En Tierra Santa asistimos a la aparición de dos órdenes militares principales: la orden del Hospital de San Juan de Dios y la orden del Templo de Salomón. Estas órdenes surgieron en el contexto de las dos primeras cruzadas –finales del siglo XI, principios del siglo XII–, concretamente tras la finalización de la primera. Ambas fueron instituciones religioso-militares, dedicadas en un principio a la protección de los peregrinos cristianos que viajaban hacia Tierra Santa. No obstante, con paso del tiempo, estas funciones se fueron ampliando, ya que ambas órdenes acabaron asumiendo el papel de ejército permanente del reino de Jerusalén, a causa de la dispersión que sufrieron los ejércitos francos tras el final de las primeras contiendas sobre Palestina. Quedando sólo ellos y otras pequeñas guarniciones, para el mantenimiento del orden y la vigilancia de los contingentes musulmanes de la región.

Según relata el historiador inglés, Christopher Tyerman: “Aquellas órdenes establecieron sobre una base permanente el idealismo básico de la guerra penitencial, un mecanismo para su expresión y una presencia física a lo largo y ancho de la Cristiandad” (TYERMAN 2007, p.322).

Las órdenes militares de Tierra Santa: Hospitalarios y Templarios

La orden del Hospital de San Juan de Dios germinó a partir de un hospital amalfitano constituido en Jerusalén en 1080. Siendo el objetivo principal de los monjes que lo fundaron: el ofrecimiento de cuidados médicos y alimentarios para los peregrinos pobres y enfermos que llegaban a Palestina desde Europa y otras partes del mundo.

Tras la conquista de Jerusalén en el 1099 por las tropas cristianas, la orden continuó haciéndose cargo de la multitud de peregrinos enfermos y exhaustos que llegaban a Tierra Santa. Lo que hizo prosperar enormemente al Hospital, ascendiendo de condición. A continuación, los monjes hospitalarios recibieron una cesión de terrenos por parte del rey Balduino I de Jerusalén en el año 1113. Consiguiendo, tras esto, el reconocimiento Papal como fraternidad caritativa y asumiendo sus miembros los votos de pobreza, castidad y obediencia. Sin embargo, su crecimiento no terminó aquí, ya que los hermanos hospitalarios acabaron sirviendo en el ejército de Jerusalén, encomendándoseles a partir de 1136 el acuartelamiento y la defensa de las fortalezas fronterizas.

Con todo, los miembros de la orden hospitalaria, pasaron rápidamente de dedicarse al cuidado y curación de los peregrinos enfermos a velar con sus armas por la seguridad y la defensa de la Cristiandad en Tierra Santa. En definitiva, los caballeros hospitalarios se convirtieron en poderosos monjes-guerreros y en la espada principal para la defensa de Cristo en Próximo Oriente, lo que supuso un notable ascenso para la orden en poco tiempo.

Por su parte, los orígenes de los templarios se remontan al año 1119. En este momento los señores, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer, que capitaneaban a un grupo de caballeros francos acuartelados en Jerusalén, decidieron poner en marcha una fraternidad. Cuyo objetivo sería vigilar y proteger las rutas de peregrinaje desde la costa mediterránea a Jerusalén, abarcando su área de acción y protección desde allí hasta las tierras de Jericó. Así, tras recibir la autorización del patriarca de Jerusalén y de jurar los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia, los caballeros obtuvieron el reconocimiento oficial de la iglesia cristiana durante el concilio de Nablús, en enero del año 1120.

En un principio, los templarios llevaron el voto de pobreza a su máxima expresión, ya que sólo se nutrían de las limosnas que recibían de algunos señores nobiliarios, de peregrinos, de monasterios, etc. Con el tiempo y gracias al apoyo de monarcas como el rey Balduino II de Jerusalén, muchos príncipes y reyes europeos se decidieron a prestar su ayuda a la orden recién nacida. Progreso al que también ayudó la larga peregrinación en busca de apoyos y limosnas, llevaba a cabo por Hugo de Payns, durante los primeros tiempos de la orden, por diferentes regiones del viejo continente. Orden que día a día comenzaba a ser mejor vista tanto por el poder político como por el eclesiástico, pues había sido el patriarca de Jerusalén quien la había certificado canónicamente.

Así, durante el siglo XII la orden del Temple comenzó a prosperar sin pausa. Uniéndose a ella un buen número de hombres, especialmente en Europa. A los que se les prometió el perdón de Dios a sus pecados a través de una vida dedicada a la defensa de este en el campo de batalla. No hizo falta mucha insistencia para la captación de nuevos miembros en una Europa donde primaba la miseria. Siendo además la orden, cobijo para muchos segundones de la nobleza sin acceso a la herencia y para caballeros errantes del viejo continente. Fue el rey Balduino II quien les entregó, “la mezquita al-Aqsa en Jerusalén, que la leyenda popular identificaba con el templo de Salomón, para que se convirtiera en su cuartel general, y es de este edificio de donde tomaron su nombre” (EDBURY 2005, p.130, 131).

mezquita al-Aqsa en Jerusalén
Foto que retrata la mezquita al-Aqsa, ubicada en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén. Se trata del tercer lugar más importante para el islam. La tradición musulmana narra como Mahoma ascendió al cielo desde dicha explanada en el 621. Al-Aqsa fue mandada construir por la dinastía de los Omeya, siendo finalizadas sus obras en el año 710.

Con el paso de la décadas, la orden del Temple se hizo con un gran número de propiedades en diversas regiones de Occidente –desde Inglaterra, norte de Francia, Languedoc, hasta el norte de la Península Ibérica o Italia, entre otros–, así la orden puso en marcha una amplia red de fincas a nivel internacional, la cual rápidamente fue reorganizada en commanderies regionales. Finalmente, en enero de 1129, en el Concilio de Troyes se confirmó la fundación de la orden del Temple y se estableció su Regla. Tomando como modelo un panegírico de San Bernardo de Claraval, De laude novae militiae. Donde se anteponía el nuevo caballero de la fe –disciplinado, obediente, temeroso de Dios y sirviente de Cristo– al clásico caballero mundano –encarnador de la malicia, avaricioso, desorganizado, ávido de riquezas y glorias mundanas–. Sin embargo, estas afirmaciones se correspondían más bien con una idealización del caballero, la cual distaba rotundamente de la imagen real.

San Bernardo de Claraval
Imagen que retrata al monje cisterciense San Bernardo de Claraval. Cuyos escritos fueron tomados para constituir la Regla de la orden del Temple. Además, dicho monje, fue uno de los grandes impulsores del canto gregoriano, de la arquitectura gótica y de la predicación de la segunda cruzada.

En otro orden de cosas, los miembros de estas órdenes contaron con una vestimenta y un equipamiento característicos, diferenciándose del caballero mundano por su austeridad absoluta, puesto que en sus vestiduras no había sitio para la ornamentación. Estos atuendos se caracterizaban por ser de un único color: hospitalarios con hábito y manto negro, y templarios con manto y hábitos blancos, símbolo de pureza. Ambos, además, en un principio lucieron un equipamiento militar similar: cota de malla que cubría al caballero desde la cabeza hasta las rodillas en la mayoría de los casos; casco en forma de cono, que cubría toda la cabeza a excepción de la cara, casco que con el tiempo fue evolucionando hasta cubrir también la cara; espada de doble filo; escudo en forma de cometa; una lanza larga para las cargas; y caballo de combate, generalmente un destrero.

Sólo necesitaban lo mínimo para combatir, valiéndose de su destreza y su fe en Dios más que de la fuerza de las armas. Algo que les llevó a ocupar en el combate las posiciones más arriesgadas, encabezando generalmente la vanguardia. Protegiendo y custodiando, además, la retaguardia durante las largas marchas por Tierra Santa. Siempre en competencia con la otra orden, ya que ambas se disputaban la salvaguarda de los puestos más delicados de la columna para mayor gloria de Dios y de la orden, algo que llevó a que ambas se turnaran en las posiciones y en el ejercicio de estas funciones defensivas. Todo ello, acarreó que estos monjes-guerreros fueran vistos por muchos monarcas como auténticos fanáticos religiosos, pero fanáticos útiles que todos querían contar entre las filas de sus contingentes militares, ya que eran temidos por el rival y su coraje ganaba batallas.

Además, el desorden del campo de batalla pocas veces les hacía mella, pues los miembros de las órdenes rara vez perdían su organización y rectitud, a pesar de contar entre sus filas con mercenarios y voluntarios reclutados por ellos mismos, y puestos bajo su bandera por un cierto período de tiempo.

Los freires eran dirigidos por los maestres, quienes se ponían al frente de cada uno de los escuadrones en los que se dividían los caballeros a la hora de entrar en combate. La cohesión de estos caballeros en la lucha, todos uniformados y bajo una misma bandera sacralizada, influyó en los ejércitos venideros y sus modelos futuros, sentando las bases para los ejércitos de época moderna. Tras los escuadrones citados anteriormente se situaban los escuderos, quienes se encargaban de correr tras el escuadrón y auxiliar a los caballeros tras la carga –especialmente en el caso del Temple. Esta forma de guerrear, a través de escuadrones a la carga, fue característica de ambas órdenes militares, al igual que jamás desfallecer en la lucha mientras la bandera de la orden permaneciese izada.

Sin ninguna duda, la prosperidad y el poder del que gozaron estas órdenes acabó inspirando a otros, llevando a su imitación y al nacimiento de nuevas órdenes en distintos reinos. Así, durante el siglo XII surgieron en Castilla varias órdenes militares nuevas para defender las fronteras peninsulares del empuje islámico, tenemos aquí: la de Calatrava (1164) y la de Alcántara (1176). También, León y Portugal siguieron los pasos de su reino vecino, surgiendo la orden de Santiago (1170) y la de Avis (1176) respectivamente.

Como podemos observar a través de lo narrado anteriormente, desde mediados del siglo XII y a lo largo del siglo XIII, tanto hospitalarios como templarios se convirtieron en poderosas corporaciones eclesiástico-militares, cuya fuerza e influencia a nivel global alcanzó una proporción formidable. Sus riquezas y sus éxitos en el campo de batalla, les aportaron un significativo poder político y militar, que se podía igualar al de muchos barones francos de Tierra Santa e incluso comparar, sobre todo en la Europa Central del siglo XIII, al de muchos de los principales señores.

Hospital y Temple se acabaron convirtiendo en organizaciones internacionales de gran prestigio y mando, contando a su cargo con una enorme cantidad de tierras, señoríos y riquezas. Especialmente el Temple se consolidó en Francia como uno de los pilares principales de poder junto a la Iglesia y la Monarquía capetina, llegando incluso a custodiar y controlar el Tesoro francés. Ostentando una gran combinación de poderío religioso, económico, político y militar que no gustó a las grandes esferas de poder, las cuales comenzaron a alimentar oscuras, heréticas y satánicas leyendas sobre el Temple. Con el único objetivo de socavar su autoridad y tener una excusa válida que precipitara su final.

Caída en desgracia que tuvo lugar durante el siglo XIV, a causa del corrupto proceso judicial llevado a cabo por el rey Felipe IV de Francia contra la orden del Temple. Algo que según la leyenda le costó caro al monarca, ya que justo antes de morir abrasado en la hoguera, el último gran maestre de la orden, Jacques de Molay, maldijo al rey y a todo su linaje Capeto. Poniendo como consecuencia en marcha la famosa maldición de Felipe IV de Francia.

Busto de Felipe IV de Francia
Sepultura de Felipe IV de Francia en Saint-Denis. Causante, junto a sus ministros, entre los que destaca el caballero Nogaret, de acabar con el Temple.

No obstante, aunque la orden del Temple fue destruida completamente tras el proceso judicial y el ajusticiamiento anterior, algunos testimonios modernos alimentan la leyenda de que la orden sobrevivió, manteniéndose latente y oculta durante siglos. Es más, durante el siglo XVIII se llegaron a citar los nombres de algunos de los maestres templarios que comandaron la orden en la clandestinidad.

Cuentan dichas leyendas y mitos, como muchos de los monjes-guerreros que consiguieron eludir la muerte, en los años siguientes a la eliminación del Temple, intentaron reagruparse en la clandestinidad y poner en marcha conspiraciones contra la Corona de Francia y contra el Papado. Destacando entre estos monjes conspiradores, Juan de Longwy, sobrino de Jacques de Molay.

También, algunos historiadores modernos han dado veracidad a ciertas crónicas que narran como numerosos grupos de estos templarios en la clandestinidad se dedicaron a guerrear en contiendas internacionales, como es el caso de la batalla de Bannockburn (Siglo XIV). Batalla enmarcado en la Guerra de Independencia que mantuvo Escocia frente al Reino de Inglaterra. Contienda de la que han aparecido ciertas narraciones que cuentan como algunos templarios se pusieron a las órdenes del rey escocés Roberto Bruce en Bannockburn, dejando a un lado sus insignias y vestimentas cruzadas, optando en esta ocasión por hábitos completamente negros para entrar en combate, junto al contingente escocés. Logrando estos caballeros con sus cargas acabar con los arqueros ingleses, siendo sus acciones de gran ayuda para encumbrar a la victoria al contendiente escocés frente al inglés en junio de 1314.

Batalla de Bannockburn
Imagen que retrata al rey Roberto Bruce de Escocia pasando revista a sus tropas momentos antes de entrar en combate frente a los ingleses durante la batalla de Bannockburn.

Por su parte, la orden del Hospital permaneció latente –aunque terminó ramificándose–, tras el fin del Temple, haciéndose cargo de parte de las posesiones extirpadas a dicha malograda orden. El Hospital continuó atento a las necesidades de los peregrinos y los enfermos, al mismo tiempo que siguió vigilante y combativo contra la proliferación del islam, ya que una nueva a amenaza islámica comenzaba a cernirse sobre la Cristiandad, el poderoso Imperio Otomano.

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TYERMAN, C. (2007). Las guerras de Dios: una nueva historia de las cruzadas. Barcelona: Crítica.

 

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