Tradicionalmente se ha visto la transición española a la democracia como un proceso histórico sencillo, pilotado por las élites políticas —Adolfo Suárez, Juan Carlos I y Torcuato Fernández-Miranda entre otros— y llevado a cabo sin mayores problemas que los presentados por el terrorismo. Bajo ese relato —que podría considerarse como “oficialista”— el motor de la transformación del país sería el consenso y el diálogo de los dirigentes políticos.
Estos habrían logrado desmantelar la dictadura e instaurar una democracia homologable a las europeas. Y lo habrían hecho sin que los niveles de conflictividad fueran excesivamente grandes. Se trata de un relato todavía vigente, pues continúa predominando en buena parte de la memoria colectiva. El consenso como lema de la Transición, a propósito del logro de la Constitución en 1978 por acuerdo de la mayoría de fuerzas políticas, sigue siendo una imagen mental recurrente (Ortiz Heras, 2011: 341).
En el relato oficialista la población española habría asistido de forma pasiva a las decisiones de sus líderes. No habría participado de forma activa en el proceso de democratización. La conflictividad social, el movimiento obrero y el antifranquista no habrían tenido ningún papel relevante en la trasformación social. Sin embargo, entre 1976 y 1979 el número de huelgas y manifestaciones fue en continuo aumento. Se pasó de 1194 huelgas a 2680 en 1979. Esto supuso el correspondiente aumento de los participantes y las jornadas no trabajadas. Todo ello provocó que fuera este (1976) el año de mayor conflictividad laboral desde la muerte de Franco (Redero San Román, 2008: 138).
Cabe entonces plantear la siguiente cuestión, ¿qué papel tuvo la sociedad española en esta primera fase de la Transición? ¿Fueron los movimientos sociales y culturales –como la canción protesta– relevantes para el cambio político o, como se suele creer, su aportación a la consecución de la democracia fue reducida? En este artículo se analiza la importancia de la movilización ciudadana para lograr las primeras elecciones generales libres desde 1936 y el impacto que tuvo en el desarrollo posterior de la Transición.
La caída del régimen franquista. El Gobierno de Arias Navarro
El franquismo experimentó una crisis durante sus últimos años. Esta fue esencial para que, tras la muerte de Franco, se hiciera inviable el mantenimiento del régimen del 18 de julio. En ella confluyeron factores como la crisis económica mundial a partir de 1973. También las tensiones internas en las élites políticas, la presión internacional y el aumento de los movimientos sociales.
Este último elemento ha sido ignorado durante muchos años en los análisis de la Transición. Sin embargo, resulta fundamental para comprender el paso de la dictadura a la democracia. Si bien en los años finales del franquismo el sector más aperturista tenía ciertas ideas sobre el futuro del régimen, ninguno de esos planes pasaba por dotar a España de una democracia parlamentaria equivalente a las europeas.
La muerte del dictador Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975 resultó clave para el derrumbamiento del régimen. A finales de ese año Arias Navarro fue nombrado Presidente del Gobierno por el rey Juan Carlos. Receloso de los acontecimientos ocurridos en Portugal meses antes —la Revolución de los Claveles— Arias intentó capitanear un proceso de tímido aperturismo basado en la idea de una “democracia a la española”, más vinculada a la democracia orgánica que a las democracias europeas (Ysàs, 2010: 40).
La oposición, animada por la muerte del dictador, vio en ese Gobierno una continuación del régimen. Por ello, impulsó numerosas movilizaciones y huelgas durante todo 1976 para derribar a Arias Navarro. Sobre todo los meses de febrero y marzo resultaron determinantes de cara a denostar la figura del entonces Presidente de Gobierno.
Las huelgas tenían en un principio unas reivindicaciones mayoritariamente económicas, pero el hecho de llevarlas a cabo en un contexto dictatorial sumamente represivo provocaba que adquirieran carácter político. Ejemplos de esas huelgas son las del 25 de febrero, cuando se desató una huelga masiva de transportistas a nivel nacional, o la del día 27 en Sabadell, donde cuarenta mil trabajadores secundaron una huelga política en reivindicación de libertad y democracia, logrando que esta se extendiera a distintos lugares de España.
Días después, el 3 de marzo, tenían lugar los llamados “sucesos de Vitoria”. Cuatro mil trabajadores, encerrados en asamblea en la iglesia de San Francisco de Asís, fueron atacados por la policía. Esta usó gases lacrimógenos y fuego real contra los obreros, a fin de expulsarlos del centro religioso. Como resultado de esa operación murieron cinco personas y más de ciento cincuenta fueron heridas por las balas de goma.
La respuesta de Arias Navarro ante el aumento de la conflictividad social fue aumentar la represión. El 29 de mayo se creaba la Ley Reguladora del Derecho de Reunión, una ley orientada a asegurar la estabilidad nacional y con claros tintes autoritarios. No obstante, el gobernador civil se reservaba el derecho de prohibir las reuniones o denegar las autorizaciones.
Esto supuso el descrédito del Gobierno de Arias Navarro, azotado por la crisis económica y afectado por las numerosas huelgas en todos los sectores productivos. A ello hay que sumar la creación de la Coordinación Democrática (CD) o “Platajunta” el 26 de marzo. Supuso un sólido rival para Arias Navarro. La unificación temporal de la Junta Democrática de España y la Plataforma de Convergencia Democrática permitió aumentar la presión contra el Gobierno y arrinconar al dirigente del Pardo.
Finalmente, el incremento de la actividad antifranquista y el progresivo pero lento auge de grupos terroristas como los GRAPO, FRAP y ETA acabó por dinamitar el Gobierno Arias Navarro. Ante el peligro de la ruptura democrática y el absoluto descrédito del Presidente del Gobierno el rey Juan Carlos, en calidad de jefe de Estado y sucesor oficial de Francisco Franco apostó por forzar la dimisión de Arias Navarro y designar a Adolfo Suárez como Presidente del Gobierno. Se iniciaba así un nuevo periodo en la historia de la Transición.
El ascenso de Adolfo Suárez y la Ley para la Reforma Política
Tal como afirma el historiador Xavier Domènech, los recursos de la oposición antifranquista resultaron capitales para el cambio que se produjo durante el primer semestre de 1976 (Domènech, 2012: 209). El ascenso de Suárez a la presidencia fue una victoria de la oposición y significó la derrota del continuismo franquista, representado en Arias Navarro. A partir de ese momento, por tanto, las cosas irían cambiando. El crecimiento de la actividad terrorista tensó al Gobierno de Suárez y enrareció la situación política, contribuyendo al crecimiento de la represión y esta, a su vez, de la actividad terrorista.
El 18 de julio los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) organizaban atentados a escala nacional con un doble objetivo. Por un lado, se buscaba rechazar la ley de amnistía propuesta por el Gobierno. Según esta, solo podrían ser excarcelados presos sin delitos de sangre. Por otro, se pretendía mostrar rechazo al régimen y contribuir a desestabilizar más aun al Gobierno y provocar su caída.
Los atentados del 18 de julio han sido calificados por Carrillo-Linares (2008: 567) como “una actuación terrorista espectacular, nunca realizada con tanta exactitud anteriormente, y que fue su verdadera presentación pública en sociedad”. Se trataba de unos actos meticulosamente calculados que en el aquel contexto suponían una grave amenaza para el Gobierno de Adolfo Suárez, más aún considerando el auge de la extrema derecha.
Grupos de corte fascista comenzaron a atentar contra las librerías que acogían actos de la izquierda. Fue el caso de la librería Rafael Alberti en Madrid. Esta fue atacada con bloques de hormigón y disparos el 9 de julio de 1976. La motivación fue el haber albergado una firma de libros del cantautor comunista Manuel Gerena en abril, importante figura de la canción protesta. Tras varias amenazas de muerte al propietario, la librería volvería a ser asaltada el 6 de noviembre de ese año. Resultó completamente destruida y calcinada por el fuego tras introducirse gasolina por debajo de la puerta (Sarría Buil, 2009: 123-125).
Transición, conflictividad y constituciones
Pese a todo, el ciclo de actividad terrorista no despegó completamente hasta enero de 1977, con los atentados de Atocha. Estos fueron un momento clave de la Transición. Hasta entonces, el panorama político siguió dominado por la protesta de la oposición. También por el intento de provocar una ruptura democrática y las maniobras de Suárez para asegurar la estabilidad del país. Este, ante el incremento de la conflictividad social durante el verano de 1976 decidió cambiar de rumbo. Tomó la determinación de impulsar una ley que “estableciera las líneas básicas para que el Gobierno redactara la Constitución” (Pérez Áreas, 2008: 355).
En esos momentos se entendía como «Constitución» una reforma de las leyes fundamentales, que cedía gran importancia al rey. Se establecería un sistema bicameral con un senado de 250 miembros, de los cuales 40 se escogerían por designación real. El rey tendría capacidad para seguir eligiendo el Gobierno. Este seguía siendo responsable ante el monarca y no ante el Parlamento (Sánchez-Cuenca, 2014: 175-179). El objetivo era conseguir un vínculo entre el viejo y el nuevo sistema ante los procuradores de las Cortes franquistas. Se buscaba que no solo fuese, sino también pareciese una continuación y no una ruptura.
La oposición respondió reforzando la presión en la calle para impedir una ley que suponía ceder el control del cambio a la dictadura. Es en estos momentos cuando empieza a forjarse el mito del consenso. Este mito, que copa la memoria colectiva de toda una generación, idealiza la Transición. Alude a que tanto los reformistas del régimen como los opositores colaboraron en aras del bien común para sacar adelante las distintas reformas que se fueron planteando desde 1976 hasta 1978.
La realidad fue que la correlación de fuerzas se decantaba hacia el lado de Suárez, pues la oposición no tenía la suficiente fuerza como para derribar al franquismo. De ahí las negociaciones y los pactos a partir de diciembre de 1976. Hasta entonces, Suárez apartó y silenció —todo lo posible y de manera sistemática— a la oposición de la esfera pública. No obstante, necesitaba que la Ley para la Reforma Política fuera aprobada y ratificada en referéndum.
Eso le permitiría consagrarse de cara a la ciudadanía como el iniciador del cambio político. También ungir de legitimación democrática a su Gobierno. En medio de todo ello, también se encontraba la preservación de la estabilidad y el control para evitar situaciones como la de Portugal o Grecia. En ese sentido, mantener un cierto equilibrio entre reformismo democrático y continuación del sistema franquista —simbolizado en la figura del rey Juan Carlos— era vital para evitar la pérdida de apoyos en el ejército.
Este era clave para asegurar la estabilidad del país. Pilar simbólico del régimen, el ejército podía asegurar la nueva democracia o hacerla retroceder hacia el viejo sistema dictatorial. De ahí la constante preocupación de Suárez por evitar que se generase malestar. Ha de tenerse en cuenta que los resultados electorales de 1977 —los 144 escaños cosechados entre PSOE, PCE y el Partido Socialista Popular-Unidad Socialista—provocaron malestar en el seno del ejército (Molinero e Ysàs, 2018: 202).
El último intento de ruptura de la Transición: la huelga del 12 de noviembre
El antifranquismo plantó cara a la pretendida reforma de Suárez creando, en julio de 1976, la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS). Estaba integrada por las Comisiones Obreras (CCOO), la Unión General de Trabajadores (UGT) y la Unión Sindical Obrera (USO). Mediante esta organización sindical de carácter nacional se pretendía impulsar una huelga general el 12 de noviembre. Se organizaba en respuesta a las medidas económicas del Gobierno, que facilitaban el despido y disminuían las prestaciones por desempleo (González Madrid, 2008: 111).
A la vez, se trataba de forzar una ruptura o una salida democrática antes de que Suárez ratificara en Cortes la ley de reforma política. Se tenía el convencimiento de que solo con el restablecimiento de las libertades y con un Gobierno elegido por la ciudadanía podrían tomarse medidas eficaces contra la crisis económica (Sartorius y Sabio, 2007: 115).
La huelga del 12 de noviembre fue el último intento de derribo de la dictadura, el cual acabó en una derrota estrepitosa. Suárez dispuso fuertes medidas de seguridad. Ordenó a los gobernadores civiles de toda España que impidieran a toda costa la realización de manifestaciones ese día. De esa forma se denegaron las solicitudes de manifestación entrantes. Se hizo argumentando que las entidades sindicales peticionarias no tenían existencia legal. Esto, además, suponía afirmar que no disponían de capacidad organizativa fuera de actos ilegales.
Además, allí donde fue necesario se aplicó la violencia para intimidar a las centrales sindicales. No solo las grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao experimentaron la represión gubernamental. Esta fue más allá y se trasladó hasta las pequeñas capitales de provincia como Albacete. Allí, las Fuerzas de Orden Público impidieron la toma de la calle por parte de la oposición (Martín García, 2008: 291).
En definitiva, la huelga mostró tanto la capacidad de movilización de la izquierda política y sindical como sus límites durante estos momentos de la Transición (Molinero, Ysàs, 2018: 274). La represión desplegada y el autoritarismo de la dictadura impidieron una movilización cuya capacidad de derrumbar al franquismo era muy limitada. Suárez salió victorioso de aquel encuentro. Consiguió aprobar la Ley para la Reforma Política el 18 de noviembre de 1976, presentada como una “ley fundamental” más.
Esta ley, en realidad, suponía un “fraude de ley” ya que “no reformaba nada, aunque significaba, con la sola convocatoria de elecciones generales por sufragio universal, el fin del Consejo Nacional y de las Cortes” (Ysàs, 2010: 75-76). De ahí el duro debate entre reformistas y el “búnker”, que se oponía a cualquier desmantelamiento del régimen. Finalmente se aprobó la moción por 425 votos a favor, 59 negativos, 13 abstenciones y 34 ausencias. El franquismo moría y se iniciaba, de manera oficial, la transición a una democracia.
Pocos días después se convocaba un referéndum para que la población apoyara la reforma y, de esa manera, le otorgara legitimidad al proceso. Tras una intensa y corta campaña marcada por la censura del Gobierno a la oposición —que deslegitimaba el proceso por ser un “referéndum sin libertades”—, el día 15 de diciembre se celebró el plebiscito. La coacción gubernamental y el enorme aparato de propaganda estatal dieron sus frutos. El 94,17% votó a favor del sí, un 2,56% a favor del no, el 2,97% prefirió la abstención y un exiguo 0,3% voto nulo. La participación fue del 77,8% y la abstención rozó el 22,27%. En la práctica, esto le permitía a Suárez otorgar legitimidad al proceso de reforma controlada por los dirigentes franquistas.
La oposición, de la ruptura a la reforma
La victoria de Suárez en noviembre de 1976 supuso un replanteamiento de las estrategias del antifranquismo. Desde el momento en que el pueblo español apoyó la reforma de Suárez la oposición se vio obligada a abandonar la idea de ruptura democrática y pasar a impedir que Suárez no diseñara una democracia a medida de la dictadura. Se iniciaba un contexto nuevo en el que la lucha se daría no solo en la calle, sino también en las urnas.
Sin embargo, hasta ese momento el antifranquismo tuvo que batallar todas y cada una de sus libertades. No existía la libre sindicación ni el derecho a huelga, la capacidad de participación de la ciudadanía en sus entornos más inmediatos era prácticamente nula —como ocurría con los agricultores en la planificación anual de las campañas agrícolas, que nunca eran consultados—, seguía habiendo presos políticos en las cárceles, el control estatal de los medios de comunicación era prácticamente total y los partidos seguían ilegalizados.
La matanza de cinco abogados laboralistas pertenecientes a CCOO y al Partido Comunista de España (PCE) por parte de la ultraderecha en Atocha el 24 de enero de 1977 resultó clave en el desarrollo de los meses posteriores. La gran manifestación organizada por los comunistas el día 26 afectó a los planteamientos de Suárez sobre la legalización del Partido Comunista al hacerle ver la enorme capacidad movilizadora de la izquierda (Ysàs, 2010: 49).
Por ello, el 8 de febrero de 1977 se modificaba la Ley de Asociaciones Políticas de 1976 para flexibilizar la inscripción de los partidos políticos. Poco a poco los principales partidos de la izquierda se fueron legalizando, como es el caso del PSOE a finales de febrero. La cuestión comunista resultó mucho más complicada, pues una parte del ejército estaba en contra de la legalización del PCE.
La tensión tras los atentados de Atocha siguió creciendo. Entre enero y julio de 1977 la conflictividad social creció y las huelgas se multiplicaron como consecuencia de la crisis económica. Trabajadores de multitud de sectores comenzaron a movilizarse en reivindicación de mejores salarios y unas condiciones de vida dignas. Las protestas permeabilizaron más allá del tradicional movimiento obrero, o al menos de la imagen arquetípica que se tiene de él.
Impregnaron a sectores como el de la hostelería, el de los agricultores y el campo, la educación y la sanidad. También el sector de las profesiones liberales, también conocidos como “trabajadores de cuello blanco”. Además, las protestas y sus motivos fueron tomando un cariz más político. Incorporaron la reivindicación de la democracia y de la amnistía de los detenidos por motivos políticos.
Todo esto, sumado al contexto de violencia terrorista, conllevó un aumento de la inestabilidad política del país y el malestar del ejército. Este veía con malos ojos la legalización de los comunistas. No obstante, la mediación del rey Juan Carlos posibilitó que el ejército permaneciera sumiso al Gobierno. En aquellos momentos se temía un golpe de Estado militar y la regresión a una dictadura. El Consejo Superior del Ejército emitió un comunicado donde repudiaba la legalización. Acataba, por disciplina, “el hecho consumado en consideración a intereses nacionales de orden superior” (Powell, 2003: 12).
A pesar de todo, la legalización del PCE llegó el 9 de abril, en plena Semana Santa. Fue fruto de la lucha comunista en las calles y de la necesidad de Suárez de legitimar las elecciones generales de 1977. De no haber participado el principal partido opositor de la dictadura franquista, se hubiera deslegitimado gravemente la victoria de la UCD. La legalización, por tanto, se logró a golpe de manifestación.
Sin embargo, supuso a su vez cesiones por parte del PCE. Por ejemplo, que renunciara a reivindicaciones históricas como la República y la bandera tricolor. Por otra parte, una vez legalizado, su capacidad de organización creció. Esto se vio reflejado en un mayor número de manifestaciones y huelgas a manos de las CCOO, fuertemente influenciadas por los comunistas.
La lucha contra el Gobierno reformista continuó durante los meses siguientes. El Real Decreto-ley 17/1977 de 4 de marzo sobre relaciones de trabajo causó muchas quejas y protestas en los trabajadores. Se trataba de un decreto “lleno de ambigüedades, desajustes e incumplimientos legales”. Además, disponía de varios artículos orientados no solo a la actualización de las relaciones laborales. También a asegurar un panorama político-social lo más estable posible de cara a unas futuras elecciones generales (Juliá, 1994: 209).
Por ejemplo, en el artículo siete se establecía la prohibición de la ocupación de los centros de trabajo durante la huelga. En el sexto, la posibilidad de sustituir a los trabajadores por otros ajenos a la empresa, en caso de que no se garantizara “la prestación de los servicios necesarios para la seguridad de las personas y de las cosas […] y cualquier otra atención que fuese precisa para la ulterior reanudación de las tareas de la empresa”.
El campo, la transición y la democracia
La presión de los distintos movimientos sociales obligó a Suárez a promulgar el decreto de libertad sindical —y el fin de la sindicación obligatoria— el 4 de abril. Esto supuso un auge de las asociaciones sindicales afines al antifranquismo. Repercutió especialmente en el campo, donde surgieron numerosos sindicatos y organizaciones profesionales agrarias (OPAS), Estas, no obstante, defendían especialmente los intereses de los agricultores propietarios.
En consecuencia, la mayor libertad sindical se plasmó en una mejor organización del campo. Esta trajo consigo la realización de tractoradas, Consistieron en ocupar los arcenes de la carretera con los vehículos de labranza. Se produjeron varias tractoradas entre 1976 y 1979, las cuales lograron arrastrar a buena cantidad de agricultores. Fueron las más potentes las de 1977, con la concentración de 108.000 tractores que protestaban por los altos precios de los productos agrarios.
Desde 1936: las primeras elecciones generales
Las elecciones generales de junio de 1977 se desarrollaron en medio de este crecimiento de la conflictividad social. En marzo, Suárez aprobaba por decreto una ley electoral que beneficiaba a las zonas con menor presencia demográfica. Era, por tanto, favorable al voto conservador. Además, se excluía a los jóvenes menores de 21 años para las votaciones. Esto reducía más todavía el voto hacia las fuerzas de la izquierda. Una ley electoral formulada, por tanto, para favorecer a las fuerzas procedentes del franquismo (Sabio, 2006:95). Entre ellas, la UCD de Suárez.
Finalmente, tuvieron lugar los comicios el 15 de junio. Se trataba de las primeras elecciones generales en democracia desde las de febrero de 1936. La UCD cosechó buenos resultados gracias a su implantación en el medio rural, logrando el 34,4% de los votos y 165 diputados. El PSOE, segunda fuerza, alcanzó el 29,32% y 118 escaños; el PCE lograba la tercera posición con un 9,33% y 20 diputados y Alianza Popular obtenía 8,21% y 16 representantes. Sin embargo, los partidos republicanos no pudieron presentarse a las elecciones, lo que le restó legitimidad a estos comicios. No obstante la sola participación del PCE, en calidad de principal partido antifranquista, bastó para validar las elecciones de 1977.
La consolidación de la democracia, un tema todavía pendiente
Algunos autores han afirmado que tras las elecciones generales de 1977 la vuelta atrás ya era impensable. Pero lo cierto es que hasta 1982 no puede darse como finalizada la Transición. En 1977 se constituyó el primer parlamento elegido democráticamente desde 1936. Sin embargo, las libertades no fueron alcanzadas de forma plena hasta finales de 1978. Ya ratificada la Constitución Española, se siguieron empleando leyes del periodo franquista para evitar huelgas y manifestaciones. Adolfo Suárez fue adaptándose a las circunstancias abriendo y cerrando la mano en función del momento. Con ello, dificultó la acción de los movimientos vinculados al PCE y facilitando aquellos cercanos al PSOE —como ocurrió con las CCOO y la UGT—.
España había llevado a cabo unas elecciones generales. Iniciaba su definitiva transición hacia un sistema democrático, pero aún no se había consolidado como tal. Todavía quedaba la celebración de elecciones municipales, que no se realizaron hasta 1979. No obstante, Suárez necesitaba de los ayuntamientos para asegurar su proyecto político en el campo. No obstante, estaban aún dominados por franquistas situados en la órbita de UCD.
Faltaban por completar otras cuestiones. Entre ellas, la organización territorial, la creación de una Constitución democrática o el pleno reconocimiento de todos los partidos políticos. También la eliminación de la vieja legislación franquista. No se había dado aún tampoco el relevo institucional en el Gobierno, consistente en que otro partido sin conexiones con la dictadura gobernara el país. Quedaba, por tanto, todavía un largo camino para que la sociedad española conquistara una democracia plena.
Bibliografía
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