Occitania entre los siglos XII y XIV fue tierra de agitación cultural, social, militar y religiosa. Fue Cuna de la que, junto con el Dulcinismo, fue una de las grandes «herejías» reformadoras de la iglesia en su contexto: el Catarismo. El catarismo se suele clasificar como una herejía del cristianismo, puesto que, dentro de la doctrina cristiana, se posicionaba frente al canon católico. A su vez fue el escenario varias guerras e incluso una cruzada. Dentro de esta, sucedería una batalla que marcó definitivamente el devenir de Europa y las fronteras futuras: la Batalla de Muret.
Como muchas historias de guerra comenzó con una negativa. Concretamente, en el año 1162, en el que se decidió que el Condado de Provenza (parte de la Corona de Aragón) dejase de rendir vasallaje al Emperador del Sacro Imperio. A partir de ese momento, dejaron de tener que rendir cuentas por sus feudos y comenzaron a aunar a los nobles de la región bajo su bandera.
Occitania, a su vez, no era sino una amalgama de pequeños vizcondados y señoríos del sur galo, divididos en diferentes facciones con recurrentes fricciones entre ellas. Por un lado estaba el Comtat de Tolosa (occitano, del actual Toulouse), con el conde a la cabeza y aunando vasallos en todo el territorio. Por otro lado y pujante por la predominancia en el lugar estaba la Corona de Aragón, que consiguió la vasallización de importantes señores más allá de los Pirineos, aparte de contar con Provenza y el mismo Montpellier como señorío particular, con antiguos lazos familiares con la nobleza local. Por último, y sólo en un inicio, el menos importante, el Reino de Francia, en aquel entonces enzarzado en continuas peleas con los ingleses por sus posesiones continentales y no muy al tanto de lo que sucedía al sur de sus fronteras.
Se trataba de una tierra fértil y abierta, que disfrutaba de una importante localización como frontera entre la península y el resto de Europa. Debido a ello, el comercio era común y muy importante para la economía local, aumentando cuantiosamente en aquel entonces desde Atlántico y Mediterráneo. Tenía ciudades altamente pobladas como Tolosa, con hasta 20.000 habitantes. Asimismo, los sectores sociales compuestos por artesanos y mercaderes aumentaron poco a poco su riqueza. Se estableció algo que podría considerarse como una burguesía.
En cuanto al idioma, los occitanos hablaban diferentes dialectos de la lengua romance conocida como occitano. Hoy en día, el aranés (dialecto del occitano propio del Valle de Arán) sigue reconocido como lengua cooficial en Cataluña. Se trata de un habla estrechamente vinculada al actual aragonés y catalán. Destacaron los trovadores occitanos. El occitano, además, fue considerado uno de los usos más cultos de la lengua tras el latín en el este Hispano. No obstante, la Occitania del siglo XIII fue la cuna de una de las joyas de la literatura europea medieval, el Roman de Flamenca.
En este clima de agitación cultural no es de extrañar la aparición de quienes se dedicaron a predicar respuestas que respondían a muchos de los que durante tanto tiempo habían cuestionado los axiomas católicos.
El Catarismo
El cristianismo, (haciendo hincapié en este caso en la rama católica) se articula en torno a determinados dogmas, principios innegables los cuales requieren de la fe para sostenerse. Sin embargo, aun entre una población -en su mayoría- totalmente analfabeta y con una acceso bastante limitado a la cultura, como fueron gran parte de las sociedades medievales europeas, los dogmas de fe han acusado grietas que, a gran escala, han provocado cambios en las instituciones religiosas.
En esas grietas que se abrieron entre los dogmas apareció el catarismo. Los cátaros, (posiblemente del griego katharós, puro), que simplemente se llamaban a si mismos cristianos, ofrecían, desde una perspectiva teológica, una explicación que completaba dichas grietas.
Los Perfectos u Hombres Buenos (que es como se llamaban sus sacerdotes) predicaban un mensaje que era reflejo de na teología maniquea. Esta dividía el mundo entre Dios y Diablo, el alma y lo material oterrenal. Afirmaban que este maniqueísmo era el que explicaba el hecho de que solo viesen maldad en el mundo material, al ser campo del diablo. Desde una perspectiva casi ascética, sólo la rectitud del alma y la privación material eran medios para mantenerse puro ante dios y ascender al cielo. Por contra, los que no se mantuvieran puros en su doctrina, en vez de ascender al cielo se reencarnaban en otro cuerpo al haber seducido el diablo sus almas.
La identificación del mundo material con el mal les empujó a la iconoclasia. Renunciaron a adorar la propia cruz, considerándola un mero objeto. Llegaron incluso a no pagar el diezmo a la iglesia, órgano que consideraban corrupto y que celebraba su culto en lo que ellos creían eran meros edificios. Crían también en el libre perdón de los pecados, ya que era el diablo quien les influenciaba. Además, como uno de sus preceptos más heréticos, negaron también la humanidad y transustanciación de Cristo, que se «manifestó» mediante María, pero que no nació de ella ni se podía encarnar.
En su aspiración a la pureza, los Perfectos se alimentaban únicamente de pan y pescado, el cual creían no se había engendrado mediante el pecado. Incluso llegaron a haber mujeres Perfectas, estando estas mucho más integradas en el culto que sus compañeras católicas. Estas llegaron a poder realizar el único ritual, sin contar con el padre nuestro y el rezo del Nuevo Testamento, que los cátaros tenían, el Consolamentum. Este se llevaba a cabo mediante unas palabras del Perfecto que, en el caso de los más fieles, les convertía en nuevos Perfectos. En el caso de los moribundos o ancianos, consistía en la privación de toda clase de alimento a excepción del agua, muriendo al cabo del tiempo pero ascendiendo al cielo totalmente puros.
Statu quo ante bellum
Esta doctrina comenzó a expandirse en el lugar en el siglo XI. Fue rápidamente erradicada pero renació gracias a Perfectos como Pedro de Bruis a principios del siglo XII. A finales del siglo puede observarse la madurez y asentamiento de estas creencias. Y puede hacerse tanto en el lugar del catarismo, Occitania, como en el Tercer Concilio de Letrán convocado por el papa Alejandro III en el año 1179. En él, entre otras cosas, exhortaba a una cruzada contra los herejes del Mediodía francés, aunque no surtió efecto.
Otra muestra del peso que había adquirido el catarismo puede encontrarse en la visita en el Languedoc del obispo bogomilo Niketas (una herejía riguosamente ascética situada en territorio búlgaro y romano-oriental) en 1167, organizando de forma más eficiente la naciente iglesia, que ya apenas mantenía lazos con el catolicismo.
En Occitania se respetaba cierto clima de tolerancia y riqueza, ya que el catarismo alcanzó sectores de la nobleza. A su vez, estos nobles tenían total autonomía puesto que el rey de Aragón (principal señor del lugar) vivía al otro lado de los Pirineos. Pero en el resto del mundo se perseguía implacablemente a los herejes, encendiéndose piras en toda Europa desde Flandes hasta Lombardía para «purificarlos».
Entre otras medidas para frenar la herejía (y, lo que principalmente interesaba al papado, restablecer el pago del diezmo) el papa nombró varios legados papales, entre los que se encontraba Pedro de Castelnou. Estos predicaron la palabra del cristianismo católico por las tierras del Languedoc. Pero, además, también unieron a los nobles católicos pro-romanos (pues la gran mayoría eran católicos, pero no todos afines a Roma) en contra del Conde Ramón VI de Tolosa, que fue excomulgado en 1207. Este legado no hizo otra cosa sino abocar al conde y a sus vasallos a una guerra, pero esta se precipitó aún más.
Tras una reunión entre conde y legado en Tolosa, en la que no hubo acuerdo alguno (como de costumbre) acerca del tratamiento de la herejía, el último se propuso volver a reunirse con sus nobles afines cruzando el río Garona, pero se encontró repentinamente en medio de una acalorada discusión con un hidalgo del conde. Aparentemente la discusión entre ambos no hizo sino aumentar de tono hasta que el hidalgo escudero le dio un lanzazo que malhirió al legado, huyendo a caballo a continuación. El legado murió al amanecer. Nada tuvo que ver el conde en el asesinato pero se le trató como al mismo autor, dando así un casus belli al papado. Con ello, se precipitaba cada vez más el conflicto.
Una Cruzada en Europa
Y al igual que otras cruzadas como la Cruzada Báltica, ésta estaba dirigida contra habitantes del continente que no profesaban la ortodoxia católica, en este caso los cátaros occitanos.
El rey francés Felipe II Capeto precisamente nunca se mostró demasiado interesado en el sur de sus dominios, ya que solía estar continuamente enzarzado en guerras contra los ingleses y el Sacro Imperio. Pero en cambio, aceptó enviar los ejércitos de dos de sus vasallos como el Duque de Borgoña y el Conde de Nevers a la cruzada. La práctica totalidad de los cruzados alzados contra el hereje eran de origen francés, más específicamente de la Isla de Francia, razón por la cual, quisiese o no, los territorios conquistados por los cruzados acabarían en la órbita francesa.
Finalmente el liderazgo de la cruzada recayó en Simón IV de Montfort, señor feudal procedente de la Isla de Francia y el único cruzado de la Cuarta Cruzada que pisó tierra santa.
En un principio la guerra estaba dirigida contra el Conde de Tolosa, pero este hábilmente se sometió a los designios del papado, protegiéndose del pillaje cruzado y prometiendo el conde «perseguir» al hereje hasta el último aliento, promesa que cumplió fielmente hasta que el ejército cruzado-francés dejó de divisarse desde Tolosa. Mientras tanto Ramón VI puso las sospechas de herejía en contra de un viejo enemigo en la región, el Vizconde de Albi, Béziers y Carcassone, Raimundo-Rogelio. Se trataba de un miembro de la familia Trencavel, aliado y vasallo de la Corona de Aragón, en cuyos territorios se asentaba fuertemente la herejía pero que no se había mezclado con ella.
Pronto los cruzados comenzaron a causar estragos en el lugar, poniendo Montfort sitio a Béziers en julio de 1209, acontecimiento destacado por lo horrible de la situación.
En el sitio se enfrentaron el enorme ejército cruzado de hasta 20.000 hombres (aproximadamente 10.000 en batalla) contra una ínfima guarnición de la ciudad de Béziers, que había acogido refugiados de los saqueos cruzados y cuya población se negó a entregar a los cátaros. El asedio acabó en una absoluta y total masacre perpetrada por los cruzados, que no distinguieron entre católico y cátaro. Llegaron a cifras de muertes que alcanzaron 9.000 y 20.000 personas(cifra esta dada por los cruzados), con ínfimas bajas cruzadas. Cesáreo de Heisterbach historiador de la época puso en boca del legado papal que acompañaba a la comitiva cruzada, Arnau Amalric, la frase de «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», metáfora perfecta de la actuación cruzada en Occitania.
El primer día del mes de agosto es sitiada en esta ocasión la enorme ciudadela de Carcassonne, considerada prácticamente inexpugnable, pero nada decía que el enorme ejército cruzado que frente a su doble muralla se encontraba no pudiese conquistarla. Al cabo de 15 días de intenso asedio en el que las tropas cruzadas no pudieron penetrar en la muralla y mediante unas negociaciones en las que participó el mismo rey Pedro II, la ciudad no fue pasada a cuchillo como Béziers sino que se capturó a varios cátaros y se preparó una pira.
En este macabro acontecimiento murieron bajo el fuego varios cientos de cátaros. Además, más tarde el Vizconde Raimundo-Rogelio murió de disentería en su prisión,aunque se baraja la posibilidad de asesinato ordenado por Montfort.
El procedimiento cruzado demuestra, como en prácticamente toda cruzada realizada, que la intencionalidad del soldado cruzado no era el perdón de Dios sino el pillaje. Esto se ve, por ejemplo, en el sitio de la fortaleza de Minerve, en el que se prometió perdón a todo cátaro que abjurase de la herejía, a lo que los cruzados protestaron enérgicamente debido a la falta de botín resultante de tal edicto, pero Arnau Amalric declaró, calmando a la soldadesca:
«No temáis nada, creo que se convertirán muy pocos».
Otro ejemplo estuvo en la toma del sitio fortificado de Lavaur, en 1211, tras el cual se hicieron piras para hasta 400 credentes y perfectos cátaros.
Pedro II de Aragón
En pocos meses de cruzada las huestes de Simón IV de Montfort ya se habían apoderado de todos los Vizcondados de la familia Trencavel, feudatarios del Rey de Aragón y en poco tiempo más fueron venciendo y haciendo capitular a toda fortaleza opositora como Albi en 1211. Esta ciudad fue origen en gran parte de la herejía, pero no pudiendo tomar Tolosa. Mientras los refugiados se amontonaban en la ciudad condal o cruzaban los Pirineos emigrando a la Corona.
Aquí comienza la intervención de Pedro II de Aragón, rey desde 1196, descrito por unos como un rey inmaduro y temerario y por sus contemporáneos (como su propio hijo) como un rey bueno y caballeroso, querido por sus siervos. Este tuvo desde sus inicios las manos atadas en Occitania puesto que era vasallo del papado, imposibilitándole la acción directa en un principio contra lo que se suponía era el combate contra el hereje. Por ello, tomó otras medidas. Se dedicó durante un tiempo a actuar como una especie de intermediario en pro de la seguridad de sus siervos, enviando embajadores al papa, convocando concilios para restablecer el orden e incluso negociando con los cruzados. Nada surtió efecto.
En una acción bastante temeraria entregó a su único hijo y heredero a Montfort para que se casase con su hija Amicia y cesasen las hostilidades. Este hijo, poco querido por su padre de carácter desligado, era Jaime, el futuro Conquistador, hijo de María de Montpellier, señora de Montpellier y emparentada con la familia imperial de los Comneno. El cual fue engendrado, unos dicen, mediante engaños y otros, por obligación.
Pero la política de pacificación pronto cambió radicalmente debido a que Ramón VI, Conde de Tolosa, Raimundo Roger, Conde de Foix y Bernard IV Conde de Cominges entre otros muchos, rindieron vasallaje a Pedro II y demandaron su ayuda contra lo que ellos ya no consideraban cruzados sino bandidos. Por ello, Pedro aprovechó tal oportunidad de hacerse con Occitania.
Al lugar acudió en febrero de 1213, tan solo 7 meses tras su victoria junto con los demás reyes peninsulares en las Navas de Tolosa, volviendo pronto a la península para ya dirigirse a Occitania en septiembre con su ejército victorioso que quería lucir frente a sus nuevos vasallos. Era ya oficialmente el señor indiscutido del Languedoc y debía defender las tierras de sus vasallos.
La Batalla de Muret
Una vez en Occitania Pedro II se dirigió con sus huestes sin demasiadas dificultades hasta Tolosa, en la que se reunió con sus vasallos y sus ejércitos. Ahí reunidos, embarcaron sus tropas por el Garona hasta llegar a poca distancia del objetivo de su ataque el día 10 de septiembre, la ciudad fortificada de Muret. Esta había sido anteriormente capital de los dominios del Conde de Cominges, pero fue capturada sin presentar batalla durante la cruzada.
Esta plaza disponía de unas excelentes defensas con el río Garona y su afluente el Loja como protección natural, siendo la villa de Muret una península con un acceso directo a tierra y dos a puentes sobre el río que conectaban con torres que protegían la entrada al otro lado de ambos ríos. La villa también estaba dividida en la Villa Nueva, conectada al exterior, y la Villa Vieja, separada de la nueva por una muralla. Esta también conectaba por el noreste con el castillo, principal fortificación que formaba una isla conectada a ambos lados por puentes bien defendidos.
El campamento del rey y sus vasallos y el de las milicias estaban separados por varios kilómetros de distancia estando ambos a alrededor de 3 kilómetros de Muret. Mientras los ejércitos combinados del rey y sus condes formaban un total de dos mil caballeros y alrededor de cuatro mil hombres, el número de las milicias fue algo más dispar, llegando las cifras entre diez mil y treinta mil hombres. Estuvieron, no obstante, la mayoría en retaguardia, sin llegar a presentar combate.
Desde el primer día se comenzaron a utilizar trabuquetes para el asedio, llegándose a tomar en el primer día la puerta norte, varias torres y controlando más tarde en el mismo día toda la Villa Nueva de Muret. Cosa que obligó a los menos de mil hombres de guarnición a atrincherarse en la Villa Vieja y en el castillo. Pero algo inesperado ocurrió que cambiaría el rumbo de los planes. El día 11 Simón de Montfort apareció por el oeste, presto a socorrer la plaza que no podía permitir cayese con más de ochocientos jinetes de la temida caballería franca. Con ello obligaba a la infantería de sitio a retirarse por miedo a ser atacada por la retaguardia, llegando por la tarde otro pequeño contingente de caballería cruzada a la villa.
En ese momento dos decisiones marcaron la que vino a ser la historia de Europa de aquí en adelante. Por un lado, y tras el inesperado refuerzo del caballero franco a la fortaleza con su temida caballería, en el campamento occitano se discutió acaloradamente las medidas a tomar. El Conde de Tolosa mantenía una idea cauta, que precisaba fortificar el campamento para repeler a la caballería y posicionar en lugares fuertes a sus ballesteros para que esta tan siquiera pudiese llegar a las tropas, siendo aniquilada antes. Mientras, por otro lado, estaba la idea valiente pero insensata del rey Pedro II, que envalentonado por sus victorias contra las huestes moras quería hacerse valer y “demostrar” que sus tropas podían vencer perfectamente a la temida caballería enemiga. Para ello, él personalmente dirigió una carga contra ésta y lanzando a sus hombres al contrario, idea que se acabó imponiendo por la contundencia del rey que marcaría su final.
Mientras por otro lado dentro del Castillo de Muret comenzaron a discutir acerca de estrategia los mismos cruzados. En la plaza fuerte no quedaban víveres para alimentar a la guarnición y a los caballos ni una jornada más, lo que les imposibilitaba el defender el lugar desde el interior. Se vieron obligados a plantear un ataque frontal contra el enemigo. Ya en este planteamiento los hombres de Montfort juraron no cesar en su ataque potencialmente suicida hasta acabar con la vida del rey, ya que una vez estuviese este muerto, todo el ejército enemigo se desvanecería.
Desde bien iniciada la mañana hasta la tarde del 13 de septiembre de 1213 los trabajos de asedio se reiniciaron por parte tolosana, protegiendo a los peones la caballería real, dirigida por el mismo Pedro II. Este no quiso esperar a la llegada de los vasallos que en el camino se hallaban para hacerse cargo de la batalla, retirándose al término del día al campamento con sus hombres.
Fue en ese momento en el que los caballeros de Montfort lo vieron claro. Salieron nada más retirarse estos por la puerta de Salas, situada al suroeste e invisible para los sitiadores, y tras ello cruzaron el río Loja. Tras ello, avanzaron al galope por la llanura. Esto proporcionó a los sitiadores el tiempo justo de defenderse de los sitiados formando apresuradamente en tres cuerpos. Fue el primero que recibió la carga de la caballería el de las tropas del Conde de Foix, que rápidamente se replegaron ante el desorbitado avance cruzado sustituyéndoles el cuerpo dirigido por el Rey Pedro II.
Aquí es preciso dar parte de acontecimientos ocurridos el día anterior, un cúmulo de circunstancias que llevaron al desastre.
Muchas de ellas son rumores, otras están incluso escritas en el Llibre dels Feyts de Jaime I. Cuenta Jaime I en los escritos que dejó que el día anterior a la batalla estaba Pedro II tan contento que decidió celebrar la victoria antes de producirse. Popularmente, la responsabilidad de lo ocurrido en batalla suele achacarse a una resaca. Aparte, el rey quería valerse contra los caballeros cruzados en igualdad de condiciones, haciéndose cambiar la armadura con uno de sus allegados y dándole la armadura real con la cimera del dragón a un jinete amigo del rey (algo a priori bueno sabiendo el juramento que hicieron los cruzados). Sin embargo, no salió como él quería.
Las tropas de Pedro II fueron igualmente desbordadas por un ataque de caballería numéricamente menor pero altamente armadas y con una enorme movilidad, abriéndose paso hasta el jinete portador de la armadura real, que rápidamente derribaron, por lo que comenzaron a gritar que el rey había caído. Esto no afectó a la moral de la tropa, que sabía de esta treta, pero el rey se vio impelido a protestar con un:
“El rei, heus-el aquí!”
Con ello, indicaba a los cruzados su error. Estos acabaron con su vida, no sin antes abatirél a varios de los caballeros francos, unaa vez a este se le cayó su hacha de puro cansancio. El rey murió de una estocada en el pecho, y, con él, toda esperanza de victoria.
Tras la caída del rey vino una embestida por el flanco de la caballería dirigida personalmente por Montfort, cundiendo el pánico en filas de las tropas catalano-aragonesas. Estas huyeron ante la superioridad franca y por la muerte de su amado rey.
Tras la muerte del monarca, se centra en detallar Jaime I la deshonra que cundió. Huyeron del campo de batalla no solo los peones o soldados rasos, sino los mismos caballeros y señores que con el rey se hallaban. Todo el ejército que dirigía el Conde de Tolosa emprendió rápidamente la retirada tras intentar sin éxito contener a los huidizos, aunque de nada le valió.
Una vez toda clase de resistencia acabó, los cruzados vieron el camino libre y se dedicaron durante horas a perseguir a todo hombre de a pie sin discriminar procedencia o fe. Tan bien persiguieron y casi aniquilaron a las tropas del Conde de Tolosa en su retirada como se dirigieron al campamento de los milicianos, que tan siquiera habían participado en la batalla. Arrasaron también junto con la guarnición del castillo a las pocas tropas que aun mantenían el asedio a la fortaleza. No todos consiguieron embarcar para retirarse, ni tan siquiera todos consiguieron llegar al embarcadero. Murieron por ello una cantidad considerable de hombres en los ríos.
Consecuencias
El número de bajas entre las tropas aliadas se calcula actualmente entre diez mil y veinte mil hombres, siendo el más probable de doce mil bajas entre muertos y heridos. Mientras que, por parte francesa, se calculan alrededor de cien o ciento cincuenta bajas, habiendo algunos caballeros que cayeron más tarde debido a las heridas. En comparación, unas bajas nimias habiendo causado semejante masacre.
Esta muerte selló a fuego cualquier influencia aragonesa en el lugar. En años venideros, con el Conde y regente Nuño Sans I del Rosellón y Cerdaña, se siguió incursionando en el Languedoc en pro de los señores occitanos y se intentó vanamente volver a ligar la dinastía real con los condes de Tolosa, pero ello fracasó, y con el tiempo se fueron perdiendo las posesiones aragonesas en el lugar gracias a una poco imparcial mediación papal en pro de Francia.
No fue esta batalla otra cosa sino el culmen de un monarca que siempre quiso aparecer en las canciones que en palacio oía con agrado. Impulsivo e irracional, pero querido como nadie por su pueblo. Posiblemente de haber vencido al ejército cruzado este hubiese quedado descabezado y hubiese sido derrotado pronto, consiguiendo la corona establecerse en el Languedoc a perpetuidad.
Bibliografía:
René Weis. (2001). La Cruz Amarilla. La historia de los últimos cátaros 1290-1329. España: DEBATE.
David Barreras. (2017). La Cruzada Albigense y el Imperio Aragonés. España: Nowtilus.
Jose Luís Corral. (2014). La Corona de Aragón: Manipulación, Mito e Historia. España: DOCE ROBLES.
Martín Alvira Cabrer. (2008). Muret 1213: la batalla decisiva de la cruzada contra los cátaros. España: Ariel.
AGUILÓ Y FUSTER. M. (1905). Chronica o comentarios del gloriosísimo y invictissim Rey en Jacme primer Rey de Aragón, de Mallorca y de Valencia, conde de Barcelona y de Montpesler. Libro de los Hechos, Barcelona. Recuperación de: https://blog.mg.cat/wp-content/uploads/sites/2/2012/09/llibre_dels_fets.pdf [17/10/2017]
Excelente texto sobre un acontecimiento crucial en la Historia de la Corona de Aragón, solamente hay una pequeña errata. El Roman de Flamenca data del siglo XIII, por lo demás me ha encantado. Le sigo en Twitter, permanecemos en contacto. Un cordial saludo desde Zaragoza, Juan.
¡Gracias por decirlo! Fue un error en la revisión. Con todo, gracias por el comentario.