Desde que Roma cesó su patronato en el Mediterráneo, nunca más volvieron a ondear sus olas a un mismo señor, y el ascenso musulmán sólo lo confirmó. A lo largo de la Edad Media y en adelante, la piratería berberisca destacó por su atrevimiento y rapacidad en este ámbito, siendo bien conocida en las costas españolas. A raíz de ello y la amenaza turca se llevaron a cabo no pocas medidas defensivas, desde el alzar grandes armadas a fortificar las costas, pasando también por atacar en el corazón del enemigo.
Estado de la cuestión
El presente artículo tratará la relación entre las costas de Berbería (área comprendida entre lo que hoy es Marruecos y Libia) y las de la península ibérica desde los Reyes Católicos y sus sucesores hasta el siglo XVIII principalmente. Planteará la situación de la costa hispana, su modo de vida, la reacción ante la inseguridad de las costas y la contestación por parte de las autoridades de la Monarquía a esta amenaza.
Conocemos como Berbería al actual Magreb, pero su nombre ha cambiado bastante con el tiempo. Los greco-parlantes dieron a todo el continente el nombre de «Libia», que actualmente se adscribe al país homónimo. La denominación de «África» fue invención romana, pero asociada sólo al área del actual Túnez. Demás nombres como el de «moro» o «mauro» proceden del griego vía latín, significando «negro» (μαύρο, «mafro»). El término ahora utilizado de «Berbería» o «Barbaría» nació en el XVI, proveniente del término griego «βάρβαρος». Originalmente hacía referencia a aquellos extranjeros que tenían dificultades para hablar su idioma (con la onomatopeya «bar bar», el que balbucea), pero acabó haciendo referencia a lo incivilizado y «bárbaro», siendo así bautizada la costa africana.
El problema del tema es que ha tenido la mala suerte de ser el convidado de piedra de no pocos autores y libros. Siempre estuvo en relación con grandes figuras y gestas que, desacertadamente, atrajeron más la atención de quien quiso estudiarlo. La piratería berberisca en la Edad Moderna primero tuvo como marco la lucha entre el Imperio otomano y los Habsburgo de España y el Imperio. Por ello, la atención siempre acabó desviándose a grandes batallas y personalidades, antes que a lo que la piratería como fenómeno, de menor escala, pero mayor cadencia. Y en el caso puramente español a la hora de estudiarse la historia de los Austrias se suele dar mucha más importancia a lo sucedido en Europa o, de paso, América, mientras que del Mediterráneo se nombra algún desastre, otras tantas victorias, y ahí acaba la crónica.
A la hora de hablar de la piratería berberisca donde más se suele acercar al tema es a la hora de hablar de figuras destacadas como fueron Turgut Reis «Dragut» o los hermanos Barbarroja, piratas los cuales se encargaron de dejar marcada su impronta a fuego en las costas españolas. De ellos sigue guardándose especial mal recuerdo en lugares como Menorca, muy castigada por sus incursiones. Donde más específicamente suele hablarse de lo que a este trabajo concierne es congresos y conferencias en los que especialistas tratan brevemente de ello, no siendo su divulgación todo lo amplia que fuera deseable. En casos como éste cabe mencionar el trabajo de divulgación de revistas como Desperta Ferro o del doctor Emilio Sola Castaño, especialista en el campo.
Contexto histórico y situación hasta los Reyes Católicos
El Mediterráneo ha tenido gran vida y actividad desde que el ser humano aprendió a navegar en él. Tras ésto comenzó a comerciar entre sí e inmediatamente aprendió el oficio pirático. La piratería en el Mediterráneo, y destacadamente en las costas españolas, no dio comienzo con los saqueos berberiscos. Previo auge del corso sarraceno existían otros tantos franceses, neerlandeses, italianos o de tantas otras nacionalidades, pues enemigos no faltaban. En lo que realmente fue innovador el Magreb fue en su cadencia y rapidez, generando una inseguridad en la costa que tendrá grandes consecuencias a largo plazo.
Ya en la Baja Edad Media los ataques corsarios provenientes de Berbería eran un asunto relativamente común. La Corona de Aragón se protegía armando a sus propios corsarios para contraatacar, mientras el Emirato Nazarí de Granada contaba con su propio sistema defensivo de torreones costeros (Cámara, 1990: 74). Por el momento no eran una gran amenaza debido a su propia desunión. El Magreb estaba dividido en una miríada de pequeños potentados concentrados en estados dirigidos por dinastías árabes como el Reino de Fez, el de Tremecén, de Túnez y demás poderes locales. La costa norteafricana no estaba unida y, hasta mayor novedad, el problema era relativamente controlable (o no lo suficientemente grave como para que los gobernantes se preocupasen), aunque no duraría demasiado (Norwich, 2007: 409/915).
El corso entre cristianos se encontraba regulado y atado a ciertas “normas” por las que se regía teóricamente (con las que, legalmente, el corsario debido a su incumplimiento incluso debía devolver el botín) y, por supuesto, no podía tomar esclavos. Por su parte el corso berberisco tomaba toda presa como buena siempre que no fuese musulmana. El enemigo de la fe era buena pieza, ésta tras la captura podía llevarse al mercado de esclavos en su ciudad, destinándose de ser mujer al servicio o harem y de ser hombre, cuando no se los mataba, a galeras o a la espera de un posible rescate, para lo que órdenes como los Mercedarios enviaban a sus frailes con el dinero del rescate (Martín Corrales, 2006: 1854).
La táctica con la que contaban los piratas de Berbería era simple y efectiva para desbaratar cualquier defensa móvil enemiga. En pequeños grupos de alrededor de tres fustas (pudiendo ser más para presas mayores) se dirigían a la costa, consiguiendo amparo nocturno en calas amagadas o, directamente, atacando la playa. Desembarque rápido, saqueo de las inmediaciones (cuando no incursionaban al interior) y captura de todo cristiano que encontrasen para venderlos como esclavos después. En menos de una jornada ya contaban con el botín labrado y podían retirarse antes de que llegase cualquier tipo de socorro español como las milicias urbanas o galeras.
Esta continua inseguridad conllevó el progresivo despoblamiento de las costas mediterráneas peninsulares, de economía más modesta, con la pesca y agricultura como principal sustento. Continuó habiendo poblaciones, pero menores, con la mayoría de sus habitantes concentrados alrededor de las ciudades, que solían poseer fortificaciones de mayor calibre para poder defenderse efectivamente de los continuados ataques, aunque no siempre los resistían. Destacan algunas torres privadas que usaron ciertos nobles o paisanos para defender su territorio o como atalaya como las habidas en Menorca (Martínez Ruiz, 2010: 54); en cualquier caso, la mayoría de torres o fortificaciones costeras de la época eran más típicamente medievales, no estando diseñadas para resistir de forma efectiva el envite artillero que ahora amenazaba los mares (Cámara, 1990: 60).
Los Reyes Católicos y el enemigo musulmán (1469 – 1516)
Con la unión de Isabel y Fernando y la efectiva herencia del segundo de la Corona de Aragón (1479), pasados los diferentes conflictos internos que hubo por el poder, los Reyes Católicos se centraron en su principal objetivo: Granada. El Reino Nazarí resistía en el sur desde hacía siglos y, por diferentes motivos como la razón religiosa, amenaza otomana etc, tal presencia debía cesar. Uno de los más destacados era el miedo a esa cabeza de puente musulmana en la península para las diferentes potencias africanas o el temido Imperio Otomano, que comenzó a despuntar más allá de sus vecinos desde la caída de Constantinopla en 1453, acechando pronto los mares cada vez más cercanos a la península (Martínez Ruiz, 2010: 47).
En el año 1480 los otomanos intentaron tomar de forma fallida la isla de Rodas a los hospitalarios, decidiendo tras el fracaso virar para no irse con las manos vacías. Con ello tomaron por sorpresa la ciudad napolitana de Otranto. El miedo fue descomunal, reuniéndose aprisa las tropas para echarlos. El temor a que Roma siguiese el paso de Constantinopla era palpable por toda la Cristiandad. Al año siguiente se consiguió expulsar a la guarnición otomana de la ciudad, que habría sido una punta de lanza excelente en el Mediterráneo Occidental. Con ello y con la pasividad de los territorios magrebíes para con el Reino Nazarí, su destino quedó sellado. La final conquista del sur hispano dio comienzo en 1482, cortándose las ayudas desde Berbería mediante patrullas de galeras en Gibraltar (M.Laínez, 2016: 176). Tal táctica será reiteradamente utilizada en años siguientes para evitar los ataques a la costa.
La máxima ayuda que Granada recibió se manifestaría en el envío de suministros, que fueron cortados por las galeras hispanas, así como en una embajada otomana en Roma demandando el cese de hostilidades, que de nada sirvió (M.Laínez, 2010: 29). En las misiones diplomáticas de otomanos, y antes también de mamelucos, a la Santa Sede tendrían un rol principal los monjes protectores del Santo Sepulcro. El último estado musulmán peninsular fue conquistado, consiguiendo la tan ansiada unificación religiosa que los reyes querían. Inicialmente se prometió cierto respeto, pero tal cosa fue finalmente ignorada, alzándose en 1499 en las Alpujarras los locales para acabar con la conversión forzosa o exilio de 1502. La expulsión, junto con los nuevos moriscos, acarreará graves consecuencias para las costas en un futuro no muy lejano.
Este reino granadino estaba muy relacionado con el mar, pues mantenía un importante comercio con el norte de África. Con la expulsión de 1502, bastantes de aquellos que fueron echados por una “guerra santa” prefirieron continuarla desde otro lugar. Muchos buscaron resguardo en los reinos berberiscos, que los acogieron con agrado, pues no sólo adquirían buenos trabajadores y artesanos que enriquecerían el lugar, sino también a experimentados marinos. Estos navegantes musulmanes eran buenos conocedores de las costas peninsulares, también de aquellas calas escondidas en las que podrían tener resguardo en sus razias o aquellos puntos donde aguar estando seguros (Norwich, 2007: 398/915). Por otro lado estaban aquellos musulmanes que aceptaron el bautizo y se convirtieron al cristianismo, los moriscos, pero no despertarán sentimientos demasiado positivos en sus nuevos vecinos.
Por otro lado, del Reino Nazarí se heredó un sistema defensivo sustentado en torres y atalaya costeras. Éstas funcionaban como vigías marítimas para custodiar la venida de cualquier navío extraño y dar el aviso a sus pueblos en caso de alarma. Por ello, las costas granadinas poseían hasta 39 torres diferentes, pero eran incapaces de cumplir funciones modernas o de ser artilladas para su mayor protección, cuestiones que serán abordadas en el reinado de Felipe II (Cámara, 1990: 84).
En el caso de las fortificaciones de nueva construcción en el sur, o en el cuidado y reparación de previas, muchas veces fue la propia nobleza asentada en el lugar la que se ocupo de ello, siendo ejemplo los Medina Sidonia, que más tarde también se harían cargo de ciertos presidios. Tal sistema de atalayas y torres costeras no era de nuevo cuño, teniendo precedentes que llegaban incluso a tiempos de la presencia bizantina en la costa peninsular, pero será en el siglo XVI cuando se llevará a su máximo exponente con el repunte de la amenaza corsaria en el Mediterráneo.
De aquí en adelante, la Monarquía Hispánica aplicó dos distintas políticas respecto a la defensa, una móvil con armadas patrulla de galeras y otra más estática, que incluía la fortificación de la costa peninsular, pero también el guarnicionar la costa africana con los llamados “presidios” tras la captura de una serie de plazas. Pero para llegar a ello una nueva época dio comienzo, y el modo de fortificación iba a cambiar radicalmente gracias a los avances de la artillería. Italia y las guerras por su dominio en el siglo XV entre, principalmente, la Monarquía Hispánica y el reino de Francia dieron lugar a grandes avances en el arte bélico y la poliorcética, con ejemplos como la aparición de los más pesados y potentes cañones de sitio, introducidos en el lugar primero por Francia.
A la vez que avanzaba el arte del sitio, le seguía a la par el de la fortificación y construcción, y con ello fueron progresivamente sustituyéndose los altos muros por otros más bajos pero gruesos, construyéndose de modo que el impacto artillero se distribuyese en mayor superficie, sin afectar en exceso a la pared (Martínez Ruiz, 2010: 49). Por tal razón muchas de las previas torres marítimas quedaron desfasadas, hechas al más clásico tipo medieval con torres altas, huecas, y sin capacidad para ser artilladas sin que peligrase su propia integridad.
En 1497 los Reyes Católicos emitieron ciertas disposiciones respecto a la defensa de la recién adquirida costa granadina, más expuesta a los ataques piráticos que cualquier otra de sus dependencias por cercanía. Con estas disposiciones se daba instrucción de construir atalayas que, mediante señales de humo de día (hechas con la quema de vegetación fresca) y hogueras de noche, diese señal de ataques enemigos, siendo intercaladas por las diferentes fortalezas que encarnasen las ciudades (en lugares con menor concentración urbana se hicieron fortalezas ex novo) (Martínez Ruiz, 2010: 50). Por su parte zonas como Valencia fueron más ignoradas respecto a construcciones de mayor planificación hasta la mitad del siglo XVI, pues se consideraba que, a excepción de Cartagena, no había cala en el levante donde pudiesen desembarcar grandes flotas que representasen una amenaza. Por razones como esa los pillajes fueron continuados, despoblándose la costa.
Esas primeras medidas de vigilancia de la costa sólo fueron el comienzo. Por otra parte, y ante el aumento de los ataques, sí se llevó a cabo de forma precoz la toma de plazas fuertes africanas desde las que controlar las diferentes calas piráticas, base para el enemigo, sustentados normalmente con el apoyo de nobles privados que gobernarían las plazas. En el año 1495 el Papa Alejandro VI dio una bula a los Reyes Católicos mediante la que todo territorio conquistado en África sería de su dominio si se comprometían a cristianizarlo.
Tras esa carta blanca en siguientes años se tomaron plazas como Melilla (1497), Mazalquivir (1505), Orán (1509) o Trípoli (1510) entre otras muchas, consiguiéndose a la vez el vasallaje del Reino de Tremecén, en la actual Argelia (M.Laínez, 2016: 352-358), también motivados por cierto afán cruzado del que era abanderado el cardenal Cisneros. La política de presidios se desarrollará plenamente en siguientes reinados con Carlos y Felipe.
Los Austrias y la protección del Mare Nostrum (1516 – 1700)
Aunque el Mediterráneo no fue tan «secundario» como se ha solido apuntar dentro de la política de los Austrias, sí es cierto que fue un escenario muy dependiente del desarrollo de terceros. Por ello cuando Carlos V o su descendiente Felipe II estaban sumergidos en conflictos en Europa, el Mediterráneo solía estar más calmado. Cuestión aparte fue cuando otomanos y franceses se aliaron tras 1536 o cuando los primeros amenazaron con obrar igual con los protestantes. Normalmente Carlos siguió políticas aisladas, cuando el panorama europeo se lo permitía, soliendo no aprovecharse bien las ocasiones (M.Laínez, 2016: 67).
Algunos de los piratas más destacados de la época son Aruj y Hayreddin Barbarroja, irónicamente originarios de familia ortodoxa, de padre jenízaro. Su mérito consistió en la parcial unificación (a falta de Marruecos o los enclaves españoles) de Berbería por el primero, suponiendo una amenaza infinitamente mayor al comercio y costa hispana. Aruj, el hermano mayor, fue pronto eliminado, muriendo tras una refriega con una expedición española en 1518. Pero el segundo decidió ampararse en el poderío otomano, dando sus dominios como una provincia más, a lo que se le nombró gran almirante de la flota (Beylerbey) y gobernador de su provincia. Tal personaje daría no pocos dolores de cabeza a los gobernantes peninsulares, cuya espina clavada fue siempre la ciudad de Argel, la cual llegaron a controlar sólo nominalmente un tiempo gracias a la posesión del peñón que controlaba el acceso a su puerto.
Ese peñón, como tantos otros, formaba parte del sistema defensivo español que jalonaba la costa africana en los llamados presidios. Debido al continuo refugio pirático en las diferentes calas y puertos berberiscos, de los que procedían, llegado el momento se determinó establecer bases en África para controlar su acceso y, de esa forma, neutralizar la amenaza corsaria al controlar grandes áreas desde su posición. Los presidios solían constituirse en pequeños enclaves fortificados y guarnicionados a pie de playa o en puntos de altitud controlando el terreno; o, como en el caso de Orán, en ciudades de cierta magnitud. Su actividad, en ocasiones de tediosa guardia, se alternaba con continuadas razias en los alrededores junto con patrulla marítima guardando la costa de piratas (Laborda, 2013: 16).
Pero su situación era muy arriesgada, se encontraban aislados y enfrentados a los otomanos y berberiscos locales (a quienes asaltaban usualmente). Aunque por su carácter defensivo siempre debían tener provisiones para caso de sitio, su situación era muy frágil al depender casi completamente del suministro marítimo de víveres (principalmente el llamado “bizcocho”) desde la península, igual que con municiones, armas, armaduras etc, suponiendo un gran peso a la hacienda real. En tiempos de Felipe II se intentó mejorar sus fortificaciones y las condiciones de los hombres, pero pronto el erario público priorizó otros gastos como las tropas europeas, acabando en no pocas ocasiones por no cobrar nadie. Las plazas no solían tener una guarnición suficiente ni las tropas estaban bien pagadas, con lo que acumulaban grandes retrasos (Laborda, 2013: 19). Con todo los presidios eran efectivos a la hora de limitar las capacidades enemigas, pero a la vez éstas eran muy difíciles de controlar.
La intervención otomana también dificultó enormemente la situación, los berberiscos contaron con su apoyo, tropa y artillería superior, cosa que aprovecharon para sus acciones contra los presidios. Pero su actuación fue disminuyendo en el Mediterráneo Occidental progresivamente tras el fallido Sitio de Malta (1565) o la victoria de Lepanto (1571), junto con el continuo conflicto con la Persia Safávida, que les obligó a desviar contingentes a oriente. Su final decadencia vino durante el siglo XVII, con su consagración en el frustrado Segundo Sitio de Viena (1683), tras lo que no supieron adaptarse a los avances tecnológicos occidentales, entre otras muchas causas no menores.
Como previamente se explicaba, la situación de la costa peninsular no fue muy halagüeña. La constante inseguridad y total sensación de indefensión no contribuyeron al correcto asentamiento de la población productiva. Destaca que en tiempos de los Reyes Católicos las galeras de levante dedicadas al corso contra territorios berberiscos y a la propia defensa de sus costas fueron mayormente desarmadas; la razón es que ciertos religiosos influyeron decididamente en la opinión regia, poniendo énfasis los tormentos por los que pasaban los galeotes (hombres al cargo del remo, muchas veces forzados) de tales navíos. Por ello por no pocas décadas la costa quedó desnuda, tardándose en restaurar anteriores protecciones (M.Laínez, 2010: 70). Los corsos españoles más tarde volverían a actuar, pero se centraron en víctimas seguras y en razias contra la costa enemiga.
A lo largo del XVI, especialmente a partir de su mitad, fueron progresivamente planteándose las diferentes defensas a construir en la cosa, cosa realizada en años siguientes. Pocas veces se tardaba un par de años, en otros llegaba a pasar medio siglo hasta su finalización. Sobre oriente, como las Baleares o Valencia, debido a su exposición, comenzó a principios de siglo, pero planes más organizados vendrían más tarde. En Valencia los planes de fortificación dieron comienzo en 1547; Cataluña en 1566; Murcia en 1578; Andalucía (Huelva y Cádiz) en 1585; y en Granada (Málaga, Granada y Almería) en 1590. Todos ellos acabaron a grandes rasgos a finales del siglo XVI, principios del XVII, pero prolongándose las labores de reparación y actualización hasta el XVIII (Cámara, 1990: 80).
La complejidad en la realización de las obras no fue siempre igual. La fortificación de Valencia fue algo digno de recordar por los cronistas de Felipe II debido a su coste y magnitud; mientras en Granada apenas se construyeron torres artilladas, con la erección sólo de atalayas, debido a la abundancia de urbes que ya contaban con sus propias defensas (Cámara, 1990: 84). Todo plan se acabó adaptando a su región y necesidades, como las continuas fortificaciones en las Baleares o la reducción de torres en Murcia, donde se proyectó inicialmente una treintena que acabó reduciéndose por no requerir de tantas (y porque los municipios no querían pagar por tantas defensas).
El proceso de construcción podía darse durante todo el año, pero siempre se intentaba acotar entre noviembre y abril, pues los ataques piráticos se centraban entre mayo y octubre, época más cálida de mayor trabajo en el campo (y presencia fuera de la ciudad)(Norwich, 2007: 404/915). Solía conllevar gran riesgo estar en las obras de una torre o fortaleza (normalmente realizadas por destajeros), pues pasado poco tiempo las noticias de la nueva obra llegaban a Argel, y la ciudad no solía quedarse de brazos cruzados. Razón de ello es que en muchas ocasiones, como en el caso de las torres en Tortosa, se enviaban galeras a escoltar la construcción (Cámara, 1991: 80). Con suerte la defensa era suficiente y el corsario repelido, sin suerte éste capturaba a los trabajadores y se llevaba como botín lar armas y artillería destinadas a guarnicionar la futura torre.
Su construcción no solía ser barata tampoco, el ejemplo de algunas torres de Murcia nos muestra tasaciones de 700 ducados por torre artillada que ascendían a un final de 1.600 ducados (Cámara, 1991: 57), normalmente sufragados mediante impuestos especiales como a la seda en Valencia o por moriscos locales. En cualquier caso de construirse en señorío, la torre era pagada y mantenida a medias entre el señor y la población, mientras si era en realengo lo era entre el rey y sus súbditos; también podían darse casos como en algunas torres menorquinas, pagando el rey la construcción y la ciudad la guarnición. El sistema estaba constituido por una red de atalayas y torres artilladas de mampostería intercaladas junto con urbes fortificadas o fortines en zonas de aguada. Normalmente solían resguardar la totalidad de la costa, viéndose desde cada torre otras dos a sus extremos.
Aparte de la propia guarnición de la torre (no solía alcanzar la decena de hombres junto a un cabo), estaban los atajadores, jinetes que toda mañana debían recorrer la costa y lugares clave para asegurar la ausencia de piratas; muchas veces los propios pescadores y trabajadores locales no iniciaban su jornada hasta saber de oídos del atajador que estaban seguros. Más allá de este pequeño grupo también estaban las caballerías y milicias de cada ciudad; un ejemplo de ello son las Germanías valencianas, alzadas cuando la rebelión se originó (1519) por una casual amenaza pirata.
Para reforzar las fuerzas con las que reaccionar en caso de ataque podían alzarse levas para proteger el lugar hasta a 20 leguas (96km) hacia el interior. Todo ello se combinaba con la defensa móvil de las galeras (Martínez Ruiz, 2010: 52). Aunque la actividad de la guarnición no siempre era efectiva, pues cuando la paga se retrasaba no era nada inusual que abandonase su puesto.
El pico de actividad corsaria, tras lo que iría disminuyendo progresivamente, se dio en los años 80 del siglo XVI. En el momento previo a Lepanto (1571) la Armada Real de Galeras estaba compuesta de 150 embarcaciones, constatándose que en 1576 el coste anual de su mantenimiento era de 200.000 ducados (Martín Corrales, 2006: 1863). Tras ello fue progresivamente debilitándose al disminuir la amenaza. En el siglo XVIII se reforzaron las defensas y posición en el Mediterráneo por la presencia inglesa en Menorca, pero la armada de galeras quedó diezmada. Muchas veces el reino optó antes por pagar religiosamente los rescates de cautivos en Berbería a las órdenes que de ello se encargaban como los Mercedarios a mantener una fuerte y cara flota, la cual perdió gran uso tras la ida turca.
El miedo local a una invasión fue siempre constante, y los moriscos fueron un grupo, como fue y serían los judíos, en el que volcar con facilidad las frustraciones de la masa. Entre éstos también hubo no pocos casos de falsos conversos, dando con presteza ayuda a aquellos barcos que se acercasen a la costa desde Berbería. Los moriscos eran un grupo con costumbres bien arraigadas, con forma de vestir, habla, escritura y tradiciones etc propias, cosa que, junto con su aislamiento, impedía su total integración. Por ello en 1567 Felipe II lanzó en una Pragmática Sanción la prohibición de la mayoría de lo anteriormente dicho. La reacción no se hizo esperar, con un levantamiento generalizado en la Rebelión de las Alpujarras. En el alzamiento los otomanos llegaron a desembarcar pequeños contingentes de jenízaros en la península, pero acabaron por ser vencidos.
Años más tarde por su aislamiento social, el recelo de buena social, el miedo a una quinta columna y el cuestionamiento de la cristiandad de la monarquía de Felipe III (en medio de una tregua con los protestantes neerlandeses), el rey los expulsó entre 1609-1613, con gran daño principalmente para la demografía aragonesa o valenciana. Se eliminó de esta forma un gran peligro que se tenía a la espalda, pero con un daño crítico para la economía de levante, de lo que se benefició Berbería, donde fueron a parar la mayoría de los refugiados.
El Final
Con el tiempo el Mediterráneo perdió su pasada relevancia. Las grandes disputas se situaban ahora en el Atlántico. Desde la intervención portuguesa a inicios del XVI comenzó a plantearse una nueva ruta a oriente que no fuese la terrestre o egipcia, debilitándose enormemente el comercio (Crowley, 2018: 173). Con ello y la cerrazón a la innovación del Imperio otomano, gracias en gran parte a una religión refractaria, el enemigo musulmán también acabó por perder potencia (Benítez del Castillo, 2018: c2). La monarquía de los Borbones optó por la modesta medida de bombardear (que no tomar, tras varios intentos fallidos) periódicamente Argel, labor en la que destacó el marino Antonio Barceló, librándose así de pasados problemas. Para luego firmar paces con Marruecos (1780) y las regencias norteafricanas (1785).
El corso berberisco actuó como un factor fundamental para comprender el desarrollo durante toda la Edad Moderna del Mediterráneo, con lo que incluimos tanto la costa atacada como la atacante. Las matanzas no fueron sólo cosa de un bando, produciéndose también tras las tomas de urbes musulmanas como Orán. De esta forma la economía costera tanto peninsular como africana quedó seriamente lastrada.
Se alzaron desde grandes defensas y armadas a librarse grandes batallas, todo para la protección del comercio, la defensa de intereses estatales y, en menor medida, la protección de los locales. Tristemente no recibe la atención que tanto mereció, pues priman otros frentes.
Bibliografía:
- Laborda Barceló, L. (2013). La vida cotidiana en los presidios africanos. Desperta Ferro, número 6, 2013, páginas 16 – 19.
- Julius Norwich, J. (2007). The Middle Sea: a History of the Mediterranean. England: VINTAGE. Versión Epub.
- Martínez Laínez, F (2010). La Guerra del Turco. España: Edaf.
- Martínez Laínez, F (2016). Fernando el Católico. España: Edaf.
- Martínez Ruiz, E. (2010). La defensa de las costas Mediterráneas. XLI Jornadas de Historia Marítima, ciclo de conferencias octubre 2010. Cuadernos monográficos nº61, páginas 47 – 70.
- Cámara Muñoz, A. (1990). Las torres del litoral en el reinado de Felipe II (I). Espacio, tiempo y forma. Serie VII, Historia del Arte, nº3, páginas 55 – 86.
- Cámara Muñoz, A. (1991). Las torres del litoral en el reinado de Felipe II (II). Espacio, tiempo y forma. Serie VII, Historia del Arte, nº4, páginas 53 – 95.
- Martín Corrales, E. (2006). La defensa de las costas, del tráfico marítico y de los súbditos frente al corso musulmán en la España de la Edad Moderna. XVII Coloquio de historia canario-americano, coloquio 17, páginas 1854 – 1882. Editorial Cabildo Insular de Gran Canaria.
- Benítez del Castillo, J. (2018). El rechinar de la Sublime Puerta: la decadencia del Imperio Otomano. En Archivos de la Historia [08/04/2020, 11:00].
- Crowley, R. (2018). El Mar sin Fin. Barcelona: Ático de los Libros.
Muy interesante el artículo, sobre todo por prestar mas atención a cómo afectó el corso a las poblaciones y la vida de la gente diaria. Quizás cuando vayamos al Mediterráneo podamos verlo con otros ojos.
¡Gracias, Pau! Desde luego viene bien ver el cómo afecto a nivel local, y no sólo a escala continental.