El presente escrito tiene como objetivo acercarse a los orígenes de la Gran Depresión en Alemania, conocer el papel que jugaron los capitales importados del exterior, y cómo la crisis fue combatida por el régimen nacionalsocialista a partir de 1933. En este último aspecto, se ha de exponer que se sirvió de políticas intervencionistas que reflejaron, al igual que en Estados Unidos, el fin y la quiebra de la solución que, hasta ese momento y por influencia del patrón-oro clásico, había sido la vanguardia del pensamiento económico más ortodoxo para combatir las crisis económicas: la deflación.
Para ello, se ha considerado oportuno dividir el escrito en tres partes: la primera se traslada al porqué de la paralización de la afluencia de empréstitos americanos a Alemania; la segunda describe las características particulares de la crisis alemana, cuyos orígenes se remontarían más allá de las propias causas de la Gran Depresión; y, por último, la tercera parte, remite a la praxis intervencionista del estado nazi, donde las obras públicas y las políticas sociales emprendidas recuerdan, ─aunque con singularidades muy diferentes e influenciadas por las teorías del darwinismo social─, al programa económico y social aplicado por Franklin Roosevelt en Estados Unidos, que, bajo el nombre de «New Deal», sirvieron para combatir el desempleo y revitalizar la economía.
Introducción: las causas de la crisis de 1929
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos, y más tarde los países europeos, conocieron una etapa de relativa estabilidad que estuvo acompañada por un mayor acceso de la población a las innovaciones que incorporó la Segunda Revolución Industrial. En efecto, muchas familias adquirieron y disfrutaron de elementos y servicios que antes no estaban a su alcance: radio, teléfono, automóvil, cine, vacaciones, viajes, etc.; se extendió la jornada laboral de ocho horas y, aunque de forma muy primitiva, la seguridad social. A grandes rasgos, esto dio como resultado la aparición de lo que ha pasado a denominarse sociedad de consumo.
Pero los llamados «felices años veinte» no solo se caracterizaron por un impulso de la cultura material, sino también de otros aspectos novedosos como la aparición del «jazz» o del «charlestone», así como un gran culto a la juventud, que pronosticaba una sociedad en la que el individuo podía emanciparse de los preceptos y reglas familiares imperantes hasta ese momento. En general, surgieron modas protagonizadas por una clase media que se afianzaba en Estados Unidos, y que por medio de la radio y el cine se expandieron hacia el continente europeo.
No obstante, hay que tener en cuenta que estos fenómenos se limitaron a los entornos urbanos y que no todo fue un ambiente generalizado de felicidad. No podemos olvidar el ascenso de posturas intolerantes en todos los aspectos de la vida: la prohibición del alcohol en Estados Unidos, así como el impulso cada vez más notorio de fuerzas y movimientos de corte ultranacionalista, anticapitalista y antimarxista como fueron los fascismos y el nazismo en países como Italia y Alemania. Estos fueron acogidos como una alternativa a los partidos tradicionales, que eran desprestigiados por una gran parte de sus sociedades ante su ineficiencia en lo que respecta a gestionar los problemas derivados de la Gran Guerra, y, sobre todo, de la crisis económica de 1929.
Las causas de la crisis de 1929 no pueden ser entendidas si no se analizan los parámetros de los que provienen, es decir, la situación económica en la que se encontraba Estados Unidos durante los años veinte, lo que permitiría, a su vez, explicar en que se sustentaba la sensación de infinita prosperidad que se respiraba durante ese mismo periodo. José Morilla Critz advierte que no se debe generalizar en cuanto a la expansión económica vivida durante los años veinte, y que, además, sería difícil hablar de «expansión», sobre todo si tenemos en cuenta que se produjo un crecimiento medio anual no superior al 3 por 100 durante más de cinco años. Además, añade que «todos los países industriales conocieron periodos más o menos largos de descenso de la producción y de incremento del número de parados».[1]
El crecimiento apuntado procedió del sector de las manufacturas y de la industria en general, ya que la agricultura no tuvo un desarrollo tan pronunciado. De hecho, se ha hablado de «depresión de la agricultura en todos estos años».[2] ¿Por qué ocurrió esto? Debido al mantenimiento de una producción excesivamente elevada ante la dificultad de adaptarla a los tiempos de paz. En este sentido, la sobreproducción acaecida entre 1918 y 1925 no solo se produjo como consecuencia de la demanda de productos primarios por parte de los beligerantes de la Primera Guerra Mundial en Europa, sino también a otros factores como la puesta en cultivo de tierras vírgenes y la mecanización cada vez más pronunciada del sector agrario para paliar la demanda de una Europa sumida en crisis tras el conflicto bélico. Asimismo, habría que tener en cuenta que la población se estancó durante este periodo, lo que hizo más difícil encontrar demanda,[3] y que el stock mundial de productos primarios empezara a elevarse como consecuencia de la recuperación de la producción agrícola en los países que previamente habían sufrido las consecuencias de la guerra.
Ya sea por desconocimiento o porque el sector primario tenía una gran dificultad por adaptar su producción a los cambios producidos en el mercado, el hecho es que muchos agricultores recurrían al aumento de la producción como respuesta a una bajada de precios, esperando de este modo vender más para no reducir su poder adquisitivo, principalmente en lo que respecta a la adquisición de productos manufacturados. Sin embargo, esto tenía el efecto contrario, es decir, hundía los precios todavía más y el poder adquisitivo de los agricultores se veía muy afectado. Según Maurice Niveau, entre «1925 y 1929 los precios agrícolas se reducen en un 9% mientras que el coste de la vida de los campesinos disminuye solo en un 6% y los costes de producción se mantienen inalterados».[4] Esto se tradujo evidentemente en la pérdida de poder adquisitivo por parte de los agricultores, que en aquellos momentos representaban un 28% del total de la población de Estados Unidos, y, a su vez, afectaba a la industria, ya que esta perdía consumidores.[5]
Pero la sobreproducción no solo es observable desde el ámbito del sector primario, sino que en el tejido industrial encontramos también una disparidad entre producción y consumo. Muchas industrias del este de Europa, incluso en Gran Bretaña, se habían aferrado o habían llegado tarde al proceso industrializador, enfocándose en la producción de productos tradicionales basados en el uso de materias primas como carbón, hierro, acero, algodón o lana. No obstante, como ya se ha mencionado, la nueva sociedad de consumo demandará nuevos productos como automóviles, que requerirán de nuevas materias primas como petróleo o caucho, lo que provocó dos sucesos: el primero, que en estos países no encontraran demanda los productos tradicionales; y el segundo, que los nuevos productos fuesen producidos de manera excesiva, lo que provocó una constante de descenso de precios ante la incapacidad de los mercados interiores de absorber la elevada oferta.[6]
En el caso de Estados Unidos, Galbraith nos describe que el índice de producción industrial aumentó de forma considerable en aquellos años y nos ilustra con el ejemplo del número de automóviles fabricados. Tomando sus propias palabras:
Entre 1925 y 1929, el número de empresas manufactureras aumentó de 183.000 a 206.700; el valor de su producción total subió de 60,8 a 68 miles de millones de dólares. El índice de producción industrial de la Reserva Federal, estimado en sólo 67 en 1921 (1923-1925 = 100), había subido a 110 en julio de 1928, y alcanzó el de 126 en junio de 1929. En 1926 producción de automóviles alcanzó la cifra de 4.301.000 unidades. Tres años más tarde, en 1929, se conseguía aumentar dicha cifra en un millón aproximadamente (5.358.000), nivel que resiste con decencia su comparación con los 5.700.000 nuevos coches fabricados en el opulento año 1953.[7]
Por otro lado, la oferta no podía tampoco ser absorbida en el mercado internacional debido a varias circunstancias. Una de las causas residía en que las industrias de bienes de consumo se habían adaptado a los mercados interiores y no se enfocaron en el mercado exterior, de hecho, entre 1913 y 1929 la producción industrial había crecido un 49% y solo un 15% de esta era destinada al comercio exterior.
En realidad, la principal causa residía en el proteccionismo que los Estados habían adoptado como consecuencia de su estructura productiva tradicional que no hacía frente a las nuevas demandas de la sociedad de consumo. En este sentido, el “grupo de productos en declive”, que eran objeto de exportación en el comercio internacional, no descendió del 50% del total entre 1913 y 1929. Estos productos en declive, formado por textiles y manufacturas elaboradas por materias primas como algodón, hierro o carbón, eran de los que dependían países como Francia, Italia, Suiza (80% de sus exportaciones) y Gran Bretaña o Bélgica (62% de sus exportaciones).
Evidentemente, los nuevos productos en expansión, automóviles, entre otros, por haberse convertido en el ideal del modelo de vida estable y de bienestar del país norteamericano, comenzaban a amenazar las producciones tradicionales de estas naciones y levantaron barreras arancelarias en todo el mundo.[8] Por supuesto, este hecho suponía la entrada de la sobreproducción de una forma más pronunciada, ya que se restringían tanto las importaciones como las exportaciones.
En el mismo orden de ideas, los obreros y empleados, si bien mejoraron su nivel de vida, los índices de crecimiento de los salarios fueron siempre menores, exceptuando el caso de Alemania, al del crecimiento del producto industrial entre 1925 y 1929.[9] Por lo tanto, fue un factor que, sumado a la orientación de la producción hacia mercados interiores, favoreció aún más el desarrollo de una tendencia destinada a la sobreproducción (véase tabla 1).
A esto hay que sumar, además, que, según Galbraith, solo un 5% de la población estadounidense poseía la tercera parte del total de la renta nacional. Es evidente que esta riqueza era destinada a inversiones en bienes de capital y a la adquisición de bienes suntuarios, ya que sería destacable que, normalmente, a un miembro de ese porcentaje no le interesaba comprar 25 automóviles o, como señala Galbraith, mucho pan,[10] por lo que la producción no encontró demanda. No obstante, el canadiense defiende que no fue una reducción en cuanto a bienes de consumo masivo, como vestido o alimentos, que solo crecieron un 2,8% anual, sino que esta se produjo en la de bienes de capital, donde realmente se había destinado la mayor parte de las inversiones. En palabras del economista:
Durante los años veinte la producción de bienes de capital aumentó a una tasa anual del 6,4 por ciento; los bienes de consumo no duraderos aumentaron solamente en un 2,8 por ciento anual. El aumento en los renglones de viviendas, mobiliario doméstico, coches y similares fue del 5,9 por ciento. En otras palabras, la forma principal en que se habrían gastado los beneficios fue mediante el aumento de las inversiones en bienes de capital. Por consiguiente, cualquier cosa que interrumpiese el gasto de inversión provocaría la crisis. Cuando ésta tuvo lugar, no cabía esperar una compensación automática mediante un aumento de los gastos del consumidor. Por esta razón, la consecuencia de una inversión insuficiente podía ser la caída vertical de la demanda total, la cual a su vez se reflejaría en un desplome de la producción y la demanda de materias primas.[11]
Durante la Primera Guerra Mundial, el papel hegemónico que había ostentado Londres en lo que respecta a capital financiera se desplazó a Nueva York. Tras la pugna, conservó su posición, no sin una fuerte rivalidad con la city de Londres, debido a sus grandes reservas áureas (véase tabla 2), al volumen de su comercio exterior y a la gran cantidad de préstamos que había otorgado al mundo (véase tabla 3). «El dólar era ya, gustase o no a los financieros londinenses, la divisa clave de muchos países y su tenencia la mejor reserva, sin necesidad de metal amarillo».[12]
Es evidente que Estados Unidos se convirtió en el acreedor mundial porque estaba en condiciones de hacerlo, pero también es cierto que tenía interés en que las economías europeas se recuperaran, ya que de esa manera los países del viejo continente seguirían siendo un gran mercado para los estadounidenses. En este sentido, la balanza comercial de Estados Unidos en el año 1928 se saldó en positivo con más de 1.000 millones de dólares.[13] Esta situación, no obstante, era insostenible para los países europeos, quienes se vieron obligados a tomar dos alternativas: aumentar las exportaciones a Estados Unidos y descender las importaciones, o bien incumplir los pagos de los préstamos.
La respuesta del presidente Hoover fue la de impedir a cualquier costo que se produjera la primera opción, ya que querían proteger su mercado interior a toda costa y, por tanto, subieron los aranceles. Como consecuencia, los países deudores no pudieron hacer frente a los pagos y, además, como contraataque, también aplicaron aranceles a los productos estadounidenses, lo que provocó que las exportaciones de Estados Unidos descendieran drásticamente y la agricultura se viese especialmente afectada.[14] Lo que se observa, por ende y en palabras de Morilla Critz, es que «en tales circunstancias, al querer facilitar el crecimiento exterior y al mismo tiempo defender su mercado interior de la producción que fomentaba en el extranjero, la acción de Estados Unidos como líder era desestabilizadora para la economía internacional».[15]
Junto al incremento de los aranceles, otro factor importante fue la ausencia de movilidad de los factores productivos, sobre todo en lo que respecta a la movilización de mano de obra de unos países a otros. Esta fue muy pequeña en comparación con el crecimiento demográfico, por lo que el nivel de productividad no solo no desapareció de determinadas zonas, sino que se incrementó. Asimismo, hay que añadir que el contexto ideológico de estos años colocaba a los gobiernos en una situación complicada, ya que las tesis triunfantes del socialismo y el comunismo alentaban a distribuir la renta o, en caso contrario, verse envueltos en el peligro de una revolución. Otra opción era la de devaluar la moneda para fomentar las exportaciones y compensar la insuficiente productividad.[16]
Todos estos problemas favorecían que los préstamos fuesen de corto plazo que no tenían por objetivo la búsqueda de beneficios ante una inversión productiva, sino meramente especulativas aprovechando los distintos tipos de interés existentes entre los países. Por otro lado, la competencia entre los dos centros financieros del mundo, Londres y Nueva York, provocaron que se relajaran las normas y la prudencia en lo relativo a proporcionar préstamos al exterior, lo que provocó, a largo plazo, que muchos países con balanzas de pagos negativas destinaran la mayor parte de estos a cubrir su déficit o a reparaciones de guerra.[17] A su vez, parte de esas prestaciones estaban destinadas a la inversión en industria, que generaba rentas en el interior que los gobiernos, como el alemán, empleaban para sus obligaciones con Versalles.
La entrada de capital procedente de Estados Unidos y Gran Bretaña proporcionó la ayuda necesaria para que las economías europeas volvieran revitalizarse y llevaran a cabo la reconversión a una industria civil. No obstante, los problemas apuntados ocasionaron un optimismo de pies de barro, ya que la producción de estos países encontró serias dificultades en cuanto a la demanda se refiere. En este sentido, se produjo una fuerte deflación que ocasionó la pérdida de beneficios, la disminución del flujo de préstamos y de inversiones y el comienzo de la crisis de 1929. Sin embargo, esta no podría entenderse sin dos puntos fundamentales: la especulación bursátil en Estados Unidos y las ideas económicas que imperaban hasta ese momento, y que fomentaron que la crisis se convirtiera en la Gran Depresión.
En efecto, en los años veinte se vivió una fuerte especulación en la bolsa de Nueva York, sobre todo desde 1926 (véase tabla 4). Este fenómeno solo se puede explicar si se tiene en cuenta que durante eso años se generaron muchos beneficios empresariales que no fueron reinvertidos en sectores productivos, sino en la compra de acciones con fines meramente especulativos. Se responsabilizó a la distribución de la renta de provocar esa fuerte especulación, es decir, de la llegada de pequeños ahorradores a la bolsa de valores; no obstante, fueron las rentas empresariales las que más crecieron y no así los salarios, por lo que tendría más sentido razonar que un sector social moderadamente pequeño se hizo cada vez más influyente desde el punto de vista económico.[18] En virtud de esto y debido a la «baja propensión marginal al consumo» de este grupo, una vez que ya habían adquirido los placeres materiales del momento (automóviles, viviendas u objetos suntuarios), destinaron sus ahorros a la especulación bursátil.[19]
Otro elemento que se ha considerado especialmente importante para explicar la oleada especulativa que vivió Estados Unidos en los años veinte se encuentra en su política monetaria. Entre 1924 y 1928 el sistema financiero estadounidense se enfrentaba a la competencia financiera con la city de Londres, al deseo de mantener la actividad económica en el interior, sobre todo ante el problema de la agricultura, que mostraba señales de enfriamiento. Estas premisas obligaban a la Reserva Federal a mantener políticas monetarias expansivas, es decir, los tipos de interés eran bajos, pero la disponibilidad crediticia se destinó no a inversiones de carácter productivo, sino a operaciones en el mercado de valores. La Reserva Federal, entonces, intentó subir los tipos de interés, pero eso provocó la llegada de capitales procedentes del exterior con tipos más reducidos, y que no se consiguiera paliar la oleada especuladora. Además, esto constituía una grave contradicción interna, ya que esto perjudicaba a los agricultores.[20]
Las operaciones en bolsa estaban sustentadas por un gran círculo crediticio:
El jugador en bolsa financiaba sus operaciones recurriendo a los préstamos de los intermediarios ─los brokers─ a muy corto plazo ─los call loans (de 24 horas) ─, ofreciendo como garantía de los mismos títulos de su propiedad, o incluso los que eran objeto de adquisición con el préstamo obtenido. A su vez, los intermediarios conseguían recursos de la banca, o incluso de las empresas privadas, que daban así una utilidad productiva a sus beneficios.[21]
La psicología fue un factor decisivo, ya que se sentía que el precio de las acciones siempre subiría y que esa sensación de prosperidad, éxito acompañado de dinero fácil, nunca acabaría. Así, la especulación pareció no tener fin: aspecto que daba «la impresión a los contemporáneos de que la situación de un mercado bursátil en la que todo el mundo obtenía ganancias era signo de los nuevos tiempos de prosperity, en los que habían quedado arrumbadas para siempre las antiguas y temidas recesiones».[22]
No obstante, este ambiente de felicidad pronto terminó, ya que los problemas estructurales inherentes al sistema, principalmente la sobreproducción, evidenciaron pronto los primeros síntomas de recesión ya antes de 1929. En este sentido, destacan los índices de precios al por mayor, que apuntaban estimaciones a la baja desde 1927, y la caída de los precios de los productos agrícolas (véase tabla 5).[23]
Como se redujeron el consumo, la producción y los precios, las empresas empezaron a cosechar pérdidas y por tanto sus acciones bajaron. La bolsa de Nueva York, eufórica dentro de un ambiente de especulación exuberante, mostraba indicios de bajada: muchos de los sujetos que solo habían invertido esperando ganancias rápidas comenzaron a vender rápidamente sus títulos, lo que ocasionó, a su vez, una caída más pronunciada del precio de las acciones. En este panorama, el 24 de octubre de 1929, el conocido como “jueves negro”, se pusieron en venta 12.894.650 de participaciones; el lunes 28, 9.250.00., y el 29, 33.000.000 de acciones, que no encontraron comprador o simplemente eran vendidas a precios muy bajos.[24] Las principales consecuencias fueron las de «arruinar a gran cantidad de especuladores, grandes y pequeños, a la mayoría de los intermediarios y la quiebra de un gran número de instituciones bancarias en Estados Unidos».[25]
Se originó una oleada de cancelaciones de créditos, pérdidas de las garantías que aseguraban los préstamos y las retiradas masivas de dinero de los depósitos por parte de la población ante el miedo a una más que posible quiebra de las entidades bancarias. Esto, a su vez, generó un descenso del consumo y de la inversión y, por ende, una reducción de los precios. Esta caída de precios estimuló aún más la pérdida de garantías en los préstamos, por lo que se produjeron nuevas quiebras, más desconfianza de la población hacia el mantenimiento de su dinero en los bancos, nuevas retiradas de depósitos y más quiebras de las entidades crediticias. Los bancos, si no quebraban, se veían obligados a limitar la concesión de préstamos y a malvender los valores que sustentaban los préstamos no devueltos, por lo que la caída de precios se vio todavía más acentuada.
Asimismo, las empresas que habían invertido parte de sus beneficios en bolsa o los habían prestado a los intermediarios, no solo pusieron a las compañías en serios apuros, sino que, por si fuera poco, la reducción de precios hizo imposible cubrir los gastos de producción y sostener muchos de los empréstitos que estas habían contraído con las entidades bancarias, ya fueran para reinvertir en la actividad productiva o para apostar en la bolsa. Por otro lado, las empresas supervivientes, ante el descenso de los precios y la reducción drástica del consumo, forzó a muchas de ellas a limitar la producción mediante la reducción de la jornada laboral, que se traducía en menos horas pagadas, y en un menor poder adquisitivo que favorecía aún más la limitación del consumo. Además, muchas de ellas recurrieron al despido de buena parte de las plantillas, lo que implicaba las mismas consecuencias. Por último, la reducción del consumo por parte de los agricultores, que, debido a los problemas estructurales, necesitaban de préstamos para sobrevivir y cubrir los costes de producción, pero como los precios agrícolas cayeron en picado no pudieron hacerlos frente. En este sentido, incrementaron más la producción y los precios se desplomaron. En general y según Morilla Critz:
Entre 1929 y 1931 la producción industrial en Estados Unidos había disminuido en un 28 por 100, los precios al por mayor habían caído en un 33 por 100, la renta de los agricultores disminuyó alrededor de una cuarta parte y los salarios de los obreros que conservaban su empleo bajaron en 1931 en un 39 por 100. […] Había ya 7,8 millones de parados en octubre de 1930 (21 por 100 de la población activa) y la renta nacional era en 1931 un 28 por 100 más baja que la de 1929.[26]
Además, la crisis del sector bancario provocó una contracción del crédito internacional del que había sido garante Estados Unidos. De hecho, ya en 1930 los préstamos, en comparación a los años anteriores, descendieron en un total de 5.000 millones de dólares. Si sumamos la congelación de los créditos más el descenso de las importaciones estadounidenses, los gastos de Estados Unidos en el exterior se redujeron entre un 25 y un 50% entre 1930 y 1932.[27]La crisis estadounidense no tardó en expandirse al continente europeo, sobre todo porque ostentaba el 45% de la producción mundial y era el principal acreedor con más de 14.000 millones de dólares en deuda. Sus importaciones solo representaban un 12,5% del total, pero de ellas dependían muchos países europeos, que eran exportadores de producción primaria y gran parte de la producción manufacturera recientemente restaurada en el viejo continente. Como los precios de los productos primarios descendieron en Estados Unidos, y este era un mercado para Europa en lo que respecta al sector primario, los países europeos se vieron obligados a reducir los precios para seguir siendo competitivos en el mercado internacional. Asimismo, dado que el consumo se redujo, las importaciones de Estados Unidos también lo hicieron, afectando, así, tanto al sector agrario como al industrial de los países europeos.
Como muchos países europeos y de América del Sur que se caracterizaban por una producción primaria, sobre todo Hungría, Paraguay, Argentina y Brasil, mostraban preocupación ante la bajada de precios de los productos agrícolas, que suponían una reducción del valor de sus exportaciones. Por lo tanto, decidieron devaluar la moneda con el fin de incentivar las exportaciones sobre las importaciones y, así, compensar las pérdidas. Sin embargo, en plena crisis, Estados Unidos decidió cerrarse y volver a la doctrina de aislamiento anterior a la Primera Guerra Mundial: aplicó medidas proteccionistas para anteponer los intereses de sus productores nacionales a través de una nueva ley arancelaria denominada «Hawley-Smoot», que entró en vigor en el verano de 1930. En definitiva y a pesar de las contradicciones, ya que el gigante había fomentado la recuperación europea mediante préstamos y exportaciones de bienes de capital durante los años veinte, «Estados Unidos se alejó aún más de las exigencias de un líder de la economía internacional en tiempos de crisis, que hubiera implicado la apertura de su mercado a las producciones en dificultades del resto del mundo […]».[28]
Por último, se ha de poner énfasis en las ideas económicas imperantes que impidieron solventar los problemas estructurales antes del estallido de una crisis que se convirtió rápidamente en la Gran Depresión de los años treinta. En efecto, el sistema clásico en el que se enmarca la doctrina del liberalismo, aun con episodios de gravedad como la crisis de 1873, seguía siendo la hegemónica. No es mi intención abordar aquí todos los preceptos de esta doctrina; no obstante, considero que es vital exponer una de las teorías del pensador clásico Jean-Baptiste Say, ya que es fundamental para el cometido de este escrito.
En general, el liberalismo trata de suprimir todas aquellas ataduras existentes que dificultan la propiedad privada de los medios de producción, así como los factores productivos, la circulación de estos y la libre utilización de todos ellos por parte de sus propietarios, que buscarán siempre la obtención del máximo beneficio y rendimiento. Esta búsqueda se engloba dentro de un mercado libre basado en los términos de la oferta y la demanda en la que también se inserta la competitividad, que regulaba, a su vez, la producción y la distribución de los outputs en el mercado. Asimismo, sostiene que habría siempre pleno empleo, ya que en caso de que hubiera trabajadores desempleados, la oferta de este factor de producción aumentaría y, por tanto, los parados estarían dispuestos trabajar por un salario menor. Esto incentivaría a las empresas a utilizar más ese factor trabajo, lo que llevaría al pleno empleo.
Esta última premisa se enmarca en la Ley de Say, expuesta por el citado economista del periodo clásico del liberalismo. Empero, lo que nos interesa reflejar de esa Ley, que tendrá una repercusión vital en el desarrollo de la crisis de 1929, cuyos problemas estructurales se basaban esencialmente en un exceso de producción que no encontró demanda suficiente, fue la máxima que describía lo siguiente: «toda oferta crea su propia demanda». En efecto, esta cita considera que todos los trabajadores obtendrían un salario suficiente que permitiría la subsistencia y que se transformaría necesariamente en consumo. No era posible, por tanto, que se produjera una crisis de sobreproducción, y esto significaba que la corriente clásica no había generado una teoría sobre crisis económicas y mucho menos sobre ciclos. En este sentido, considero adecuadas las palabras de Galbraith: «no puede haber remedio para la depresión si esta se halla excluida por la teoría. Ningún médico, por más prestigio que tenga, puede tratar una enfermedad inexistente».[29]
La hiperinflación alemana (1921-1923)
Durante la Primera Guerra Mundial, Alemania fue el país que menos recurrió a una política fiscal más eficaz para cubrir los gastos de guerra, como sí habían hecho otros beligerantes como Inglaterra o Estados Unidos, que se enfocaron en elevar impuestos directos como el de la renta. En cambio, decidió emitir bonos que cubrieron un 45% del total de los gastos de guerra, así como emitir billetes de forma masiva, al igual que habían hecho otros muchos países. No obstante, Alemania no pudo servirse, como sí lo hizo la Entente, de préstamos procedentes del exterior, esencialmente de países neutrales, ya que Estados Unidos ejercía en ellos una enorme influencia de contención a raíz de la guerra submarina sin restricciones decretada y ejecutada por Alemania desde febrero de 1917.
El gobierno alemán creía con seguridad en la victoria y que, por tanto, podría hacer frente a los pagos imponiendo a los vencidos indemnizaciones por reparaciones de guerra, así como mediante la adquisición de gran parte de los recursos de ultramar que poseía la Entente. Sin embargo, Alemania perdió la guerra, lo que provocó que no pudiera hacer frente a las deudas. La República de Weimar sufrió, entonces, el problema de la excesiva circulación monetaria, que, tras la firma del Tratado de Versalles en junio de 1919, suponía un tipo de cambio con respecto al dólar muy desigual (véase tabla 6).
El Tratado de paz había obligado a Alemania, tras una serie de renegociaciones que concluyeron en abril de 1921, a pagar 132.000 millones de marcos-oro, que equivalían a 31.500 millones de dólares.[30] Alemania tuvo que hacer frente un primer pago de 50.000 millones en marcos-oro, lo que la dejó sin reservas de dicha moneda. Ante esta situación, a partir de agosto de 1921 comenzó a comprar divisas con marcos de papel, el papiermark, que fueron emitidos sin respaldo,[31] lo que provocó el hundimiento del precio de este papel moneda. Esto creó un círculo vicioso, ya que a medida que el papiermark se devaluaba, se necesitaban más y más emisiones para hacer frente al pago de divisas en el extranjero. La devaluación llegó a tal punto que en otoño de 1922 ningún país aceptaba el papiermark como moneda de cambio. En esta situación, Alemania se vio incapacitada de hacer frente al pago de reparaciones, esencialmente porque no pudo adquirir otras divisas u oro en el exterior, provocando que su sistema monetario colapsara a finales de 1922.
No solo subieron de forma masiva los precios, sino que los impuestos que recaudaba el gobierno se hacían con este tipo de moneda en constante caída. Vera Zamagni nos ilustra bien lo que esto significó para la hacienda pública alemana: «si en 1921 los impuestos cubrían el 47 por 100 de los gastos y en 1922 el 40 por 100, a lo largo de 1923 la cobertura disminuyó de tal manera que en agosto sólo el 7 por 100 de los gastos era cubierto por ingresos, y en octubre sólo el 1 por 100, siendo cubierto el resto por la impresión de papel moneda».[32] Cuando el pueblo alemán se dio cuenta de que su dinero perdía valor, intentaron gastarlo rápidamente o cambiarlo por otras divisas, lo que recrudecía aún más la devaluación y el aumento de los precios.
Esta hiperinflación destruyó todo ahorro y capitales privados, pero sobre todo dejó en la ruina a gran parte de las clases medias, ya que muchas de sus miembros dependían de pequeños negocios o de rentas de sus propiedades. La importación quedó imposibilitada, por lo que gran parte de la producción interior dependiente de esta se paralizó, lo que provocó, a su vez, despidos masivos. El consumo se restringió ante unos salarios que no subían en proporción a la inflación, y ante la evidencia de un sistema monetario sin valor se recurrió a otras prácticas como al trueque. Los especuladores o los grandes industriales que poseían gran cantidad de moneda extranjera se hicieron ingentemente ricos adquiriendo propiedades a muy bajo precio.[33]
Las potencias aliadas al percatarse de que el marco alemán no valía nada, y, sobre todo tras la suspensión de pagos acaecida en noviembre de 1922, Francia y Bélgica decidieron cobrarse los pagos en especie, ocupando la cuenca del Ruhr en enero de 1923. Esta región estaba muy industrializada, siendo una zona productora de hierro, acero y carbón. Las autoridades alemanas instigaron a la población local a presentar una resistencia pasiva hacia los ocupantes, que fueron financiados por el gobierno mediante la impresión monetaria. Ante esta situación, Estados Unidos decidió servirse como intermediario y se acordó, bajo el beneplácito de Gran Bretaña, Francia y Alemania, la creación de una comisión dirigida por el director de la Oficina del Presupuesto de Estados Unidos, Charles G. Dawes.
El objetivo de la comisión era la de renegociar los términos de los pagos de reparaciones de guerra por parte de Alemania. En diciembre de 1923 se reunieron los principales representantes de las naciones en cuestión y acordaron que Alemania, entre 1924 y 1929, realizaría pagos anuales de 1.000 millones de marcos-oro, de los que 800 millones serían abonados por un préstamo del exterior. A partir de 1929, se abonaría un pago de 2.500 millones de marcos-oro, y se estipularían nuevos pagos anuales en función del comportamiento de la economía alemana. Asimismo, el Reichsbank se comprometía a tener como mínimo un 40% de su circulación monetaria respaldada en divisa extranjera o en oro, por lo que, en última instancia, los países impusieron a Alemania la vuelta al patrón oro. Por último, las potencias de Bélgica y Francia se comprometían a abandonar la cuenca del Ruhr, que, por otro lado, funcionaba como moneda de cambio en el caso de que Alemania volviera a suspender pagos bajo estas nuevas condiciones. El gobierno alemán, por su parte, se comprometió a reforzar su política fiscal mediante la aprobación de nuevos impuestos al consumo, aranceles y gravámenes sobre la explotación ferroviaria.
No obstante, el «Plan Dawes», si bien fue ratificado por todos los partícipes en abril de 1924, estaba sustentado en un sistema de financiación exterior que se contemplaba en un contexto en el que Estados Unidos se había convertido en el principal acreedor mundial. En este sentido, gran parte de los capitales que Estados Unidos exportaba a Alemania se destinaban al pago de reparaciones de guerra que, a su vez, Francia y Gran Bretaña empleaban para saldar sus deudas con Estados Unidos (véase esquema 1). No es difícil pronosticar, por tanto, que si al acreedor, Estados Unidos, del que depende Alemania e indirectamente Gran Bretaña y Francia, decide o se ve en la necesidad de retirar la entrada de capital en Europa la suspensión de pagos por parte de Alemania sería prácticamente inevitable.
En cuanto a la hiperinflación, el gobierno alemán logró solventarlo mediante la adopción de una nueva moneda ideada por el nuevo presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, que fue puesta en circulación de manera progresiva desde el 30 de noviembre de 1923: el Rentenmark.[34] Sin embargo, no será hasta el 30 de agosto cuando una nueva ley monetaria permita el cambio de un billete de 1 billón de marcos, papiermark, por 1 Rentenmark que se fijó en paridad equivalente a 1 Reischsmark,[35] aunque el primero se seguirá emitiendo hasta 1948.
El fin del flujo de capitales estadounidenses a Europa
Tras la hiperinflación, el mercado alemán no se encontraba en condiciones para desarrollar un crecimiento económico estable y generalizado.[36]Considero que esto pudo deberse a la destrucción del ahorro de las clases medias del país. El gobierno alemán, en efecto, no tomó medidas que compensaran las pérdidas de millones de familias, lo que sembró la desafección de buena parte de la sociedad alemana hacia la república de Weimar.[37] Por otro lado, la entrada de capital de Estados Unidos en Alemania, como ya se ha mencionado, fue de vital importancia para la reanudación del pago de las reparaciones de guerra. No obstante, no solo se utilizaron para este propósito, sino que se produjeron numerosas inversiones que permitieron un crecimiento limitado.
El capital estadounidense permitió un alto nivel de inversiones e incrementó el consumo de la población, ya que, este, a su vez, hizo posible que se mantuvieran unas tasas impositivas estables; además, el Reichsbank pudo hacerse con más reservas de oro y de divisas extranjeras. La industria se revitalizó, sobre todo en lo que respecta a sectores como el carbón, el hierro y el acero; así como las industrias química y eléctrica. No obstante, entre 1924 y 1930 solo el 60% de este capital extranjero fue destinado al sector privado; el resto fue adquirido por el sector público, esencialmente por gobiernos locales. Evidentemente esto permitió inversiones en servicios públicos como el transporte urbano o viviendas, instalaciones sociales, culturales y deportivas.[38]
La atracción de estos capitales, procedentes en su mayoría de entidades privadas, estaba determinada no solo por la buena voluntad de Estados Unidos y el Plan Dawes, sino por la elevada tasa de interés que había adoptado el Reischsbank. Muchos de los préstamos otorgados a municipios para los proyectos citados no otorgaban un margen de beneficio muy grande, sobre todo por la existencia de tipos de interés altos que hacían de la inversión un negocio arriesgado. Esos flujos de capital, por ende, empezaron a disminuir, pero no solo por este motivo, sino porque, sobre todo a partir de 1928, encontraron un negocio mucho más apetecible: la especulación financiera en Bolsa.[39]
Pero esto no solo redujo la atracción de capitales estadounidenses que habían servido para revitalizar la industria alemana, sino que los préstamos cesaron debido a que la Reserva Federal, con el objetivo en mente de frenar la especulación bursátil en su territorio, subió los tipos de interés, lo que cortó drásticamente la financiación de la que dependía Alemania para hacer frente al pago de las reparaciones de guerra. Como consecuencia, el banco central alemán vio reducidas sus reservas de divisas y oro desde 1929. La preocupación política por no poder hacer frente a las reparaciones de guerra, el miedo a una nueva hiperinflación, los compromisos del Plan Dawes, que obligaban a asegurar un porcentaje mínimo de divisas respaldadas en oro u otras divisas, es decir, a mantener el patrón-oro, o simplemente el recelo nacionalista que se mostraba contrario a perpetrar la humillación que significaba continuar pagando, obligó al gobierno, influenciado por las políticas monetarias ortodoxas, a adoptar, a partir de 1930, medidas deflacionistas que se traducían en un incremento de las tasas de tipo de interés,[40] así como en el preámbulo de políticas fiscales más duras.
Ante los peligros que suscitaban la posibilidad de impago por parte de Alemania, se ideó un nuevo plan de reestructuración de la deuda por reparaciones de guerra que la historiografía ha recogido bajo el nombre de «Plan Young», en honor al estadounidense Owen D. Young, diplomático durante las negociaciones y miembro de la Comisión Internacional de Reparaciones de Alemania. Se trataba de una nueva conferencia, en la que participaban Francia, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos, celebrada en París entre febrero y junio de 1929; y en la Haya entre los meses de agosto de 1929 y enero de 1930. Se acordó que la deuda quedara fijada en 36.000 millones de Reichsmarks que serían abonados junto a intereses hasta 1988. Los pagos anuales corresponderían, al principio, a 1.700 millones de Reichsmark; después, a 2.100 millones, cifra que se mantendría hasta 1965, año en el que Alemania tendría una nueva modificación en el pago: 1.600 millones de Reichsmark de forma anual hasta 1988.[41]
No obstante, el comienzo de la depresión económica y el crac de la bolsa de nueva York en octubre de 1929 imposibilitaron los pagos y, aunque el Plan entrase en vigor en mayo de 1930, el presidente de los Estados Unidos, Herbert Hoover, consciente de la grave situación de Alemania ante la retirada masiva de capitales del país, decidió conceder una moratoria en el pago de las reparaciones de guerra en junio de 1931.
Entre tanto, el gobierno de Brüning y los partidos nacionalistas, así como buena parte de la opinión pública, reclamaba la abolición completa de las deudas. En la conferencia de Lausana celebrada entre el 16 de junio y el 9 de julio de 1932, los alemanes, representados por el canciller von Papen, exigieron que se eliminara el artículo 231 del tratado de Versalles, así como la remisión de todos los pagos relativos a las reparaciones. Esto provocó el total rechazo de Francia, que exigía el pago acordado en el Plan Young.
Finalmente, bajo intermediación del gobierno británico, se acordó que Alemania realizaría un único pago de 3.000 millones de Reichsmarks respaldados en oro, que obtendría de la emisión de bonos. El acuerdo, por otro lado, nunca llego a ratificarse. Con la llegada de los nacionalsocialistas al poder, cuyo ideario era totalmente contrario al cumplimiento del tratado de Versalles, cesarían por completo los pagos.
¿Una depresión dentro de la «Gran Depresión»?
Una de las cuestiones más planteadas por los académicos es la que radica en saber si la crisis alemana de 1929 fue causa directa de la retirada de capitales estadounidenses o si en realidad fue producto de su propia experiencia doméstica. Economistas como M.E. Falkus defienden que la retirada del capital estadounidense fue la principal causa del hundimiento de la economía alemana;[42] en cambio, para Peter Temin, entre otros, habría indicios de que la desaceleración económica fue provocada por factores internos, pero esta se recrudecería cuando los capitales extranjeros empezaron a retirarse.[43]
Es posible que, al final, Temin tuviera razón, ya que, según el autor, los tipos de interés estuvieron estables durante gran parte de 1928, cayeron en el primer trimestre del año siguiente, y solo comenzaron a subir durante el segundo trimestre. La idea del economista es que, si hubiese habido una relación exclusiva en lo relativo a la reducción de los capitales externos, las tasas de interés habrían aumentado tan pronto como estos hubiesen descendido para atraer capitales procedentes de otros países.[44] Lo que se observa es que la producción industrial se recuperó con fuerza hasta 1927; pero, a partir de 1928, el crecimiento se paraliza, lo que repercutió en el número de desempleados: los datos apuntan 1.600.000 desempleados entre los meses de octubre de 1927 y marzo de 1928; y 2.400.000, entre 1928 y 1929.[45]
Una de las razones por las que ocurrió esto, según Borchardt, fue que los salarios de la población activa en Alemania eran sustancialmente superiores a sus tasas de productividad, lo que provocó dificultades a la hora de lograr la competitividad en el mercado internacional. Hay que tener en cuenta que, tras la Primera Guerra Mundial, los sindicatos se hicieron fuertes y los trabajadores exigieron mejoras sociales a sus gobiernos, elemento que no pasó inadvertido en la república de Weimar. El miedo a la revolución, además, ─recordemos el levantamiento espartaquista de enero de 1919─, obligó a los gobiernos a ceder en las demandas laborales que propugnaban los sindicatos, que hicieron que los salarios fuesen totalmente inflexibles.[46]
Para mejorar la balanza de pagos era necesario impulsar las exportaciones, pero la demanda en el mercado internacional estaba desarticulada como consecuencia de la Gran Depresión. Con todo, se fomentó una política laboral que redujera los costes de producción mediante la bajada de salarios, lo que permitiría competir en un escenario mundial en el que los precios estaban bajando constantemente. Dado que muchos países habían adoptado medidas proteccionistas en un intento por proteger sus industrias nacientes o sus sectores primarios, las exportaciones eran prácticamente nulas. Es cierto que la balanza comercial mejoró, pero esto se debió, más que al aumento de las exportaciones, al descenso de las importaciones.[47]
Como los precios del sector agrario cayeron en picado en Estados Unidos, obligó a los países europeos, que dependían en gran medida del mercado estadounidense, a bajar sus precios, provocando la ruina de muchos agricultores. El problema se agudizó todavía más en aquellos países donde, como en Alemania, se aplicaron estas medidas proteccionistas, ya que no pudieron recurrir a créditos para intentar paliar su frágil situación. Parecía que el gobierno alemán quería combatir la deflación internacional provocando más deflación, intentando alcanzar esa competitividad y ese impulso por medio de la exportación a cualquier costo. No se percataron de que era una trampa sin salida: los precios no pararon de bajar y cuando lo hicieron fue demasiado tarde para la economía alemana.
Entre tanto, el nacionalismo más exacerbado culpó al gobierno de venderse al pago de las reparaciones de guerra, mientras que los comunistas responsabilizaron a este de haber promovido unas políticas, las deflacionarias, totalmente devastadoras para la clase obrera. La tasa de desempleo alcanzó el 30,1% de la población activa, 5.575.000 personas en situación de paro forzoso, (véase tabla 7) en 1932. El mercado interior alemán colapsó: según Bettelheim, «la suma de las ventas interiores de las principales industrias cayó 75.927 mil millones de marcos en 1929 a menos de 38 mil millones en 1932, […] un retroceso casi del 50 por 100 […]. De 1929 a 1932, la renta nacional alemana descendió de 76 mil millones a 46 mil millones […] un retroceso del 40 por 100».[48]
El descontento social se expandió rápidamente por Alemania e hizo que los partidos más extremistas del panorama político alemán consiguieran un apoyo masivo en las sucesivas elecciones celebradas en 1932. Estas permitieron que, tras la caída de Brüning y von Papen en mayo y diciembre respectivamente, Adolf Hitler, líder del partido Nacionalsocialista obrero alemán, se convirtiera en canciller en enero de 1933.[49] A continuación, se van a analizar los principales rasgos de la política económica y social del nazismo emprendidos durante la primera etapa de su gobierno (1933-1936).
El programa Reinhardt y la lucha contra el desempleo
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En el momento en que el partido de Hitler se hizo con el poder en enero de 1933, la tasa de desempleo en Alemania afectaba a más del 26% de la población activa (véase tabla 7). El objetivo del nuevo gobierno fue la de combatir este problema continuando con las mismas políticas económicas que ya había empezado Kurt von Schleicher en diciembre de 1932.[50] Las medidas adoptadas consistían en un amplio programa ─Reinhardt-Programm─ de obras públicas, que incluía la construcción de todo tipo de infraestructuras, así como toda una serie de políticas sociales para aliviar la grave situación económica en la que se encontraban millones de personas.
Destacó, sobre todo, el proyecto de construcción de una gran red de carreteras ─Reichautobahn─ que fue gestionado por el ingeniero y jerarca nazi Fritz Todt. Este prometió al führer la implantación de más de 6.000 kilómetros de calzadas, ─cifra que aumentó a 12.000 cuando Alemania se anexionó Austria en marzo de 1938─, y que permitiría, en teoría, crear más de 600.000 puestos de trabajo.[51] No obstante, ninguno de estos pronósticos pudo cumplirse: cuando el proyecto finalizó en junio de 1941 ─tras el estallido de la guerra germano-soviética─ fueron construidas 3.819 km de carreteras; por otro lado, el número de puestos de trabajo creados nunca superó los 250.000.[52] Por lo tanto, Schütz y Guber aseguran que el rearme fue el verdadero artífice de la reducción del desempleo en Alemania y que, además, la construcción de carreteras solo tuvo efectos sobre el mercado laboral dos años después de la llegada de Hitler al poder, ya que el proyecto no comenzó hasta mayo de 1935.[53]
Pero no solo se realizaron construcciones de carreteras. Según Joachim Braun, entre 1932 y 1935 se habían destinado más de 5.250 millones de Reichsmarks, el 4% del PIB anual, de los que más de un 28% fueron destinados a la construcción de barrios residenciales (las carreteras representaban el 21% de esos fondos). Asimismo, el economista describe que, entre 1932 y 1937, la industria motorizada se volvía cada vez más popular entre la población, por lo que esta se disparó y se necesitó de más mano de obra para levantar nuevas plantas industriales. En 1934, la producción de coches era casi un 50% superior a la de 1929 y la tasa de ocupación laboral se incrementó notablemente: en 1933 había 666.000 personas que estaban empleadas en el sector de la construcción, mientras que en 1936 esta cifra alcanzó los dos millones.[54]
Respecto a la política social del programa, se ha de advertir que, según Richard J. Evans, el nazismo nunca creyó en el estado del bienestar porque fomentaba la perpetuación de la existencia de los débiles, idea totalmente contraria a las doctrinas del darwinismo social, ─tesis biológica y racial en la que el nazismo se apoyaba─, que preconizaban que solo los más fuertes podrían sobrevivir.[55] Sin embargo, hasta para el partido nacionalsocialista tenía que reconocer que la situación era muy complicada, sobre todo en el primer año de gobierno de Hitler. Si el régimen quería sobrevivir dependía del apoyo o de ganarse la voluntad del pueblo, por lo que no podían ignorar a más de diez millones de alemanes que en el momento más crítico de la depresión estaban en condiciones de dependencia de las instituciones caritativas herederas de la república de Weimar.
Con el objetivo de convencer al pueblo de que el gobierno estaba tratando de hacer todo lo posible para mejorar la situación de los desempleados, el 13 de septiembre de 1933 se instauró un nuevo servicio de asistencia social denominado «Programa de Ayuda Invernal del Pueblo Alemán». Este, anunciado por el ministro de propaganda, Joseph Goebbels, permitió, gracias a la acción de 1,5 millones de voluntarios y 4.000 trabajadores con salario, repartir comida entre los necesitados en centros, recoger y distribuir ropa a los desempleados y llevar alimentos a los indigentes. A pesar de todo, Goebbels consideró a estas acciones como una especie de autoayuda dirigida exclusivamente por el pueblo alemán y para el pueblo alemán,[56] siempre en calidad distintiva y superior, por lo que no todos podrían tener esos derechos de asistencia a la larga, de la raza germana. Las donaciones a este tipo de instituciones, según Evans, eran obligatorias. De hecho, el historiador señala que a los trabajadores alemanes se les extraía un 20% de su salario, que se destinaba a este tipo de beneficencia.[57]
Otra institución de carácter social y con los mismos fines que la anterior fue la llamada «Asistencia Popular Nacionalsocialista», dirigida por Erich Hilgenfeldt. Esta institución, junto a otras tres formaciones caritativas ─la asociación católica Cáritas, la Misión Interior protestante y la Cruz Roja alemana─ eran ajenas al estado, pero solo recibió financiación la primera. Según Evans, tenía por objetivo «fomentar las fuerzas vivas y saludables del pueblo alemán. Solo daría asistencia a aquellos que fueran adecuados y desde el punto de vista racial, capacitados y deseosos de trabajar, políticamente de confianza, y con voluntad y capacidad para tener descendencia. Los que no estuvieran completamente en condiciones de cumplir con sus obligaciones colectivas quedarían excluidos».[58] El régimen incluía en esta última clasificación a homosexuales, alcohólicos, vagabundos y prostitutas, los perezosos y los asociales, los delincuentes, los que tuvieran enfermedades hereditarias y los que formaban parte de otra raza que no fuese la alemana.[59]
Las subvenciones económicas directas a desempleados fueron gestionadas por el «Servicio Laboral Voluntario». Entre octubre y diciembre de 1935, por ejemplo, el número de parados con derecho a subsidio fue de 376.000, y la cobertura presupuestaria fue de 3,8 millones de marcos. No obstante, a partir de 1936 las ayudas se limitaron: se recortaron los subsidios para pagar el alquiler, así como las ayudas para el cuidado de ancianos y para la medicación de los necesitados. Según Evans, esto fue una táctica del partido para «exhortar a los alemanes a que contaran con sus propios medios en lugar de confiar en los pagos del Estado, [que] implicaba que aquellos que no se podían mantener eran prescindibles […] desde el punto de vista de la raza. […] Al final, tan pronto como el rearme hubo absorbido a la masa de desempleados, el escepticismo original de los nazis sobre los beneficios de la asistencia social se vio confirmado del modo más brutal posible».[60]
Conclusiones
Alemania estuvo sumergida en una crisis económica interna acompañada de una depresión económica de proporciones mundiales. Esta trató de ser solventada por vías meramente ortodoxas, es decir, mediante posturas deflacionarias. El problema que tuvieron esta clase de políticas es que, a la larga, produjeron la recesión económica, ya que al subir los tipos de interés no se pudo movilizar tan fácilmente el ahorro y las inversiones quedaron totalmente paralizadas. Asimismo, esto redujo enormemente la demanda y las empresas se vieron obligadas a cerrar, lo que hizo aumentar de forma drástica el nivel de desempleo.
A pesar de estas consecuencias, el modelo ortodoxo no contemplaba estas preocupaciones y el gobierno de Heinrich Brüning, acaecido entre los años 1930 y 1932, fue protagonista y responsable de la aplicación de estas medidas con unos objetivos muy concretos: sanear la precaria situación de la balanza de pagos y atraer capitales, en sustitución de los americanos, para poder seguir afrontando las obligaciones contraídas por el tratado de Versalles.
Sin embargo, la crisis de Alemania no estuvo condicionada por completo al ocaso de las exportaciones del capital americano, ─que sin duda fueron las que motivaron un receso todavía mucho más demoledor a la ya de por sí frágil economía alemana─ sino que el país sufrió su propia depresión desde, al menos, 1928, momento en que la cifra de parados comenzó aumentar de forma considerable, y cuyas causas han sido atribuidas por algunos economistas a la escasez de productividad en relación con el nivel de salarios establecidos tras el final de la Gran Guerra.
La llegada del nacionalsocialismo al poder en enero de 1933 hizo que el paradigma ortodoxo quedara completamente desarticulado. Si bien es cierto que los nazis no apoyaban las ideas de un estado asistencial, sí que al final se vio obligado a recurrir a este. No obstante, solo fue un artilugio para fomentar la experiencia de un estado de «bienestar» que proporcionara unos recursos que no estaban destinados a toda la población, sino solamente a un sector que las propias autoridades reconociesen como digno merecedor de tales ayudas. Se necesitaban, por tanto, unos requisitos que eran medidos siempre en función de premisas raciales y por el nivel de compromiso que se tenía en los parámetros comunitarios indicados por el partido.
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Notas
[1] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929, Pirámide, Madrid, 1984, pp. 87 y 88.
[2] Ibídem, p. 97.
[3] Ibídem, p. 98.
[4] Maurice NIVEAU: Historia de los hechos económicos contemporáneos, Ariel, Barcelona, 1973, p. 185.
[5] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929…, p. 99.
[6] Ibídem, pp. 100 y 101.
[7] John KENNETH GALBRAITH: El Crash de 1929, Ariel, Barcelona, 2009, pp. 16 y 17. Para las cifras de automóviles véase también Thomas WILSON: Fluctuations in Income and Employment, Pitman, Nueva York, 1948, p. 141; y José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929…, p. 105. En esta última obra se describe que «en 1929 había en Estados Unidos más de 26 millones de automóviles (1 por cada 5 habitantes)».
[8] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929…, p. 104.
[9] Ibídem, p. 108
[10] John KENNETH GALBRAITH: El Crash de 1929, … p. 205.
[11] Ibídem, p. 203.
[12] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929…, p. 113.
[13] [13] John KENNETH GALBRAITH: El Crash de 1929, … p. 208.
[14] Ibídem.
[15] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929…, p. 117.
[16] Ibídem, p. 115.
[17] Ibídem, p. 117.
[18] De hecho, según Carlos Marichal «en 1929 solamente un 2% de la población norteamericana invertía en la bolsa», y añade «pero era precisamente el sector con mayores posibilidades de impulsar el crecimiento de las empresas con sus inversiones». Fuente: Carlos MARICHAL: Las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008, Debate, Barcelona, p. 108.
[19] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… pp. 119 y 120. Se ha defendido la existencia de una gran burbuja especulativa, siendo una postura que descansa en las siguientes afirmaciones: «[…]en 1929, [… se produjeron] transacciones de acciones en ese ejercicio de 4 millones de títulos, por encima de los 3,5 de 1928, o de los 1,7 de media del periodo 1925-1936; […así como un] aumento en el número de brókeres en la Bolsa de Nueva York que pasó de 706, en 1925, a 1.658 despachos, en 1929; [y un] incremento del precio de un puesto en la Bolsa que alcanzó los 652.000 dólares desde los 99.000 dólares que costaba en 1925 o los 290.000 de 1928; también, el volumen de préstamos a corto plazo para la compra de acciones otorgado por los brókeres, que subió de 4.400 millones de dólares, en enero de 1928, a 8.500 millones, en octubre de 1929. Fuente: Pablo MARTÍN-ACEÑA (Ed.): Pasado y presente de la Gran Depresión del siglo XX a la Gran Recesión del siglo XXI, Fundación BBVA, Madrid, 2011, p. 52.
[20] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… pp. 121 y 122
[21] Ibídem, p. 123.
[22] Ibídem.
[23] Ibídem, p. 138.
[24] Ibídem, p. 141.
[25] Ibídem, p. 142. Según Milton Friedman y Anna Jacobson Schwartz, «las quiebras impusieron unas pérdidas totales de aproximadamente 2.500 millones de dólares a los depositantes, accionistas y otros acreedores de los más de 9.000 bancos que suspendieron las operaciones durante los cuatro años transcurridos entre 1930 y 1933». Fuente: Milton FRIEDMAN y Anna Jacobson SCHWARTZ: A Monetary History of the United States, 1867-1960, Princeton University Press, Nueva York, 1963, p. 351. Asimismo, Vera Zamagni describe que «de 1929 a 1933, unos 11.000 de los 26.000 bancos americanos cerraron sus puertas […]». Fuente: Vera ZAMAGNI: Historia económica de la Europa contemporánea, Crítica, Barcelona, 2011, p. 191.
[26] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… p. 146.
[27] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… pp. 150 y 151.
[28] Ibídem, p. 156.
[29] John KENNETH GALBRAITH: Historia de la economía, Ariel, Madrid, 2012, p. 221.
[30] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… p. 63. Según las condiciones iniciales del tratado de paz, Derek H. Aldcroft describe que Alemania debía pagar 20.000 millones de marcos-oro antes del 1 de mayo de 1921, «cantidad que habría absorbido más del 10% de la renta nacional de los años 1919 a 1922. El calendario fijado en Londres en mayo de 1921 redujo esta suma a una anualidad de 3.000 millones de marcos-oro, que representaban entre el 5% y el 6% de la renta nacional del periodo 1921-1923 […] era una suma muy elevada que los alemanes no estaban dispuestos a aceptar sin fuertes protestas. Cuando el ataque verbal fracasó, la protesta adoptó la forma, propugnada por algunas personas a comienzos de 1919, de una demostración pública de que era imposible pagar recurriendo a la emisión de dinero». Fuente: Derek H. ALDCROFT: “Las consecuencias económicas de la guerra y de la paz (1919-1929)”, en VV. AA.: Europa en crisis 1919-1939, Pablo Iglesias, Madrid, 1991, p. 11.
[31] Según Holtfrerich, la actitud de los aliados en lo relativo al pago de las reparaciones, las amenazantes sanciones en caso de incumplimiento, y la imposibilidad de subir impuestos para financiarlas ─lo que seguramente habría provocado la muerte política de los gobiernos de la república de Weimar, así como fuertes protestas e, incluso, la posible desintegración del territorio alemán─ demostraban que «ningún gobierno alemán hubiese podido hacer frente a los pagos de las reparaciones sin recurrir a la impresión de dinero». Esto tuvo como consecuencia la entrada en escena de una inflación que muy pronto se descontroló y acabó derivando en la hiperinflación alemana acaecida entre 1921 y 1923.
Fuente: Carl-Ludwig HOLTFRERICH: The German Inflation 1914-1923: Causes and Effects in International Perspective, Walter de Gruyter, Berlín y Nueva York, 1986, p. 153. Consultado y disponible en www.Books.google.com (última fecha de consulta abril de 2020).
[32] Vera ZAMAGNI: Historia económica de la Europa contemporánea, …p. 154.
[33] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… pp. 64 y 65.
[34] En palabras de Fergusson, «El 30 de noviembre de 1923entraron en circulación 500 millones de Rentenmarks; 100 millones el 1 de enero de 1924; y 1.800 millones durante el mes de julio [… entre tanto] la circulación del papiermark aumentó de 400 quintillones el 30 de noviembre, a 690 quintillones a finales de marzo de 1924, y a 1.211 quintillones en julio; una suma que equivalía a 70 millones de libras, o a dos tercios del valor de los Rentenmarks en circulación». Fuente: Adam FERGUSSON: When Money Dies: The Nightmare of the Weimar Collapse, William Kimber, London, 1975, p. 122. Material disponible en la web: http://thirdparadigm.org/doc/45060880-When-Money-Dies.pdf [última fecha de consulta: abril de 2020].
[35] 1 dólar equivalía a 4,2 Rentenmarks. Véase tabla 6.
[36] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… p. 148.
[37] Vera ZAMAGNI: Historia económica de la Europa contemporánea, …p. 161. En palabras de la autora, «después de la estabilización se arrastró en el parlamento una interminable discusión sobre las formas posibles para compensar al menos en parte tales pérdidas, pero finalmente no se hizo nada, lo que aumentó la desafección de la clase media hacia la república de Weimar y empujó a dicha clase hacia los partidos extremistas […]».
[38] Peter TEMIN, Charles H. FEINSTEIN y Gianni TONIOLO: The World Economy Between the World Wars, Oxford University Press, Nueva York, 2008, p. 88.
[39] Vera ZAMAGNI: Historia económica de la Europa contemporánea, …p. 159.
[40] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… p. 152.
[41] Philipp HEYDE: Das Ende der Reparationen Deutschland, Franreich und der Youngplan. 1929-1932, Schöningh, Paderborn (Munich), 1998, p. 48. Disponible en https://digi20.digitale-sammlungen.de/de/fs1/object/display/bsb00045499_00047.html (última fecha de consulta: abril de 2020).
[42] Véase: M.E. FALKUS: “The German Business Cycle in the 1920`s”, en The Economic History Review, vol. 28, no. 3, 1975, pp. 451-465. Disponible en JSTOR, www.jstor.org/stable/2593593. Accessed 10 May 2020.
[43] Véase Peter TEMIN: “The Beginning of the Depression in Germany”, en The Economic History Review, The Broadwater Press Ltd, vol. 24, no. 2, 1971, pp. 240-248. Disponible en JSTOR, www.jstor.org/stable/2594432. Accessed 10 May 2020.
[44] Peter TEMIN, Charles H. FEINSTEIN y Gianni TONIOLO: The World Economy Between the World Wars, …p. 89.
[45] Ibídem.
[46] Véase: Knut BORCHARDT: Perspectives on Modern German Economic History and Policy, Cambridge University Press, Nueva York, 1991 (2008 edición digital), pp. 154-160.
[47] José MORILLA CRITZ: La crisis económica de 1929… p. 153.
[48] Charles BETTELHEIM: La economía alemana bajo el nazismo, I, Fundamentos, Madrid, 1972, p. 35. Asimismo, añade que las quiebras industriales no solo elevaron el nivel de desempleo, sino que además provocaron enormes dificultades en el sector bancario, que solo pudo salvarse tras la inyección masiva de crédito por parte del Estado.
[49] En las elecciones al Reichstag del 31 de julio de 1932, el Partido Nacionalsocialista Alemán de Trabajadores logró 230 diputados; en las del 6 de noviembre de 1932 se produce un leve retroceso del partido Nazi, tres millones de votos menos que en las anteriores, logrando 196 diputados, aunque finalmente se estableció una conciliación entre nacionalsocialistas, nacionalistas, independientes y católicos que permitieron la subida a la cancillería de Adolf Hitler junto a von Papen como vicecanciller el 30 de enero de 1933. El 5 de marzo de 1933 se celebran nuevamente elecciones al Reichstag, y Hitler consigue un apoyo total de sus políticas: los nacionalsocialistas logran 17.265.823 votos (288 diputados); los socialdemócratas, 7.176.050; los comunistas, 4.845.379; y los nacionalistas, 3.132.595. Fuente: VV. AA.: Atlas Histórico Mundial. De los orígenes a nuestros días, Akal, Madrid, 2005, pp. 212-215.
[50] Adam TOOZE: The Wages of Destructions. The Making and Breaking of the Nazi Economy, Viking, Nueva York, 2006, p. 43.
[51] Ibídem, p. 46.
[52] Erhard SCHÜTZ y Eckhard GRUBER: Mythos Reichsautobahn: Bau und Inszenierung der ` Strassen des Führers “. 1933–1941, Links, Berlin, 1996, p. 91. Por otro lado, James D. Shand defiende que en 1936 más de 130.000 personas se beneficiaron directamente del empleo para la construcción de las carreteras, pero añade que 270.000 más consiguieron empleo de forma indirecta, sobre todo en sectores dedicados a la producción de cemento o extracción de piedra. Fuente: James D. Shand: “The Reichsautobahn: Symbol for the Third Reich”, en Journal of Contemporary History, vol. 19, no. 2, 1984, p. 191. Disponible en www.jstor.org/stable/260592 (última fecha de consulta mayo de 2020).
[53] Erhard SCHÜTZ y Eckhard GRUBER: Mythos Reichsautobahn: Bau und Inszenierung der ` Strassen des Führers “, … pp. 39 y 51.
[54] H.J. BRAUN: The German Economy in the Twentieth Century. The German Reich and the Federal Republic, Routledge, Londres y Nueva York, 1990, pp. 83 y 84.
[55] Richard J. EVANS: El Tercer Reich en el poder, 1933-1939, Península, Barcelona, 2007, pp. 477 y 478.
[56] Ibídem, p. 479.
[57] Ibídem, p. 480
[58] Ibídem, p. 482.
[59] Ibídem, p. 483.
[60] Ibídem, p. 485. Según Evans, muchas de las personas pertenecientes a clases bajas, así como pequeños delincuentes e indigentes fueron enviados a campos de concentración porque fueron consideradas inútiles por el régimen.