La historia de los moriscos es la historia de un pueblo al que le hicieron sentir extraños en su propia tierra, extraños en sus propios hogares. Durante más de un siglo de existencia como comunidad, asentada y estructurada, la monarquía intentó asimilarlos por diferentes vías y con diversos intereses, con relativos escasos resultados. En su día ya hablé de como eran y se estructuraban los moriscos de una de las zonas con mayor población morisca (hasta 1571), Andalucía, pero hoy me gustaría hablar sobre la política y discurso de los Austrias ante la Minoría Morisca.
Introducción: La creación de la minoría morisca
En 1492 los Reyes Católicos entraban en Granada tras diez años de guerra contra los últimos emires de la Alhambra. Con esta contienda, la de la Guerra de Granada (1482-92), se ponía fin a Al Ándalus como entidad política, más no con su población y cultura. Los musulmanes de las coronas de Castilla y Aragón continuaron viviendo en sus zonas de residencia habituales como mudéjares, y lo mismo ocurría en Granada tras las capitulaciones de esta, en 1492. Estos podían seguir practicando el islam, tener sus mezquitas, vivir en sus aljamas (barrios donde se concentraban la mayoría de estos en caso de residir en zonas de mayoría no islámica) y seguir usando su lengua, la algarabía, el árabe andalusí.
Sin embargo, la política de la corona iba a ser algo diferente. Los Reyes Católicos tenían en mente una rápida evangelización del reciente conquistado reino de Granada, algo encargado a Fray Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel, el cual creía en una predicación basada en la dialéctica y no en la coerción, pues entendía que las conversiones debían ser honestas, o no serían válidas. Sin embargo, a finales del siglo XV el ambiente en Granada seguía siendo sumamente islámico, pareciendo que el proceso comenzado por Talavera no estaba dando sus frutos. En el año 1499 el Cardenal Cisneros minó la autoridad de Fray Hernando, mostrando una actitud mucho más despótica. Esta actitud le llevó a realizar conversiones forzosas sobre mudéjares y elches (cristianos convertidos al islam), incumpliendo las capitulaciones, lo que llevó a que gran parte de la comunidad granadina se sintiese atacada y actuara rebelándose. Dicha rebelión, comenzada en el Albaicín, se extendería hasta La Alpujarra a finales de 1499. Para 1501 estaría sofocada, y para el 14 de febrero de 1502 se firmarían los edictos de conversión forzosa por parte de Fernando el Católico. Estos edictos afectarán a toda la corona de Castilla, teniendo que bautizarse los moriscos de dicha corona.
En el reino de Navarra tendríamos que esperar hasta el año 1516, con Carlos I, tras la anexión del reino a la Corona de Castilla en 1512 por parte de Fernando el Católico, cuando se impuso la misma pena para los mudéjares del reino, extendiendo la aplicada en el resto de Castilla. Sin embargo, fue un proceso dilatado, y que se prolongaría hasta 1520. En este caso observamos que los mudéjares suponían una ínfima minoría, la mayoría asentados en Tudela, donde suponían un 20% de la población local. Muchos de estos moriscos pudieron marcharse a la vecina Aragón, donde podrían continuar como mudéjares unos años más, o hacia el norte de África, lo que hacía que la mayoría de las conversiones fuesen, excepto algunos casos, sinceras.
En enero de 1516 Fernando II de Aragón fallecería, viajando a la península un joven Carlos, hijo de Juana I de Castilla y de Felipe el hermoso, heredero de los reinos hispánicos de sus abuelos Fernando e Isabel, además de la dignidad imperial y los territorios patrimoniales de la casa de Austria y Borgoña. En este viaje Carlos juraría los fueros y leyes de todos los reinos.
En 1519 estalla en Valencia la revuelta de las Germanías, que duraría hasta 1523. En esta revuelta, de carácter social y anti nobiliario que se pugno entre las burguesías urbanas y las noblezas rurales, los mudéjares valencianos se encontraron en medio del fuego cruzado. Estos mudéjares suponían un número importante de la población del reino de Valencia, y durante la revuelta fueron una pieza clave para los señores feudales valencianos. Tanto lo fueron que los rebeldes tomaron represalias contra estos en forma de bautismos forzosos.
Una vez acabada la revuelta hubo diversos procesos para dirimir si estas conversiones habían sido válidas, por el contexto de su realización y su carácter coercitivo. Para 1525, tras varias discusiones, se aceptan como validos tales bautismos, haciendo que entre finales de 1525 y 1526, dicha norma se extendiese al resto de territorios de la corona de Aragón, teniendo los mudéjares que convertirse o ser expulsados. Ante esta tesitura, un grupo de moriscos se marchan a la sierra de Espadán, donde se rebelaron contra la monarquía. A finales de septiembre del mismo año la revuelta estará mayormente sofocada. Es de comentar que el propio Carlos I, en 1526, aceptó la no injerencia de la inquisición de los asuntos moriscos durante 40 años.
Ante este panorama nos encontramos con que todos los reinos hispánicos de los Austrias contienen minorías islámicas convertidas al cristianismo de forma forzosa. De esta manera vemos como estos nuevos musulmanes, que ya partían de una situación de subalternidad, se encuentran con que tendrán que pugnar desde posiciones aún más comprometidas, pues ahora la inquisición puede operar sobre ellos, ya que eran considerados cristiano nuevos o cristians nous. Era una situación completamente nueva para ellos, ya no solo no tenían un estado andalusí al que acudir a resguardarse, si no que oficialmente eran cristianos también (aunque solo nominalmente).
La política de los Austrias ante la minoría morisca
El reinado de Carlos I
Durante el reinado de los reyes católicos, la postura hacia los moriscos fue de relativo pragmatismo, aunque siempre intentando avanzar en los procesos de evangelización de estos. Una vez muerta Isabel de Castilla (1504) y con Juana de Castilla, se intentaron impulsar medidas para que los moriscos abandonasen sus vestimentas típicas en 1508, algo que se logró aplazar hasta 1518, cuando se dispuso un nuevo aplazamiento.
El tema de la vestimenta o la lengua puede parecer un asunto baladí, pero no lo es. El objetivo que se comenzaba a tener desde la monarquía era el de la imposición de la cultura hegemónica, desechando la subalterna, para una mejor asimilación, evitando expulsarlos para no perder ni la fuerza de trabajo ni los capitales que aportaban a las arcas de la monarquía y señores feudales.
Más adelante veremos como uno de los objetivos principales (y el final) es la aculturación del morisco. Durante un largo proceso, la corona entenderá que no se puede evangelizar al morisco sin modificar su desarrollo como individuo, es decir, la instrucción religiosa sin cambio cultural resulta inútil. Las visiones de figuras claves, como la del arzobispo de Granada, Fray Hernando de Talavera, se encuentra en el fondo de este planteamiento. Además del cumplimiento religioso cristiano- “lo que toca al servicio de Dios y buena guarda de nuestra Santa Fe Católica”-, decía Talavera a sus moriscos del Albaicín:
“los cristianos de nación (…) non piensen que aun teneys la seta de Mahomad en el coraçón es menester que vos conforméis en todo y por todo a los cristianos y christianas en vestir y calçar y afeytar, y en comer y en mesas y viandas guisadas como comúnmente las guisan, y en vuestro andar y en vuestro dar y tomar, y mucho más que mucho en vuestro hablar, olvidando quanto pudiéredes la lengua arábiga y faciendola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas.” (Documento publicado por Miguel Ángel Ladero, los mudéjares de Castilla en los tiempos de Isabel I, Valladolid 1964, pp 293-295)
Esta idea que se confecciona en Granada, pero que es recogida por el arzobispo Gaspar de Avalos, se va a aplicar también en el futuro en Valencia. Allí, sin embargo, el ritmo fijado es más lento; no se pretende una ruptura brusca, sino que se espera conseguir la asimilación gracias a un proceso evolutivo. Esto será algo que iremos viendo, pues, a grandes rasgos, encontramos dinámicas relativamente diferentes entre las medidas adoptadas en Castilla y las adoptadas en Aragón.
Para que esta aculturación tuviera una mayor efectividad se fijan grados de represión según la importancia y la blasfemia que suponían las practicas atribuidas. Se establecen tres niveles. En primer lugar, el zalá, el ayuno del ramadán y otras fiestas musulmanas más la circuncisión se consideran muestras de apostasía, y deberán ser puestas en conocimiento de la inquisición, para que sopese sobre las penas.
Un segundo nivel hace referencia a las ceremonias islámicas realizadas en las ocasiones de los nacimientos, sin concretar en qué consisten estas prácticas. En los entierros, se menciona la costumbre de lavar el cadáver. En los matrimonios, se hace referencia a los realizados en grados prohibidos por la iglesia, es decir, de parentesco muy directo. Estas prácticas se condenan, pero no son tan graves, ni suponen la misma pena que las anteriores. También se prohíbe matar la carne a la alquibla, ni atravesada, es decir, sacrificar a los animales para que sean comida halal (permitida para los musulmanes), mirando a La Meca y con un corte en el cuello, jurar por Mahoma, la alquibla o el ramadán; también queda bajo multa que las mujeres se alquenen o se hagan señales en el cuerpo, algo muy típico del norte del Magreb y de los andalusíes. Las multas con que se castigaban estas ceremonias eran de un ducado, salvo los juramentos, penados solo con diez sueldos, y las costumbre de pintarse las mujeres, castigada con seis ducados, una de las penas más altas.
Especial importancia lo relativo a la lengua y al vestido, porque, frente a la prohibición del empleo del árabe o de los vestidos típicos en el reino de Granada, se hacen declaraciones de intenciones, ya que, como antes hemos comentado, para acabar con la religión, primero querían acabar con el entorno cultural de la cultura subalterna. Además, se incapacita a los moriscos para ser padrinos o madrinas, a que no se usen nombres árabes, o usar el árabe bajo pena de multas. La represión más acentuada se produjo contra los alfaquíes, de quienes se temía que siguiesen predicando o realizando ceremonias.
Pese a todo esto, los moriscos de los diferentes reinos hispánicos persistieron en sus formas de fe y cultura. Zonas como el reino de Granada o el reino de Valencia son buena prueba de ello.
Con la anexión del emirato de Granada y la reconversión de este en el castellano reino de Granada, las repoblaciones comenzaron a llegar. Sin embargo, durante los años posteriores a la conquista y a inicios del siglo XVI, estas repoblaciones realizadas por colonos castellanos se realizaron en zonas mayoritariamente urbanas, como la propia Granada, y no sería hasta después de la guerra de La Alpujarra cuando estas colonizaciones se realizasen de manera más intensiva y efectiva. Lo cual nos deja un reino de una clara mayoría islámica que domina, sobre todo, las zonas rurales. Esto provoca que los contactos sean mayoritariamente entre correligionarios, creando una base social más compacta que hace que las aculturaciones y evangelizaciones se hagan francamente difíciles.
Algo parecido ocurre en el reino de Valencia, pero con algunas diferencias. Para empezar, los moriscos no suponían la mayoría del reino, si no un tercio de este. Gran parte de estos residían en zonas rurales bajo la potestad de los nobles valencianos. En esta situación ocurría un panorama muy parecido al de Granada, cuando no eran pueblos habitados solo por moriscos, eran de mayoría morisca, lo que dificultaba su evangelización y transformación, aunque no era el caso de todos los pueblos valencianos.
Volviendo a la política real durante tiempos de Carlos I debemos de destacar la figura de Antonio Ramírez de Haro, miembro del consejo real de Carlos I e inquisidor del reino de Valencia y principado de Cataluña para la causa morisca. La política de Ramírez de Haro se mostró conciliadora, ya que tendía a buscar que los moriscos se cristianizasen y que se integraran en la cultural cristiano vieja. Una asimilación que debía ser paulatina. Para conseguir dicho objetivo era preciso la acción permanente por vía de la actividad de los párrocos. Esto fracasó por dos causas, una personal, ante el abandono de Haro de Valencia (en 1545 enferma), y otra ante la incapacidad de funcionamiento de las parroquias. Unas parroquias que antaño fueron mezquitas, y que tras las conversiones se reutilizaron como iglesias, como ocurriría también en otras zonas de Aragón y Castilla.
Durante estos años nos consta en Valencia la multiplicación de manifestaciones públicas de fe islámica. Los párrocos y los inquisidores de Valencia se quejan reiteradamente, incluso se piden castigos para los que circuncidan. Incluso se recogen la impresión de varios clérigos por Pedro de La Gasca (visitador del reino) que llega a decir: “quan públicamente viven los moriscos de allí como moros, porque aquello (…) es tenido por Verbería.” (BL, Eg. 1832, f. 54;18 de agosto de 1544).
Muchas comunidades moriscas persistieron en mantener sus costumbre y fe, continuadas por alfaquíes que seguían ejerciendo de forma clandestina, incluso muchas veces protegidos por señores nobiliarios para evitar la marcha morisca a otras zonas. Este conflicto no excluyó la convivencia pacífica y amistosa durante la vida cotidiana, algo que se irá resquebrajando ante la presión de la inquisición, la ruptura de lazos comunitarios o con sus señores. También, frente a esa difícil y lenta aculturación nos encontramos con la resistencia morisca y la oposición cristiano-vieja a aceptar a los moriscos como iguales.
En el sínodo de Guadix de 1554, se intentaron acometer reformas que restringieran aún más las expresiones culturales moriscas e intentar acelerar el proceso de uniformización en Castilla, aunque no se aplicaron. Durante los últimos años de Carlos I y primeros de Felipe II se irán llegando a acuerdos económicos para que las comunidades moriscas paguen unos impuestos (además de los que ya pagaban como cualquier cristiano) conocidos como farda, que serviría para engrosar las arcas del estado y la inquisición. Esta última llegó a un compromiso con los cripto musulmanes, este consistía en el pago de 50000 sueldos anuales a cambio de no confiscar bienes. Este acuerdo, alcanzado en el reino de Valencia, permite al reino tener rentas fijas. En 1555 se firma en Aragón un compromiso con los moriscos, al cual se adscriben los valencianos posteriormente, en 1558 se llega a otro con los moriscos de Valladolid. Este último año muere Carlos I, siendo sucedido en el trono de los reinos hispánicos (más otros territorios europeos) por su hijo Felipe II.
El reinado de Felipe II
Con el comienzo del reinado de Felipe II la política que buscaba una asimilación rápida de los moriscos se volvió relativamente más estricta. En Castilla, en el sínodo de Granada de 1565 los planteamientos realizados en el sínodo de Guadix se retoman, y al año siguiente la junta de Madrid, presidida por Espinosa, se pronuncia en favor de estos, es decir, de los sectores de monarquía que deseaban mayor mano dura contra los moriscos, frente a los sectores más transigentes. El 1 de enero de 1567 se promulga una pragmática que oficializa las medidas restrictivas. Ante esto, las elites moriscas granadinas, representadas por Núñez Muley, presentan ante la corte un memorial donde se presentan las costumbres moriscas como algo cultural y no como un elemento subversivo o que pueda amenazar a la corona. Sin embargo, esto de poco servirá, pues las peticiones de los moriscos fueron bloqueadas.
Jaime Bleda, dominico y sacerdote de la parroquia morisca de Corbera (así llamaban a las mezquitas reconvertidas) argumentaba de que estaba cansado de que la cuestión morisca fuese tratada desde juntas de estado en Madrid, hombres poco doctos en la evangelización, en vez de por inquisidores y prelados, argumentando de que era necesario un mayor adoctrinamiento.
El arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, a su regreso del concilio de Trento, se entrevistó en Madrid con Felipe II. La actitud del prelado, respaldado por la corte, solo sirvió para aumentar la tensión que ya existía en el reino de Granada. Y es que Trento y su concilio influyeron de manera decisiva, pues los prelados tenían una mayor intención de asentar su poder en su jurisdicción y comenzar a comerle terreno a la inquisición. Por ejemplo, en el sínodo provincial de 1565 se aprueban diversas penas para los que no aprendiesen la doctrina católica, además se propuso al monarca la adopción de prohibiciones más duras contra los moriscos (prohibición de ropas, lengua, baños, fiestas…) medidas que la monarquía ya había tomado o intentado tomar desde tiempos de los reyes católicos. La monarquía de Felipe II estaba dispuesta a eliminar las costumbres moriscas, ya que, el reino de Granada, según sus contemporáneos, aún continuaba siendo un lugar donde se respiraba un aire completamente andalusí. La dominación castellana, que no llegaba ni al siglo, una población reticente al dominio de los conquistadores, mayoritariamente islámica (en algunas comarcas de forma absoluta), con contactos constantes con el norte de África y sin instituciones fuertemente asentadas con las que enfrentarse, hizo que la corte actuara de forma mucho más contundente frente la contrahegemonía morisca.
Esta presión sobre los moriscos del reino de Granada hizo que en 1568 estallase la conocida como Guerra de La Alpujarra. Esta guerra duraría de 1568 hasta 1571 y, pese a su nombre, se extendería por casi todo el reino de Granada, concluyendo con la expulsión de la mayoría de estos a otras zonas de Andalucía o de Castilla. Este conflicto supuso un punto de inflexión en la visión y política de la monarquía hacia los moriscos.
En otros lugares, como el reino de valencia y durante los años previos a la guerra de la Alpujarra, la inquisición valenciana se dedicó a la expropiación de las propiedades moriscas, algo que provocó enormes quejas entre señores y moriscos del reino. Esto hizo que la Inquisición se abriese a acordar con moriscos y señores las condiciones de las confiscaciones. Estos acuerdos crearon una fractura en el frente señores-morisco (que hasta entonces había sido relativamente unitario), los cuales veían de distinta manera el conflicto. Los señores, por ejemplo, estaban en contra de la confiscación de bienes enfitéuticos, de donde extraían rentas. La propia inquisición se aprovechó de esto, y más con el estallido de la guerra de la Alpujarra, que endureció y alargó las negociaciones. Mientras tanto, los moriscos valencianos presentaran un memorial en el que piden que no haya confiscaciones, que puedan volver a llevar espadas (pues se les había prohibido tras las conversiones) y que se prorroguen los 40 años de no injerencia inquisitorial firmada por Carlos I en 1526. Y es que, estos, antes de acabar el plazo dado por Carlos I, no solo estaban protegidos por disposiciones reales, si no también papales, lo que hizo que la inquisición desviase su atención sobre los moriscos tagarinos, o de Aragón.
Durante estas negociaciones, la familia morisca Abenamir, que venía liderando el sector morisco, se vio debilitada. Esto se debe a que intentaron sacar beneficios personales de unas negociaciones marcadas por la inminente expropiación de sus propios bienes.
Como dijimos antes, la guerra de la Alpujarra supuso un antes y un después en la política morisca, el miedo a un levantamiento real corrió por lugares antes inexistentes. En Zonas como Valencia o Aragón se llegaron a proponer el internamiento de la población morisca de zonas alejadas de las costas, para evitar que recibieran ayudas de Berbería o Turquía, algo que, aunque no se llegó a cumplir en el momento, si no más tarde, supuso un precedente de lo que serían las exigencias de expulsión total de estos.
Y es que esta medida no llegaría hasta febrero de 1570, cuando en un consejo de guerra celebrado en Córdoba se decide deportar del reino de Granada a los moriscos, y en Valencia mudarlos a zonas de interior del propio reino, alejados de las costas, donde “podrían” ayudar a piratas berberiscos y turcos, o incluso una invasión marroquí a principios del siglo XVII (incluso con apoyo holandés). Aunque se muestran reticencias por miedo a que, al intentar mover a los moriscos, se produzca un levantamiento como en Granada.
Durante los últimos años del reinado de Felipe II tras la Guerra de La Alpujarra, la política contra los moriscos se mantendrá relativamente estable a niveles de estado, pues, excepto alguna que otra intentona de levantamiento, como la protagonizada por los moriscos de Sevilla en 1580, liderada por Fernando Enríquez Muley, la etapa transcurrió con relativa normalidad. Esto se debe a que, en Castilla, tras la diseminación de la minoría, estos no tenían la misma fuerza que antes, y se ven abocados a pelear con las administraciones locales lo relativo a su estatus.
La imagen y el discurso de la monarquía hacia el morisco
Para los contemporáneos, la existencia de los moriscos en una sociedad cristiana suponía un desorden moral en una sociedad organizada. No me atrevería a asegurar que existía una visión extranjerizante del morisco, pero si una mirada «extraña», entendiéndolos como un agente que corrompía con la normalidad. Y es que hay que entender los enormes cambios de carácter religioso que se estaban produciendo en el siglo XVI. Durante este siglo tendrá lugar el Concilio de Trento (1545-1563), de donde se reafirmarán las bases del cristianismo católico e influirá en la política de la monarquía sobre las minorías morisca y criptojudía, aún más tras los autos de fe realizados en Sevilla y Valladolid contra protestantes, pues aumentarán las quejas y la presión sobre estos.
Además, como resultado de la ruptura del cristianismo occidental entre católicos y los nuevos protestantes, la monarquía hispánica, pero sobre todo Felipe II, revisten su proyecto político de un carácter religioso, donde, cada vez que ganan, gana el catolicismo. Y ya no solo frente al protestante, sino también contra el turco o el berberisco. Y es que al morisco se lo posiciona como un agente extraño, un pueblo quintacolumnista, que vive aquí, pero “al servicio de los intereses de Berbería o Estambul”.
Por ejemplo, el 24 de enero al 2 de febrero de 1577 la inquisición notifica una serie de testimonios donde se relata que unos moriscos habían mantenido contactos con las armadas de Berbería y Turquía. Se supone que hubo reuniones secretas con embajadores del sultán de Constantinopla, con orden de desembarcar en Denia y supervisar toda la costa hasta Perpiñán, con flotas enviadas por “el rey de Argel” para desembarcar en Perpiñán y Barcelona. Por parte de las instituciones de la monarquía no se prestó mucha credibilidad a dichos asuntos ya que los berberiscos y otomanos no contaban con puertos cercanos para esconder la flota. Sin embargo, y por cautela, se tomaron algunas medidas cautelares, ya que, aunque se tenía constancia de que estas informaciones no eran verdaderas, los contactos entre turcos, berberiscos y ciertos sectores moriscos fueron muy habituales.
El papel de “enemigos” y quinta columnistas que se asignó a los moriscos, que llegó a revivir el espíritu de frontera y cruzada durante la guerra de La Alpujarra, fue un arma arrojadiza incluso entre ellos, pues cuando se decretó la diseminación de los moriscos granadinos por el resto de la corona de Castilla y un impuesto privativo sobre estos, el resto de moriscos castellanos enviaron cartas al rey solicitando que no se instalasen moriscos en su zona o que no se viesen afectados por dicho impuesto.
También encontramos un motivo demográfico en las críticas y estigmatización del morisco. Al parecer en reinos como el de Valencia, la demografía morisca era muy superior a la demografía cristiano-vieja. Creciendo los moriscos un 69,7%, mientras que los cristianos un 44,7%. Algunas críticas contemporáneas se achacan al casamiento de la totalidad de los hijos de las familias moriscas, mientras que en las familias cristianas se solía casar a los primeros hijos, dejando a los tercerones y cuartos solteros si no podían costeárselo, aunque esto sea más fruto de la mentalidad de la época, y su asociación entre baja natalidad y falta de matrimonios, que de la realidad demográfica.
Encontramos incluso motivos económicos de los más variopintos, como el decir que afectan a la economía pues son tacaños y tienden a esconder lo poco que ganan, algo de donde posteriormente acabarían desembocando en las diferentes leyendas locales del “tesoro del moro”.
Expulsiones y regresos
Tras la muerte de Felipe II en 1598, y el ascenso al trono de su hijo Felipe III, la idea de la expulsión de los moriscos cobró cada vez más fuerza, teniendo en cuenta que las campañas de evangelización potenciadas por Felipe II no habían surtido efecto. Incluso el arzobispo de Valencia, en 1601 remite un memorial a la corte donde cataloga a los cristiano nous no de moriscos, si no de moros, y decir que parece que viven más en Argel que en Valencia.
Durante el comienzo del siglo XVII habrá sucesivos cruces de propuestas, entre las que destaca el Arzobispo Ribera, arzobispo de Valencia, donde aconseja expulsar a los castellanos, más no a los aragoneses. Argumentando que las motivaciones son económicas, ya que al expulsarlos producirían un gran daño para el reino. Y no serían las únicas solicitudes de mantener a los moriscos en sus tierras. Otro motivo económico de importancia para evitar la expulsión fue el endeudamiento de muchos de estos, lo que dejaría sin gran parte de sus inversiones a muchos prestamistas. El Estament Militar de Valencia expresó que muchos comerciantes y hombre de negocios se verían afectados por la expulsión, ya que no solo los señores feudales perderían su mano de obra, sino que también estos. También, pagas extraordinarias percibidas por el estado (como la farda) o los señores feudales tales como (las tandas, cofras y jornales), percibida de forma extra por la minoría morisca, se dejaría de percibir.
Sin embargo, un 4 de agosto del año 1609, Felipe III firmaba las instrucciones definitivas y una serie de cartas para la expulsión de los moriscos valencianos, los primeros en ser expulsados, seguidos de los andaluces. Con la expulsión de los moriscos, Ribera, arzobispo de Valencia, hace incluso una comparación entre Jaime I y Felipe III, a modo de alabanza.
Pero ¿Por qué un monarca aprobaría la expulsión de un sector de su población, incluso cuando esa expulsión supone resultados muy negativos? La respuesta la podemos buscar en el miedo a la perdida de prestigio internacional que supuso la época denominada por la historiografía como “Pax Hispánica”, un periodo iniciado por Felipe II con la firma de la Paz de Vervins en 1598, con Francia, seguido por su hijo con la firma de la Paz de Londres de 1604, con Inglaterra, y la Tregua de Amberes, 1609, con los rebeldes de las Provincias Unidas. Es decir, un periodo de sucesivas paces que hacían temer a la monarquía hispánica una pérdida del prestigio internacional. Ante esto, la monarquía vio en el pueblo morisco un chivo expiatorio perfecto, pues estaban debilitados y disgregados, y expulsándolos se enviaba un mensaje de mano dura y autoridad al resto de estados de Europa y el Mediterráneo.
Como excusas se esgrimieron muchas y diversas, mostradas anteriormente en el discurso imperante sobre esa visión estereotipada y tópica del morisco. Se presentaron como personas tacañas, holgazanas, además del peligro que suponía su capacidad prolífica y sus supuestas actuaciones como quintacolumnistas para marroquíes, turcos y berberiscos.
Tras la expulsión de los moriscos valencianos, los andaluces se apresuraron a vender la mayoría de sus bienes, evitando la confiscación. Ya que los preparativos de la expulsión de los moriscos andaluces estaba datada el 9 de diciembre de 1609. Pregonándose la dicha orden en enero de 1610 por las plazas de Sevilla y Córdoba. Algunas diligencias locales se aprobaron para que solventaran sus deudas antes de ser expulsados, como en Antequera. La mayoría de moriscos andaluces salieron por los puertos de Sevilla, Málaga, y en menor medida, Gibraltar y Sanlúcar de Barrameda.
En el texto legal de la expulsión, esta se justificaba por la incapacidad de evangelización de estos grupos, por los asesinatos cometidos y por la confraternización con los enemigos de la monarquía. Las cifras de la expulsión de estos variaban y es difícil de cuantificar, pero en lugares como el reino de Córdoba, el 10% de la población era morisca, en Sevilla el 6% de los vecinos pertenecía a este grupo, y en Jaén, se calcula que en Baeza y la capital había 2000 moriscos en cada una, mientras que en Úbeda algo más de 1000.
A estos moriscos le siguieron los moriscos extremeños y castellanos, en su mayoría moriscos deportados de origen granadino, que recibieron la orden a mediados de 1610. En la Corona de Aragón, en el reino homónimo y el principado de Cataluña, se comenzaron a promulgar las órdenes de expulsión ese mismo año.
Hacia 1613 la mayoría de moriscos habían sido expulsados, y se procedía a la expulsión de los mudéjares antiguos, los más asimilados, algo que desde varios sectores de la sociedad del momento se vio como algo totalmente innecesario. Normalmente las poblaciones locales, incluso los nobles, se mostraban bastante asertivos a la hora de ayudar y proteger a los moriscos frente a la expulsión que estaba ejecutando la monarquía. Pero estos hacían diferencias. Entendían que no era lo mismo un mudéjar viejo que un morisco de Granada. Los primeros llevaban en sus pueblos desde siempre, sus relaciones sociales eran como las de cualquier otro vecino, y estaban muy asimilados, sin embargo, los moriscos granadinos eran recién llegados, fruto de la deportación de 1570-71, y poco castellanizados. Además, ellos pensaban que expulsando a los segundos salvarían a los primeros, sin entender que el Duque de Lerma (encargado de la expulsión delos moriscos) no hacía distinciones.
Sin embargo, las deportaciones no supusieron el final de la minoría morisca en la península. Nada más comenzarse a ejecutarse las expulsiones, los moriscos comenzaron a regresar a los reinos hispánicos. En 1610 contamos con referencias documentales de moriscos granadinos retornados tras su expulsión. De hecho, el duque de Medina Sidonia, Capitán General de las costas de Andalucía, escribía al rey sobre como muchos de estos regresaban desde Berbería, o como el conde de Salazar aseguraba que todos los moriscos del Campo de Calatrava habían regresado. Por no hablar de los moriscos que pervivieron en la península, como algunos moriscos de Granada de los cuales contamos con documentación de hasta principios del siglo XVIII.
Conclusiones
Las políticas de la monarquía hispánica a lo largo de casi toda su historia tuvieron un objetivo, buscar la evangelización del morisco, pero manteniéndole en posiciones diferenciadas y subalternas de donde extraer diferentes bienes, como rentas o fuerza de trabajo, es decir, una especie de situación de colonialismo interno.
Estos roces entre los moriscos y la corona derivaron en las sucesivas guerras, como la de Espadán, la de La Alpujarra, o intentonas de levantamiento como el de Sevilla, motivados por la cada vez más acentuada presión que ejercía la monarquía sobre este grupo, ya sea por miedo o por intereses.
Por su parte, no tenemos que ver al morisco solo como un campesino o proletario del campo, pues los moriscos contaban también con sus propias elites, decisivas en las conversaciones de paz y en los tira y afloja en las medidas de la corte.
Desgraciadamente para el pueblo morisco, los años que transcurrieron entre 1609 y 1614 fueron el ultimo clavo en el ataúd de este sector de la población, siendo diluidos como grupo. Sin embargo, pese haber dejado de existir los moriscos como tal, durante los siglos XVII y XVIII, continuaremos viendo como han pervivido ciertos grupúsculos, los cuales son una muy interesante fuente de estudio.
Bibliografía
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