La Revolución de 1917 sacudió los cimientos de la sociedad rusa y de la historia global. También las vidas de millones de mujeres y hombres. Las implicaciones bélicas que desató la propia Revolución, así como su presencia en contiendas a gran escala como la Segunda Guerra Mundial son uno de los episodios históricos probablemente más conocidos y tratados a nivel general. El ámbito militar ha sido un espacio tradicionalmente masculino, pero la Revolución sacudió todos los aspectos de la vida. También los roles de género, lo cual supuso grandes cambios a nivel militar. En este caso, la incorporación de grandes contingentes de mujeres al ámbito bélico. Por ello, en este artículo os hablamos sobre las mujeres soviéticas en el frente.
La mujer que nació de la revolución
Llegué a Berlín. En la pared del Reichstag escribí:
“Yo, Sofía Kuntsévich, he venido hasta aquí para matar a la guerra”
El 19 de diciembre de 1917 se proclamó el primero de una serie de decretos liberalizadores para las mujeres. Se concedían medidas como derecho al divorcio sin consentimiento (Código de Familia de 1918), igualdad entre los cónyuges y permisos como el de maternidad o el aborto (medida implantada en 1920). La feminidad tradicional remitía al antiguo régimen burgués, aquel orden decadente que la Revolución había destruido. La igualdad, entendida en según qué términos (pues en este caso sus significados son distintos a los que se le otorga al término en otros contextos) era un rasgo de identidad nacido de la Revolución que también impactó de lleno en el género. La nueva humanidad industriosa debía estar formada por seres gemelos a nivel económico y político (Navaillh, 1993: 258-253).
Esa igualdad no era sólo en derechos, sino también en deberes. La defensa de la Revolución era uno de los máximos deberes de todo ciudadano soviético, hombre o mujer. Era algo que recogía la Constitución de 1918, que establecía además el servicio militar universal obligatorio masculino y el voluntario en el caso femenino (Pennington, 2010, pp. 775-820).
Sin embargo, el aprendizaje de los derechos fue el camino más duro que recorrer (Navaillh, 1993: 258-253). Se multiplicaron los abortos, la natalidad cayó peligrosamente y se hizo frecuente el abandono de niños por la escasez y carestía. Muchos padres abandonaron a sus familias siguiendo cínicamente la legalidad que les amparaba.
La nueva situación femenina encontró su contrapunto con la llegada al poder de Stalin en 1929, que trajo consigo un rotundo giro normativista que supuso un retroceso en derechos para las mujeres. Los imperativos económicos e ideológicos se conjugaron para crear un nuevo modelo en el que rehabilitar a la familia nuclear tradicional. A partir de entonces se enalteció y glorificó la figura de la Mater Familias. En abril de 1936, Stalin afirmó que «el aborto destruye la vida, es inadmisible en nuestro país».
La Unión Soviética había sido el primer país del mundo en despenalizar el aborto en 1920. Sin embarto, a partir de junio de 1937 quedaba de nuevo sancionado por ley. Además, se intentó velar por el vínculo entre maternidad y matrimonio para fortalecer la familia tradicional (Navaillh, 1993:258-253). El «sagrado deber de ser madres” venía ligado al de velar por la seguridad y progreso de la Revolución.
En 1936 se proclamaba la nueva Constitución, en la que quedaba sancionado el «sagrado deber» de todo ciudadano soviético de defender a la URSS (art.133). Stalin entendió que el socialismo en un solo país debía venir parejo a un sentimiento nacionalista sólido que alentara su defensa. De hecho, las movilizaciones de 1941 no vinieron en muchas ocasiones enfatizadas por la defensa de un futuro Estado socialista, sino por la defensa de la Madre Patria, de la comunidad nacional rusa, frente a la agresión nazi. En parte, por ello, a mediados de los años 30 se trató de fortalecer la familia convencional, para cultivar la idea de una gran “familia nacional” en la que Stalin era el gran padre (Overy, 2004, p. 306).
A pesar de todo, lo que está claro es que el modelo perfecto del ciudadano soviético, hombre o mujer, era el de aquel capaz de luchar y defender su patria ante una agresión. El Estado soviético dependía de todos sus habitantes para sobrevivir, de tal manera que se esperaba de las mujeres la misma participación que de los hombres para la defensa del Estado, ya fuera en el esfuerzo industrial o en el esfuerzo bélico (Vajskop, 2008: 1-31).
Se desarrolló una doble imagen de la mujer. Si, por un lado, se potenciaba la fantasía de madre afectuosa, dedicada al cuidado de los hijos y a la enseñanza de los mismos en los valores socialistas, una suerte de ángel del hogar soviético, al mismo tiempo se defendía la imagen de mujer trabajadora y ciudadana activa. Esto provocaría situaciones contradictorias durante la guerra y la postguerra (Vajskop, 2008: 1-31).
Mujeres al frente
“Nos enseñaron a amar a nuestro país. Admirarlo. Si había empezado la guerra, nuestro deber era ayudar. Cuando hacían falta enfermeras, debíamos aprender a ser enfermeras. Si hacía falta manejar cañones antiaéreos, debíamos aprender a manejarlos.”
Klara Semiónovna Tojonóvich (Alexiévich, 2017: 233-234)
Cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética el día 21 de junio de 1941 se produjo un aluvión de mujeres voluntarias. La conocida como Operación Barbarroja y, en general, la Segunda Guerra Mundial empujaron a las mujeres, de nuevo, al frente. La ley de servicio militar universal de 1925 y 1939 permitía a las mujeres alistarse en el Ejército de manera voluntaria y recibir adiestramiento militar, aunque servían principalmente en el cuerpo médico.
El artículo 13 de la ley de servicio militar universal (1 de septiembre de 1939) permitía a las mujeres que hubieran recibido el servicio militar ser llamadas a filas para ejercer el servicio activo en las fuerzas armadas (Campbell, 1993: 301-323). Ante la necesidad, la balanza entre la ser la perfecta madre soviética y la mujer armada que el país necesitaba en esos instantes se inclinó hacia esta segunda opción. Para muchas de ellas, esto supuso una inversión completa de sus formas vida.
“Oí la palabra: «¡Guerra!». Y pensé: ¿Qué guerra si mañana tengo un examen? El examen era lo más importante. ¿Qué guerra?” (Alexiévich, 2017: 152)
A pesar de ello, lo que imperó durante los primeros momentos de la ocupación fue el repliegue de las mujeres, a las que se animó a que sostuvieran el esfuerzo bélico y ejerciesen el trabajo de los hombres en las fábricas y el campo.
“(…) Recuerdo a un hombre, se levantó y gritó: «¡Madres, hermanas! ¡Marchaos a la retaguardia, encargaos de la cosecha y nosotros derrotaremos al enemigo!»” Zinaida Vasílievna.
(Alexiévich, 2017, p. 180)
Sin embargo, el rápido derrumbe del frente en 1941 y el avance imparable de la Wehrmacht provocó que las mujeres asumiesen roles de combate, en muchas ocasiones saltándose el tradicional sistema de reclutamiento y movilización. Anna Krylova ha calculado que entre 17.000 y 27.000 mujeres engrosaron las posiciones de combate en 1941 (Krylova, 2010). La movilización masiva comenzó en marzo de ese año, y en 1943 las mujeres estaban integradas en todas las funciones dentro del cuerpo militar. Aunque muchas desempeñaran trabajos como el de enfermeras y mecánicas, siempre estaban expuestas al peligro y a la necesidad de empuñar un arma. El trabajo era duro y agotador, además de la pesada carga psicológica que determinadas labores suponían.
“Me acuerdo de que no dormí, no me senté ni un solo minuto en cuatro días. Todos decían: ¡Enfermera! ¡Ayúdeme! Yo corría de uno a otro enfermo; una vez tropecé y me caí, me quedé dormida al instante” Natalia Ivánovna Serguéieva.
“(…) Dije lo duro que era el trabajo de las lavanderas, que muchas sufrían hernias, eccemas, etc. Que las chicas trabajaban más que las máquinas” Valentina Kuzmínichna Brátchikova-Borschévskaia
(Alexiévich, 2017: 220)
“Pasábamos días y noches enteras delante de los hornos, días y noches. Nada más acabar una ración de masa, había que ponerse con la siguiente. Nos bombardeaban y nosotras seguíamos haciendo pan” María Semiónovna Kulakova.
(Alexiévich, 2017: 204)
Durante la guerra, las estimaciones más fiables parecen revelar que participaron en el frente entre 800.000 y un millón de mujeres (teniendo también en cuenta a las partisanas) (Pennington, 2010: 775-820; Krylova, 2004; Krylova, 2010: 169). Sin embargo, un problema a la hora de contabilizar es que sólo podemos tener la certeza de que eran mujeres aquellas que se encontraban en los listados que poseían un nombre claramente femenino. La mayor parte de los nombres rusos están generizados, pero algunos grupos (como los ucranianos) no, lo cual genera complicaciones a la hora de realizar recuentos.
Las mujeres que lucharon por la madre patria
Analizando las memorias orales de las excombatientes, puede interpretarse que, generalmente, la motivación que las empujó a luchar fue la defensa de la patria y el ansia de venganza. Tal y como señala Reina Pennington, «la respuesta a la ocupación parece una motivación más potente para justificar el alistamiento voluntario que la del desafío a los roles tradicionales de género” (2010: 775-820). La llamada del deber patrio era tan fuerte que incluso en algunas ocasiones las familias más conservadoras animaban a sus hijas a ir al frente a combatir. Este fue el caso, por ejemplo, de una amiga de Olga Yáklovlena, a quien su madre le dijo: “Tu padre está luchando, tú debes hacer lo mismo.” (Alexiévich, 2017: 171). Olga, por su parte, relataba su experiencia de la siguiente manera:
“Los combates eran encarnizados. Participé en combates cuerpo a cuerpo… Era horroroso… Es inhumano… Las personas se machacan, hincan las bayonetas, se estrangulan unos a otros. Se rompen los huesos. Aullidos, gritos. Gemidos. Y ese crujido… ¡Ese crujido! No se olvida. El crujido de los huesos… Se oye cómo cruje el cráneo. Como se parte… Hasta para la guerra es demasiado, no hay nada humano en ello” Olga Yáklovlena.
(Alexiévich, 2017: 173).
Las mujeres sanitarias, como Olga (quien fue técnica sanitaria de una compañía de enfermería), también tenían instrucción militar y sabían usar un fusil, por lo que era común verlas participar en los combates. Esto es algo que los nazis aborrecían. El ideario nacionalsocialista nunca permitió a las mujeres combatir en primera línea ni aprender a manejar armas, al menos hasta que en 1945 fue imperativo (Campbell, 1993: 301-323.). Al considerar que las mujeres en el frente eran seres antinaturales (“bestias bolcheviques”), el castigo que les esperaba a aquellas que eran hechas prisioneras era de gran magnitud:
“Los alemanes no cogían prisioneras a las mujeres militares… las fusilaban. O las paseaban ante sus tropas, mostrándolas: ¡No son mujeres, son monstruos! Siempre nos guardábamos dos cartuchos para nosotras, dos, por si el primero fallaba…
Capturaron a una de nuestras enfermeras… Un día más tarde conseguimos arrebatarles esa aldea. (…) La encontramos: le habían arrancado los ojos, le habían cortado los pechos…” (Alexiévich, 2017: 161).
La lucha partisana fue también muy común. Se calcula que, de al menos 280.000 partisanos activos que pudo haber a la altura de 1944, el 25% eran mujeres (Pennington, 2010: 775-820.). El trabajo de las partisanas era muy arriesgado, y en numerosas ocasiones implicaba poner en peligro no sólo su propia vida, sino también la de sus seres queridos.
Por otro lado, mujeres combatientes fueron subestimadas tanto por sus oficiales como por sus enemigos. Hubo casos de mujeres que ejercieron la oficialidad, siendo desestimadas por sus subalternos. Este es el caso, por ejemplo, de Appolina Níkonovna Lizkévitch-Bairak, teniente jefa de una sección de zapadores, quien relataba cómo al pasar por delante de unas posiciones de artillería de largo alcance, los soldados a su cargo le gastaron una broma pesada que habría sido duramente castigada si ésta no hubiera sido una mujer.
“«¡Alerta! ¡Cuadro a la vista!». Levanté la cabeza y miré al cielo buscando el cuadro (apodo popular del avión de reconocimiento alemán Focke-Wulf Fw 189). No vi ningún avión (…) El ayudante del jefe de sección pidió permiso para hablar, explicó qué era lo que había sucedido. Así conocí el otro significado de la palabra cuadro y lo ofensivo que era para una mujer. Era algo así como «puta». Era un insulto típico del frente…” (Alexiévich, 2017: 225).
Dentro del Ejército Rojo, uno de los cuerpos de más prestigio fue el de francotiradores, que contó con una amplia presencia femenina (Vinogradova, 2017: 52-53). Muchas unidades militares tenían incluso su propia sección de francotiradores. Se llegó a crear la llamada Escuela Central de Entrenamiento de Mujeres Tiradoras, que comenzó a operar en mayo de 1943. Tal vez una de las francotiradoras más famosas fuera Liudmila Pavlichenko (Pennington, 2010: 775-820.). Otra famosa francotiradora fue Tania Chernova, famosa en occidente por ser uno de los personajes protagonistas de la película Enemy at the Gates (Enemigo a las Puertas). Sin embargo, lo que no aparece en la película es que ella fue también, al igual que Vasily Zaitsev, francotiradora, y abatió a 78 enemigos.
En el Ejército hubo también aviadoras, las famosas “brujas de la noche”, tal y como las llamaban los alemanes (Vajskop, 2008: 1-31). Hubo también una gran cantidad de mujeres ocupadas en labores como el manejo de la artillería antiaérea, panaderas del frente, cocineras, zapadoras, mecánicas, operarias de comunicaciones, etc.
De la trinchera al cajón
Teniendo en cuenta la concepción del campo de batalla como un espacio tradicionalmente definido por lo masculino, en el que habitualmente se ensalzan atributos propios de la virilidad tradicional, no es extraño que Svetlana Alexiévich afirme que en la URSS hubo dos guerras: la guerra que vivieron los hombres y la guerra que vivieron las mujeres (Alexiévich, 2017: 223).
Muchas mujeres combatieron con vestimentas de hombre, debido a que los procedimientos militares no fueron alterados pese a que un importante contingente de mujeres estuviera entre las tropas (Alexiévich, 2017: 225). La “masculinización” de la vida llegó hasta tal punto que incluso la guerra llegó en algunas ocasiones a trastocar el ciclo menstrual de las mujeres.
“Nuestro organismo cambiaba hasta tal punto que durante la guerra no éramos mujeres. No teníamos eso de mujeres… Las menstruaciones… Bueno, ya me entiende… Después de la guerra no todas lograron dar a luz” Alexandra Semiónovna Popova.
(Alexiévich, 2017: 231)
Una cuestión relevante también es la de las relaciones que estas mujeres mantuvieron con sus camaradas varones. Muchas eran tan jóvenes, que incluso llegaron a matar a un enemigo antes de haber iniciado su adultez en otros ámbitos. Pese a todo, la guerra es un medio hostil, en el que el tiempo pasa mucho más deprisa y la vida parece sujeta por los finos hilos del azar. En este contexto, no es de extrañar que muchas relaciones sólidas surgieran del barro y la sangre:
“En las orillas del río Dniéper, de noche, a la luz de la luna, me entregaron la Orden de la Bandera Roja. Al día siguiente mi marido fue herido, gravemente herido. Corríamos juntos, caminábamos juntos por los pantanos, nos arrastrábamos juntos. Las ametralladoras disparaban sin tregua, recibió una bala en la cadera. Era una bala explosiva, ¡Lo que cuesta vendar una herida de ese tipo en la nalga! (…) Mientras le transportaban empezó la septicemia. Era Nochevieja… Empezaba el año 1944… Se estaba muriendo (…) Vasili era el nombre de mi marido, mi hijo también se llama Vasili, y mi nieto también…” Lubov Fomínichna Fedosenko.
(Alexiévich, 2017, p. 272)
Sin embargo, a pesar de que el frente fuera un lugar en el que se consolidaran los sentimientos más sólidos, también fue un espacio de violencia sexual. Así lo manifestaba Sofía K-vich, auxiliar sanitaria:
“En nuestro Ejército no había burdeles, tampoco facilitaban fármacos. Yo, por ejemplo, era la única mujer de mi batallón, vivía en la covacha común. Junto con los hombres. De noche me despertaba agitando los brazos: repartía bofetadas, me quitaba de encima sus manos.” (Alexiévich, 2017: 272)
Desde la retaguardia, sobre todo en entornos y ambientes femeninos, se solía ejercer una violencia simbólica contra estas “mujeres del frente”, aduciendo generalmente a su supuesta promiscuidad.
“Yo vivía en un piso compartido. Mis vecinas estaban casadas. Me ofendían, se metían conmigo: «Ja, ja, ja… Venga cuéntanos cómo te follabas allí a los tíos…»” Ekaterina Níkitichna Sánnikova (Alexiévich, 2017: 362).
Cuando volvieron de la guerra, sufrieron la dura realidad de un universo misógino que les era aún más hostil que aquel del que habían regresado. Esto ha permeado con bastante claridad en sus testimonios.
La guerra después de la guerra
Al finalizar el conflicto, las mujeres combatientes, al igual que los hombres, habían vivido una experiencia que les marcaría de por vida. Habían visto la suciedad de la guerra, lo dantesco de la trinchera y habían sobrevivido a la muerte. Sin embargo, al regresar a casa lo único que el Estado esperaba de ellas era que se casaran y tuvieran hijos. En marzo de 1945, en el periódico Pravda, se expresaba lo siguiente:
“Demostrado de forma muy enérgica su valía como pilotos, francotiradoras y sirvientes de subfusil. Sin embargo, no olviden cuál es su deber fundamental ante la Nación y el Estado: el de la maternidad”.
Del mismo modo, en 1945 se publicó un decreto de desmovilización de los efectivos femeninos, salvo en tareas muy concretas (Pennington, 2010: 775-820.). Las veteranas de todo el país aprendieron a guardar silencio sobre su servicio en el frente por miedo a que los vecinos las tildasen de “esposas del frente” desechadas, “furcias” o lesbianas. En muchos casos, podían considerarse afortunadas si daban con un marido, teniendo en cuenta el estigma social que sufrían (Vinogradova 2017, introducción).
Todo ello, a pesar de que al menos 95 mujeres recibieron la más alta condecoración: la de Héroe de la Unión Soviética (algo así como la Medalla de Honor en EE. UU.) (Pennington, 2010: 775-820).
“Tuvieron que pasar decenas de años hasta que Vera Tkachenko, una conocida periodista, publicara en el periódico central Pravda un artículo sobre nosotras, explicando que también habíamos luchado en la guerra. Explicando que había mujeres excombatientes que se habían quedado solas, que no se habían casado y que no tenían casa” Klavdia S-va. (Alexiévich, 2017, 133).
Parecía que tras de la guerra, el único camino que les quedaba a las mujeres después de los horrores vividos era el de ser madres y esposas. Olga Yáklovlena, de quien ya hemos hablado, contaba cómo tras volver del frente estaba enferma, y su médico le recomendó un tratamiento particular, muy en sintonía con la política oficial del Estado:
“Claro, los fármacos ayudan, la pueden curar, pero si de verdad quiere recuperar la salud, si quiere vivir, mi único consejo es que se case y tenga muchos hijos. Sólo eso la puede salvar. Con cada hijo, su organismo se irá recuperando.” (Alexiévich, 2017: 176).
No fue hasta muchos años después, cuando se comenzó a rendir honores a las mujeres combatientes y éstas comenzaron a poder lucir sus medallas y contar sus historias. No parece descabellado decir, por tanto, que en la URSS hubo dos guerras, la guerra de los hombres y la guerra de las mujeres, siendo esta última la más larga. Fue una guerra silenciosa, de violencias cotidianas y coerción social. Una guerra en la que diariamente aquellas mujeres tuvieron que guardar en un cajón aquel pasado que su país les había obligado a silenciar.
Bibliografía
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