24 de la ley de 1907 consideraba candidato proclamado a todo aquel que ya hubiera sido diputado por el distrito en el que concurriera. A quienes no se les exigía el aval de dos antiguos senadores o diputados, de tres diputados o exdiputados provinciales, o del 5% de los electores del distrito. De ese modo se aseguraba que al menos uno de los aspirantes tuviera arraigo efectivo o el apoyo electoral de una organización bien implantada en un determinado lugar. Como ocurría también en las elecciones locales, cuando se proclamaba un candidato más que escaños en juego, la concurrencia se consideraba libre y los electores podían votar a quienes quisieran: por tanto, un candidato no proclamado también podía ganar las elecciones. En una elección competida, el mecanismo de la proclamación solo otorgaba a los candidatos el derecho de fiscalizar el proceso electoral por medio de interventores y apoderados de su partido en todas las mesas.
El sistema electoral vigente era de escrutinio mayoritario. El Congreso de los Diputados se componía de 409 escaños que se repartían en 311 distritos que elegían un solo escaño, y 28 circunscripciones plurinominales donde se elegían los 98 restantes. En estas últimas regía el voto limitado establecido en 1878 para estimular el pluripartidismo. Así, los electores votaban un número menor de candidatos que diputados se elegían. En las circunscripciones con entre dos y cuatro escaños, los electores votaban a un candidato menos de que hubieran de elegirse, y a dos menos si la circunscripción tenía de cinco a ocho escaños. En las circunscripciones que elegían más escaños eran las de Madrid capital, con ocho, y Barcelona con su partido judicial, con siete.
«Por primera vez en la Restauración, un Gobierno plural (segundo Gobierno de Manuel García Prieto) no pactaba un encasillado y el ministro de la Gobernación, Juan Bahamonde y de Lanz, ratificó en una circular a los gobernadores que no habría «candidatos ministeriales y de oposición, sino simplemente candidatos».
Bahamonde contó con la ayuda del fiscal del Tribunal Supremo, Víctor Cobián y Junco. Este se encargó de instruir a jueces y fiscales para que garantizaran unas elecciones limpias. El fiscal consideraba que las elecciones en España, hasta ese momento, habían sido fruto del engaño y que las Cortes nunca habían representado a la verdadera voluntad del país. Advirtió a sus subalternos de las infracciones más comunes que se producían durante las elecciones, y remarcó con insistencia aquellas más graves: la compra del voto, la coacción (incluyendo la coacción «moral» de los sacerdotes en el púlpito), la actuación de los alcaldes y de sus auxiliares —principalmente en lo que relativo al mantenimiento del orden público y a las detenciones que pudieran producirse—, así como la suplantación del voto como consecuencia de aprovechar los huecos dejados por las defunciones o los ausentes que seguían registrados en los censos.
«Sin embargo, Cobián limitaba la eficacia de su intervención al no delimitar con claridad lo que debía perseguirse. La circular no definía la coacción como un acto material o una amenaza directa; tampoco diferenciaba la compra del voto de la promesa genérica de beneficios individuales y colectivos. Era irreal concebir el sufragio como un acto de introspección personal desligado de cualquier estímulo o relación externos. El fiscal parecía desconocer la importancia que tenía, y aún tiene, en la política democrática al expectativa de beneficios materiales para movilizar a aquella parte del cuerpo electoral no politizada o menos encuadrada en un partido. Entonces, como ocurre también hoy, muchos electores no se movían por las doctrinas o los liderazgos, sino por los bienes tangibles que obtenían. A esto lo calificaban peyorativamente de caciquismo. El abuso de esta palabra, engendraba fantasmadas que metían en el mismo saco la pura y simple coacción junto con «lo que representaba organización, legítima influencia, predominio de dotes personales o de virtudes cívicas» (Villa García, 2021: 577) .
Una de las creencias más extendidas sobre el periodo de la Restauración es que el resultado de las elecciones estaba manipulado porque el partido en el poder, como se ha mencionado, fabricaba su propia mayoría electoral y tenía, por ende, su éxito asegurado en los comicios. Pero esto, en realidad, no es sino
«Otro mito que se ha mantenido sobre las elecciones españolas durante la Restauración. La realidad es que no era necesariamente así, y en 1918, menos que nunca. Desde 1899, la Administración se había ido profesionalizando, lo que disminuía los recursos públicos a disposición de los partidos. Aun así, todavía eran lo suficientemente relevantes como para alimentar a sus cuadros y contar con una masa fluctuante de políticos locales con intereses que no deseaban sacrificar enfrentándose al Gobierno. Y ahí residía la desventaja de los partidos de la oposición: aunque el partido en el poder observara una neutralidad estricta, sus candidatos contarían con la preeminencia que le otorgaba su condición de ministeriales, esto es, su capacidad inmediata de obtener los beneficios o favores que los electores demandaban» (Villa García, 2021: 582).
Entonces, ¿cómo funcionaba un partido durante esta etapa? En general, como bien analiza el autor, eran organizaciones piramidales con nexos muy discontinuos. En este sentido, las base de los partidos estaban integradas por comités locales adheridos a un cabecilla provincial o a un diputado, y estos lo estaban a un notable nacional con el que, a su vez, se relacionaban con el líder del partido. Por tanto, eran organizaciones muy débiles desde el punto de vista institucional, pero esto no reflejaba un comportamiento extraordinario o una excepción fraudulenta ajena al funcionamiento de muchos otros partidos y sistemas políticos europeos o americanos en 1918.
Durante el proceso electoral necesitaban coordinarse todos los notables y los comités locales en una única fuerza de maniobra, y ello implicaba la existencia de un partido nacional que aglutinara todos los niveles existentes. La mejor forma de garantizar la coordinación era por medio de los recursos de los que disponía la Administración, es decir, los resortes del poder seguían siendo muy relevantes a la hora de ganar las elecciones.
Pero esta dinámica estaba en crisis: si durante el último tercio del siglo XIX los resortes del poder Ejecutivo habían permitido al partido en el poder ganar las elecciones a cambio de una minoría respetable de escaños reservados a la oposición mediante el mecanismo del encasillado, la llegada del nuevo siglo había cambiado radicalmente esta tendencia. Los partidos se habían fortalecido tanto que ostentar el poder ya no garantizaba la victoria. El partido gobernante también necesitaba que la oposición no compitiera en los distritos en los que se estaba asentando cada vez con más fuerza, por lo que el encasillado jugaba un papel cada vez más importante a la hora de respetar la alternancia.
«Esa inversión de relaciones era fruto de un lento pero innegable proceso de politización y del vínculo creciente del electorado español con un partido nacional. Esto permitía que los partidos de la oposición combatieran con cada vez más éxito al que estaba en el poder y, precisamente por eso, que se resistieran a cederle escaños en aquellos distritos que habían convertido en sus bastiones. Así se explica que las mayorías parlamentarias que salían del pacto electoral entre liberales y conservadores fueran cada vez más cortas, que el principal partido de la oposición se fortaleciera cada vez más y que las oposiciones al turno consiguieran un número de escaños parejo a su implantación real. Como poco a poco el sufragio universal se estaba activando, no cabía otro camino para superar el turno como mecanismo de alternancia y gobernabilidad que el de perseverar en la tarea de reforzar los partidos e incrementar una competencia electoral que, aunque incipiente, comenzaba a desarrollarse con notable éxito en nuestro país. En definitiva, se estaba abriendo un proceso paulatino hacia el fortalecimiento democrático» (Villa García, 2021: 583-584).
Las elecciones al Congreso de los Diputados de febrero de 1918 fueron las más competidas que, hasta ese momento, se habían celebrado durante la Restauración. En efecto, el autor confirma que hubo más de 700 candidatos y que la elección automática, amparada por el artículo 29 de la ley electoral de 1907, solo benefició a poco mas de 60 candidatos, lo que contrastaba con los más de 140 candidatos beneficiados por la misma en las elecciones de 1916. El reparto de los escaños no competidos (pactados) por el artículo citado anteriormente no decidió de forma decisiva el resultado de los comicios, ya que, entre todas las tendencias políticas, solo aportaron 99 de los 411 escaños que conformaba el Parlamento. Por lo tanto, el papel de los electores fue decisivo en los resultados porque todavía quedaban más del 70% de los escaños en juego.
Un fraude «inevitable»
A pesar de las intenciones de Bahamonde y del fiscal del Tribunal Supremo, la Administración no tenía recursos suficientes para vigilar y evitar todos los actos fraudulentos que pudieran cometerse durante la jornada electoral. En este sentido, como los gobernadores civiles habían recibido órdenes expresas por parte del Ministerio de Gobernación para que se sometieran a una estricta neutralidad durante el proceso electoral, fueron los alcaldes los que realizaron las «trampas» para evitar la movilización de aquellas candidaturas ajenas al partido en el poder. Aprovechando la Ley de Subsistencias (una medida que el Gobierno tuvo que adoptar para intentar racionar los productos y materias primas estratégicas ante los problemas de suministros que estaba causando el bloque marítimo alemán y los torpedeamientos de los mercantes españoles), requisaban gasolina para que los adversarios no pudieran utilizar los vehículos como medio de propaganda electoral. En palabras del autor:
«Con la abstención de las autoridades, las corruptelas se descentralizaron y las protagonizaron los ediles y los agentes de los candidatos. El Gobierno tampoco pudo evitar la compra de votos. De hecho, la falta de apoyo ministerial había obligado a los candidatos a luchar por la victoria maximizando sus propios medios. Como necesitaban llevar a las urnas una mayoría de electores poco politizada, que no percibía del voto otro beneficio que su intercambio por un favor, la competitividad conllevó un aumento de la venalidad» (Villa García, 2021: 592).
Pero esto tampoco era una excepción o una anomalía a comienzos del siglo XX ni en España ni en Occidente. Los candidatos de hace un siglo escribían a sus familiares o amigos del distrito para que dieran empleo a los electores que conocían. Eran unas elecciones más personalizadas y el elector tenía mucho más que ganar, ya que no era tratado como un anónimo dentro de una masa electoral. En los pueblos pequeños, por otro lado, la propaganda no tenía el efecto de hoy día, y, en cambio, se establecía más el cara a cara, es decir, eran unas elecciones más «cercanas». También jugaba un rol importante las opiniones que suscitaban aquellas personas que se presentaban como candidatos, que se tenían en gran estima por parte de la la población o simplemente eran figuras respetadas. Estas podían ser personalidades influyentes como alcaldes, concejales, sacerdotes, médicos, jueces locales, propietarios que «reclutaban» a electores con los que tenían algún tipo de relación, vínculo o que les debían un favor. Este tipo de movilización no solo sucedía en los pueblos, sino también las ciudades, aunque en los centros urbanos eran empleados métodos o fórmulas impersonales en los que la propaganda tenía un papel mucho más relevante.
¿Relaciones clientelares?
Las elecciones de la Restauración también han sido consideradas como una especie de relación clientelar o mafiosa en el que la existencia de vínculos de patronato y dependencia obligarían a la población a supeditarse a los intereses de los caciques o de las oligarquías rurales. De estos, a su vez, conseguirían, a cambio, trabajo y favores. Sin embargo, esto es una tesis muy reduccionista, ya que los votantes podían estar sujetos a otro tipo de consideraciones: podían ser parientes, amigos o empleados del candidato o del notable que le apoyara, clientes de su negocio, arrendatarios, deudores de un préstamo o, simplemente, vecinos agradecidos por la gestión de los asuntos públicos en anteriores legislaturas; o podrían ser también simples votantes persuadidos por la oratoria del candidato. En definitiva, «relaciones de parentesco, amistad, paisanaje o gratitud con el beneficiario, entendiéndose por esto último, no tanto la hidalga correspondencia a favores recibidos como la esperanza de seguir recibiéndolos».
Aunque sí que es cierto que lo que percibo es la existencia de un intercambio de favores entre la clase política: las personas influyentes a nivel local, de los que se componían los comités locales, se relacionaban con el notable provincial o diputado quienes, a su vez, establecían contacto con la política nacional y el líder de un partido. Ahora bien, las personalidades influyentes de un determinado pueblo o distrito necesitaban del apoyo de la política nacional para conservar su estatus y su influencia, ya que en caso contrario, estos, no podían asegurar a los líderes nacionales los votos necesarios para lograr gobernar de forma legítima, es decir, mediante unas elecciones afines a todos los regímenes constitucionales y democráticos que corroboraran el triunfo de una organización política.
Otro de los elementos fraudulentos más característicos con los que se ha representado a los comicios durante la Restauración es la simulación de los resultados. El autor no niega que hubiese indicios de esta práctica fraudulenta, incluso en aquellos distritos donde se proclamaron candidatos de forma automática bajo el beneplácito del artículo 29. No obstante, considera que esto sucedió, como mucho, en 12 de los 283 distritos electorales en los que se abrieron los colegios. Además, defiende que «en ningún caso modificaban la atribución de escaños. La simulación de los resultados era infrecuente en los distritos competidos. La correspondencia de los datos de participación con la competencia electoral muestra que las elecciones de 1918 hubo lucha efectiva, y que los datos registrados en las actas de escrutinio fueron auténticos». Por lo tanto, concluye el autor,
«La percepción clásica de que las elecciones de la Restauración se falseaban sistemáticamente casa mal con que, ya en 1918, el 91% de los votos procediera de elecciones competidas, donde la mutua vigilancia de los partidos dificultaba las simulaciones. [Hasta el reformista Marcelino Domingo] no dudó en afirmar que el nuevo Parlamento era de «opinión», pues durante aquellas elecciones fue cuando «más pudo evidenciarse el espíritu civil del país» (Villa García, 2021: 602).
La crisis de 1917
La grave inflación que arrastraba España (la evolución de la situación económica del país entre 1917 y 1918 está excepcionalmente narrada en varios apartados de los capítulos 5, 9 y 11) como consecuencia del bloqueo marítimo y la crisis de subsistencias derivada del mismo, así como la gran demanda de las potencias beligerantes provocó un clima de inestabilidad social que amenazaba con una huelga revolucionaria protagonizada por los anarcosindicalistas, los socialistas, los reformistas y los republicanos. Asimismo, los nacionalistas catalanes dirigidos por Francisco Cambó y Enric Prat de la Riba intentaban sacar partido de una coyuntura económica y social tan inestable para desprestigiar a los Gobiernos que se sucedieron a lo largo de 1917 y 1918, y al sistema en su conjunto para justificar la independencia y la creación de un Estado catalán. Todas estas fuerzas, aunque con intereses muy distintos, convergieron para intentar derribar el régimen de la Restauración, ya que consideraban que era responsable de todos los males económicos, políticos y sociales que asolaban el país. La postura de las fuerzas antimonárquicas no era diferente a la de periodos anteriores, pero el oportunismo del que hacían gala llegó a un punto de máxima efervescencia no solo por la alarmante crisis económica, sino por un contratiempo mucho más grave que intentaban ganarse a su favor para derribar la monarquía constitucional: las Juntas de Defensa.
La cuestión militar: una asignatura pendiente
Dentro de la composición del Ejército, los cuerpos de Artillería, Ingenieros y Estado Mayor se agrupaban en juntas reconocidas por los generales que cuidaban los intereses profesionales de los oficiales intermedios. Concretamente, las juntas servían para confirmar la escala cerra de ascensos que fue abolida en la reforma militar de 1889, es decir, aquellos ascensos que se regían exclusivamente por el criterio de la antigüedad. Y no por méritos de guerra como ocurría en el cuerpo de Infantería. La organización más importante dentro de las juntas fue Artillería, que contaba incluso con una junta central con representantes de toda España y con juntas locales o de guarnición.
En Infantería, aunque en tiempos de paz se aceptaba el mismo criterio de antigüedad, regía por encima de todo el ascenso por méritos de guerra. No obstante, la tolerancia con las juntas de los cuerpos de Artillería, Estado Mayor e Ingenieros presagiaba el peligro de que Infantería reclamara la creación de sus propias juntas exigiendo que los ascensos se rigieran también por el criterio exclusivo de la antigüedad.
A priori, que Infantería hubiese establecido las mismas juntas no tendría que haber provocado ningún tipo de rechazo por parte del Gobierno o de los altos oficiales. Sin embargo, las pretensiones de las nuevas juntas de Infantería pronto sobrepasaron los intereses profesionales y suscitaron objetivos políticos que desbordaron la autoridad y la capacidad del Gobierno para desarticularlas.
En el Ejército de este periodo existía un sobredimensionado número de oficiales que seguía incrementándose como consecuencia de la guerra de Marruecos, y que estaba menguando el presupuesto militar. El ministro de la Guerra de entonces, el general Agustín de Luque y Coca, decidió abolir el 50% de las plazas de oficiales para el año 1916, lo que se traducía en suprimir promociones y la elección de destinos más próximos a la capital o más ventajosos. Evidentemente, esto creó descontento entre el Ejército, a lo que hay que sumar que los salarios se congelaron en un contexto en el que la inflación era bastante elevada como consecuencia de la Gran Guerra. Por si fuera poco, la opinión pública consideraba que los oficiales ostentaban cierto estatus social, por lo que era indecoroso el pluriempleo. El salario, como es lógico, estaba ligado al ascenso, por lo que todo ello abría la necesidad constante por subir en el escalafón, pues no se percibían incrementos salariales de ningún tipo por criterios de antigüedad. Debido a esta situación, el Ejército padecía un déficit bastante problemático en lo que respecta a la existencia de oficiales medios, mientras sobraban oficiales a partir del grado de capitán.
Siendo consciente de estos problemas, Luque decidió subir el nivel de exigencia de las promociones y añadir, al criterio de ascenso por antigüedad, unas pruebas de aptitud que permitieran apartar del servicio a quiénes se mostrasen físicamente incapacitados de ejercer mando alguno. Sin embargo, la medida estuvo muy poco centralizada: cada capitán general lo diseñó a su manera, provocando, desde el punto de vista de la exigencia del examen, enormes desigualdades de una región con respecto a otra.
Las juntas de Artillería, Ingenieros y Estado Mayor, hasta ese momento las únicas que existían en el país, exigieron al ministro que se suspendieran las pruebas y que se estableciera exclusivamente el criterio de escala cerrada. El capitán general, Felipe Alfau, de la región militar de Barcelona, cedió a la petición de las juntas y les libró de las pruebas. Sin embargo, solo esto bastó para que el rumor se extendiera a los capitanes y comandantes del cuerpo de Infantería de la región citada, que no tardaron en crear sus propias juntas para exigir la abolición de las pruebas y que se estableciera el mismo criterio de ascenso por antigüedad concedido a las otras juntas.
El turno de las decisiones desacertadas: Luque y Aguilera ante el desafío juntista
En junio de 1916, los coroneles y tenientes coroneles de la guarnición de Barcelona establecieron su propia junta de Infantería y nombraron al coronel más antiguo de la guarnición, Benito Márquez, dirigente de la misma. Había participado en Cuba y Filipinas, y se mostró como un organizador entusiasta. Contaba 59 años y no tenía experiencia política. Según el autor del libro, era ambicioso y «se creía árbitro de los destinos de España, futuro presidente del Consejo de Ministros, e incluso se dejó llamar «Benito I». A esto contribuyeron los cientos de cartas y telegramas que en 1917 le señalaron como «salvador», «redentor» o «esperanza» de la nación. Dentro de la junta, Márquez representó una tendencia de izquierda que pronto derivaría en cierto republicanismo que contrastaba con las inclinaciones mayoritarias de sus compañeros de aventura».
Tras la formación de la junta de Barcelona, la política del Gobierno de Romanones fue muy poco eficaz. Los oficiales comprometidos con el movimiento juntero intentaban evadirse de las autoridades principales (el Ministerio de la Guerra), y que el cuerpo de Infantería no obedeciera otras órdenes que no fueran las de las propias Juntas. Esta postura sobrepasaba enormemente los intereses meramente profesionales de las juntas originarias de Artillería o Ingenieros. A comienzos de 1917, la junta de Infantería de Barcelona contaba ya con sus propias oficinas, donde llegaba diariamente correspondencia de todo tipo mostrando la solidaridad y la adhesión por parte de otros cuerpos al juntismo.
Con todo, el capitán general de Barcelona, Alfau, convencido de que era una imitación de las juntas ya existentes en otros cuerpos, no consideraba a las juntas de Infantería un peligro y no se opuso a ellas. Sin embargo, al igual que el monarca, el ministro de la Guerra, Luque, mostró su rechazó completo hacia el movimiento juntero. Si bien pensó en aceptarlas si se inspiraban en el modelo artillero, una noticia le hizo cambiar rápidamente de parecer: le llegaron informes de que el objetivo juntero era el de agruparse a escala nacional, designando a la junta de Barcelona como la instancia suprema. El problema era que el cuerpo de Infantería era el más importante del Ejército, por lo que si se organizaba de forma autónoma el Gobierno habría estado totalmente incapacitado para imponer la disciplina, y tampoco podría mantener la capacidad de obtener los medios coercitivos inherentes al sistema. Asimismo, una junta nacional convertiría al Ejército en un poder independiente, obediente a un mando propio que suplantaría la autoridad jerárquica del Ejército, ya que los generales habían sido excluidos de la organización juntera (en ella solo podían acceder determinados oficiales dependiendo del rango: desde coronel hasta teniente segundo).
El 13 de noviembre de 1916, Luque ordenó a los capitanes generales que le informaran de los trabajos de las juntas en sus respectivas regiones militares. Alfau, capitán general de Barcelona, informó que estaba en contacto con los junteros y que su organización mantendría la disciplina. Elogió a Márquez, que, en demostración de acatamiento, le había sometido el reglamento, al que Alfau había hecho observaciones para que los junteros lo depuraran de todo lo inquietante y que perdiera «el carácter de sociedad secreta». Consideraba que el coronel era el hombre adecuado para encauzar el movimiento dentro de la legalidad. Pero Alfau no lo contaba todo. Después de tolerarlas, temía que se le ordenara disolverlas en su jurisdicción, donde habían alcanzado más apoyos.
Luque Ordenó a Alfau a presentarse en Madrid con todos los antecedentes sobre las juntas. El capitán general mantuvo sendas entrevistas con el ministro y con el rey, en las que expuso que los junteros se organizaban principalmente para pedir mejoras económicas, ascensos únicamente por antigüedad que incluyeran el generalato, y destinos por antigüedad de petición. Alfau planteó la posibilidad de reconocerlas siempre que ajustaran sus fines y su reglamento a las juntas tradicionales. Peor sus argumentos no convencieron. Alfau volvió con la orden, que Luque transmitió a todos los capitanes generales, de que disolvieran las juntas. Alfau se la comunicó a la de Barcelona y el 1 de febrero todas las autoridades militares daban cuenta de haberla cumplido. En realidad, Márquez y los suyos continuaron trabajando en la clandestinidad y sin excesivas molestias.
Alfau volvió a Madrid en febrero para convencer al rey y a Luque del agravio que suponía tratar a los oficiales de Infantería de modo diferente a los de otras armas y cuerpos. El capitán general de Barcelona hizo dudar a Alfonso XIII, que se abrió a tolerar una organización como la de los artilleros. Alfau comunicó las nuevas a los junteros, y estos remitieron al capitán general las bases de una nueva «unión de la Infantería», que a este le parecieron aceptables. El 26 de febrero Alfau se las envió a Luque: los junteros se comprometía aceptar los cambios que propusiera y el ministro podría nombrar al presidente nacional de la organización, pero se negaron a integrar a los generales.
Luque, en vez de negociar, consideró inadmisible la idea de que no se incluyera los generales en las juntas, que podían controlar de primera mano a estas. Además, tenía noticias de que, a pesar de haber ordenado su disolución, estas seguían operando y de que las juntas de infantería estaban entablando conversaciones con la de Artillería e Ingenieros para pedirles apoyo, lo que Luque interpretaba como una «tentativa de federación». Alfau insistió en que la nueva Unión contaba con el visto bueno del rey y que incluso Caballería tenía ya la suya desde enero. Pero, el 17 de marzo, Luque contestó que había convencido al monarca de que no se tolerara ninguna, y que en adelante, cualquier, constitución de juntas, se considerarían facciosas.
Como Alfonso XIII y Luque no quería ningún sentimiento de humillación a Infantería optaron por disolver todas las juntas independientemente de su cuerpo, es decir, Artillería, Ingenieros, Caballería, Estado Mayor e Infantería. Para apaciguar el malestar, Luque anunció que reduciría las amortizaciones de plazas de oficial del 50 al 25%. El 3 de abril de 1917 escribió a Alfau para comunicarle que todas las juntas habían quedado disueltas, con lo que ya no había pretextos que incomodasen a la oficialidad de Barcelona. Alfau le contestó que había quedado definitivamente disuelta el 14 de marzo, que la «cuestión estaba completamente terminada» y que «vigilaría para que no volviera a suscitarse». El capitán general no decía la verdad, pero tampoco lo hacía Luque. Cuando el presidente de la junta de Artillería, el coronel Galarza, notificó a los suyos la disolución, la mayoría de las juntas locales, lideradas por la de Barcelona, se negaron rotundamente y se pusieron en contacto con las de Infantería para defenderse.
En la segunda semana de abril, Alfau perdió el control de la guarnición de Barcelona. La organización juntera se reactivó por completo y los jefes y oficiales se colocaron en una postura de abierta resistencia al Gobierno y al capitán general. Entre tanto, las reuniones continuaban e incluso el coronel y varios oficiales del batallón de Cazadores Alba de Tormes celebraron una asamblea en la que reivindicaron subidas salariales para ellos y para los soldados, y mostraron su rechazo a entrar en el conflicto. Cuando Alfau les advirtió de que les destituiría si continuaban las reuniones, recibió como respuesta que los oficiales no lo permitirían. Un regimiento de húsares de Madrid llegó a Barcelona para reforzar la autoridad del capitán general, pero los rebeldes recibieron la solidaridad de los oficiales de Palma de Mallorca.
Cuanto tomó posesión el nuevo ministro de la Guerra, Aguilera, la organización juntera funcionaba a toda máquina. Aguilera fue informado por el general Figueras, jefe de la sección de Infantería, que tres jefes del ministerio se habían adherido a las juntas. El ministro las rechazaba más rotundamente que su antecesor, porque con ese reglamento podría intervenir en la «gobernación directa del Estado».Tras informar al rey y obtener su apoyo, Aguilera ordenó dejar sin destino a los tres jefes implicados, que pidieron amparo a Barcelona, cuya organización había sido proclamada «Junta Superior de Infantería».
Cuando el ministro supo que esa Junta Superior había convocado para el 15 de mayo una asamblea de representantes de toda España en Barcelona, ordenó el día 9 a los capitanes generales que prohibieran las reuniones de las regionales e impidiera a los delegados salir de sus guarniciones. También advirtió al capitán general de Barcelona de que debía tomar «medidas enérgicas» contra ese órgano sedicioso: si los junteros volvían a desobedecer el requerimiento de disolución, debía proceder a su arresto. Alfau contestó a Aguilera que la Junta Superior de Barcelona había suspendido sus actividades, y que él había ordenado al coronel Márquez firmar por escrito esa suspensión. Temiendo lo que se le venía encima, Alfau volvió a pedir a Márquez reservadamente que integrara a los generales en su organización. De esa forma, el capitán general podría gestionar para que Aguilera tolerara la junta. Márquez, sin embargo, no accedió, y el 25 de mayo Alfau decidió llevar a cabo las «medidas enérgicas».
Decidió conminar públicamente a la Junta Superior de Infantería para que firmara un acta donde se comprometía a disolverse. Acto seguido, debía comunicarlo a las juntas del resto de España para que, en los dos días siguientes, procedieran a hacer lo mismo. Para ello, el 26 de mayo Alfau reunió en su despacho a todos los generales, coroneles y tenientes coroneles del arma. Allí ordenó a Márquez que firmara la disolución. El coronel le contestó que él solo no podía tomar esa decisión, pues correspondía a toda la Junta Superior. Le pidió a Alfau poder convocarla para que todos signaran el acta, y este accedió.
La reunión tuvo lugar en casa de Márquez, en presencia de los generales Riera y Romero Biencinto. Componían entonces la junta, además del coronel Márquez, el teniente coronel Martínez-Raposo, el comandante Espino Pedrós, los capitanes García Rodríguez y Pérez Palá, y los primeros tenientes González Unzalu y Flores Cohnheim. Cuando Riera ordenó que firmaran, el capitán Pérez Salas se negó y su gesto fue seguido por todos. Alegaban que no podían disolver la junta sin violar el reglamento.
La incompatibilidad del reglamento con la disciplina del militar, hizo que Alfau llamara a su presencia a los representantes de la Junta Superior. En esa reunión, el auditor les leyó las penas del Código de justicia Militar en las que incurrirían si no cumplían la orden de disolver la Junta. Como los junteros se negaron, quedaron arrestados en el cuartel de Atarazanas, por donde pasó de paisano casi toda la oficialidad de la guarnición para solidarizarse. Un juez militar, el general Salavera, instruyó las correspondientes diligencias: delitos de desobediencia colectiva y sedición. Alfau, entonces, ordenó trasladar a los detenidos a la cárcel de Montjuich la madrugada del 28, y comunicó al ministro que les iba a procesar. Aguilera le ordenó no hacerlo y Alfau acató la orden. Aguilera, entonces, le ordenó que se presentara en Madrid y Alfau defendió su gestión y a los junteros ante García-Prieto. Como negó la eficacia de la gestión de Alfau, el ministro de la Guerra decidió relevarle del cargo de capitán general.
Pronto Aguilera se vio sorprendido por la cohesión de los junteros. A los detenidos en Montjuic les sucedió otra junta suplente, liderada por el coronel Hechevarría Limonta, que coordinó un movimiento de solidaridad que se extendió por toda España del 28 al 30 de mayo de 1917. Los oficiales de las juntas de Badajoz, La Coruña Lugo, Sevilla, Valladolid y Vitoria se representaron ante sus superiores para ser encarcelados, en solidaridad con sus compañeros de Barcelona. Pero en Barcelona sucedían los acontecimientos más graves. Las comunicaciones telegráfica y telefónica se interrumpieron varias veces y algunos oficiales de la guarnición, indignados con las detenciones, se amotinaron. Los artilleros advirtieron de que liberarían por la fuerza a los arrestados sino lo hacían sus compañeros de Infantería. Conocida al destitución de Alfau, la junta de Zaragoza ofreció cortar las comunicaciones ferroviarias entre Madrid Y Barcelona y apresar al nuevo capitán general. No fue hasta el 28 de mayo cuando Aguilera informó a sus asombrados compañeros de Gobierno de todo el revuelvo, porque necesitaba su visto bueno para sustituir a Alfau. García Prieto se mostró de acuerdo con Aguilera: había que restablecer la disciplina militar. Para desactivar el juntismo, y tras hablar con Alfau y el rey, García Prieto encomendó el mando de la Capitanía general de Barcelona al general José Marina, al que le dotó de la mayor discrecionalidad para sofocar el movimiento juntero en la región. Era el indicado por su habilidad de haber podido mantener a Madrid al margen el juntismo, que había sido triunfante en casi toda España. Salió a Barcelona la tarde del 29 de mayo.
El 30 de mayo ya estaba Marina en Barcelona. En la reunión del día siguiente con los generales y jefes de guarnición, Marina insistió en que las juntas estaban prohibidas y no podían funcionar, pero los junteros no le hicieron caso. La tarde del 31 se reunió con los arrestados y les ofreció la libertad y el olvido de lo ocurrido a cambio de disolver su organización, pero estos se negaron.
El 1 de junio, a las nueve de la mañana, los jefes de cuerpo de la guarnición visitaron al general Marina en la sede de la Capitanía, con Hechevarría al frente. Advirtieron al Gobierno de que los oficiales del arma de todas las guarniciones de España se estaban adhiriendo a la llamada «Unión y Junta de Defensa de Infantería» y que tenían el apoyo de las juntas de Artillería y Caballería. Por orden de todas ellas, le hacían entrega de una exposición, redactada por el capitán Villar Moreno, que contenía un ultimátum para que pusiera en libertad a los detenidos.
En el texto se enumeraban las insatisfacciones de orden moral, profesional, técnico y económico que habían llevado a constituir la organización. Exigían «respetuosamente» y «por última vez», no ya a Marina, sino, para mayor garantía, al rey y a su Gobierno, que en un plazo de doce horas reconocieran a la junta de Infantería, aprobaran su reglamento, liberaran y rehabilitaran a los junteros encarcelados o privados de destino y se comprometieran a no tomar nuevas represalias. A cambio prometían respetar a los poderes constituidos y retornar a la disciplina militar, que reconocían haber quebrantado. El plazo terminaba a las diez de la noche de ese 1 de junio.
La junta suplente de Barcelona transmitió a sus homólogas del resto de España que, si a las tres de la tarde del 2 de junio no recibían orden en contra, sus individuos ocuparan las capitanías generales y gobiernos militares de toda España y que cortaran el tren a Barcelona, si al Gobierno se le ocurría enviar tropas para combatirles. Si, ofrecido el mando a los dos generales más antiguos, lo rehusaran, lo ejercería el coronel más antiguo.
Marina intentó privar de apoyo a los rebeldes. Visitó los cuarteles de Jaime I, Barceloneta, San Agustín Viejo, Santa Madrona y Atarazanas, para revistar a la tropa y presentar a los regimientos sus nuevos mandos. Sin embargo, algunos grupos de oficiales le impidieron el acceso a varios cuarteles o, una vez dentro, le manifestaron que solo obedecerían órdenes de sus coroneles, no del capitán general. Solo las unidades de Ingenieros, Guardia Civil y Carabineros se pusieron a las órdenes de Marina, pero sus mandos le comunicaron que no dispararían contra los rebeldes.
La revuelta se extendió a la mayoría de las guarniciones de España y, con ello, toda pretensión de firmeza quedó arruinada. En el mejor de los casos, provocaría la división del Ejército, sin que ello garantizara siquiera el apoyo de todos los generales, ya que algunos simpatizaban con las juntas. En el peor, conduciría a un golpe de coroneles y oficiales que acabaría con el régimen constitucional.
Marina informó al Gobierno de la situación: los oficiales de Artillería y Caballería se hallaban virtualmente sublevados, y los primeros le habían instado a soltar a los junteros. Presentó su dimisión por no haber podido dominar la rebeldía, pero García prieto no se la aceptó y le pidió consejo sobre cómo proceder. El capitán general abogó por poner en libertad a los detenidos y autorizar las juntas. García Prieto estuvo de acuerdo, pero Marina decidió retenerlos hasta después del plazo del ultimátum como muestra de que no estaban capitulando ante las juntas. Finalmente, fueron absueltos el 2 de junio. El triunfo de las juntas era indudable: el rey y el Gobierno debían ahora reconocer oficialmente la junta de Infantería y aprobar su reglamento. Ese mismo día, los capitanes generales de las demás regiones ordenaron liberar a los junteros en sus respectivas demarcaciones donde también se habían amotinado.
Sin embargo, el Gobierno no estaba dispuesto a ceder en todas las pretensiones de los junteros, e incluso se demoró en reconocer oficialmente a las juntas. Asimismo, Alfonso XIII, para reforzar la posición de su Gobierno, envió al general Weyler a las guarniciones de Pamplona y Zaragoza para aislar a la Junta Superior de Infantería (Barcelona), e intentó convencer a los oficiales de las juntas de la citadas provincias de que manifestaran sus peticiones directamente al rey, quien «aspiraba a un Ejército organizado convenientemente y pertrechado a la moderna» y que estaba dispuesto a apoyarles «para conseguir las anheladas mejoras dentro de la ley y la disciplina». A Barcelona llegaron, además, los acorazados Pelayo y Carlos V para robustecer la autoridad del capitán general.
La Junta Superior de Infantería no estaba dispuesta a habilidades que retrasaran su triunfo. En público, Márquez reafirmó su lealtad a la monarquía, aunque, al mismo tiempo, exhortó a los junteros a no aceptar las órdenes que, sobre su organización, procedieran del Gobierno o de los generales. Además, el 5 de junio anunció públicamente que en Madrid se había constituido otra junta al mando de varios coroneles que se habían solidarizado con la de Barcelona.
El 6 de junio, el coronel Moratinos, miembro de la extinta junta suplente, entregó a Marina un memorándum con sus reivindicaciones. En él, los junteros insistían en que se aprobara su reglamento, se exigía la supresión total de los ascensos por méritos de guerra y sus sustitución por la escala cerrada. Debían incrementarse los salarios y cesar las amortizaciones de puestos. Por otro lado, la junta local de Artillería en Barcelona, contraria a disolverse en abril, patrocinaba la resurrección de su organización nacional, aunque ahora inspirándose en el reglamento de Infantería.
Marina envió a Madrid a su ayudante, el comandante Martorell, para remitir al Gobierno el memorándum de la Junta de Infantería y trasladarle la gravedad de la situación. El 6 y el 7 de junio hubo dos largos Consejos de Ministros que se dedicaron a estudiar esas exigencias. García prieto solo pensaba conceder lo que ya estaba contemplado en la reforma militar, pero no los relevos, destituciones, pases a la reserva o revisiones de ascensos que los junteros demandaban. Respecto del reglamento, tan solo estaba dispuesto a aprobar el primer artículo, pero no los aspectos organizativos ni procedimentales. Ceder en esto último supondría darle un carácter gremial y societario que consagraría la destrucción de la disciplina militar y la obediencia al ministerio de Guerra y al monarca.
A través del capitán general de Barcelona, García Prieto pidió a Márquez que los junteros aceptaran la aprobación inmediata de unas medidas y progresivamente de otras siempre y cuando no se suplantara la autoridad gubernamental. El día 8 de junio el capitán general telegrafió al Gobierno: la Junta Superior daba un plazo de 24 horas para aprobar íntegramente el reglamento, y advertía de que ya había recabado el apoyo completo de los artilleros. Marina recomendaba ceder o, de lo contrario, solicitaría su relevo porque confesaba que no tenía medios para restaurar la disciplina. Esta situación sobrepasó al general Aguilera, el ministro de la Guerra, y el 9 de junio anunció su dimisión. García Prieto acordó declarar a su Gobierno en crisis. La situación fue tan complicada que incluso el rey se planteó abdicar, aunque, finalmente, su madre, María Cristina, le disuadió para que no tomara esa decisión. En esta tesitura, Dato formó un nuevo Gobierno y nombró ministro de Guerra al general Fernando Primo de Rivera.
El 12 de junio, en el Consejo de Ministros, tras una larga discusión, deciden aprobar el reglamento juntero de forma provisional durante un año. Los junteros, en ese tiempo, debían redactar un nuevo manifiesto para someterlo a enmienda del ministro de la Guerra. El nuevo administrador quería aplicar una reforma militar que aplicare las demandas del juntismo. Asimismo, el monarca se reunió con uno de los miembros de la Junta Superior de Infantería, el comandante Espino, para intentar minimizar el nivel de crispación. Sin embargo, la Junta Superior se negó a subordinarse al poder público; Márquez anunció que no se dejaría a Primo de Rivera el diseño de las reformas militares y que ellos la asumirían en exclusiva.
El 13 de junio la Junta Superior de Infantería remitía el manifiesto requerido por el Gobierno. En el, defendían que las juntas no habían nacido solo para proteger o defender los intereses profesionales, sino que criticaban una gobernación que había sucumbido a los designios de las oligarquías en detrimento del verdadero interés general. Negaba que los objetivos del juntismo fuesen suplantar el poder público, pero, en cambio, exponían que estudiarían las medidas que anunciara el gobierno y, aunque no lo dictaba directamente, se constituía en un grupo de presión que tendría las competencias necesarias para exigir las reformas que la junta estimara oportunas. En la práctica, por tanto, sí que pretendía suplantarlo o, al menos, a tener una influencia decisiva en las prerrogativas que quisiera plantear el Gobierno. Por otro lado, violaba el artículo 13 de la Constitución en cuanto que no estaba permitido la confluencia de un órgano colectivo militarizado que emitiese peticiones o exigencias a los poderes del Estado. En caso de que el Gobierno pretendiese ilegalizar las juntas, el manifiesto señalaba que se producirían «perturbaciones y trastornos cuyo desenlace es de difícil previsión».
Objetivo: atraerse a las juntas. La gran oportunidad de las fuerzas antimonárquicas y la influencia de la Revolución Rusa
Según el autor, que los militares estuvieran envueltos en críticas hacia el sistema político o simplemente cuestionaran asuntos relacionados con la política nacional no era extraño. No estaban confinados en una especie de burbuja, y, al igual que muchos ciudadanos de la España de entonces, frecuentaban tabernas, leían la prensa y también asistían a tertulias donde podían discutir sobre la realidad del momento. Sin embargo, lo verdaderamente sorprendente es que los sectores políticos que, hasta ese momento, se habían mostrado verdaderamente críticos con el militarismo (en el capítulo 4 se pueden consultar las graves denuncias de corrupción que Marcelino Domingo, dirigente del Partido Republicano Catalán, arremetió contra el Ejército. Asimismo, criticaba la intervención española en Marruecos, a la que, en realidad, tachaba de «empresa» que «patrocinaban, en exclusiva, la Corona y el Ejército» en función de «turbios intereses privados») se volcaron en apoyar y secundar al movimiento juntero. Sin embargo y en palabras del autor:
«Esto era inteligible, porque la acción juntera abría una oportunidad de acabar con el turno y hasta con la misma monarquía. pensaban que esta había perdido el sostén de la milicia. los tratos con Lerroux anticiparon la actitud favorable no solo de los republicanos, sino también de los reformistas de Melquíades Álvarez, de los tradicionalistas y de la Lliga, que ambicionaban encauzar el pronunciamiento con sus respectivos programas». (Villa García, 2021: 263).
La Lliga, en un primer momento, no se mostró partidaria de los junteros pero, a partir del 1 de junio, les mostró su apoyo. La idea de Cambó consistía en instrumentalizar el movimiento juntero y ofrecer a la opinión pública y al Ejército una imagen de unidad con el mismo. El objetivo que los nacionalistas perseguían, por tanto, era el de integrarse en el juntismo sosteniendo la premisa de que se quería solamente modernizar y acabar con la corrupción inherente al sistema de la Restauración. Así, podrían ganarse la voluntad política de los junteros, que eran muy críticos con el catalanismo. Una vez se consiguiera esto, podrían, a su vez, capitanear políticamente la operación revolucionaria y utilizarla para crear su propio estado-nación en Cataluña.
Respecto a los socialistas, querían aprovechar el movimiento juntero para lanzar, en el momento que consideraran como más oportuno, la huelga general revolucionaria. Como el Gobierno se encontraba en crisis por la situación de las juntas, era muy probable que no pudieran repeler el influjo revolucionario, por lo que seguramente tendrían muchas probabilidades de triunfar. Por este motivo, los socialistas se apresuraron con los preparativos. Se asociaron al elemento “burgués” que se encargaría de gestionar el cambio de régimen. El 5 de junio, Pablo Iglesias llegó a un acuerdo con Alejandro Lerroux, líder del Partido Republicano Radical y Melquíades Álvarez, dirigente del Partido Reformista, para que la huelga revolucionaria en ciernes, que debía obligar a la abdicación del rey y proclamar la república, desembocara en la constitución de un Gobierno provisional. Lo presidiría el mismo Álvarez, enlazando, de este modo, a socialistas y lerrouxistas que tenían malas relaciones.
Los socialistas, reformistas e incluso republicanos trataron de persuadir al Ejército para que se uniera a la huelga revolucionaria o para que mantuviera una actitud pasiva durante el desarrollo de la misma. Así, con el aparato coercitivo del Estado totalmente neutralizado, la monarquía, al igual que había sucedido en la Rusia zarista, se vería obligada a capitular. Por este motivo, Marcelino Domingo, entre otros, buscaba ganarse la voluntad del Ejército mediante declaraciones en las que incitaba a la soldadesca y a los suboficiales a no obedecer a sus superiores. El 6 de junio difundió un llamamiento (que fue ampliamente repartido en los cuarteles militares) en el que anunciaba que los oficiales, principalmente los coroneles y tenientes coroneles, seguían formando parte de la misma «oligarquía» que las fuerzas antimonárquicas pretendían destruir. Por lo que, si llegado el momento estos ordenaban a los soldados y a los sargentos sofocar la revolución legítima del «pueblo», Domingo les preguntaba que si de verdad serían capaces de disparar a personas que, como ellos, estaban en contra del régimen que les ha mantenido en unas condiciones pésimas y que, por no tenerles en cuenta, habían sido los responsables, en última instancia, de la proliferación del juntismo militar.
Por lo tanto, la influencia de la Revolución rusa está muy presente en la obra, ya que, en declaraciones como estas, el lector podrá apreciar cómo los socialistas no solo pretendían ganarse la voluntad de los republicanos de izquierdas, es decir, del elemento burgués que potenciara y encauzara el éxito revolucionario (siguiendo la doctrina marxista), sino que apelaban continuamente a las bases del Ejército porque comprendían que esta institución fue la clave del éxito, aunque parcial en ese momento, de la Revolución rusa, sobre todo a partir de los sucesos de Petrogrado de febrero y marzo de 1917.
El PSOE, junto a los reformistas de Melquíades Álvarez, los republicanos de Lerroux y los catalanistas de Marcelino Domingo forjaron la denominada Alianza de Izquierdas y rompieron públicamente con la monarquía constitucional. Al mismo tiempo, la Lliga Regionalista de Cambó entabló una serie de contactos con la Alianza con el objetivo de que el nuevo Gobierno provisional, que surgiría tras el éxito revolucionario, concediese más autonomía a la región catalana. No obstante, lo que esperaba en realidad era aprovechar la inestabilidad y la crisis que se desataría durante la huelga revolucionaria para impulsar el establecimiento del Estado catalán, lo que también dependía de la postura que decidiera tomar el Ejército una vez estallara la huelga general. De forma simultánea, los sindicatos de la UGT y la CNT, que, desde julio de 1916, en función del Pacto de Zaragoza, colaboraban estrechamente para coordinar el aparato huelguístico y revolucionario en el país, se pusieron en marcha para acelerar los preparativos de la huelga general revolucionaria.
Sin embargo, los junteros y la mayor parte de la Junta Superior de Infantería, aunque no Márquez, quería un Gobierno de unión nacional que liquidara el turno de partidos dirigido por Antonio Maura, que era muy crítico con la Restauración. Estas declaraciones pusieron en guardia al PSOE, y en los días 8 y 9 de junio manifestaron oponerse a los sediciosos si intentaban establecer una dictadura militar. El problema era que Maura era visto por los socialistas como «la bestia negra» de la política española por su impulso represivo durante la Semana Trágica de 1909. Por lo tanto, «los socialistas pedían cerrar el paso a un Gobierno Maura», pero sin cuestionar el juntismo, cuya aparición imputaban al «régimen de arbitrariedad practicado por los Gobiernos de la Monarquía».
Por si fuera poco, la mayor parte de los oficiales tenía en baja estima a los antimonárquicos. Pero el punto de coincidencia de los oficiales empezaba y acababa en Maura. El primer contacto entre junteros y mauristas tuvo lugar el 20 de junio. El coronel Márquez y el comandante Díaz Casabuena, en nombre de la junta de Artillería, visitaron a Gustavo Peyra Anglada, exdiputado y dirigente del partido maurista en Cataluña, con el fin de que transmitiera a Maura que las juntas iban a forzar la marcha de Dato y obligar al rey, venido a que le encomendera el poder. Márquez se reservaría la cartera de Guerra. Sin embargo, Maura no se dejó convencer porque consideraba que estaría bajo la tutela de las juntas, es decir, gobernaría sin plena libertad.
A diferencia de sus compañeros, Márquez no era un entusiasta de la solución Maura, así que, una vez cerrada esa puerta, se dispuso a conseguir que sus colegas escucharan las propuestas de las izquierdas y los nacionalistas, y le autorizaran a establecer un enlace oficioso que no comprometiera a la organización. Los reformistas, por boca de Melquíades Álvarez, urgían a los junteros a dar un paso al frente. Declaró que si el Ejército quería salvar a España, debía compenetrarse con el pueblo para instaurar un nuevo régimen que permitiera asentar un ideal de progreso y regeneración en el país. Sin embargo y a pesar de que Márquez confluía con algunas de las ideas del republicanismo, los miembros de la Junta Superior de Infantería recelaban de las fuerzas antimonárquicas y conformaron una férrea oposición a los designios del coronel. La indecisión de las juntas, provocó que la Alianza de Izquierdas retrasara en varias ocasiones la convocatoria de la huelga general, ya que el comité revolucionario no se atrevía a insurreccionarse si Márquez no podía convencer a los junteros de que se abstuvieran de sofocar la insurrección.
Republicanos y reformistas: la búsqueda de una «democracia» muy «particular»
Mientras que para las fuerzas republicanas era incompatible cualquier forma monárquica y católica con la idea de modernidad, los reformistas sí que estaban dispuestos a transigir con un rey que se inmiscuyera en la reforma «democrática» que planteaban, e incluso —si bien defendían la secularización del Estado— con los preceptos del catolicismo, ya que no defendían que la sociedad pudiera ser totalmente laica. Además, los reformistas tampoco estaban de acuerdo con la idea de instaurar un modelo de organización territorial del Estado basado en el federalismo.
Ahora bien, en lo que sí tenían ciertas similitudes era en la manera en que ambas tendencias concebían el significado de la «democracia». En el capítulo 7 del libro se puede apreciar que, en la práctica, no la percibían dentro de un esquema liberal-demócrata como encontramos en gran parte de los regímenes políticos del mundo occidental (en la actualidad), es decir, no de la forma en la que la democracia conforma un ideal de competencia pacífica por un poder que está en manos de diversas instituciones que se moderan y equilibran entre sí. En realidad, interpretaban la «democracia» como «un programa de igualdad social que abolía las viejas jerarquías sociales y que, por medio de la educación, pretendía crear una comunión cívica con una república identificada por sí misma con el bien común». En este sentido, todo lo que se situara fuera del republicanismo no podía representar ni aspirar al «bien común».
Por otro lado, defendían una «soberanía popular» pero tampoco de la forma en la que la entendemos hoy, sino desde el punto de vista de una «asamblea soberana» que acapararía la totalidad de los poderes, y que se mediría en función de quién ostentara la mayoría parlamentaria. Esta, por el simple hecho de serlo, tendría un poder prácticamente absoluto. Además, consideraban que si ostentaban la mayoría automáticamente tenían que ser los buenos. Así, la asamblea se convertía en una fuente de poder inagotable que ensombrecía cualquier otro tipo de institución o estancia (en general, recordaba al exceso de poder que la Constitución de Cádiz de 1812 otorgaba al Poder Legislativo). Asimismo, por si fuera poco, solo los reformistas o los republicanos podían ser los «buenos», por lo que no importaba que los conservadores o los liberales sumaran un mayor número de votos. De hecho, si ocurría esto solo podía deberse al resultado de las coacciones caciquiles y de la influencia de un clero malévolo que ocultaba la auténtica «voluntad popular». Tanto los reformistas como los republicanos creían ciegamente en que representaban a la totalidad de esta voluntad, por lo que solo ellos tenían la legitimidad para gobernar. En este sentido y desde su punto de vista, solamente ellos podían encarnar el auténtico pensamiento del conjunto de la nación.
Lo grave de estas consideraciones, es que, en función de su ideología, el Estado de derecho quedaba totalmente suprimido. No podían tener cabida otras formaciones políticas porque no representaban la verdadera voluntad del «pueblo». Y si ostentaban un «extraordinario» número de diputados, era como consecuencia de las prácticas fraudulentas de un sistema electoral corrompido por los intereses de una oligarquía que dominaba las instituciones. Por este motivo, todas aquellas formaciones que no congeniaran con las ideas de estas tendencias eran enemigos que había que aniquilar, lo que denotaba la grave dinámica «amigo – enemigo» anterior a la España de 1875. Evidentemente, los enemigos a batir eran dos: Alfonso XIII y el sistema de la Restauración en su conjunto. Ambos, según estas tendencias, tenían secuestrada la «soberanía popular» y, por ende, no es extraño que, en virtud de estas premisas, conspiraran y decidieran insurreccionarse contra la monarquía constitucional. En definitiva y según el autor:
«Existían pocas posibilidades de que el fin de la Restauración desbloqueara el camino a la democracia tal y como hoy la entendemos. Al contrario, la alternativa republicana, con acompañamiento obrerista y nacionalista, aparecía retrotraer a España a los tiempos del exclusivismo de partido y al caudillismo militar que caracterizaron la vida política entre 1814 y 1875. Y con ello la secuela de derribar Gobiernos y regímenes por la fuerza. A fin de cuentas, ¿cómo podría reprocharse a otros que emplearan esos métodos contra sus mismos beneficiarios?» (Villa García, 2021: 294).
La Asamblea de Parlamentarios catalanes
El 2 de julio la Lliga convocó una reunión de parlamentarios catalanes que debía tener lugar el 5 de julio. El plan era emitir una petición conjunta a los parlamentarios de otras provincias para exigir la reapertura de las Cortes y solventar los problemas y la grave crisis institucional. La crisis juntera debía abrir ese proceso constituyente del que Prat y Cambó pretendían conseguir la «autonomía integral» de Cataluña, para la que necesitaban el apoyo de otros partidos. Los republicanos anunciaron su asistencia en bloque y dieron su apoyo la reivindicación catalanista; incluso lo hizo el partido Radical, tradicional adversario de la Lliga, deseoso Lerroux de ganar a los nacionalistas para la República.
El desconcierto del Gobierno aumentó cuando la sección catalana de la izquierda constitucional, los liberales autonomistas, se sumaron a la propuesta de la Lliga. El 5 de julio se reúne la asamblea de parlamentarios catalanes. Solo una decena de los 65 parlamentarios de la región, entre diputados y senadores, faltaron a la reunión. Era de suma gravedad que la asamblea obtuviera el apoyo juntero. Allí se presentaron los capitanes Villar y Pérez Palá para entregar el manifiesto del 13 de junio de la Junta Superior de Infantería que había prohibido difundir el Gobierno. Los nacionalistas correspondieron con una acción de agradecimiento público a los junteros por haber revelado la protesta latente contra los partidos del turno, hecho que llevó a Dato a temer que se hubiera establecido algún tipo de entendimiento entre los asambleístas y los militares sediciosos.
Cuando se abrió la sesión el día 5 de julio, los asambleístas catalanes expusieron un texto en el que se exigía al gobierno la apertura de las Cortes para que las mismas, en función de constituyentes, deliberen y resuelvan sobre la organización del Estado y la autonomía de los municipios ofrecieran solución inmediata al problema militar y a los que las circunstancias económicas actuales no permitían entablar una convivencia pacífica en el país. Y si el rey y Dato se negaban a esta exigencia, los parlamentarios catalanes invitarían a los del resto de España a concurrir, el 19 de julio, a una asamblea que deliberara sobre todos esos asuntos.
Dato pudo darse por notificado del desafío, con tono de ultimátum, que se le planteaba. El presidente del Gobierno les reprochó su exigencia de Cortes Constituyentes y reforma federativa bajo amenaza de convocar un parlamento ilegal. El día 8, el Gobierno hizo pública una respuesta a las conclusiones de la asamblea catalanista. Era convención establecida, y sancionada indirectamente por el artículo 23 de la Constitución, que unas Cortes no convocadas previamente para esta tarea no podían reformar la ley fundamental. Por lo tanto, era necesario disolver las Cortes elegir otras nuevas, explicitando en el decreto de convocatoria —a iniciativa del Gobierno o de la mayoría de alguna de las dos cámaras— el propósito de reformar la Constitución y los artículos que pretendían modificarse. Las elecciones decidirían si la reforma obtenía o no una mayoría suficiente como para llevarla a cabo. Y es que La Constitución otorgaba solo al rey, con el consejo de su Gobierno, la prerrogativa de convocar, reunir, suspender o disolver las Cortes, y, por ello, el Ejecutivo no podía permitir que otras personas que no gobernaban suplantasen las prerrogativas constitucionales del monarca. En definitiva, Dato consideró que cualquier intento de organizar un parlamento ajeno al oficial que los asambleístas constituyeran sería un acto sedicioso que sería castigado por el Código Penal.
Los asambleístas trataban de reproducir en España esa confrontación entre la Duma y el zar que propició la Revolución rusa, pero para ello necesitaban ele apoyo del Ejército y de gran parte de las fuerzas políticas del país. Descartados los liberal-conservadores, la clave para los asambleístas era que la izquierda constitucional acabara sumándose, incluyendo el apoyo del ejército por medio de las juntas. Los asambleístas estaban seguros del apoyo de las juntas en un primer momento porque estas deseaban sustituir a Dato y más cuando su ministro de la Guerra, Primo de Rivera, no despertaba ninguna simpatía entre los junteros. Ante este peligro, Dato intentó negociar con los junteros a expensas de Primo de Rivera por medio de Sánchez-Guerra y el gobernador civil de Barcelona, Leopoldo Matos. Las negociaciones con Márquez, sin embargo, no fueron muy fructíferas. El coronel pretendía sostener a los asambleístas y colaborar con ellos para forzar la caída de los conservadores de Dato para que se convocaran Cortes constituyentes.
Cambó mantuvo una reunión con Márquez, quien se entregó a los proyectos de la Lliga, y, además subieron la apuesta: ya no bastaría, para desconvocar la asamblea, con que el Gobierno reabriera las Cortes, sino que se exigiría a los conservadores que se marcharan y dejaran paso a un Gobierno de concentración que suprimiera la Restauración. Sin embargo, que Márquez estuviese de acuerdo no significaba que el resto de las juntas regionales y mucho menos la Junta Superior estuviese de acuerdo. Para intentar convencerles, Cambó, el 10 de julio, aseguró que Cataluña no puede ser separatista, y que el 1 de junio se había iniciado una crisis que podía convertirse en la salvación o en la ruina total del país. Por ello «Cataluña y el Ejército» debían ponerse de acuerdo para liberar a España entera de un sistema de política que, de continuar, conduciría a España a la más profunda perdición. Los oficiales no debían sentir escrúpulos de legalidad para salvar al país. Para Cambó, no podía esperarse del sistema político que ha degradado la vida pública española una solución eficaz. Por este motivo, los españoles habrían visto con buenos ojos el pronunciamiento juntero y para la Lliga eso significaba que la representación del poder público se estaba ejerciendo contra la verdadera voluntad del país, que era la verdaderamente soberana. Márquez, que aceptó sin dilación la misiva, ordenó reproducir la carta de Cambó y enviarla a todas las guarniciones de España.
El 14 de julio, gran parte de los miembros de la Junta Superior de Infantería se negaron a alinearse con la asamblea. Además, el vicepresidente de la Junta superior, Martínez-Raposo, junto con la anuencia del capitán general Marina, publicó el 15 de julio la siguiente declaración en la que desmentía todo rumor sobre supuestas inhibiciones a la citada asamblea: el Ejército permanecería alejado de las luchas políticas y fiel a su misión de obedecer los mandatos del Gobierno legítimamente constituidos.
Márquez sufría su primera derrota al intentar imponer su nueva orientación política. Esta disputa provocó que dentro de la Junta Superior de Infantería se expusieran dos tendencias: los afines a la entente nacionalista y republicana, y los que, por rechazo a esta opción, se mantenían fieles a la opción maurista y monárquica. El 15 de julio, un Cambó aún seguro del apoyo de las Juntas, subió el tono para obligar al rey a prescindir de Dato e intentar imponer a Maura, consiguiendo así el apoyo de las juntas. Lo quería utilizar como banderín de enganche de las juntas, esto es, la garantía que necesitaban para abandonar al Gobierno Dato. Sin embargo, Maura no estaba para nada dispuesto. Se negó a asistir a la asamblea el 19 de julio, y se negó a que nadie de su partido, los conservadores mauristas (escisión de los que se oponían al gobierno Dato en 1915), fuera en su nombre.
La firmeza de Dato, sostenido por el rey, respecto a no tolerar la asamblea ni dimitir destruyó las esperanzas de los nacionalistas y los republicanos, que fracasaron en sus intentos de captar a los partidos monárquicos de oposición. Sin la presencia de su líder, los diputados mauristas decidieron no acudir. Por su parte, García Prieto anunció que no autorizaba la asistencia de ningún parlamentario de su Partido Democrático, y Romanones, que en principio se había mostrado favorable, tan solo permitió la presencia de Joaquín Salvatella, y ni siquiera en nombre los liberales. La dirección nacional de los tradicionalistas desautorizó a sus representantes de la asamblea catalana del 5 de julio y les ordenó que no asistieran a la del 19.
Reforzado por aquella cascada de declaraciones, el Gobierno se dispuso a impedir la reunión. El ministro de Gobernación, Sánchez-Guerra, suspendió el 15 de julio la publicación de varios periódicos de la región que patrocinaban y que insertaban los folletos destinados a galvanizar a la opinión pública. Como los asambleístas preveían reunirse en el ayuntamiento, con cargo a los fondos municipales, Sánchez-Guerra ordenó al alcalde, Antonio Martínez Domingo, que suspendiera la reunión del pleno del ayuntamiento en la que los concejales nacionalistas y republicanos recibirían a los asambleístas.
La policía se empleó a fondo para recoger las proclamas con las que catalanistas y republicanos pretendían crear un ambiente revolucionario en torno a la asamblea. El Gobierno estaba al corriente de que esta podía ser el pistoletazo de salida del movimiento revolucionario, por lo que envió mil guardias civiles, tres batallones del Ejército, tres escuadrones de Caballería, una sección de motocicletas y cuatro barcos de guerra a la Ciudad Condal. Pero el trabajo del gobernador Matos fue contrarrestado por las autoridades regionales, de manera que la Mancomunidad patrocinó un cierre de fábricas y comercios para el día 19 e instruyó a los municipios catalanes para que telegrafiaran adhiriéndose a la asamblea. Los lligaires llamaron a concentrarse en Barcelona a aquellos de sus militantes que pertenecían a los somatenes, una milicia de apoyo a la fuerza pública que tenía sus propias armas, la mayoría viejos fusiles Máuser y algunos rifles Rémington. Además, Matos sabía que la CNT, de acuerdo con la UGT, patrocinaría un paro completo, que el gobernador identificaba con la huelga revolucionaria que preparaban.
El 19 de julio Barcelona amaneció sin tranvías, paralizados por los cenetistas. Hubo un cierre concertado, de tres a seis de la tarde, de varios comercios, una muestra de apoyo a los asambleístas promovida por la Mancomunidad. Las fuerzas del orden público fueron recibidas con lanzamiento de piedras y otros objetos, aunque los tiros al aire, las cargas y las detenciones bastaron para sofocar la revuelta. La fuerza púbica, que había cortado los accesos a la plaza de San Jaime para impedir que los asambleístas se reunieran por sorpresa en el ayuntamiento de la diputación. Finalmente, solo 68 parlamentarios más nueve adheridos, una décima parte del total de las Cortes, acudieron a la asamblea. El descuelgue de casi todos los partidos, incluido a última hora el grueso de los liberales autonomistas, le otorgaba menos representatividad que a la asamblea catalana del 5 de julio.
Los diputados y senadores se congregaron en el Hotel de Oriente y decidieron constituir la asamblea en el Salón de Industrias Eléctricas del Palacio de la Ciudadela. Alcanzado el objetivo de que la asamblea no se celebrara bajo el amparo de ninguna institución pública, el Gobierno intentó que sus promotores le dieran forma de reunión privada, sin público ni prensa, a cambio de no interrumpirla. Los asambleístas no accedieron a tal petición y, como la presión gubernativa subsistía, el gobernador no tuvo más remedio que disolverla por la fuerza. Se disolvieron con apenas unas cuantas protestas verbales y quedaron en libertad nada más salir a la calle. La Policía impidió un nuevo intento de asamblea en la Casa del Pueblo Lerrouxista y los parlamentarios retornaron a sus domicilios entre los vítores de sus seguidores.
El estallido revolucionario de agosto de 1917 y los mitos historiográficos
Ganar o alentar la abstención de los militares era el ingrediente principal para que el levantamiento socialista y republicano que se preparaba tuviera éxito. Puesto que dicho levantamiento debía ir precedido de una huelga general, los cenetistas y los socialistas intentaron acordar una fecha. El plan insurreccional seguía la estrategia revolucionaria española del siglo XIX: un alzamiento de poderes locales que colapsaría la autoridad política central y destruiría la conexión administrativa de las provincias. Para asegurar el éxito, el levantamiento debía comenzar como una protesta contra la carestía. Así, una huelga ferroviaria y minera paralizaría las comunicaciones y al economía nacional, y los implicados se ocuparían de hacer lo propio en cada una de sus ciudades y pueblos. Los medios republicanos, socialistas y anarquistas preparaban el ambiente y trataban en sus periódicos panfletos el encarecimiento de subsistencias como un «siniestro problema de hambre».
El comité de la Alianza de Izquierdas se reunió el 13 de julio. Al encuentro asistieron Lerroux, Álvarez e Iglesias, y también Largo Caballero. En realidad, los cuatro evaluaron los preparativos del levantamiento contra el Gobierno y convinieron en que se produjera el 19, el mismo día en que se celebró la asamblea. Debía comenzar como una protesta contra la prohibición gubernamental de que se reunieran los parlamentarios. Así, el comité decidió organizar una multitudinaria manifestación de apoyo a los asambleístas para impedir que la fuerza pública los disolvieran. Junto con el paro decretado por la CNT, la manifestación sería el paso previo a la huelga revolucionaria, que tendría amparo de los parlamentarios de Barcelona, erigidos así en un verdadero contrapoder legitimador de una insurrección contra el Gobierno.
La huelga ferroviaria que iniciaría la general ya había sido notificada a todas las secciones de la UGT. Desde los ferrocarriles, la huelga debía extenderse rápidamente a las zonas mineras de Córdoba, Huelva, Oviedo y Vizcaya, y de ahí a las industriales. Comités revolucionarios locales se harían cargo de los ayuntamientos que se tomaran. Esos comités no eran solo los de la UGT y la CNT, sino también de republicanos. Asimismo, se había trabado una relación estrecha con varios suboficiales, sargentos y soldados del Ejército de Tierra y también de la Armada, para que se sumaran a la rebelión.
Pero todos esos planes siempre descansaban sobre un supuesto básico: que los junteros mantuvieran al Ejército en los cuarteles cuando la insurrección estallase, gestión en la que Cambó pasó a desempeñar un papel protagonista.
Por lo tanto, la decisión juntera de adherirse al poder constituido hizo que republicanos y nacionalistas decidieran aplazar la revuelta. Cambó, Leroux y Álvarez estaban de acuerdo en que necesitaban un margen para que el coronel Márquez convenciera a los suyos de desobedecer al Gobierno. Sin embargo, se mantuvo el acuerdo de que la insurrección se adelantaría si el Gobierno ejercía la menor violencia contra los asambleístas. La CNT no dudó en mostrar su irritación por el aplazamiento. Ante lo que consideraban una nueva traición de los «burgueses», la mañana del 19 Salvador Seguí y Ángel Pestaña acudieron a entrevistarse con los socialistas para conminarles a ir a la huelga revolucionaria en un plazo de noventa horas, es decir, para el 23 de julio y sin más retrasos. En caso contrario, la CNT recobraría su libertad de acción. Ni siquiera llegó a comunicarse a tiempo, a todos los comités revolucionarios, que la revolución no tendría lugar el 19 de julio.
Por tanto, en algunas regiones y ciudades de España decidieron emprender la revolución creyendo que el momento había llegado y que se secundaría en todo el país. Esto es lo que sucedió en Valencia. Al amanecer del 19, sindicalistas republicanos, ugetistas y cenetistas inutilizaron varias locomotoras y cortaron el tráfico ferroviario en Castellón, Játiva, así como en otros puntos de España como Miranda de Ebro y Zaragoza. Los bloqueos y sabotajes en las vías proliferaron en la provincia de Valencia, y uno provocó el choque de dos trenes de mercancías en Játiva. El 20 de julio los sindicalistas de Castellón, Tortosa y Játiva, a los que debió de llegar el aviso del aplazamiento, volvieron al trabajo, pero no ocurrió lo mismo en la capital valenciana, donde la acción debía comenzar con la huelga de tranviarios, susceptible de paralizar toda la ciudad.
En los días previos, un sindicato de tranvías afecto a los republicanos había solicitado que la empresa negociara solo con él las bases de un contrato colectivo de trabajo para todos los operarios de la compañía, que debía reglamentar haberes, turnos, horarios y disciplina, y establecer el alza de salarios, la reducción de la jornada laboral y la atenuación de los motivos de despido. La compañía se negó al contrato colectivo y a las subidas salariales debido a que los costes de mantenimiento se habían multiplicado por cuatro ante la inflación y la escasez de carbón como consecuencia de los bloqueos. Los tranviarios rompieron abruptamente la negociación y decidieron ir al paro la madrugada del 19.
Al mediodía, los ferroviarios republicanos y socialistas se sumaron e impusieron el abandono del trabajo. Los comprometidos trataron de paralizar la circulación de trenes y tranvías, pero la Guardia Civil y la de Seguridad lo impidieron cargando varias veces. Aun así, la huelga fue un éxito: solo una quinta parte de los trenes pudo salir, y solo bajo la escolta de los soldados de la unidad ferroviaria. El 20 de julio, huelguistas armados asaltaron la estación e incendiaron las casetas de guarda agujas. Más grave fue el tiroteo con el que los rebeldes lograron intimidar a los empleados contrarios al paro. Recibieron a la Guardia Civil del mismo modo, pero los agentes los pusieron en fuga. El gobernador también ordenó desplegar a la fuerza pública para proteger la circulación de los tranvías y al personal que se presentaba a trabajar. Pero el 20 de julio los coches fueron tiroteados desde varios balcones y azoteas: un guardia civil murió y otro resultó herido grave. La huelga se extendió a los obreros portuarios, que paralizaron también tráfico marítimo.
Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos y debido a la construcción de barricadas para resistir la llegada de la Policía y al riesgo de que el motín se extendiera incluso a los presos del penal de San Martín de los Reyes, que creían que se había proclamado la república, el gobernador cedió el mando al capitán general Antonio Tovar, que declaró el estado de guerra el 21 de julio. Unidades del Ejército lograron, no sin resistencia, clausurar los centros republicanos y sindicalistas, y detener a varios de los responsables de la insurrección. La normalidad no se restableció hasta el 25 de julio, cuando los comprometidos en la huelga revolucionaria se dieron cuenta de que no había estallado en el resto de España. El saldo de víctimas fue de cuatro muertos, doce heridos graves y una cuarentena de heridos graves.
Las noticias de Valencia alentaron a quienes no querían esperar más para tomar la iniciativa revolucionaria. El principal problema era poder mantener a sus seguidores en tensión tantos días, mientras los dirigentes de la revuelta esperaban el auxilio de los junteros o la caída de Dato. Hubo incidentes huelguísticos en Alcoy o Vizcaya. En esta última, el sindicato metalúrgico fue a la huelga, a pesar de que los patronos anunciaron subidas salariales que oscilaban del 13 al 35%.
Entre tanto, los trabajos para que sargentos y soldados se sumaran a la revuelta se hacían cada vez más persistentes, lo que hizo despertar la alarma en el Gobierno. El ministro Primo de Rivera apercibió a los capitanes generales, que ordenaron diversos registros y detenciones en los cuarteles de varias guarniciones de Barcelona, Tortosa, Gijón, Vigo y El Ferrol, donde se encontraron hojas con los manifiestos de Marcelino Domingo llamando a la rebelión. El ministro de la Guerra autorizó a la Guardia Civil a registrar los acantonamientos y a averiguar quiénes distribuían los folletos: se descubrió que no solo fue personal militar, sino también civiles vestidos de uniforme a los que se había permitido entrar en los cuarteles. Los registros se trasladaron a las sedes republicanas y a los centros de la UGT y la CNT. Fueron decomisados pasquines con instrucciones sobre cómo combatir a la tropa e impedirles el control de la calle, así como maniobras para defender edificaciones, destruir tranvías o fabricar bombas.
Pero gran parte de esos panfletos circulaban ya por las calles. El 23 de julio, una lluvia de pasquines llamando a la huelga revolucionaria cubrió aquellas ciudades y pueblos de España donde los conjurados encontraban con arraigo. Pero aparte de las huelgas registradas en Valencia, País Vasco, Asturias, parte de Andalucía y Galicia, nadie se movió. Los catalanistas permanecieron a la espera en Barcelona. Los sindicalistas ferroviarios se habían comprometido a secundar en la Ciudad Condal la acción de Valencia, pero no actuaron. Desasistido del apoyo ugetista, con la CNT cercada por la Policía y sin cambio en la postura juntera, Lerroux volvió a acordar con Iglesias y Álvarez el retraso del movimiento hasta el 9 de agosto.
La huelga revolucionaria de Valencia del 19 al 25 de julio dio a la UGT y a la CNT una nueva oportunidad. La Compañía Ferroviaria del Norte había ordenado el despido de todos los empleados que no se presentaron a trabajar el día 20. Según el autor, la medida era desproporcionada. La huelga había sido impuesta a muchos empleados y, por tanto, era difícil diferenciar a los que habían holgado voluntariamente de los coaccionados. El 30 de julio, Tovar consiguió la readmisión de casi todos los huelguistas, pero la compañía, para distinguirlos de quienes se resistieron a sumarse, tan solo accedió a recontratarlos, de modo que perderían los derechos adquiridos de antigüedad. Además, mantuvo el despido de 32 empleados, a los que acusaba de haber promovido la huelga revolucionaria y de agredir físicamente a sus compañeros. Cuando se supo que la compañía únicamente recontrataría y que despediría a los cabecillas de la huelga, la sección valenciana del Sindicato Norte acudió a la Federación nacional de Ferroviarios de la UGT. Esta exigió el 2 de agosto la readmisión de todos los despidos en las mismas condiciones. En caso contrario, convocarían un paro nacional el 10 de agosto con un propósito revolucionario.
Asimismo, la Federación Nacional de Ferroviarios de la UGT consideraba que la situación era responsabilidad de un Gobierno, el de Dato, que se negaba a marcharse del poder y que, por si fuera poco, estaba prestando un supuesto apoyo incondicional a la Compañía, aunque esto, según el autor, no era cierto. Los sindicatos consideraban que como todo era culpa de un Gobierno que no abandonaba las riendas de un poder que había secuestrado, el ambiente de pasión revolucionaria y de agitación estaba completamente justificado. Los ugetistas exigieron que (el Sindicato Norte pido ayuda a la Federación nacional de Ferroviarios perteneciente al sindicato de la UGT) la Compañía Norte debía asumir todas las pérdidas y hacer como si nada hubiera ocurrido en Valencia, entre el 19 y el 25 de julio. Por lo tanto, lo que se vislumbra en esta investigación es que se desmiente un mito historiográfico y es que esta justificación, así sostenida, ha alcanzado el punto de haberse convertido en una teoría asentada junto con la supuesta «intransigencia de la compañía». Esto, según Villa, «se explicaría en la constante tendencia de los historiadores socialistas a reproducir las razones que los sindicalistas se daban a sí mismos para justificar sus acciones».
La UGT apeló al Gobierno Dato para que impusiera él mismo las readmisiones. Este no accedió, y no por ello significaba que Dato maniobrase para provocar huelga alguna. Sin embargo, los dirigentes nacionales de la UGT y del PSOE no dudaron en enrarecer el ambiente y enlazar el conflicto ferroviario con la huelga revolucionaria inminente. También los republicanos vieron el conflicto ferroviario como la oportunidad para desencadenar la revolución. La asociación entre el conflicto ferroviario y la revolución era tan estrecha que retornaron las apelaciones a romper de una vez la disciplina militar (nuevamente se puede apreciar la influencia de los acontecimientos de la Revolución rusa). En cualquier caso, el objetivo más importante de los revolucionarios era conseguir la parálisis total del transporte ferroviario, ya que interrumpiría toda la economía —muy afectada ya por los efectos del bloque marítimo alemán— y otros servicios, lo que extendería aun más el descontento social y, por ende, avivaría más la llama el movimiento revolucionario.
La incógnita sin despejar era la actitud del Ejercito. Si Márquez no conseguía que los oficiales se abstuvieran, los republicanos seguirían sin ir a la revolución. Consciente de ello, Iglesias deseaba responder al requerimiento de la federación ferroviaria exclusivamente con un paro de solidaridad. Pero Besteiro y Largo Caballero estaban convencidos de que había que convertir la huelga ferroviaria del Sindicato Norte en general y revolucionaria. Creían que la división del Ejército era muy profunda y que, al menos, una parte del mismo se abstendría de sofocar la huelga revolucionaria y que incluso se mostraría partidario de secundarla.
Otro mito historiográfico que el autor desmiente es el relativo a considerar que la UGT y el PSOE decidieron ir a la huelga porque el ministro de la Gobernación, Sánchez-Guerra, había presionado a la compañía ferroviaria para que no cediera ante las reclamaciones de los sindicatos. De este modo, Sánchez-Guerra empujaría al comité revolucionario a desencadenar la insurrección antes de tiempo, lo que habría permitido al Gobierno sofocarla con mayor facilidad. Lo que realmente sucedió, según Villa, es que los comités nacionales de la UGT y del PSOE junto a la CNT se reunieron el 8 de agosto sobre la conveniencia de declarar la huelga revolucionaria. En este momento, aún no se habían roto las negociaciones con el Ejecutivo y la Compañía del Norte, pero enviaron directamente a un emisario a recabar la opinión de Iglesias, que les insistió en la necesidad de disociar el paro de un levantamiento contra la monarquía constitucional. Su propuesta no obtuvo ningún apoyo. Besteiro defendió la postura contraria y todo el mundo estuvo de acuerdo en fijar la fecha del inicio del levantamiento para el 13 de agosto.
El 9 de agosto, los comités nacionales del PSOE y de la UGT y los delegados de las regiones eligieron al comité que dirigiría la huelga revolucionaria, y que estuvo formado por Julián Besteiro, Francisco Largo Caballero, Daniel Anguiano y Andrés Saborit. Se enviaron diferentes misivas que no pudieron ser interceptadas ordenando a los comités provinciales ejecutar la huelga general. Se llevaron armas desde Éibar a Barcelona, y Saborit acudió allí para contactar con el comité revolucionario de la CNT y con Lerroux, quien anunció su apoyo en un mitin al que también asistió Saborit. Por último, el comité socialista también comunicó el levantamiento a Cambó, que manifestó que no se opondría siempre y cuando se respetara la propiedad y las fábricas. Aunque indirectamente, Cambó responsabilizaba al Gobierno de la inestabilidad y de no haber llevado a cabo una «renovación», por lo que «no podía haber otra alternativa posible».
Entre tanto, el 8 de agosto Sánchez-Guerra instruyó a los gobernadores para que garantizaran el tráfico y evitaran coacciones, violencias y toda clase de atentados. Debían procurar que no se interrumpieran las comunicaciones telegráficas y postales, y vigilar a los directores de la huelga y a los agitadores para detenerles si cometían algún delito.
La Guardia Civil y la de Seguridad fueron movilizadas para vigilar las líneas de ferrocarril, puentes túneles y otras infraestructuras susceptibles de ser saboteadas. Sus efectivos también se desplegaron en las estaciones de tren. El Gobierno recurrió asimismo al batallón de ferrocarriles para que su personal, en caso necesario, supliera a los huelguistas para no paralizar las comunicaciones y el transporte ferroviario, que era vital para la economía.
Mientras se estaban desarrollando estos acontecimientos, el coronel Márquez solicitó a Alfonso XIII que evitara al revolución cambiando al Ejecutivo. Lo hizo de acuerdo con Cambó, que había enviado a uno de sus colaboradores a convencer al rey de que iniciara una renovación de Gobierno antes del 8 de agosto, ya que de lo contrario la revolución, que según Cambó había sido impulsada por los asambleístas, sería inevitable. El 3 de agosto Márquez envió ante el rey al padre Planas (que era el capellán del regimiento de Cazadores de Alba de Tormes), que actuó como emisario del coronel ante el Rey. Los junteros exigían «hombres nuevos» y «procedimientos nuevos», pues «si España ha de salvarse», no debía ser con «los que hasta ahora ejercieron las funciones de Gobierno sin lograr beneficio positivo para la patria y siendo, en cambio, los factores del propio descrédito»; y, en definitiva, apelaba a la conformación de un gobierno de concentración que debía convocar Cortes constituyentes, aunque le garantizaba que estas no debían poner en cuestión la forma política del Estado.
La propuesta llegó a manos del rey, pero este se negó a recibir al padre Planas, causando la indignación de Márquez. Para Márquez, el rey ya no tenía excusa. Consideraba que el rey había abandonado a los junteros y le acusaba de ser responsable de la huelga revolucionaria de agosto, y de que la nación estaba siendo presa de la anarquía. En este sentido, el coronel consideraba que las juntas debían hacerse cargo del poder y, para ello, convocó una asamblea general de representantes de las distintas juntas regionales de toda España. Márquez atribuyó al Gobierno y al ministro de la Guerra, Primo de Rivera, en concreto, la responsabilidad de que no se hubiesen tenido en cuenta las exigencias de las juntas del mes de junio. Por ello, proponía presentar directamente al rey un manifiesto-ultimátum reiterando las exigencias, pero con una apelación que reclamaba el nombramiento de un nuevo Gobierno.
La huelga tenía que ser una demostración tal de fuerza que provocara la caída de quienes usufructuaban el poder, y si el rey y su Gobierno se mantenían firmes en sus puestos, el pueblo tenía el derecho a echarlos por la fuerza.
La noticia más sobresaliente fue la circulación del manifiesto del comité de huelga madrileño. Anunciaba que había llegado el momento de poner en práctica la huelga general indefinida acordada con la CNT. Los justificaba «cerca de medio siglo de corrupción» que había llevado a las instituciones españolas a la «podredumbre» de un «régimen constitucional ficticio» y «un estado cultural mantenido por los oligarcas en el más bajo nivel». El manifiesto calificaba la huelga ferroviaria como la provocación de un Gobierno de consejeros de poderosas compañías que se habían negado a intervenir en favor de los despedidos. Por ello, el comité ordenaba que la huelga no cesara hasta no obtener las garantías suficientes de iniciación del cambio de régimen mediante la celebración de elecciones sinceras unas Cortes Constituyentes que aborden los problemas fundamentales del país.
Estaba acompañado, además, de unas instrucciones en las que se ordenaba a los afiliados de la UGT y de la CNT «tomar las medidas necesarias» para «la paralización de todos los trabajos”, de modo que “el paro resulte completo”, especialmente entre los tranviarios, ferroviarios, cocheros, panaderos, ramo de alumbrado, obreros municipales y dependientes de comercio. Según el autor:
«Esto suponía dejar a la población incomunicada y desabastecida, sin comida, luz, agua, limpieza o servicios funerarios. Tales medidas necesarias no se detenían en la persuasión y el cese voluntario del trabajo, sino que la huelga debía imponerse por la fuerza a los que no quisieran sumarse, y la interrupción de todo transporte era la forma más eficaz de evitar quien deseara trabajar pudiera hacerlo. El uso de la coacción no debía cesar “hasta que no se hayan obtenido los resultados que se persiguen» (Villa García, 2021: 380).
Asimismo, el manifiesto incitaba a las juntas, a los soldados y reclutas y a la misma policía a unirse al movimiento o abstenerse de actuar en contra de la huelga revolucionaria. No obstante, el mejor recurso que utilizaron los socialistas y los anarquistas para disuadir a los agentes de empelar la fuerza fue la presencia, bien visible y en vanguardia, de mujeres y adolescentes en los grupos de huelguistas.
Instrucciones semejantes, aunque más duras, daba el comité de la CNT. Exigía disciplina, ir a al huelga sin vacilaciones y contestar en la misma proporción cualquier agresión a al fuerza armada y haciendo blanco si es posible. Anunció que la CNT consideraría traidores a todos los que directa o indirectamente propaguen noticias contra la efectividad de la huelga general y que tacharía de traidores, de mercenarios ambiciosos e inútiles, escoria del proletariado, a los ferroviarios que no se sumaran a la huelga revolucionaria.
En este sentido, el autor nuevamente desmiente otro tópico historiográfico por el cual la huelga revolucionaria de agosto de 1917 había sido pacífica, y que, en realidad, fue el Gobierno de Dato quien difundió la idea falsa de que el Ejército había sofocado la huelga porque se efectuó un grado de violencia sin precedentes. Sin embargo, el autor acude a los testimonios de los principales protagonistas de los sucesos de ese mes, y llega a la conclusión de que nunca se había tenido la intención de llevar a cabo un paro de carácter pacífico, sino que, por el contrario, se buscaba asestar un golpe de fuerza que derrocara al Gobierno, y que si este fracasó fue porque no pudieron disponer de armas suficientes para para combatir a las fuerzas del orden.
El día 13 de agosto dio comienzo la huelga insurreccional, que se empezó a notar con en el corte parcial de las comunicaciones. Durante la mañana aumentaron los desórdenes en varias capitales de provincia y en numerosos centros industriales, después de que los rebeldes que querían imponer la paralización de la actividad chocaran una y otra vez con las fuerzas del orden público. A las 14:00 de la tarde, Dato declaró el estado de guerra en toda España. El Gobierno suspendió las comunicaciones telegráficas y telefónicas para evitar que los revolucionarios las usaran para coordinarse, y el día 14 tomó medidas para incrementar los efectivos a su disposición y asegurar el funcionamiento de los servicios básicos. Se llamó a los reservistas y se militarizaron los servicios ferroviarios, los abastos y el suministro eléctrico y de agua. Los sucesos más graves de la huelga revolucionaria de agosto de 1917 se produjeron en Barcelona, que fue el baluarte por excelencia del movimiento revolucionario, Madrid, Bilbao, Asturias, la zona de Levante y Huelva.
Barcelona, cuna de junteros y asambleístas y zona de influencia cenetista, era la clave de la insurrección. Contaba con la ventaja añadida de tener unas autoridades regionales y locales desafectas. Cambó conocía el plan y la Lliga mantuvo una postura de apoyo solapado a la revuelta. Además, destacados industriales y comerciantes catalanistas transmitieron a sus empleados que no perderían jornal por ir a la huelga. Quienes se lanzaron con ardor y contra una ciudad bien guarnecida fueron los cenetistas. Los grupos de acción anarquistas, bien organizados, armados con pistolas y explosivos, lideraron el corte de la circulación tranviaria, que contó con la ayuda de militantes de la juventud socialista. El tiroteo con la fuerza pública fue constante y especialmente e intenso durante la tarde del 13.
El capitán general de la IV Región Militar, Marina, sabía que, para evitar el triunfo del levantamiento, había que asegurar la circulación de tranvías, el aprovisionamiento de comida, la apertura de los comercios, el alumbrado y el agua, y eso obedeció el despliegue de la tropa. De acuerdo con el gobernador civil de Barcelona, se debía tomar la precaución de desarmar a los somatenes afectos a la Lliga, así como intentar desligarse lo máximo posible de los junteros. Emplazó baterías de montaña en la Plaza de Cataluña y en otros puntos estratégicos para tomar varias casas donde los rebeldes se habían hecho fuertes. Cuando los cenetistas vieron actuar a los militares contra ellos, se desmoralizaron, pues muchos esperaban lo contrario. El 14 de agosto, las fuerzas del orden público se hicieron con el control del centro de Barcelona y recluyeron a los rebeldes en las barriadas. La artillería siguió cañoneando para rendir diversos centros de la CNT en los que resistían sus militantes, que tiroteaban a las patrullas o a los tranvías.
La verdadera batalla fue cuando los guardias intentaron clausurar la sede de la CNT. Los anarcosindicalistas se atrincheraron en ella y levantaron barricadas en las calles adyacentes. El intento de los escasos guardias de desalojarles fue recibido con un intenso tiroteo y con bombas caseras, y fracasó. El orden se restableció tras la llegada de tres compañías de Infantería del regimiento de Vergara y dos piezas de artillería, al mano de González de Escandón, cuyas fueras se usaron para tomar cuatro edificios en los que se habían hecho fuertes los cenetistas.
Las bajas totales del episodio revolucionario de octubre se han calculado en torno a más de un centenar de muertos, incluyendo tanto civiles como agentes y soldados de las fuerzas del orden y, al menos, el triple en lo que atañe al número de heridos graves entre ambos bandos. Solo la confrontación en Catalunya provocó, según el autor, 44 muertos y 78 heridos. Por parte de la fuerza pública ocho muertos y 33 heridos entre soldados y policías, de los que 17 bajas ocurrieron en Sabadell. Sostenida exclusivamente por anarquistas y sindicalistas, y sin que los republicanos aparecieran por sitio alguno, el 15 de agosto se puso de manifiesto que la insurrección había fracasado.
Pese a que el 16 de agosto los ferroviarios de la UGT y la CNT habían decidido continuar la huelga confiando en que los de las Compañías Madrid-Zaragoza-Alicante y Madrid-Cáceres-Portugal se incorporaran, estos no lo hicieron. Asimismo, varios empleados denunciaron que no se estaban defendiendo los intereses ferroviarios, sino otro tipo de pretensiones e intereses que poco o nada tenían que ver con su sector. Derrotados y sin contacto con Madrid, varios subcomités territoriales de la UGT ordenaron el 19 de agosto la vuelta al trabajo. Excepto el foco asturiano y otros aislados, el día 20 todo había terminado y el Gobierno desmovilizó a los reservistas y desmilitarizó los servicios básicos. Con la huelga solo habían conseguido que las compañías despidieran a los militantes que holgaron o les sancionaran con rebajas salariales por el abandono injustificado de sus puestos de trabajo.
Los directivos de la UGT y la CNT habían llevado a los suyos al desastre. Los dos sindicatos quedaron desarticulados durante varios meses y no se recuperaron hasta el segundo semestre de 1918, ante las expectativas creadas por la revolución bolchevique. La más perjudicado fue la UGT, que sufrió una disminución considerable en el número de afiliados. El debilitamiento de la UGT y de la CNT estuvo directamente relacionado con la disminución de huelgas que se convocaron en el último trimestre de 1917. A partir de septiembre se produjeron menos huelgas que en el resto de los países europeos, incluidos los beligerantes. A todo ello hubo que sumar los cuantiosos daños materiales y las repercusiones económicas, que ya eran muy graves como consecuencia de los bloqueos marítimos perpetrados por Alemania. A la larga, la situación económica derivó en una grave estanflación que, en el libro, refleja una realidad bien distinta a la supuesta bonanza económica que mantuvo España durante el conflicto mundial.
Las juntas de los suboficiales y el final del coronel Márquez: las reformas militares de Cierva
El 12 de junio de 1917, un grupo de suboficiales dirigió a al Junta Superior de Infantería una solicitud. En ella, los suboficiales deseaban cerrar las frustrante brecha que la norma provocaba entre los oficiales de la academia y los ascendidos desde la escala de reserva, con salarios bajos y exiguas posibilidades de promoción. Querían obtener mejoras salariales y que se desbloquearan los ascensos a la oficialidad en la escala de reserva, que había restringido el liberal Luque en 1912. Como no obtuvieron respuesta, dos días más tarde, el 14 de junio, los suboficiales más activos se dividieron; unos buscaron ligarse a las juntas de sus superiores y canalizaron sus reivindicaciones por medio de ellas, otros prefirieron aliarse directamente con el ministro de la Guerra, que mostraba una buena disposición hacia ellos para debilitar el poder de la Junta Superior de Infantería. A cambio, pedían ascensos por rigurosa antigüedad, turnos para ir a Marruecos y la abolición de la ley Luque de 1912. Sin embargo, a partir del 1 de julio otros suboficiales constituyeron juntas de cabos y soldados, que los socialistas trataron de ganarse a su favor aunque sin éxito éxito.
En noviembre de 1917, al no producirse mejoras salariales, se manifestó un alistamiento masivo de estas clases en sus propias juntas. Estaban insatisfechas al conocer que los planes de Márquez postergaban parte de sus demandas y marginaba a los sargentos, que quedaban reducidos a tropa mientras los empleados inmediatamente superiores eran asimiladas al cuerpo de oficiales. De la potencia del movimiento da cuenta que algunas fuentes elevan a 15.000 sus efectivos. Vestidos de paisano, con instrucciones en clave y reuniones secretas, estos visitaban las guarniciones para captar adeptos.
La Junta de suboficiales de Madrid contaba con un comité de acción secreto dirigido por el capitán Restituto Mogrovejo, estrechamente ligado a la CNT, que lideraba un grupo de sargentos abiertamente revolucionario cuya misión era actuar como junta suplente en caso de que el Gobierno arrestara a los miembros de la Junta de suboficiales de Valencia (que era la más importante). Si esto ocurría, estaban preparados para dar un golpe que incluiría el secuestro del rey a manos de varios sargentos de su escolta. En diciembre de 1917, Mogrovejo informó de sus planes a reformistas, socialistas y republicanos, con quien contactaron a través de Araquistáin. Todos prometieron su apoyo.
La relación de los sargentos junteros con sus superiores era cada vez más tensa. Los oficiales comenzaron a dormir en los cuarteles, en previsión de motines, y los sargentos rebeldes lo hacían «con el fusil oculto en la cama». También el movimiento juntista empezó a extenderse entre la tropa. Juan de la Cierva y Peñafiel, ministro de la Guerra durante el segundo gobierno de García Prieto, no estaba dispuesto a permitir esto, pues sería el golpe de gracia a una disciplina ya de por sí dislocada y otorgaría una nueva oportunidad para una intentona revolucionaria de la misma forma que en Rusia. No le fue difícil convencer a los oficiales junteros, que en su asamblea del mes de septiembre ya habían sumido que era necesario evitar que sus subordinados se organizaran en una junta independiente. Sin embargo, el 11 de diciembre esta no solo se había consolidado, sino que había alcanzado tal magnitud de fuerza que obligó a Cierva a informar de sus existencia a los capitanes generales y gobernadores militares de las diversas plazas. Los jefes y oficiales cerraron filas con el ministro de la Guerra y los generales, y Cierva contactó con los brigadas y sargentos implicados para comunicarles personalmente las reformas que proyectaba y pedirles que no siguieran adelante con la organización. Los sargentos se negaron. Su rotunda negativa llevó a pensar a Cierva que había «personas extrañas al Ejército» que estaban animando el movimiento con fines subversivos. Se refería a los republicanos, los socialistas y los anarcosindicalistas, que recibían exultantes la organización de los suboficiales.
El ministro tenía en su poder varios de los telegramas en clave que se enviaban los sargentos junteros, que fueron interceptados por la Policía, y que confirmaban sus contactos con los dirigentes antimonárquicos. Solicitaban del ministro de la Guerra el reconocimiento de su organización en los mismos términos con que se reconocieron las de los jefes y oficiales el 12 de junio de 1917, con objeto de tener participación e influencia directa, sin intermediarios, en las reformas que se preparaban. Pedían un plazo para elevar a Cierva una síntesis de las aspiraciones de las clases de tropa, lo que presuponía la convocatoria de una asamblea propia patrocinada por la junta central de Valencia.
En previsión de que el Gobierno no cedería a sus requerimientos, los sargentos prepararon un golpe que debía producirse la madrugada del 4 de enero, con un mensaje en clave que los destinados en los servicios de telegrafía y telefonía transmitirían a todas las guarniciones. Las comunicaciones se cortarían y los sargentos se harían con los cuartos de banderas, deteniendo a los oficiales, y tomarían el mando de las unidades militares. También ocuparían el Ministerio de la Guerra, las capitanías generales, los gobiernos militares y el Palacio Real, haciendo prisionero al rey y a sus superiores jerárquicos. El comité de acción secreto se establecería en Palacio y, acto seguido, convocaría a los políticos republicanos y socialistas para proclamar la república.
Cierva y García Prieto acordaron que acuartelarían las tropas y suspenderían las comunicaciones telefónicas y telegráficas para evitar una acción simultánea de las juntas de suboficiales, que eran muy fuertes en Madrid, Valencia y Zaragoza. El ministro de la Guerra se reunió el 4 de enero con el capitán general y los generales y coroneles de la guarnición de Madrid para desmantelar el movimiento. Los jefes y oficiales separaron de la tropa a los sargentos junteros y los arrestaron, al tiempo que ordenaron quitar los cerrojos de las armas y guardarlas bajo llave.
En todos los cuarteles se hizo formar a las unidades, y a los suboficiales se les obligó a declarar bajo juramento si pertenecían o no a las juntas y si continuarían militando en ellas si el Gobierno las disolvía. Los oficiales debían licenciar a los cabecillas del movimiento y a apartar del Ejército a quienes no se comprometieran a abandonar las juntas. Fueron apartados del Ejército 20 suboficiales, casi 80 brigadas y alrededor de 150 sargentos, aunque el Gobierno sabía que hasta casi 3.000 se habían comprometido estrechamente con su junta.
Los licenciados acudieron a los periódicos para quejarse y reafirmarse en que no pretendían más que crear un organismo de reivindicación profesional. Como la previsora acción de Cierva había desbaratado el complot antes de que empezara, el 30 de enero de 1918 el ministro pidió a las juntas de reenganche que aplicaran amplitud de criterios e hicieran reingresar a todos aquellos expulsados que abjuraran explícitamente del juntismo, lo que benefició a aquellos que no tenían relación alguna con las actividades revolucionarias.
En cuanto a la caída del coronel Márquez, el 30 de noviembre de 1917, Cierva envió un cuestionario a todos los generales, jefes y oficiales para conocer su opinión sobre las reformas militares. Cuando Márquez se enteró, montó en cólera y se opuso a que los jefes y oficiales del arma respondieran individualmente, pues debía ser la Junta Superior de Infantería a la que contestara en representación todos. Pero el vicepresidente la Junta Superior de Infantería, Martínez-Raposo, se interpuso y logró que la circular permitiera a los coroneles dar su opinión siempre que aclararan que era la suya, y no la de las juntas.
Indignado con Cierva, el coronel Márquez buscó apoyo y asesoramiento en Melquíades Álvarez, que le aconsejó que redactara una carta invitando al ministro a marcharse, una maniobra que también puso en conocimiento de Lerroux. Concertado con ambos dirigentes republicanos, Márquez envió la misiva el 18 de diciembre. En ella protestaba por el cuestionario enviado por Cierva al restar autoridad a la Junta Superior, que era el único órgano condensador de lo que piensa el Arma. Además, acusaba de mala fe a Cierva por enviar un cuestionario cuando ya conocía las bases junteras para la reforma militar.
Justo después de enviar la polémica carta por su propia cuenta y riesgo, Márquez informó a Espino y Pérez Palá sobre su mensaje. Los capitanes, desconcertados y no queriendo romper el contacto entre el Gobierno y la Junta Superior de Infantería, se mostraron dispuestos a interceptarla. Sin embargo, el 19 de diciembre llegó a manos de Cierva el 19 de diciembre. El ministro informó a García Prieto. Asimismo, Márquez convocó a la Junta Superior de Infantería para que aprobara la carta y la mandase a los periódicos en nombre de toda la organización. Por su parte, Cierva decidió aprovechar la indignación de Espino y Pérez Palá con Márquez, y les solicitó que se concertaran con Martínez-Raposo y García-Rodríguez, todos ellos altos cargos de la Junta Superior de Infantería, para, entre los cuatro, forzar la caída del coronel. Así, el 26 de diciembre, la reunión de la Junta Superior que debía haber servido para reprobar a Cierva se convirtió en un juicio a Márquez para que respondiera sobre el contenido de la carta al ministro sin tener en cuenta la opinión de la Junta. Le acusaron, además, de actuar en connivencia con los republicanos. El coronel salió destituido de aquella tormentosa reunión. Le sucedería interinamente Martínez-Raposo hasta que, el 18 de enero, este cedió la presidencia al coronel José Hechevarría.
Desde entonces, el coronel, converso públicamente al republicanismo y a la perentoria necesidad de una revolución en España, mostraría su enfado hacia sus antiguos compañeros a quienes acusaba de convertirse en peones de Cierva, así como arrepentimiento por no haber conducido a las juntas a un golpe de Estado que acabara con la monarquía constitucional.
Por otro lado, Cierva publicó un Decreto para solucionar de una vez por todas el dramático problema militar. Se trataba de una reforma en profundidad compuesta de once bases. En general, se reorganizaban las Fuerzas Armadas en tres grandes agrupaciones: un ejército de primera línea, otro de segunda línea y un tercero de carácter territorial. Se modificaban las regiones militares y se establecía una nueva organización divisionaria. El ejército de primera línea constaría de 180.000 soldados, lo que hacía que los efectivos de España se acercaran a los de los países neutrales. Estos, se distribuirían en 16 divisiones de Infantería y tres de Caballería, con regimientos completos de artillería pesada y ligera, un batallón de Zapadores, una compañía de Telégrafos, una sección de Alumbrado y servicios de Intendencia y Sanidad. Se preveía incrementar las escuelas de mando e instrucción para los reservistas movilizados y los reclutas que formarían el ejército de segunda línea, mientras que la reserva territorial se nutriría de los veteranos..
Los ascensos, las recompensas y el retiro del personal militar volvían a regularse. Se disminuía en dos años la edad de jubilación de los generales, pero no se tocaba la de los oficiales, una importante cesión a los junteros. Los ascensos se corresponderían estrictamente con las vacantes de cada arma o cuerpo, para que no hubiera ni excedentes ni destinos sin cubrir. La plantilla de jefes y oficiales constaría de 13.915 efectivos, de los que 11.190 serían de las escala activa. Disminuía, por otra parte, el número de generales, coroneles, tenientes coroneles, comandantes y capitanes entre un 8 y un 20%, dependiendo del empleo, y aumentaba notablemente el de tenientes, un 20% para paliar la escasez que generaban los ascensos a capitán.
La antigüedad se establecía como criterio supremo en los ascensos y los destinos, pero se compensaba con otros requisitos, como una excelente conceptuación, mando efectivo en tropa o aptitud física comprobada. Los empleos superiores a capitán los evaluaría una junta clasificadora, y los inferiores, los capitanes generales o el ministro de la Guerra, si el militar pertenecía a la Administración central. Cierva no cedió a la aspiración juntera de prohibir los ascensos por méritos de guerra, que los decidiría, mediante expediente con un informador favorable y otro contrario, el Consejo Superior de Guerra y Marina. El ascenso finalmente debía aprobarlo las Cortes con rango de ley. De ese modo, al complicarse el procedimiento de ascender por méritos, se imponía un sucedáneo de escala cerrada (ascenso por antigüedad).
Los suboficiales lograban el grueso de sus aspiraciones y se abolían las restricciones de 1912 para que pudieran acceder a la oficialidad: podrían ascender a la escala activa ingresando en las academias militares mediante pruebas reglamentarias y a cargo del Estado, y también podrían ascender en la escala de reserva hasta el empleo de capitán.
Los salarios, erosionados por la inflación, se revisaron al alza. A los sargentos, por ejemplo, se les subiría un 30%, y para los cabos y soldados se consolidaban las 91,25 pesetas al año que Dato les aumentó en 1917. Además, se abonaría a los jefes y oficiales una gratificación anual de 500 pesetas por quinquenio de antigüedad en la misma categoría, para que no tuvieran que esperar al ascenso para mejorar su retribución. El coste inmediato de la reorganización y los salarios ascendió a 92 millones de pesetas, y la inversión en rearme e instalaciones, a 1.200 millones, distribuidos en varias anualidades.
Sin embargo, el decreto de Cierva no pudo ser aprobado hasta el Gobierno de Maura, por lo que la tensión entre el juntismo militar y las autoridades civiles se mantuvo durante varios meses más. En cualquier caso, la gestión de Cierva, a pesar de que maniobró erróneamente en lo que respecta a la problemática de las juntas de los funcionarios y de los telegrafistas, fue, según el autor, muy positiva. «Había logrado aunar el apoyo de los junteros a unas reformas militares cuya continuidad y vigencia decidirían las Cortes, y acababa con su estructura piramidal y asamblearia». La aprobación del decreto se retrasó unos meses, ya que el segundo gobierno de García Prieto colapsó antes de que se pudiera debatir la propuesta en las Cortes. No obstante, otro de los mitos historiográficos que desmiente el libro es el relativo a calificar a Cierva como un ministro autoritario que no fue capaz de solventar el problema de las juntas de Hacienda, Telégrafos, Correos y Gobernación. Y es que frente a la vía de la moderación y el diálogo por la que había apostado para solventar la cuestión del juntismo militar, decidió, en contraposición, aplacar el juntismo civil con una mayor firmeza, lo que, por otro lado, aunque no justificara esa actitud, ya habían puesto en práctica otros gobiernos europeos como la Francia republicana entre 1907 y 1912. Sea como fuere, Cierva fracasó y, tras varias discrepancias con García Prieto, se produjo la caída del Gobierno que derivó en una nueva crisis de Gobierno que obligó a constituir, in extremis (el monarca amenazó con abdicar si nadie le prestaba su apoyo para constituir un Gobierno), un gabinete bajo la presidencia de Antonio Maura.
Entonces, ¿lo recomendamos?
Aunque los motivos están más que explicados en el libro, una de las problemáticas que más me han sorprendido es la relativa a la inestabilidad gubernamental. Y es que a la difícil tarea de formar Gobiernos y postular pactos entre las diversas tendencias, —así como la negativa constante de numerosas personalidades a la hora de aceptar las peticiones del monarca para constituir un nuevo gabinete—, se sumaba la ausencia de entendimiento por parte de las grandes figuras políticas del periodo, lo que, desde mi punto de vista, supuso un obstáculo casi infranqueable para el sostenimiento del sistema de la Restauración. Las dimisiones eran muy frecuentes y, a veces, aunque quizá peque de presentismo, eran consecuencia de pequeñas discrepancias que no aparentaban tener demasiada importancia. En mi opinión, y creo que quien decida emprender la lectura lo podrá comprobar, el pequeño conflicto o malentendido entre Cierva y García Prieto es un ejemplo de ello.
Otro elemento que quiero resaltar fue la actitud que adoptaron los nacionalistas, que cambió radicalmente cuando, al declararse el estado de guerra, se constató que el Ejército no se inhibiría, es decir, que no se abstendría de sofocar la huelga revolucionaria de agosto. Por tanto, la Lliga, en su afán oportunista, emitió un comunicado o manifiesto dirigido a los ciudadanos de Barcelona alegando que «la renovación de la vida pública que toda España anhela no puede ni ha de lograrse por medio de procedimientos de fuerza que quizá el Gobierno busca y provoca para ejecutar una represión sangrienta y justificar de este modo su permanencia en el poder, presentándose como defensor del orden y la paz». Con ello, pretendía desligarse del movimiento revolucionario para volver a intentar ganarse el apoyo del Ejército. En un primer momento, Cambó logró lo que se proponía como consecuencia de dos factores: la presión de las juntas y la publicación de un desafortunado telegrama en el que, supuestamente (según las declaraciones que expuso públicamente el coronel Márquez), el ministro de la Gobernación, Sánchez-Guerra, ridiculizaba las pretensiones de las juntas (aunque la verdadera autoría del telegrama se desconoce). Esto provocó fuertes críticas incluso dentro del Partido Conservador, lo que causó, a su vez, la dimisión de Dato y el comienzo de un nuevo Gobierno de concentración en el que entraron varios ministros, entre ellos Cambó, procedentes de la Lliga Regionalista. Sin embargo, es en este momento cuando, según mi criterio, se puede contemplar una de las mayores contradicciones del nacionalismo catalán. Y es que, si bien quería acabar con el supuesto «caciquismo» y la injerencia gubernamental durante los procesos electorales, Cambó no dudó en emplear los resortes del poder para intentar obtener un mayor número de concejales que sus rivales durante las elecciones locales que se celebraron el 11 de noviembre de 1917.
Si el sistema de la Restauración, que incluía un complejo funcionamiento de la monarquía constitucional y un camino lento pero sostenido hacia una democracia efectiva, había nacido para evitar la inestabilidad y el exclusivismo del periodo isabelino, este colapsó como consecuencia de dos elementos: el primero, la injerencia de las fuerzas antimonárquicas que querían destruir el turnismo y sustituirlo por su propio ideal de «democracia»; y el segundo, la propia dinámica interna del sistema. Este último condicionante denotaba que, en un futuro muy próximo, el incumplimiento de las «reglas del juego» electoral ya no iban a reflejar una simple anomalía derivada de la intransigencia de algunos notables locales o provinciales con el «encasillado», sino que, poco a poco y ante la concurrencia de gobiernos cada vez menos «artificiales» —especialmente como resultado de una competencia electoral cada vez más desarrollada—, el propio sistema de la Restauración se habría visto obligado a mutar y a introducirse de lleno en una forma de Estado liberal-democrático, que no es otro modelo organizativo sino con el que convivimos actualmente y que garantiza la confluencia de elecciones competitivas libres. Sus resultados, además, los habrían refrendado los votantes sin necesidad de un reparto de candidaturas confeccionado previamente. Esta evolución, sin embargo, fue totalmente vulnerada tanto por las fuerzas antimonárquicas como por la incapacidad del régimen de la Restauración de volver al funcionamiento institucional previo a la crisis de 1917. A partir de este momento, en cambio, la inestabilidad y las constantes crisis de gobierno imposibilitaron la convivencia, lo que, sumado a la grave recesión de posguerra, desembocó no solo en el ascenso del dictador Primo de Rivera, sino también en el renacimiento de los exclusivismos políticos que frustraron todos los intentos de forjar una democracia efectiva y consolidada. Esta deriva autoritaria de la política española, según el autor, se mantuvo, salvo periodos muy puntuales (1918-1923, 1930-1931, 1933-1936), hasta 1975.
No ha sido mi intención analizar la evolución estrictamente económica y política (incluyendo la dramática situación internacional), así como otros aspectos del libro que, por lo menos desde mi perspectiva, resultan menos conocidos (la cuestión de las juntas civiles y la problemática de los funcionarios y telegrafistas; o el asunto del telegrama que provocó la caída del gobierno de Dato en octubre de 1917, entre otros), ya que considero que están mucho mejor detallados en la obra y porque mi intención radicaba en demostrar una de las principales tesis del libro: que las crisis de 1917 tuvieron más conexión (de hecho, se coordinaron) de lo que se pensaba realmente. En relación con la evolución política del periodo, se ha de destacar la presencia de anexos al final del libro que facilitan mucho la lectura. Estos integran listas y cuadros con los diferentes gabinetes de Gobierno que se formaron entre 1913 y 1918, los nombres de los dirigentes de los principales partidos políticos de esta etapa, así como la ideología y las fechas en las que se fundaron cada una de las formaciones más relevantes del periodo. Otro punto de gran interés es el relativo a la gran cantidad de referencias secundarias que ha empleado al autor, que son más de 270. Por si fuera poco, advierte en el apartado bibliográfico de que consultó y empleó una lista de obras mucho mayor de las que están descritas en el apartado correspondiente. Asimismo, sobresalen infinidad de fuentes hemerográficas y numerosos testimonios basados en las memorias de los principales protagonistas de los sucesos de 1917. Igualmente, las fuentes archivísticas son amplísimas y no solo se limitan al ámbito nacional, sino que el autor ha plasmado numerosos datos procedentes de la documentación que ha podido consultar en otras instituciones de gran relevancia a nivel internacional.
Uno de los factores por los que fracasó la insurrección de 1917 fue la existencia de intereses muy contrapuestos dentro de las organizaciones revolucionarias. Si incluimos a los nacionalistas, se podría concluir que la coalición revolucionaria fracasó porque desde el principio no aspiraban a conseguir los mismos objetivos. Por lo tanto, incluso suponiendo que las fuerzas antimonárquicas se hubiesen alzado con la victoria, la inestabilidad política de la que tanto responsabilizaban a la monarquía constitucional se habría mantenido. De hecho, es muy probable que se hubiese agudizado, ya que se debe tener en cuenta que la crisis económica fue un factor que superaba ampliamente cualquier tipo de planteamiento gubernamental: se estaba librando una guerra de proporciones nunca vistas hasta ese momento y, por ende, la situación internacional y su evolución influían de forma decisiva en las vicisitudes económicas y sociales sin que ningún Gobierno pudiese contrarrestar totalmente la magnitud de las efectos inflacionarias derivados, en gran parte, del bloqueo marítimo alemán. Lo único a lo que pudieron aspirar para intentar paliar la situación fue aplicar una serie de medidas que limitaban tanto el consumo de carbón como las exportaciones de productos de primera necesidad. Se intentó, por otro lado, establecer un sistema de fijación de precios que, sin embargo, restringió mucho más la oferta y solo consiguió empeorar la coyuntura.
Por todo lo apuntado hasta ahora, el equipo de Archivos de la Historia quiere recomendar encarecidamente la lectura de este magnífico libro. Una obra que, en otro orden de ideas, se ha convertido ya en una investigación de referencia tanto para la academia, puesto que ha permitido llenar un vacío historiográfico de gran importancia, como para todas aquellas personas y estudiantes interesados en la historia de España contemporánea. De hecho, esto es así debido a que la monografía, además de analizar uno de los episodios más convulsos e impactantes de la crisis de la Restauración, derriba mitos historiográficos que, hasta hace muy poco tiempo, habían gozado de una aceptación generalizada por parte de amplios sectores y niveles educativos de nuestro país. En definitiva, la lectura de 1917. El Estado catalán y el soviet español, no dejará a nadie impasible y, sin lugar a duda, permitirá a todo aquel que se decante por emprender su lectura disfrutar de una experiencia interpretativa alejada de los tópicos regeneracionistas que aún perviven en el imaginario colectivo. Estos, además, se han basado siempre en explicaciones y en relatos simplistas de un periodo que, en realidad, fue sumamente complejo, interesante y perfectamente amoldable a la realidad y al funcionamiento sociopolítico que mantenían otros Estados avanzados del continente europeo en ese mismo contexto.
Bibliografía
– VILLA GARCÍA, Roberto: 1917. El Estado catalán y el soviet español, Espasa: Barcelona, 2021.