La guerra civil castellana fue un conflicto mantenido entre Pedro I, rey legítimo de Castilla, y Enrique II, hermanastro bastardo del monarca. Este conflicto se enmarca dentro de una terrible crisis como fue la del siglo XIV. Además de la Peste Negra, tan conocida por todos, otros factores como los malos años (climatologías adversas); la “ofensiva de los poderosos”, que buscaban mantener sus privilegios y capacidad adquisitiva; la expansión de conflictos por toda Europa como al Guerra de los Cien Años etc., contribuyeron a crear una atmósfera de enormes dificultades. Una crisis sistémica que afectaba a todos los órdenes de la sociedad: económico, social, y por supuesto, tal y como se verá a continuación: político.
Los contendientes: Pedro y Enrique.
Pedro I y Enrique II, primero Enrique de Trastámara, eran hijos de Alfonso XI, monarca castellano cuyo reinado se extendió entre 1311 y 1350. Así pues, los dos protagonistas de esta historia eran hermanastros, sin embargo la legitimidad le correspondía a Pedro en virtud de su origen: hijo de Alfonso XI y de su esposa María de Portugal; sin embargo, el monarca mantuvo una prolongada relación con Leonor de Guzmán, fruto de la cual tuvieron un total de diez hijos, Enrique fue el tercero. Con el fin de asegurarse de que todos ellos tuviesen sustento, Alfonso XI les concedería posesiones y cargos (Valdaliso, 2017: 12).
La noche del 25 al 26 de marzo de 1350 (Valdaliso, 2016: 54) Alfonso XI morirá víctima de la Peste Negra mientras intentaba tomar Algeciras, para entonces Enrique se había convertido en el primogénito debido a la muerte de sus dos hermanos mayores. Con la muerte del rey, tanto su amante como sus hijos menores verían como su estatus cambiaba de forma repentina; el mejor ejemplo de ello es la ejecución de la amante del difunto rey, Leonor, por orden de la esposa de éste: María (Valdaliso, 2017: 13). Para no correr la misma suerte, Enrique decidió huir a tierras asturianas, donde tenía posesiones. Estaba en lo cierto, puesto que Pedro, recién entronizado, mandaría poner en marcha una ofensiva contra, los que él consideraba, peligrosos rivales, a saber: sus hermanastros Fadrique, Tello y Enrique (Valdeón, 2002: 60). Como se puede comprobar, las relaciones entre Enrique y Pedro fueron tormentosas desde el primer momento.
Aunque más adelante ambos hermanastros se reconciliarían, Enrique nunca dejó de conspirar en contra del rey Pedro. En 1354 se produjo una importante rebelión nobiliaria que, pese a ser exitosa en principio, terminaría con Enrique de Trastámara huyendo de la Península y el rey Pedro reforzando su poder (García Toraño, 1996: 185 y ss). Otro de los hermanastros del rey, Fadrique, terminaría reconciliándose con el monarca, no así Enrique, la vida de éste hasta el inicio de la Guerra Civil se puede resumir de la siguiente manera: “vivió en Francia y en Aragón, se hizo mercenario, eliminó el principal candidato a suceder a Pedro I en el trono de Castilla y en 1366 regresó acompañado de tropas mercenarias” (Valdaliso, 2017: 14). Sin embargo, antes de iniciarse la Guerra Civil en 1366, el bastardo había realizado otro intento de invadir el territorio castellano aunque “aún no aspiraba de manera inequívoca a derrocar a su hermano” (Arias Guillén, 2017: 28). Sea como fuere, Enrique será derrotado en Nájera en 1360 (no se debe confundir esta batalla con la de 1367), pero el monarca permitirá la huida del Conde de Trastámara, lo cual se demostrará fatal unos años después.
La Guerra Civil (1366-1369).
Esta guerra, la segunda en la que se vio envuelta castilla en tan solo dos décadas, fue netamente diferente a la Pedro I había mantenido con el monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso. Como es lógico, esta guerra no necesitó de casus belli ya que la invasión de un reino por parte de un bastardo, que comandaba tropas extranjeras mercenarias (al menos en principio) y que fue aupado a esa situación gracias al apoyo extranjero. Había fuertes intereses en destronar a Pedro I, en especial fuera de Castilla, pero también en el interior del reino. Enrique encabezaba una causa que no era legítima, contra Pedro I que era el monarca legítimo. Debido a ello los partidarios de Enrique desplegarán una enorme propaganda que tratará de desacreditar al monarca castellano, consiguiéndolo en buena medida.
Enrique II y su “primer reinado”.
Enrique entra en Castilla por Calahorra. Esta no era la primera vez que el bastardo transitaba estas zonas, pero esta vez la situación era bien diferente. Además de que su ejército esta vez era fuerte y poderoso, Castilla estaba algo maltrecha tras la guerra con Aragón. Pero a todo ello se sumó la actitud de Pedro I, quien con su conducta favoreció la traición de muchos magnates, entre los traidores a su causa podemos encontrar por ejemplo al cronista Pedro López de Ayala.
A su llegada a Calahorra, elegida según Ayala porque “era una cibdad que non era fuerte” (Valdeón, 2002: 139), los poderes laicos y eclesiásticos al mando de la ciudad representados por Fernán Sánchez de Tovar y don Domingo deciden no oponer resistencia, por lo que a Enrique le resulta muy sencillo tomar la ciudad riojana. Recién pisado suelo castellano, y al parecer por insistencia de los capitanes mercenarios, se hace coronar rey a las afueras de Calahorra: a partir de ahora será el rey Enrique II, iniciando así lo que se ha denominado “primer reinado”, que se extiende desde el 16 de marzo de 1366, fecha de su hasta el 3 de abril del año siguiente, cuando es derrotado en Nájera. De Calahorra se dirigirá hacia Burgos, donde se encontraba Pedro I, que huye hacia Toledo el 28 de marzo. En el tránsito entre Calahorra y Burgos se encuentra la ciudad de Logroño, que se niega a rendirse, al contrario que la cercana localidad de Navarrete, que cae de forma precipitada; otros focos de resistencia como Briviesca también caen.
Una vez en Burgos, Ayala cuenta como buena parte de la población aclama al nuevo monarca, lo que indica que, o bien su base social se extendía más allá de los nobles, o Ayala manipuló lo ocurrido. Enrique se hace coronar de nuevo, aunque esta vez de manera solemne en el importante monasterio de las Huelgas, el día 5 de abril de 1366. En torno a este acto encontramos dos acontecimientos fundamentales para la legitimación de Enrique: por un lado la presencia en la ceremonia de representantes de numerosos concejos. Por otra parte, tras la coronación, comienzan a dirigirse hacia Enrique numerosas delegaciones, cuya función es la de reconocerle como nuevo monarca. Realmente, la huida de Pedro ya fuese necesaria o precipitada, fue desastrosa para sus intereses.
En un nuevo acto de propaganda, Ayala declara que “á cabo de veinte é cinco días que él se coronó, en Burgos, todo el Regno fue en su obediencia e señorío” (Valdeón, 2002: 144). Realmente, Enrique controlaba una pequeña porción de la meseta norte, por lo que para conseguir controlar de facto los lugares más importantes del reino, decide emprender una persecución hacia el sur, siguiendo los pasos de Pedro. Éste, que podía ser cruel, pero que era bastante hábil en el oficio de la guerra, comprobó que su situación era peligrosamente débil, y una vez que llega a Toledo decide trasladarse más al sur todavía, a Sevilla, ciudad que consideraba bastión de sus intereses. La causa de estos movimientos fue, sin duda, la vacilante lealtad de sus seguidores, ratificándose esta situación en el momento en que Enrique llega a Toledo. La guarnición estaba dividida, pero los enriquistas consiguen hacerse con el poder de puntos clave de la ciudad, con lo que los petristas deciden no oponer resistencia.
Hasta el momento, más que una guerra civil estaba siendo un desfile triunfal enriquista, que a cada movimiento sumaba adeptos a su causa, erosionando la posición de su hermanastro. Sin poder ejercer la iniciativa, Pedro termina huyendo de Sevilla acobardado por los acontecimientos. Como había sucedido anteriormente, Enrique II seguirá sus pasos. Una vez en Andalucía tanto Córdoba como Sevilla, importante bastión petrista, caen sin muchas dificultades. Entre tanto, Pedro I perderá su tesoro a manos de los enriquistas, se le negará la entrada a Alburquerque y el rey de Portugal, su tío, le comunica que cancela los matrimonios reales planeados, negándose de paso a recibirle y otorgándole únicamente salvoconducto para dirigirse a Galicia. Como se puede apreciar, la situación de Pedro era muy poco halagüeña: había perdido buena parte de su reino sin presentar batalla, su tesoro, y sus apoyos exteriores eran cada vez menos.
A la llegada a Galicia le esperan numerosos partidarios que le ponen al corriente de la situación: Galicia, Zamora, Astorga, la zona de Soria y Ágreda, así como Logroño, aún le son fieles. Pero en lugar de dirigirse a estas zonas, como le pedían algunos de sus partidarios, se dirige hacia La Coruña donde embarca con dirección a Bayona. Llega a puerto el 1 de agosto con la firme intención de reunirse con el príncipe de Gales, el Príncipe Negro. Mientras tanto, Enrique aprovechará la nueva huida de Pedro para hacerse con el poder de Galicia, Astorga y San Sebastián, todos ellos importantes baluartes petristas. Esa constante huida, lógica por otro lado, será instrumentalizada por Ayala para justificar la deposición del rey, ya que éste “desamparaba” a los suyos. Pese a su mala situación, Pedro no cejaba en buscar la manera de recobrar el trono.
En septiembre de 1366 se celebra en Bayona una reunión entre Pedro I, el Príncipe Negro, algunos señores gascones y Carlos II, monarca navarro, en ella se acuerda poner en marcha una invasión del reino que entronase de nuevo a Pedro. El ejército reclutado para ello invitaba al optimismo, pues parece ser que las tropas eran de una calidad excepcional combinando tropas a caballo y arqueros largos; su número parece ser que se situaba en torno a los 6000 hombres (Fowler, 2017: 33). No en vano, los ingleses, a cambio de la ayuda, recibirían dominios como el señorío de Vizcaya y el puerto de Castrourdiales, ventajas para sus comerciantes y más de medio millón de florines, como pago por los gastos del ejército. Unas cláusulas que se activarían una vez que Enrique fuese derrotado y Pedro volviese al trono castellano. Por tanto, con estos pactos (Acuerdos de Libourne) el conflicto quedaba plenamente internacionalizado. Además de que a su mando tenía un poderoso ejército, Pedro podía inclinarse hacia un moderado optimismo debido a otros factores como es la mala relación entre Enrique II y el resto de nobles castellanos, además éste había licenciado buena parte de su ejército a causa de problemas financieros; por otro lado ante los rumores de una inminente invasión del rey Pedro, se decía que muchos acudirían de nuevo a sus filas abandonando a Enrique.
La invasión anglo-petrista y la batalla de Nájera.
Así pues, en medio de este ambiente se inicia la invasión. Pese a ser pleno invierno, la necesidad apremiaba y el ejército se pone en marcha. Atraviesan el imponente desfiladero de Roncesvalles en dirección a Pamplona, desde allí se dirigirán a Logroño para poner rumbo a Burgos. Sin embargo, ante ciertas noticias recibidas por las tropas que estaban haciendo de avanzadilla acerca de la posición del ejército enriquista, el Principe Negro decide adentrarse en tierras alavesas cambiando el rumbo original. Sin embargo, ese cambio sería un error y finalmente se retomaría el camino original. En medio de ese dificultoso avance hacia Logroño se produce la batalla de Inglesmendi o Ariñez, que más allá de las bajas, más bien escasas, será importante por la constatación de que los invasores no eran invencibles, lo que otorgará moral a los enriquistas (Valdeón, 2002: 171).
El ejército anglo-petrista llega a la ciudad de Logroño el 1 de abril de 1367. Confirmados estos movimientos, las tropas de Enrique se movilizan para escoger un campo de batalla desde donde resistir el ataque de los invasores (Lerena Guinea, 2006). El lugar escogido era idóneo para la defensa, sin embargo, por causas que realmente se desconocen, Enrique decide abandonar su posición y cruza el río Najerilla en dirección a la localidad de Navarrete (Díaz Martín, 1995: 309).
Finalmente, el 3 de abril de 1367 se produce el enfrentamiento entre ambos ejércitos. Se desconoce la localización precisa de la batalla ya que las fuentes son poco precisas al respecto, aunque estudios recientes parecen arrojar algo de luz. Como no podía ser de otra manera, el ejército anglo-petrista arrasó, casi literalmente, a las tropas de Enrique II. Más allá de la disparidad de fuerzas, las decisiones de Enrique antes de la batalla, y de sus lugartenientes durante la misma, dieron lugar a que su derrota fuese casi total. Además, Rusell ha apuntado que el ejército enriquista adoleció de la moral necesaria para hacer frente a una contienda de esas dimensiones. Los expertos en el tema están de acuerdo en que la derrota de Enrique se debe tanto a la pericia de sus enemigos, en especial a los arqueros ingleses, como a las anticuadas tácticas bélicas que se llevaban a cabo en la Península (y que Enrique puso en práctica), las cuales estaban claramente desfasadas siendo necesario una renovación en los principios bélicos que se aplicaban.
En lo que se refiere a la situación de la causa trastamarista, es decir, de Enrique II, se ha afirmado que la batalla “eliminó virtualmente cualquier oposición trastamarista en Castilla” (Valdeón, 2002: 178). Más allá de la gran cantidad de muertos, incluyendo numerosos hombres de armas, otros muchos prohombres cayeron prisioneros (laicos y eclesiásticos), entre los que se encontraban los principales dirigentes de las Compañías francesas de mercenarios, como por ejemplo Bertrán Du Guesclin. Según el Príncipe de Gales, los muertos ascenderían a 5000 y los prisioneros a 2000, cifras exageradas, pero que sin duda muestran que las bajas reales debieron ser muy altas para la época. Los prisioneros, sin embargo, eran un suculento botín ya que sus rescates contribuirían a pagar parte de la expedición. Cabe destacar que el Príncipe Negro procuró evitar la intromisión de Pedro en lo relativo a este tema, alegando que eran prisioneros suyos.
En cuanto al resultado, Pedro I quedaba repuesto en el trono de Castilla mientras que Enrique había perdido todo su ejército y, al menos los primeros días después de la batalla, ni siquiera se sabía de su paradero, pero éste no había muerto y huyó a Francia, como antaño, para salvar la vida. El hecho de que el hermanastro del rey no hubiese caído en batalla llevo al Principe Negro a decir: “Non hay res feit” (Valdeón, 2002: 182). Lo que en un futuro sería bastante revelador.
Una vez entronado Pedro I de nuevo, éste tuvo que saldar cuentas con aquellos que le habían ayudado a recuperar el trono. Siendo como eran soldados mercenarios, los destrozos y los saqueos por aquellas zonas que transitaron fueron continuos. Además, el Príncipe de Gales que custodiaba a los prisioneros, les otorgó la libertad a cambio de una buena cantidad de dinero; tal es el caso del jefe de las Compañías: Bertrán du Guesclin. Pero si con algo tuvo que lidiar el legítimo monarca fue con la enorme deuda contraída, que según autores como Rusell ascendía a 2.720.000 florines de oro, una cifra terriblemente alta. A ello habría que sumar las concesiones territoriales, las cuales tampoco ejecutó el recién entronado monarca. Pese a las promesas de pago realizadas por Pedro, quien se encontraba en una situación financiera realmente precaria, el inglés comenzó a desconfiar de él, por lo que se puede entender que se desentendiese de los asuntos peninsulares volviendo a tierras gasconas. El hecho de que no depusiese a Pedro I tiene que ver con dos razones, la primera: que éste nunca iba a ofrecer apoyo al monarca francés, y mucho menos iba a prestarle la flota castellana, algo que en caso de llegar Enrique al poder era posible que sucediese; la segunda: que sus valores caballerescos, tan comentados, le impedían destronar a un monarca legítimo (Díaz Martín, 1995: 322). El 29 de agosto de 1367 el inglés llegaba a Gascuña. Pedro I perdía su principal apoyo internacional.
Enrique vuelve a la carga. El fin de la guerra.
Si en las etapas anteriores, el rey Pedro tuvo fama de llevar a cabo actuaciones crueles, injustas e inmisericordes, parece ser que en esta nueva andadura como monarca se superó a sí mismo, consiguiendo la enemistad de otros tantos con sus actuaciones. Mientras, el rey Carlos V de Francia se mostraba dispuesto a prestarle ayuda a Enrique II (García Toraño, 1996: 458) que, de nuevo, organizaría un ejército con el que invadir Castilla: sería la tercera vez que lo hiciese. Confiado en un nuevo paseo triunfal, como el del año anterior, Enrique cruza los Pirineos y se dirige a Calahorra llegando a la dicha ciudad el 28 de septiembre. Repitiendo el itinerario de 1366, se dirige a Logroño, inexpugnable de nuevo, y de ahí a Burgos, que pese a su resistencia acaba capitulando. Esta nueva invasión dará lugar a que Castilla se divida. Muchas ciudades, villas y señores se pronuncian a favor del Trastámara (Enrique): buena parte de la meseta norte, algunos puntos destacados de la sur, la Extremadura castellana y ciudades como Córdoba. El resto de territorios, la mayoría periféricos, le serán fieles a Pedro reeditando la situación de 1366.
Las operaciones militares se ponen de nuevo en marcha cuando Enrique decide acabar con la resistencia de los enclaves petristas, iniciando la campaña a finales de año (1367). Su recuperación había sido fulgurante, puesto que no hay que olvidar que en abril sufrió una derrota casi total. Con la intención de arrebatar a su hermanastro aquellos lugares que le son fieles, se dirige a Torquemada, y de allí a León, aunque en este caso la resistencia será bastante dura tanto por el coraje de los defensores como por las defensas de la ciudad, lo que no impide que la ciudad termine cayendo. Tras esta exitosa campaña invernal, en la que algunas de las plazas petristas más importantes de la meseta habían caído, el bastardo se dirige a Toledo. El 30 de abril de 1368 Enrique pone bajo sitio la ciudad, que resistirá a razón de una poderosa guarnición favorable a Pedro a la que se suman los judíos, así como a sus potentes defensas.
Mientras, Pedro buscaba en Granada posibles aliados que le ayudasen a romper el cerco sobre Toledo. Más allá de estas actuaciones, el rey Pedro no acertaba a llevar a cabo ningún tipo de acción que pudiese cambiar las tornas de la guerra. Sin embargo, la posibilidad de un largo asedio sobre Toledo le beneficiaba pues desgastaría las fuerzas de su hermanastro. Aunque el orden internacional forzaría una salida a dicha situación: ante la posibilidad de que el combate se prolongase más de lo debido Carlos V de Francia busca un tratado que le sea beneficioso; el resultado será el Tratado de Toledo, firmado el 20 de noviembre. A través del mismo, los destinos de Castilla y Francia quedaban unidos en lo que se refiere a la guerra de los Cien Años. Además, Du Guesclín será enviado a la Península para poner fin a la guerra, y a cambio, Enrique, por lo pronto, pondría a cargo del francés las naves castellanas. Como reacción, Pedro I busca de nuevo el apoyo inglés, que le será negado.
Ante la dramática situación que vive Toledo a principios de 1369, Pedro decide jugársela a una carta: quiere reeditar lo ocurrido en Nájera. Sale de Andalucía en dirección a Alcántara, donde cree que puede recibir algunos refuerzos, una vez allí, se dirige hacia Calatrava, con el fin de evitar que nuevos refuerzos provenientes de Córdoba se sumen a Enrique. Ante estos movimientos, Enrique decide dar caza a su hermanastro dirigiéndose hacia el sur, donde el 14 de abril sorprende a las tropas petristas desagrupadas e incompletas, lo que facilita la victoria de las tropas enriquistas en los diversos enfrentamientos que se llevan a cabo. Pero Pedro consigue escapar y se refugia en la cercana fortaleza de Montiel, fortaleza que no estaba preparada para sostener un largo asedio. Ante esta desesperada situación, Pedro busca una salida.
El rey don Pedro metióse en Montiel; allí lo tovo cercado […] El rey don Pedro hera muy buen puntero de ballesta, e tirava al tino de la palabra e allí fería a muchos… (El victorial. Crónica de Pero Niño, XV.25; en García, M. 2017. El fin de un reinado. Desperta Ferro Historia Antigua y Medieval. 49.)
Lo que entonces sucedió entonces daría pie a innumerables interpretaciones: “la leyenda y la historia se confunden” (Díaz Martín, 1995: 338). Parece ser que engañado por todos, en especial por algunos de sus más allegados, Pedro I sale del castillo en la noche del 22 al 23 de marzo. Al parecer, tras ser capturado por los capitanes mercenarios (quienes supuestamente iban a permitir su huida) ambos hermanos se encuentran. En ese momento, Enrique , preparado para la ocasión, dará muerte personalmente a Pedro, haciendo realidad el fratricidio de Montiel.
E dixen que le dixo un escudero […]; “catad, que este es vuestro enemigo”. E dixen que dixo el rey don Pedro; “yo so, yo so”. E entonces el rey don Enrique conosciole, e firiole con una daga por la cara […], e el rey don Enrique le firió estando en tierra de otras heridas. E allí morió el rey don Pedro. (López de Ayala, Crónicas; en García, M. 2017. El fin de un reinado. Desperta Ferro Historia Antigua y Medieval, 50)
Sería en ese momento en el que, supuestamente, Du Guesclin, ayudando a Enrique a vencer al rey don Pedro pronunciaría una frase que quedaría para la posteridad: “ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”, aunque lo cierto es que hoy en día se tiene más como un elemento literario que real (García Toraño, 1996: 477). Sea como fuere, en Montiel acababa el reinado de uno de los reyes más controvertidos de nuestra historia, de un rey que luchó contra todos, y cuyo reinado marcado por las guerras exteriores, intestinas y civiles, acabó de la misma forma que se había desarrollado: con sangre, en este caso, la del propio rey.
Conclusiones.
La valoración de los acontecimientos sucedidos durante el reinado de Pedro I, y más concretamente, durante la Guerra Civil castellana, deben ser tomados con mucha precaución. Hay quien ha querido ver en esta guerra una representación de “las dos Españas”, sin embargo ese tipo de suposiciones están totalmente fuera de lugar cualquier punto de vista. Quizá lo más adecuado sea afirmar que Pedro I era un monarca tenaz, que se aferró a su corona con todas sus fuerzas, y así lo demostró durante la Guerra Civil. Mientras, Enrique era un producto de su propia ambición y de los intereses nobiliarios, que veían en él una oportunidad de ver confirmados sus privilegios (como sucederá una vez que acceda al poder); su tesón por conseguir la corona se sustenta, mayoritariamente, en el apoyo de poderes ajenos a Castilla. Sea como fuere, y pese a lo dramático desenlace de una historia que bien podría ser una ficción televisiva, ésta debe tomarse como una pugna política entre dos grandes figuras cuya máxima ambición era la de ostentar el poder, en virtud de lo cual derrocharon esfuerzos, recursos y vidas, incluyendo la de uno de los contendientes: el rey Pedro I.
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