Desde que se anunciase la exhumación del cuerpo del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos, el debate en torno a la memoria histórica se ha intensificado en España. En los últimos años, el concepto de “memoria histórica” ha experimentado un cierto auge, no solo en la historiografía. También en el debate político a pie de calle, que se ha visto acentuado en los pasados meses.
Son la Historia Contemporánea y, sobre todo, la Historia del Tiempo Presente, las que más se interesan por la cultura de la memoria colectiva. No son las únicas, no obstante. El uso de la historia para fines políticos es algo también constante en el propio devenir histórico, independientemente de la época que se trate. Las referencias a la hora de construir las memorias colectivas no se limitan, tampoco, a la época contemporánea. Este hecho tiene que ver, en buena medida, con la construcción de memorias colectivas, que han tenido traducción en los espacios públicos y su uso. En este artículo vamos a desplegar un mapa que plantea las coordenadas de la memoria, la historia, la relación entre ambas en el caso español y su reflejo en los lugares de memoria.
Memoria e historiografía: una relación compleja
La conceptualización de la memoria histórica es relativamente reciente. La aparición del concepto y la definición y redefinición de los propios términos que la rodean se produjeron durante la segunda mitad del siglo XX. La importancia de dicho concepto para la disciplina histórica se ha incrementado debido al interés de la misma historia por los fenómenos de memoria y desmemoria. La memoria y las fuentes orales han ido tomando fuerza como método y sobre todo, como fuente para hacer historia.
La tarea de fijar los orígenes del concepto de memoria histórica y de los lugares de memoria como elementos sobre los que hacer historia no es sencilla. El ámbito historiográfico ha tratado esta cuestión con cierta controversia. Especialmente, a partir de que determinados de la sociedad civil de diversos países hayan llevado a cabo reivindicaciones diversas en torno a la memoria histórica. En este caso, de una destinada a revalorizar aspectos del pasado que la historia tradicional ha descuidado. Los historiadores que han analizado la memoria como concepto historiográfico reconocen a autores como Maurice Halbwachs, Èmile Durkheim o Henri Bergson. Estos se postulan como responsables de las primeras aportaciones sobre los significados de las memorias colectivas o históricas (Lebrero Izquierdo, 2018: 22, 28).
Como se mencionaba, esto sucede a partir de los años setenta, de la mano de la tercera generación de historiadores de la escuela de Annales, sobre todo Jacques Le Goff y Pierre Nora. Este último resulta un personaje imprescindible a la hora de hablar de la cultura de la memoria. Estos retomaron las reflexiones que el sociólogo Maurice Halbwachs. Halbwachs había llevado a cabo en 1950 sobre la construcción social de la memoria y la intersección con la historia. En La Mémoire collective Halbwachs define estos fenómenos, retomados por Le Goff y Nora para aplicarlas a nuevas dimensiones de la historia política de Francia. Gracias a ello, la historiografía asumió un nuevo objeto de estudio, la historia de la memoria.

De la mano de Pierre Nora y del estudio de la historia de la memoria, la memoria histórica, las memorias colectivas (puesto que se trata de conceptos estrechamente relacionados que se ocupan de un mismo fenómeno con matices o perspectivas diferentes) llegó la conceptualización y estudio de los llamados lieux de mémoire (lugares de memoria), un concepto que Pierre Nora desarrolló para la memoria nacional de Francia y que resulta muy interesante para la historiografía, pues hace referencia a las marcas materiales o inmateriales donde la memoria se fija.
En todo caso, en los últimos años han proliferado de manera extraordinaria los estudios relacionados con la memoria histórica y, sobre todo, la relación de la misma con la historia. A partir de la caída del muro de Berlín, se multiplicaron, primero en Europa y después en Latinoamérica, los trabajos dedicados a determinados temas asociados a un replanteamiento en el discurso historiográfico.
Estos estudios han incorporado, sobre todo, una visión basada en la recuperación de la identidad colectiva de aquellos a los que la historia oficial ha obviado. Pero no solo se ha ocupado de eso. También se ha centrado en reflexionar sobre los usos del espacio público o la construcción de identidades a través de la historia. Este proceso se ha producido en paralelo -y con mutuas influencias- al surgimiento de iniciativas destinadas a recuperar la memoria histórica de aspectos como, en el caso español, el verdadero alcance y significación de la represión franquista. Todos estos hechos tuvieron, como se mencionaba, una traducción en los espacios públicos, en la cual se centra este artículo. Sin embargo, antes de ello es necesario pasar por el propio concepto de memoria histórica, ligado irremediablemente al de los lugares de memoria y por los usos que la historia y las instituciones han hecho de él.
España y la memoria
El debate sobre la recuperación o no de la memoria histórica es reciente, por lo tanto. A España, sin embargo, el debate llegó aún más tarde, tanto a los círculos académicos como a la opinión pública. Podría decirse que lleva presente en la sociedad española desde los propios años de la dictadura. No obstante, vivió su punto álgido al promulgarse la Ley de Memoria Histórica, en 2007, y dicho debate continua más que presente en la actualidad. La pronta exhumación del cuerpo del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos (que probablemente sea uno de los lugares de memoria institucionalizada más destacados del país) ha devuelto el debate en torno a la memoria histórica a la actualidad, si es que había desaparecido de ella en algún momento.
En España, casi cualquier referencia a la memoria histórica refiere directamente a la II República, la Guerra Civil y la dictadura franquista, especialmente la represión efectuada después de la guerra por el bando vencedor de la contienda. La cuestión ha desbordado ampliamente el ámbito de la historia y se ha extendido hacia el social. Las reivindicaciones, debates e iniciativas de la sociedad civil han arrastrado el debate al centro de la opinión pública en muchos momentos. Este es uno de ellos (Lebrero Izquierdo, 2018: 22).
España, además, hace gala de ciertas particularidades en cuestiones de memoria, sobre todo debido a su reciente pasado traumático, lleno de memorias enfrentadas (López Villaverde, 2014: 2). No obstante, se ha de destacar que memoria histórica gestionada de una forma u otra, existe en la gran mayoría de países. El marco de los estados-nación emerge de la construcción de naciones, en el sentido contemporáneo del término. Estas se asientan, como se mencionaba, en hechos históricos pasados y en las memorias colectivas generadas en torno a ellos.
Sin embargo, y aunque la existencia de memorias colectivas es común al marco que se mencionaba, el debate sobre la memoria histórica (que en muchos casos ha generado una querella dentro de la historiografía, como en el caso español o alemán) es más intenso en sociedades o contextos con pasados que alberguen algún hecho traumático.
Poniendo el foco sobre el propio concepto, se entiende memoria histórica como un concepto ideológico e historiográfico que ha sido desarrollado hace relativamente poco tiempo. Muchos de los historiadores que han tratado este tema han ofrecido diferentes definiciones sobre qué es memoria histórica. En el caso español, las peculiaridades que se mencionan han producido definiciones de memoria histórica específicas.
Espinosa define memoria histórica como “el recuerdo de la historia que cada uno ha vivido o conoce de primera mano” (Espinosa, 2007: 28). Es decir, limita la memoria histórica a aquellos hechos que se han experimentado. Por contra, Ortiz afirma que “memoria histórica” es en realidad “conciencia” acumulada de un conjunto de experiencias, ideas, lecturas y valores recibidos y asumidos de muy distinta procedencia que son resultado, a su vez, de experiencias personales pero también de intercambios con miembros de la comunidad en la que nos insertamos (Ortiz, 2006: 1).
Es decir, es más producto de una construcción que resultado de la “recuperación” o de los simples recuerdos. Otro de estos autores, Julio Aróstegui, ofrece otra visión, en la que no habla de memoria, sino de memorias, ya que la memoria histórica, para él, es historia también y por tanto está sujeta a los cambios que el tiempo produce en las conformaciones sociales (Aróstegui, 2006: 2).
Como puede observarse de esa selección reducida al ámbito español, desde la historiografía se define “memoria histórica” de maneras muy distintas. Hay algunos que la reducen a algo individual, hay otros que combinan esa percepción individual con otra social y los hay que, directamente, asocian memoria histórica a un trauma social, colectivo.
No obstante, la relación entre memoria e historia se plantea, normalmente, en torno a las memorias traumáticas y es realmente variada: cada autor, como se ha comentado, concibe memoria e historia de formas diferentes, conjugables en mayor o menor medida y en unos aspectos determinados que son diferentes para cada autor. A pesar de ello y de que desde algunas voces de la historiografía se considera que “memoria” e “historia” son términos completamente antagónicos, expresiones como “memoria histórica” o “cultura de la memoria” revelan que la relación entre historia y memoria no es completamente antagónica, sino que es poliédrica y alberga complejidad.
Se trata, en todo caso, de una terminología que hace referencia a aquellos actos realizados por las comunidades humanas que buscan reencontrarse (o, incluso, reconstruir en base a determinados intereses) con ciertas partes de su pasado más reciente, tanto en sus aspectos positivos (ensalzar o recuperar la memoria de ciertos sistemas o sectores de la sociedad) como negativos (juzgar moral, política y/o judicialmente actos del pasado).
No obstante, las memorias colectivas no funcionan siempre en ambas direcciones. Además, pueden tener no relación con las instituciones. Las memorias institucionalizadas (y sus lugares de memoria) conviven necesariamente con memorias emergidas, de forma espontanea o premeditada, desde fuera de las instituciones.
El caso español
Como se viene mencionando, es el conflicto sociohistórico central de la España del siglo XX el que marca principalmente el debate sobre la memoria actual. La guerra civil y el franquismo son el centro sobre el que giran las memorias colectivas españolas. Se trata de dos procesos históricos que ocupan el arco temporal que se extiende aproximadamente en el tercio central del siglo entre 1931 y 1975. Es decir, desde la instauración de la Segunda República hasta el fallecimiento del dictador.
Las grandes corrientes de la contemporaneidad española desde comienzos del siglo XIX y, en especial, desde la Restauración, convergen en los acontecimientos históricos de ese momento. Estos tienen su manifestación bélica en una Guerra Civil entre los años 1936 y 1939. Ese momento crítico en los años treinta del siglo pasado es el origen de una inflexión decisiva en la historia contemporánea de España. De la Guerra Civil y, sobre todo, de la victoria del bando sublevado se derivaron consecuencias que han afectado directamente a dos generaciones (Aróstegui, 2006) e indirectamente, a toda la historia, sociología y política posterior, de una forma u otra. Es, por lo tanto, un pasado traumático, precedido, como se ha mencionado, de un escenario ya de por sí agitado, que ha dejado una cultura de la memoria determinada en nuestro país.
No es el único momento histórico al que se alude, no obstante. Figuras como el Cid o los Reyes Católicos y el uso de estas también son protagonistas del debate. Un debate tiene mucho que ver con la memoria colectiva nacional. No obstante, el uso de la historia como elemento legitimador y el uso de herramientas memoriales para ello es una constante. Todo ello tiene un impacto innegable sobre el espacio público.
El concepto de memoria, y, sobre todo, el tratamiento de esta, es diferente dependiendo del país. En el caso de España, además de las peculiaridades, el estudio de la cultura de la memoria ha llegado con retraso, si se compara nuestra historiografía con otras ya mencionadas, como la alemana, argentina, chilena o sudafricana, en torno, respectivamente, al nazismo, la resistencia, las dictaduras militares o el apartheid (López Villaverde, 2014:2).
El resto de Europa y América Latina se han convertido también en lugares en los que la Memoria Histórica es un objeto de reivindicación de la sociedad civil, de debate político y de atención académica. Sin embargo, al tratarse de contextos diferentes y de procesos históricos también distintos al español, el término acarrea otras connotaciones. No significa esto que el caso español sea un caso aislado ni que no existan muchas similitudes entre los diferentes acontecimientos históricos que dan lugar a las memorias de esos contextos. Todos suelen ser pasados históricos traumáticos. El caso español no puede entenderse de forma singularizada, sino como parte de un mismo contexto europeo: el de la crisis de las democracias y el ascenso de los fascismos en la Europa de entreguerras (Lebrero Izquierdo, 2018: 17)
En ese contexto español, que es en el que se centra este artículo, el término “memoria histórica” ha suscitado opiniones muy diversas en el seno de la historiografía. Desde las voces que intentan separar memoria de historia, como Aróstegui, que opina que “conservar la memoria, en definitiva, no implica construir la historia” (López Villaverde, 2014:8), aunque considera que ambas son necesarias y en muchos puntos convergen, hasta las que opinan que “memoria colectiva, memoria histórica y otras denominaciones equivalentes no existen fuera de una concepción organicista de la sociedad” (Santos Juliá, 2006: 4).
Pasan, además, por aquellos que afirman que la memoria y la historia ya han quedado definitivamente entrelazadas como formas de relacionarse con el pasado y que, por más que esa relación se sature en algún momento, las relaciones entre memoria e historia ya forman parte de las tareas propias del historiador, considerando que ambas tienen lazos sociales que les son comunes (Pérez Garzón, 2012).
Encontramos, además, posturas a favor de la recuperación de la memoria histórica (aunque hay quienes abogan que la memoria no se recupera, sino que se construye o reconstruye). También posturas en contra de ello, como es la del propio Juliá, citada anteriormente. Sin embargo, a pesar de que la historiografía ofrece visiones muy diferentes de la gestión (social e institucional) de la cultura de la memoria, hay algo en lo que coinciden todos los que la estudian: la cultura de la memoria atraviesa tres fases o etapas.
Memorias paralelas
El caso español se inserta en un marco concreto en el que es posible hacer una comparativa con las políticas de memoria en otros países. Ejemplo claro de lo anteriormente mencionado es el del caso del juicio contra Augusto Pinochet, dictador chileno, juzgado por el juez Garzón en 1998. Este fue juzgado por delitos de genocidio, terrorismo y tortura, declarándose la competencia de la jurisdicción española en virtud del principio de justicia universal. Como consecuencia de su procesamiento, fue detenido en Londres y solo logró evitar su extradición por motivos médicos. De esta forma, y aunque finalmente se libró de ser juzgado, pesa sobre Pinochet el reproche de la comunidad internacional. Los delitos de Pinochet quedaron sin juzgar. Pero la forma de abordarlos institucionalmente marcó la concepción de estos en la memoria colectiva de las víctimas, así como en el ámbito internacional.

No obstante no siempre este tipo de acontecimientos históricos se ha cerrado mediante una capa de olvido. Sin embargo, si bien en España el debate por la memoria histórica ha llegado tarde con respecto a otros países, el de nuestro país no es un caso excepcional. Procesos similares se han dado en múltiples países, cada uno con una cronología específica. La cultura de la memoria genera relatos que abarcan desde la memoria de las víctimas de la Alemania nazi o el mito de la resistencia francesa hasta el debate en Indonesia sobre el terrorismo de Estado practicado por el general Suharto. Pueden mencionarse además los países que sufrieron dictaduras en Latinoamérica o la memoria del apartheid en Sudáfrica (Pérez Garzón, 2012).
Un ejemplo contrario del tratamiento de la memoria histórica sobre hechos traumáticos desde las instituciones se encuentra en casos como el alemán. Tras la caída del nazismo, los culpables (salvo en el caso de Hitler, que se había suicidado) fueron juzgados y muchas de las víctimas del Holocausto fueron recompensadas moral y materialmente. El caso alemán también destaca por su manera de gestionar la memoria tras el nazismo: todos los símbolos que aludían al horror fueron eliminados y prohibidos, haciendo que, en la sociedad, dominase la memoria del las víctimas. Contrario es el caso español: los símbolos franquistas siguen presentes en cualquier calle de cualquier ciudad y, en muchos casos, vistos con total normalidad. La memoria que dominó España, al contrario que en Alemania, fue la de los vencidos. Esta es, además, la que ocupa buena parte del espacio público, como se mencionaba.
Fuera del contexto europeo, además del chileno (ya mencionado) son remarcables casos como el argentino. Es una muestra de como reconstruye la memoria histórica en casos tan extremos como el argentino. En Argentina, tras la dictadura militar sucedida entre 1976 y 1983, el concepto de “memoria” tomó un gran valor político, pero también cultural. Ello se debe, sobre todo, a las luchas ciudadanas derivadas de la política de represión, desapariciones y, sobre todo, el robo y supresión de la identidad de los hijos de los y (sobre todo) las opositoras al régimen. Estas políticas de robo de niños y cambio de identidad impulsan plataformas como la ONG Abuelas de la Plaza del Mayo que no buscan sino la “reconstrucción de la memoria” (aunque, para muchos de los autores anteriormente citados, este sea un término delicado y sujeto a muchas críticas) para descubrir, sobre todo, el destino de los niños desaparecidos.

En el caso argentino, al igual que en otros regímenes dictatoriales (véase de forma clara en el franquismo), la destrucción de la memoria de los opositores y la imposición de su memoria han resultado elementales para asentar el régimen entre la población. Esta imposición se llevó, en el caso argentino, al punto de hacerlo hasta con la identidad de aquellos niños nacidos del seno de la oposición. Es por ello que asociaciones como la ya mencionada llevan años buscando a esos niños, con ayudas que comprenden desde equipos de antropólogos forenses hasta la del propio estado argentino.
El debate sobre las cuestiones que rodean a la memoria histórica en Argentina es algo muy presente, por lo tanto. El movimiento que busca su recuperación va, incluso, más allá que en España. En ambos casos, quienes luchan por recuperar la memoria histórica desean, en gran parte, recuperar su identidad. No obstante, el robo de recién nacidos a mujeres opositoras al régimen y/o de clase baja es un fenómeno que se extendió también por España. Sin embargo, en el caso de nuestro país, este fenómeno es de conocimiento reciente.
Los “niños robados” españoles constituyen un fenómeno muy similar a lo ocurrido en Argentina, país que, por otra parte, tiene mucha importancia en la lucha para la recuperación de la memoria histórica en España. Desde Argentina se generaron querellas contra el franquismo. Ha de destacarse que, como respuesta a una apelación de familiares de españoles muertos durante el franquismo, que pedían a la justicia argentina la investigación de crímenes de lesa humanidad -recurriendo al principio de jurisdicción universal-, la Cámara Criminal y Correccional Federal consiguieron reabrir esa causa. Si bien el caso de Argentina es uno de los más remarcables, otros países como Colombia también han destacado por su lucha por la recuperación de la memoria histórica, en este caso de la de las víctimas de las guerrillas paramilitares.
Tres generaciones, tres memorias
Como se ha mencionado, gran parte de la historiografía centrada en los estudios sobre la memoria histórica ha distinguido tres fases o tipos de memoria. Coinciden en la cronología y en la forma de distinguir a sus participantes, así como en los grupos sociales que conforman cada una de las “memorias”, pero las conciben de formas distintas. Quizá la que más desavenencias causa en el seno de la historiografía sea la tercera de estas fases, por cuestiones en muchos casos ideológicas, pero en otros casos, relacionadas con la forma de concebir la propia cultura de la memoria.
Para Julio Aróstegui (Aróstegui, 2007), la primera de las memorias sería la “memoria de la confrontación”, que es aquella que los textos escolares, la literatura apologética, el aparato judicial y todo el régimen sustentaban. Esto sería así durante cuarenta años de dictadura, pero con ciertos matices. Durante los 50, en sus años finales, empieza a haber cambios en esa visión, debido al cambio generacional: una generación que no vivió la guerra y que empieza a hacerse nuevas preguntas. Es una especie de despunte de una rebelión intelectual que el régimen apenas puede controlar.
La memoria de la confrontación o de la heroicidad de unos frente a la maldad de otros sufre una evolución que la convierte en el fenómeno más interesante de la evolución de la memoria civil, que es la que se impone en la Transición. En el momento de la muerte de Franco se inicia un proceso nuevo para establecer una nueva situación política, que incluye una revisión del pasado, de la memoria sobre este instaurada por el régimen. Esta nueva memoria sería la de “la reconciliación”, en la que la Guerra Civil fue vista como algo a olvidar.

Se trató esta como una tragedia colectiva desde la equidistancia entre los participantes en la contienda. Esta tendría que superarse mediante la reconciliación de las partes. Es lo que, en muchas ocasiones, se ha denominado pacto de silencio. Hace referencia a la falta de “ajuste de cuentas” con el pasado, al acuerdo tácito de no remover la tragedia.
Otro cambio generacional ha hecho que la de los que hicieron la Transición deje de ser la central. Tomaron entonces el protagonismo los nietos de la guerra, quienes a partir del 2000 quisieron revisar la memoria de la reconciliación. De este modo nace la tercera fase de la memoria histórica: la memoria de la reparación. Esta pide ajustar responsabilidades políticas, éticas, morales.
De forma bastante similar se posicionan autores como Bernecker (Bernecker, 2009), que presenta la memoria de la guerra y la dictadura como un algo impuesto. Esta imposición se relaciona, sobre todo, con su propia legitimación. La socialización de las generaciones venideras dependió de un contexto en el que los elementos memoriales nacían en exclusiva de los vencedores de la guerra. Tenían el fin de legitimar el sistema que había nacido de esta. Bernecker habla también del proceso de recuperación de la memoria desde la Transición, primeramente en una transición de olvido hasta el cénit de fines del siglo XX.
Otros autores harán unas distinciones similares. Es el caso de Santos Juliá, que, aunque hace una distinción prácticamente igual a la de Aróstegui, las justifica de forma diferente. Afirma que imponer una memoria colectiva es propio de regímenes autoritarios (algo que puede parecer evidente) y que fue esto lo que sufrieron los nacidos en los años próximos a la Guerra Civil.
Estos dispusieron de una memoria que formó parte de su experiencia vital consistente en el único gran relato de la guerra posible en una dictadura: el de los vencedores. Considera que esa memoria, la de los hijos de la guerra (que coincidiría con la segunda memoria generacional de Aróstegui), tras ser sometida a un proyecto de imposición de una memoria concreta se sintió saturada de ella. Esto explica su necesidad no de recordar, sino de conocer un pasado que realmente desconocían. El relato oficial, la memoria colectiva del bando vencedor había omitido deliberadamente las partes de la historia que desbordaban o no convenían a ese relato.
La memoria impuesta había ocultado la historia. La guerra había afectado a los padres de esta generación, los que vivieron la guerra (la primera memoria generacional de la que hablaría Aróstegui), que tendieron a no hablar de la contienda, especialmente si formaban parte del bando perdedor, ya que se exponían a la represión. Esos niños nacidos en la posguerra, años más tarde se rebelaron contra la memoria que se les había impuesto. El mito, la memoria institucional del franquismo se vació, dejó a la vista que aquella era una memoria impuesta, sustentante y sustentada en la represión, en la que incluso parte los hijos de los vencedores dejaron de creer.
Afirma, además, que habiendo sido el adoctrinamiento común para hijos de vencedores y vencidos, estos no ocuparon el lugar de esa memoria impuesta por otra colectiva, la de los vencidos. Carecían de una representación del pasado con la que sustituir a la que se les había impuesto, puesto que las fuentes o no deseaban hablar del tema por estar muy arraigados a la memoria franquista (vencedores) o no podían hacerlo por miedo a la represión. Prefirieron, por lo tanto, no fiarse de la memoria y consideraron la guerra no como memoria, sino como historia, como pasado clausurado, algo que había que desechar para reconducirse hacia la democracia.
Sin embargo Juliá, al contrario que otros autores, niega el conocido como pacto de silencio apoyándose en que en los setenta se practicase la desmemoria. Reincide en que es una falsedad emitida por los profesionales de la memoria histórica y que, realmente, los estudios sobre el pasado estuvieron muy presentes. A raíz de ello habría surgido la generación de los nacidos en los sesenta o setenta, los que intentan recuperar la memoria histórica. Para este autor, recuperarla es una utopía orwelliana. Considera que la memoria jamás podrá ser única, y que una recuperación de la memoria es algo que ya ha sufrido España por el bando de los vencedores. Considera incorrecto llamar memoria a una representación construida del pasado (Juliá, 2006).
También Josefina Cuesta ha tomado las memorias generacionales como uno de los asuntos centrales sobre el que giraba el balance historiográfico. Esta autora las denomina “capas de la memoria” y en ellas reconocía tres generaciones respecto a la experiencia republicana y bélica. La de los protagonistas, aquellos que vivieron la guerra y tienen memoria individual de ella y la recuerdan personalmente. Posteriormente, la de sus hijos, los llamados niños de la guerra. Finalmente, la de los nietos, una generación ya educada en democracia.
Sobre la primera de ellas recayó una memoria impuesta, tal y como afirmaría Juliá. La segunda buscó el diálogo entre vencedores y vencidos y entre ambas generaciones, que quizá sería más difícil, proyectando una memoria antifranquista sobre la base de la reconciliación, que terminó con los grandes relatos anteriores. La tercera permitió un acuerdo tácito en el ámbito político-jurídico que no implicó amnesia ni olvido, sino una estrategia para evitar que el recuerdo se convirtiera en arma arrojadiza.
Francisco Espinosa, otro historiador que ha tratado el tema de la memoria en España, habla de una necesidad de memoria que no surge del impulso caprichoso de ciertos sectores de la sociedad española. Lo hace de “un proceso de recuperación de nuestra memoria histórica” que abarca siete décadas. A partir de 1996 se habría iniciado “el resurgir de la memoria”. Ocurriría tras una serie de etapas de “negación de la memoria” (1936-1977), “políticas del olvido” (1977-1981) y “suspensión de la memoria” (1982-1996). Sin prestarse a la confusión entre memoria y discurso político sobre la memoria, Alberto Reig retrasa algo más el comienzo. “Desde finales de la década de los noventa el debate sobre la recuperación o reparación de la memoria de los vencidos no ha dejado de incrementarse, hasta haberse constituido en uno de los temas centrales de la política nacional” (Ruiz Torres, 2007).
La historiografía española coincide en dividir las memorias colectivas en torno al pasado traumático español en generaciones. Sientan las mismas bases, distinguen las tres mismas generaciones, pero las valoran y conciben de una manera diferente. Mientras todos, de una manera u otra, hablan y asumen la existencia del conocido como pacto de silencio, Santos Juliá lo niega o justifica. Sin embargo, lo cierto es no se tomó en cuenta la memoria republicana a la hora de construir una nueva democracia.
La construcción de la democracia en España (y por tanto la de una memoria institucionalizada nueva) partió de cero, como si en España no hubiera habido dos experiencias democráticas contemporáneas anteriores o estas, de algún modo, no fuesen válidas. Este parece un ejemplo bastante claro de que, durante un tiempo, la experiencia republicana española fue desechada, despreciada. También de que, durante la Transición, la equidistancia marcó la memoria colectiva, con el fin de conseguir la reconciliación entre vencedores y vencidos.
Las tres memorias han tejido sus propios mitos. En primer lugar, el de la “gesta heroica” (franquista). Tras él, el de la “culpabilidad colectiva” (transición). Posteriormente, el de los “luchadores por la democracia” (prorrepublicana). A pesar de ser representativos de tres generaciones diferentes, hoy en día se mezclan en el debate social. Los que más han perdurado, por motivos obvios, son los ligados a las dos primeras memorias (el mito del 18 de julio y el de la equidistancia) que, por otra parte, han resurgido como réplica a la pujanza de la llamada recuperación de la memoria histórica, impulsada desde la sociedad civil.

El resultado son las batallas memoriales, con dos polos enfrentados: la memoria histórica y su contramemoria, la otra memoria histórica. Frente al agotamiento de la primera y la obsolescencia de la segunda, es de prever un cierto recorrido aún a la memoria de reparación, al menos mientras sigan pendientes la identificación, exhumación y duelo de los restos que permanecen sin identificar aún (López Villaverde, 2014: 2, 3).
Dentro de esta división de la cultura de la memoria española en tres generaciones, puede decirse que la que ha generado debate en los años pasados y actualmente es la tercera. De alguna manera, las dos anteriores se asumen de una forma más unánime. Resecto a la tercera, son varias las razones históricas de fondo que pueden explicar esta nueva deriva. El debate sobre la memoria histórica se inserta plenamente en la coyuntura actual.
En esta hay una considerable presencia de debates que antes se circunscribían solo al ámbito de la historia. Además, los movimientos por la memoria existentes en la sociedad española son a la vez causa y efecto del debate. La ocupación del núcleo de las actividades sociales está protagonizada hoy por una nueva generación de españoles. Son los “nietos” -e incluso los bisnietos- de los protagonistas del conflicto originario de los años treinta. Si bien siguen existiendo «dos Españas», el salto generacional es un hecho.
Según Aróstegui, esta nueva generación, obviamente, no se siente obligada ni por la memoria de la exaltación ni por la memoria de la reconciliación. Lo cierto es que esa tercera memoria ha llevado al debate público la reparación de las víctimas en su totalidad. Junto a ello, la reposición de su presencia en el recuerdo, incluso en sus nombres mismos. Por otra parte, la reorientación generacional e histórico-social de las memorias del conflicto español se sitúa inevitablemente en la reivindicación y “recuperación” de la memoria de los vencidos. No obstante, es aquella que estuvo siempre soterrada.
La misma renovación generacional de la memoria explica que a ella se haya contrapuesto un impulso al revisionismo de lo que la historiografía y la variada publicística habían ido construyendo y destacando a base de aportaciones documentales sobre el conflicto de los años treinta y su memoria. Un revisionismo que afecta de lleno también a la mecánica y a la imagen de la Transición (Aróstegui, 2006: 4 y 5).
La negación de la memoria
Tanto dentro como especialmente fuera de la historiografía existen, por otra parte, disidencias al discurso planteado anteriormente, a pesar de ser este considerablemente ecléctico. En este debate existe una corriente revisionista, que niega hechos que constituyen la base del pensamiento de los historiadores mencionados. Esta corriente negacionista se basa y a la par sirve como elemento sustentante de una memoria histórica radiacalmente diferente.
Las corrientes históricas revisionistas del pasado español desde la Segunda República, que sirven directamente a una memoria igualmente revisionista, apuntan directamente a toda la historiografía y a otros tipos de publicística (testimonial, literaria, ensayística). Durante los sesenta, nació una aparentemente renovada historiografía, que puede ser denominada como neofranquista. Se apoyaba, sin embargo, en mejores instrumentos críticos que la mera hagiografía de posguerra. Es inevitable referirse a investigadores como La Cierva, Salas Larrázabal o Palacio Atard entre otros.
El revisionismo actual y hasta lo que se ha denominado “negacionismo” pretende negar o eludir hechos históricos que, aun con gran debate, son aceptados y conceptualizados tanto dentro de la historiografía como fuera de esta. Se trata de cuestiones como las causas que condujeron al estallido de la guerra civil, por ejemplo. No obstante, y de forma estrechamente relacionada con la construcción de una determinada memoria histórica colectiva ligada a una idea determinada de nación, también se abordan cuestiones como la leyenda negra, la Inquisición o se revisan figuras como las de los conquistadores, en un tono claramente apologético.
No obstante, en torno a los acontecimientos del siglo XX este fenómeno se intensifica. De hecho, se toma el término de una disputa destacada de la cultura europea acerca del genocidio nazi. La producción de carácter histórico nacida de estas corrientes en modo alguno procede de una investigación propia. Los más conocidos publicistas revisionistas actuales (entre los que destacan Pío Moa, César Vidal, Jiménez Losantos o Martín Rubio) carecen completamente de un trabajo historiográfico propio. En otros casos sí que existe, pero pasa por metodologías obsoletas o inapropiadas escogidas ex profeso, así como por una interpretación de los datos obtenidos completamente sesgada. Y esto, lejos de facilitar el debate, lo hace extremadamente difícil.
El revisionismo actual de la historia española del siglo XX se aproxima a las ideas de la historiografía de los años sesenta. Podría decirse, incluso, que han retrocedido hacia las ideas que fueron la base del aparato legitimador del franquismo. Destaca la presencia (o más bien, el temor a esta) del comunismo, la advertencia de la inminencia de una revolución socialista, el precedente de 1934 e incluso, por anacrónico que pueda parecer, la amenaza masónica. Todo aquello que, en su momento, se utilizó para la construcción de un enemigo común, de la «anti España«. Su soporte intelectual, además, carece de todo academicismo y de cualquier muestra de erudición. Frente a la rigurosidad de historiadores de diversas tendencias políticas, su producción no tiene la mínima base científica.
En España, en estas condiciones, parece alejarse la posibilidad de un verdadero debate por el método. Cada vez parece más difícil un debate entre los historiadores y la sociedad acerca del sentido de un pasado reciente (Aróstegui, 2006: 4 y 5). Al menos de un debate alejado de revisionismos y manipulación histórica que sea realmente enriquecedor para el total de la sociedad. No obstante, a pesar del repunte de la intensidad de este debate durante los últimos meses, el momento en que este debate estuvo más candente tanto entre los profesionales de la historia como a pie de calle fue tras la promulgación de la Ley de Memoria Histórica en 2007.
Ley de Memoria Histórica: en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura
Inserto en ese contexto de memorias enfrentadas, aproximadamente alrededor del año 2000 el debate sobre la cultura de la memoria tomó importancia. Se puede observar en las propias publicaciones a las que se hace referencia este artículo. Buena parte de ellas se produjeron durante la primera década de este siglo, en el momento más álgido del debate. Se toma esta fecha como referencia, aunque, realmente, el fenómeno comenzó a tomar fuerza a partir de 1996. Este trajo, en efecto, un cambio de coyuntura. Todavía no tenía que ver, sin embargo, con la emergencia de los discursos sobre la memoria del pasado reciente y traumático en la esfera pública española. El debate se abordaba desde la historia (Ruiz Torres, 2007:6).
Como ya se ha comentado, España llegó tarde a ese debate. La expresión generalmente se aplica de un modo más limitado, es decir como “uso público” del pasado en relación con los acontecimientos traumáticos del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial, las dictaduras del siglo XX en Europa, la Guerra Civil y el régimen de Franco en España, así como los crímenes y genocidios cometidos por esas y otras dictaduras en el último medio siglo son los hechos a los que se suele referir ese «pasado traumático».
El fenómeno se remonta en Europa occidental a la década de los ochenta y se extiende por el resto de Europa y gran parte del mundo en los noventa. En Alemania nos lleva al Historikerstreit, en Francia al “síndrome de Vichy”. En el caso de Italia al debate sobre el fascismo y el antifascismo, la guerra civil y la moralidad de la Resistencia (Ruiz Torres, 2007:11)
No obstante, en el debate público de aquellos años no se habló en España de “memoria” sino de “historia”. El uso político de la historia dio pie a una intensa polémica sobre la identidad nacional, tal y como ocurre en estos momentos. Se trataba, bien es cierto, de una historia convertida en memoria nacional. Se hablaba de la “historia memoria”. En Francia a partir de mediados de la década de los ochenta la obra colectiva Les lieux de mémoire se había transformado en objeto de estudio. Para Pierre Nora la historia tradicional era una “historia memoria” a merced del análisis de una historia nueva y distinta por su capacidad de autocrítica.
Por el contrario, en España esa “historia memoria”, elemento básico de la identidad nacional-estatal, continuaba siendo reivindicada con entusiasmo en el medio académico. Este, sin embargo, no tenía capacidad (y, en cierto modo, tampoco intención) de recalar como un debate social a gran escala, al menos en esos primeros momentos. No obstante, con el tiempo fue también reivindicada en el terreno político y en los medios de comunicación a finales de la década de los noventa. En dicho contexto la memoria de la guerra civil y del franquismo no protagonizaron con tanta intensidad el debate público. Al menos no regularmente y con intensidad, algo que no se dio hasta el cambio de siglo (Ruiz Torres, 2007:6).
La emergencia del fenómeno de la recuperación de la memoria de las víctimas de Guerra Civil y la dictadura franquista experimentó un crecimiento en importancia a partir del año 2000. Ocurrió tanto en ámbito político, como en los mass media y la opinión general de la población civil. En ese mismo año, el periodista Emilio Silva, nieto de un militante de Izquierda Republicana asesinado junto a otros en octubre de 1936 tras la ocupación de Villafranca del Bierzo por los sublevados, encontró los restos de su abuelo. Junto a él, se encontraron otras doce personas más enterradas en una cuneta en Priaranza del Bierzo. La exhumación fue llevada a cabo acompañado por un arqueólogo y una antropóloga forense.
Más tarde, y con Santiago Macías, fundó la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. A través de ella recabó apoyos para la exhumación de fosas comunes de la Guerra Civil, con vistas a facilitar la investigación y ayudar a los familiares en la recuperación de los cuerpos. Semejante iniciativa, encaminada a proporcionar un entierro digno y un homenaje póstumo a los “desaparecidos” del franquismo fue extendiéndose en años sucesivos. Lo hizo hasta llegar a constituir un hecho social muy relevante, con múltiples y diversas manifestaciones que han sido noticia en los medios de comunicación (Ruiz Torres, 2007:8).
A partir de ahí, el debate sobre la memoria histórica ha sido imparable en la sociedad española, hasta desembocar en la Ley de Memoria Histórica. (Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura).
Las disposiciones de la Ley 52/2007
Puede considerarse que la Ley de Memoria Histórica afecta a ciertas grandes cuestiones relacionadas con la reparación de las víctimas de un pasado traumático con bandos enfrentados. Hace hincapié en que estas que han tenido hasta finales del siglo XX un tratamiento bastante disimétrico según el bando en que se militó. Es decir, las víctimas de la parte vencedora tuvieron reparación de inmediato, mientras el bando vencido era reprimido o estaba en el exilio.
De la Ley, un primer bloque, se ocupa de sentar una doctrina de la reparación. podría incluirse también el propio Preámbulo de la disposición. Se trata de sus cuatro primeros artículos, de los que el 4º aborda el tema de la “declaración de reparación y reconocimiento personal”. Este artículo generó bastante discusión previa en la búsqueda del mecanismo mediante el que este reconocimiento debía ser expresado.
Un segundo conjunto de ellos se ocupa del tipo de reparaciones personales que se establecen. La ley habla de indemnizaciones y ayudas, de ampliación de anteriores ya aprobadas. Sin embargo, a víctimas de la guerra se añaden hasta incluir entre ellas las derivadas de procesos muy posteriores a la guerra civil. Por ejemplo, lo que denomina como víctimas fallecidas en “la defensa de la democracia” entre 1968 y 1977. Es decir, las que lo fueron en el periodo álgido del fin del régimen dictatorial y el proceso de la Transición. Estas víctimas lo fueron por acciones represivas estatales o por causa de acciones terroristas dirigidas a detener el proceso de cambio democrático (Aróstegui, 2009). Es un buen ejemplo la matanza de los abogados de Atocha en 1977, llevada a cabo por terroristas de extrema derecha.
En tercer lugar, se incluyen una serie de disposiciones dirigidas a la recuperación de los cuerpos de víctimas que fueron inhumadas en fosas comunes. Se trata de lugares no dispuestos ni prescritos para tales inhumaciones. Existe una ausencia absoluta de legalidad y de la más mínima consideración de los derechos de las personas. No obstante España es el segundo país del mundo con más desaparecidos, detrás únicamente de Camboya.
Se despliegan, por último, otra serie de disposiciones de carácter memorial también pero con mayor contenido instrumental. La eliminación de símbolos materiales y monumentos conmemorativos de la “victoria” o de la Dictadura y de exaltación de uno de los bandos en la guerra civil en los espacios públicos es una de las más destacadas. Sin embargo, la Ley sólo tiene carácter imperativo en este sentido para el Patrimonio del Estado. No así para el de otras instituciones (Aróstegui: 2009), por lo que esos símbolos siguen presentes en edificios privados y, sobre todo, de la Iglesia Católica. Esta, por norma general, se niega a eliminar elementos de legitimación del franquismo. Cabe mencionar las cruces en las que se honraba a los “caídos por Dios y por España” o la simbología de corte filofascista de algunas cofradías religiosas.
Además, en la Ley se incluyen disposiciones tendentes a que toda la información acerca de estos hechos históricos se haga accesible. Se abordan ahí, por tanto, disposiciones sobre la disponibilidad y mantenimiento de los archivos. También el derecho a la información, el reconocimiento de asociaciones memoriales y la creación de un Centro Documental de la Memoria, entre otras cosas (Aróstegui, 2009). El acceso a determinada documentación relativa a la dictadura por parte de historiadores se encuentra hoy en día considerablemente restringida. Esto impide o pone serias trabas a algunas investigaciones históricas.
Esta ley y sus implicaciones, como es de esperar, tuvieron sus detractores. Existe la creencia de que la oposición se encuentra solamente en la derecha. Esa oposición está representada por quienes mantienen que trascurridas ocho décadas desde la contienda central y más de 30 desde la caída de la dictadura, la ley no hace más que reabrir una memoria traumática. La reconciliación, el olvido de las tragedias y la amnistía habían marcado, entre los años 1975-1982, el momento de una nueva historia. Con ella, una nueva consideración memorial. Esta planteaba la superación del conflicto, el reconocimiento del error colectivo y el propósito, colectivo también, de su no reproducción (Aróstegui: 2009).

En la otra parte, un sector de la izquierda mostró también cierto rechazo a la ley por considerarla insuficiente. Sin embargo, cabe destacar que las oposiciones más fuertes fueron las primeras. Se trata de posiciones que, hoy en día siguen esgrimiendo argumentos como que la ley es revanchista o que pretende reabrir heridas. Cabe preguntarse, sin embargo, si realmente han llegado a cerrarse. El debate salió de los círculos historiográficos y saltó al político. Con su politización, se extendió y recaló en la sociedad de forma más profunda.
Sobra comentar, por lo tanto, el debate que, a nivel tanto social, como político y académico, conllevó la entrada en vigor de esta ley, que, por otra parte, nunca ha llegado a cumplirse en su totalidad.
Lugares de memoria
En estrecha relación con la memoria histórica o colectiva surge el concepto (apadrinado también por Pierre Nora) de lugares de memoria. Estos se entienden como elementos asociados no tanto a los procesos históricos sino a la simbología que dentro del concepto de memoria estos pueden tener para una colectividad concreta (Nora, 1998). Lo relevante no son los hechos pasados, sino la percepción de los mismos mediante mecanismos memoriales. En este caso a través de los lugares de memoria (Lebrero Izquierdo, 2018: 24).
Todas estas memorias colectivas, pertenecientes a diferentes generaciones, sectores ideológicos o posiciones sociales han tenido como consecuencia la aparición de lugares de memoria. Los lugares de memoria hacen referencia no solo a los lugares tangibles, materiales. Hablamos de monumentos, espacios, estatuaria, paisajes u objetos. También lo hacen a las fiestas, los emblemas, las conmemoraciones, las canciones, etc. Todo aquello susceptible a convertirse en contenedores de memoria.
No puede obviarse el hecho de que el poder político ha buscado constantemente su legitimidad en la historia mediante la creación de una simbología. Esta, además de la propia letigimación, refleja su ideología y los valores dominantes de esta y sienta las bases de una determinada memoria. Una memoria que en estos casos se postula como única y que es erigida como significante del poder. En buena parte de los casos se han visto desplazados o eliminados física o simbólicamente por los regímenes siguientes (Lebrero Izquierdo, 2018: 18, 20). Esto hace del caso del Valle de los Caídos (el más polémico y reciente), junto con buena parte de los símbolos del franquismo una excepción a tener en cuenta. Estos siguen presentes en los espacios públicos, contraviniendo en la mayoría de casos la propia Ley de Memoria Histórica.
En definitiva, todas las representaciones materiales o simbólicas portadoras de memoria. Todas ellas son parte de la memoria institucionalizada de determinados regímenes políticos, de su oposición, de una cultura política determinada o de una nación. Han generado elementos que, no por encontrarse bajo el paraguas del patrimonio cultural o formar parte de una memoria colectiva están exentos de crítica y debate. Su función en cuanto patrimonio memorial debería ser la transformación de la memoria del pasado en una cuestión crítica del presente. Y para ello sería necesario un ejercicio colectivo de reflexión que se dificulta con la existencia de traumas abiertos (Mora Hernández, 2013).
En el caso de los lugares de memoria tangibles, están estrechamente relacionados con todo aquello que rodea al patrimonio histórico. La manifestación material de determinados hechos históricos suele estar considerada como parte del patrimonio cultural. Sin embargo, la convergencia de estas dos cuestiones (patrimonio y memoria) y del conflicto ideológico generan un intenso debate.
El concepto de patrimonio cultural es subjetivo, dinámico y no depende de los objetos o bienes. Depende de la puesta en valor que la sociedad les atribuye. Es algo que se observa fácilmente si se analiza cual ha sido la concepción de lo que hoy consideramos patrimonio histórico y cultural a lo largo de la historia. Es esa concepción cambiante la que determina y ha determinado qué debemos proteger y conservar para la posteridad. La lectura del patrimonio abarca, además de la descripción histórica, artística o tipológica de los bienes patrimoniales, sus significados y función social. Por eso, la búsqueda de elementos simbólicos, de significación política e identitaria, así como el trabajo del dolor, el duelo, el conflicto y el olvido, constituyen nuevas dimensiones de un patrimonio que no se comprende sin el pasado y su(s) memorias(s) (Mora Hernández, 2013).
Los lugares de memoria reflejan los debates y las discusiones en torno a la historia y la memoria en cada contexto social. A partir de estas manifestaciones «espaciales» se despliega un mapa que permite leer en qué estado se encuentran las memorias colectivas. Lo permite sean estas oficiales o no, en un marco determinado. También determina quienes son los actores, conflictos, ideologías o sectores que participan de ellas. El espacio público y las manifestaciones memorialísticas reflejan cómo de relevantes han sido determinados hechos históricos, qué problemáticas han escondido tras de sí y si ha habido o no políticas de memoria (Mora Hernández, 2013). Reflejan, también, qué referentes históricos han ayudado a conformar una idea de nación, país o sociedad concreta. Referentes que, en todo caso, cambian o se renegocian con el propio devenir histórico.
Las tensiones políticas e ideológicas que revisten los lugares de memoria rebrotan dentro de la sociedad cuando esta experimenta coyunturas conflictivas. Cuando dichos conflictos generan rupturas y divisiones, la gestión de una memoria colectiva se caracteriza por los deseos de recordar y olvidar. Estos arraigan y tienen un amplio impacto en el espacio público. La pugna entre lo que se quiere recordar y lo que se quiere olvidar y entre quiénes quieren cada una de las dos cuestiones se manifiesta en los espacios de memoria. Los significados de estos espacios han sido generalmente completados con contenido ideológico. Esto los hace constante objeto de tensiones sociales. Qué recordar y qué olvidar y cómo representarlo en el espacio ha sido y seguirá siendo un campo de batalla ideológico, político y, por supuesto, histórico (Mora Hernández, 2013).
La construcción de una determinada memoria social parece conllevar, como elemento consustancial, el emplazamiento de espacios significativos en el ámbito público. El espacio público se ha revestido con nuevos significados. En ese sentido, la memoria social va requiriendo de lugares donde el recuerdo se circunscriba a un lugar físico. La territorialización de la memoria ayuda, desde la perspectiva de la historia, a revisar cómo esta ha sido construida y narrada. Es un camino de ida y vuelta, ya que esa narración, a su vez, se materializa no sólo en el espacio público. Lo hace también en la construcción y la socialización de una ciudadanía determinada (Mora Hernández, 2013). Ello permite que los lugares de memoria no permanezcan estancos. Se encuentran en un constante proceso de resignificación, empujado por el propio devenir histórico.
El Valle y la memoria: la exhumación del dictador
Uno de los lugares de memoria institucional más polémicos en España y quizá uno de los más importantes es el Valle de los Caídos. Ha sido lugar de enterramiento de Francisco Franco hasta finales de 2019. La carga ideológica que alberga lo convierte en la máxima expresión memorial del nacionalcatolicismo.
El Valle de los Caídos, emplazado en el Valle de Cuelgamuros, dentro de la Sierra de Guadarrama, está compuesto por varios edificios. El conjunto se compone de una basílica católica (la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos). A esta se le suma una abadía (la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos) y un conjunto monumental. Este fue construido por presos políticos del régimen, por presos comunes a los que se les aplicó una reducción de condena y por trabajadores especializados contratados. Los arquitectos encargados de su diseño fueron Pedro Muguruza y Diego Méndez. El conjunto arquitectónico pertenece al patrimonio nacional desde su apertura al público en 1959.
El Valle de los Caídos sirve como enterramiento no solo de Francisco Franco. También descansan los restos de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española. Junto a ellos, más de 33.000 combatientes de la Guerra Civil pertenecientes a ambos bandos de la contienda, sin separación entre ellos.

Se considera que el Valle de los Caídos es la mayor fosa común del país. Los cuerpos que allí descansan pertenecen a diversas fosas comunes utilizadas durante la guerra. De hecho, la exhumación de buena parte de los restos de las víctimas de la contienda sería imposible. Los cuerpos han acabado formando parte de la propia estructura del edificio, puesto que se emplearon para rellenar cavidades internas de las criptas. Por efecto de la humedad y de los materiales empleados, se han fundido entre sí y con el propio edificio. Forman lo que se ha considerado un «cadáver colectivo indisoluble» (Ferrándiz, 2011).
El monumento no estaba concebido como un panteón para el enterramiento del dictador. Fue concebido por este como un lugar donde rendir honores a los que habían caído en su cruzada. Nació como un monumento a los «caídos por dios y por España». Sin embargo, finalmente incluyó restos de personas pertenecientes al bando republicano. En muchos casos, sin permiso de los familiares de estos. La obra se extendió durante dieciocho años (1940-1958). El Valle de los Caídos fue construido desde sus orígenes como un lugar de memoria. La memoria ensalzada de los vencedores explica la existencia de un monumento como este, de enormes dimensiones. El enterramiento de Francisco Franco en el conjunto dos décadas después, por decisión de su familia y bajo el permiso de Juan Carlos de Borbón no hizo sino ensalzar la memoria del dictador y la memoria colectiva del bando vencedor.
Sin embargo, el intenso debate en torno a la memoria histórica y los lugares de memoria que se produjo en España durante la primera década de este siglo impactó frontalmente contra el Valle. El futuro del conjunto monumental fue objeto de debate al calor de la promulgación de la Ley de Memoria Histórica.
El Informe Brincat (elaborado por Leo Brincat, laborista maltés) y aprobado por el Consejo de Europa, condenaba la dictadura franquista desde la perspectiva de los derechos humanos. Entre otras propuestas se encontraba la de reconvertir el espacio en una exposición educativa permanente en la que se explicase el origen del monumento. Sin embargo, fue una propuesta rechazada por algunos partidos políticos en España y por la Iglesia Católica, que argumentaba y argumenta el carácter sacro del lugar por encima del ideológico.
La Ley de Memoria Histórica incluye un artículo referente al Valle de los Caídos que trata de «despolitizar» el conjunto (Art. 16). Sin embargo, la carga ideológica y memorial del lugar es demasiado pesada aun en el marco actual. El pasado al que refiere el Valle de los Caídos como lugar de memoria es todavía traumático para buena parte de la población. Se trata de algo difícilmente desideologizable. Las memorias de la guerra civil y, sobre todo, de la dictadura y la represión generan aún controversias que son ineludibles.
La «falta» de políticas de memoria en España dificulta que ese pasado deje de resultar traumático y pueda abordarse con naturalidad. El grado de identificación de la figura del dictador en particular y del franquismo en general con el monumento aún muy fuerte. Habrán de pasar generaciones antes de que pierda la carga ideológica y memorial y pueda ser considerado un monumento más. Cabe preguntarse, además, si es una cuestión generacional o si cerrar ese trauma pasa por llevar a cabo políticas de memoria.
La exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos el 24 de octubre de 2019 continúa con un largo proceso que trata de hacer cumplir la Ley de Memoria Histórica. En este caso, en el lugar de memoria por excelencia del franquismo. Primero se dio la prohibición de actos «de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas o del franquismo». Esto cancelaba los actos que se celebraban en su interior cada 20 de noviembre dentro del recinto. Desde esa prohibición a la exhumación, se trata de un proceso de vaciado de los significados franquistas del lugar y de resignificación del mismo. Cabe preguntarse, no obstante, si es posible esa resignificación.
El debate, tanto a nivel historiográfico como político y social es una pugna entre memorias enfrentadas. A ello se le suman cuestiones ideológicas o incluso técnicas. Además, el abanico que se abre ante el uso del conjunto monumental pasa por opciones diversas. Desde la destrucción del monumento hasta su mantenimiento y el del enterramiento del dictador, pasando por diversas opciones de reconversión del edificio. Estas pretenden una musealización del mismo, la conversión en un centro de interpretación que aproveche el potencial didáctico del mismo como elemento explicativo de la propia dictadura o el mantenimiento para su visita.
Del devenir futuro -aún desconocido- del que probablemente sea el lugar de memoria más destacado del franquismo nacerán nuevas memorias. Estas tendrán su reflejo en nuevos lugares de memoria y, probablemente en un diferente concepto de ciudadanía. El debate por las memorias y los lugares en los que estas se manifiestan está servido.
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Andrea Villegas Marchante, me encanta leer trabajos documentados, gracias por tu artículo. Pero me parece que tiene varios errores muy intencionados, lógico si revisamos la bibliografía. Defender una posición desde un punto de partida; la Guerra Civil, dota de poca perspectiva histórica a quien pretende ser historiador. Obviar la reciente declaración objetiva del Parlamento europeo sobre lo que ha supuesto el comunismo y la necesidad de borrar todo vestigio del mismo, tampoco contribuye. Decir que el Valle de los Caídos forma parte de Patrimonio Nacional desde el principio, denota un desconocimiento importante y falta de investigación de campo sobre un tema en el que pareces tener cierta autoridad, y son solo algunos ejemplos… si, hay muchos permisos de familias de republicanos, y si, hay muchos republicanos sin permisos de sus familias pero no por denegarlos sino por desconocimiento ya que muchos proceden de cunetas por fusilamiento de sus propias filas. Hablar de presos obreros sin mencionar sus excelentes condiciones a pesar de tener algunos delitos de sangre. Partir de una base de que los buenos son los gestores de las checas y los opresores quienes se opusieron a estas prácticas me parece poco objetivo muy tendencioso, impropio de quien quiere revisar la historia y acusa de revisionistas a quien no comulga con ello.
Hola! Mi artículo se centra en el caso español y, en él, no se puede negar que el debate en torno a la memoria histórica tiene como centro la guerra civil y la represión durante la dictadura. Hay otros hechos que han contribuido a establecer memorias colectivas en España (como la pérdida de las colonias en 1898, por ejemplo). Pero no se puede negar que el centro de ese debate es la guerra civil y el franquismo, y esto es algo en lo que coinciden autores con posicionamientos ideológicos e historiográficos muy diferentes. No obstante, para España supone el pasado traumático más cercano a nuestros días.
Por otra parte, sí, el Valle de los Caídos pertenece al Patrimonio Nacional. Las fosas y los enterramientos son de competencia estatal. Se considera un cementerio público según la Ley 52/2007. El resto del Valle es también de titularidad estatal y está gestionado por Patrimonio Nacional. La Basílica es la única excepción, porque pertenece a la Iglesia. Pero el conjunto monumental y la abadía son de titularidad estatal desde su inauguración en 1959.
No es una cuestión de la que yo parezca tener autoridad, es que puedes comprobarlo tú mismo en la propia web de Patrimonio Nacional: https://www.patrimonionacional.es/real-sitio/otros-sitios-abadia-benedictina-de-la-santa-cruz-del-valle-de-los-caidos
Sí, hay muchos familiares de algunas de las personas que están allí enterradas que son conscientes de ello. Sin embargo, hay otras muchas familias de las víctimas de la guerra (sobre todo del bando republicano, ya que, al ser los perdedores de la guerra fueron enterrados no ya sin ningún tipo de honor sino en condiciones indignas) que lo desconocen, y lo desconocen independientemente de si esas personas murieron por conflictos dentro del propio bando republicano, por ejecuciones del bando nacional o por la represión posterior. No hay ninguna relación de causalidad entre ese desconocimiento y la responsabilidad de esas muertes.
Por otra parte, en el artículo se especifica con bastante claridad que la obra la llevaron a cabo trabajadores asalariados, presos comunes y presos políticos. Se les aplicó reducción de condena a ambos colectivos. Se calcula que cerca de 20.000 presos republicanos se encontraban entre esos presos políticos que trabajaron en la obra. No obstante, teniendo en cuenta los medios de la época, los accidentes laborales fueron bastante recurrentes durante la construcción del monumento.
Para finalizar: sí, este artículo acusa de revisionistas a determinados pseudohistoriadores. No es por su inclinación política (pues, como te mencionaba al principio del comentario, hay historiadores rigurosísimos con posicionamientos políticos muy diferentes), sino por la falta de rigurosidad, de una metodología de trabajo y de investigaciones propias. Se trata de personas que enarbolan manipulaciones de la historia que no se ven respaldadas por ninguna investigación, ni fuente alguna, así que no hay tendenciosidad sino crítica profesional. Su soporte intelectual carece de todo academicismo y de un trabajo historiográfico propio.Frente a la rigurosidad de historiadores de diversas tendencias políticas, no tienen la mínima base científica.
Un saludo.