En la época antigua, Cartago se convirtió en una de las principales potencias del Mediterráneo gracias al desarrollo de una talasocracia comercial (Molina, 2005: 362). A su vez, Roma hacía lo propio, aumentando sus posesiones, pero también sus lazos comerciales, chocando muchas veces con los ámbitos de control cartagineses. Esto llevó a que ambas potencias, conscientes de la situación, firmasen acuerdos desde épocas tempranas que delimitaran sus ámbitos de control y expansión. Es el caso, por ejemplo, del acuerdo del año 509 a.C. citado en Polibio (III 22, 1-2), el cual no pudo contener el inminente choque fruto de la ambición de ambas potencias: la Primera Guerra Púnica (246-261 a.C.). De este conflicto Roma salió victoriosa, imponiendo unas fuertes indemnizaciones a Cartago.
Para hacer frente a estos enormes dispendios, así como para mejorar su paupérrima situación tras la derrota, Cartago dirigió sus esfuerzos en controlar la Península Ibérica para así explotar sus recursos. Con el paso de los años, consiguió salir airosa de la situación e incluso mejorando, económicamente hablando, respecto a los años anteriores a la contienda. Por ello, ambas potencias, de nuevo, se vieron obligadas a firmar un nuevo tratado debido, otra vez, al choque de intereses. Es el conocido como Tratado del Ebro (Plb. II 13,7), el cual, supuestamente, fue violado por Aníbal tras el asedio y toma de Arse/Sagunto en el año 218 a.C., un hecho no exento de debate que la historiografía alemana ha acuñado con el término de Kriegschuldfrage y sobre el cual no nos inmiscuiremos en estas líneas.
La respuesta de Roma no se hizo esperar, desembarcando en Emporion, la colonia comercial griega actualmente conocida como Ampurias, en ese mismo año. La Segunda Guerra Púnica había comenzado. Se inicia así un cruento choque armado en el cual Roma, en esta parte del Mediterráneo, pretendía frenar el avance y la amenaza púnica desgastando desde la Península Ibérica la retaguardia del contingente dirigido por Aníbal, dispuesto a cruzar los Alpes y llegar a la mismísima potencia del Tíber.
En un principio, Roma no tenía ninguna intención de conquista de la Península, por lo que llevó a cabo una política de relaciones entre las élites iberas para así ganarse su favor y poder hacer frente al enemigo cartaginés, como por ejemplo ocurrió tras la liberación de Sagunto (Liv. XXII 22, 6). Ya con Publio Cornelio Escipión el futuro Africanus en el territorio, los avances militares fueron contundentes, tomando importantes centros púnicos como Qart Hadasht (actual Cartagena), y expulsando de la Península a los cartagineses en el año 206 a.C. Según Livio (XXVI 41, 6), Publio Cornelio afirmaba que “por la bondad de los dioses nos preparamos y ponemos manos a la obra no para quedarnos en Hispania sino para que no se queden los cartagineses”, unas palabras que, como sabemos, no iban a cumplirse, pues Roma llegó para quedarse.
Comenzaba así el proceso de conquista de la Península Ibérica. Un hecho derivado de las pretensiones de Roma, pues veían en la Península una gran oportunidad para enriquecerse rápidamente, ya sea explotando sus recursos o mediante la rapiña y el sometimiento de sus gentes, como por ejemplo los íberos. De este modo, y sin seguir un patrón de actuación preestablecido por la potencia del Tíber, se decide en el año 197 a.C. llevar a cabo su provincialización, dividiendo el territorio en dos provincias, la Ulterior, administrada desde Corduba, y la Citerior, administrada desde Tarraco (Liv. XXXII 28, 1-2).
A pesar de ello, la rapiña seguía siendo la principal fuente de enriquecimiento de las autoridades. Un hecho que, sumado a la propia presencia romana y el proceso de conquista, vinculado al aparato militar romano y sus acciones violentas, dio como resultado un levantamiento generalizado ibero en el año 195 a.C., totalmente sofocado por las dos legiones y quince mil aliados enviados por Roma liderados por Marco Porcio Catón (Liv. XXXIII43), quien llevó a cabo una política de intimidación, obligando a las ciudades iberas a desprenderse de sus muros o abandonar sus poblaciones fuertemente defendidas y ubicadas en alto, conocidas como oppida.
Desde este momento, la voluntad de Roma era simple: controlar los territorios sometidos, explotarlos económicamente, aumentar sus dominios y defenderlos. Los dos primeros se llevaron a cabo, mientras que sobre el tercero y cuarto se estrellaron los esfuerzos de Roma en las conocidas guerras celtibéricas y los enfrentamientos con los lusitanos (Roldan, 1998: 320s).
El proceso de conquista fue lento, pero poco a poco Roma consiguió adueñarse de casi la totalidad de la Península Ibérica, o lo que ellos conocían como Hispania. Un territorio repleto de pueblos y culturas muy diversas como por ejemplo los íberos o los celtas, quienes también jugaron un papel fundamental en todo este proceso.
La conquista romana y el término “romanización”
Tradicionalmente se ha considerado todo este proceso de conquista como lineal, en el cual los autóctonos, habitantes de la Península, abandonaron sus características para así adoptar las romanas en un lapso de tiempo relativamente corto y de una forma homogénea en todo el territorio. Gracias a ello, los considerados como “bárbaros” pudieron acceder a la civilización, un aporte realizado por Roma del cual se desprende el término “romanización” en tanto que es Roma, con su clara superioridad moral y civilizatoria, la que acerca a estas gentes ingenuas su cultura, vinculada a la humanitas, es decir, aquello que entendían como la razón, superioridad moral y cultural frente al resto.
Sin embargo, y gracias a nuevos enfoques y puntos de vista, en la actualidad se consideran totalmente desfasados este tipo de planteamientos, vinculados a una historiografía tradicional y positivista que guarda una estrecha relación con la época de su surgimiento, esto es el siglo XIX. Un periodo muy específico en el cual el imperialismo y el colonialismo están en completo auge, de modo que las subjetividades propias de naciones como la británica o la francesa, quienes se veían como superiores respecto a las sociedades colonizadas (Le Roux, 2011: 58-59), juegan un papel importante en la interpretación del pasado, viendo el proceso de conquista como algo positivo, donde un agente superior civiliza un territorio incivilizado. Estamos, pues, ante un concepto, el de “romanización”, con claros tintes eurocentristas y nacionalistas, de superioridad de una cultura respecto al resto, a los «otros”, considerados como inferiores.
Esta interpretación del proceso de conquista romano, totalmente errónea, se debió a tres cuestiones: la utilización del pasado para justificar el presente imperialista del XIX, a las subjetividades propias de los historiadores, que miraron al pasado desde sus propias mentalidades y, por último, a la interpretación literal de las fuentes primarias romanas, desatendiendo a actores principales en todo este proceso, como por ejemplo los íberos, a quienes les privaron su condición de sujetos históricos por el mismo hecho que lo hicieron los romanos en su momento, por considerarlos inferiores respecto a la cultura romana, y por tanto, occidental.
Pero entonces, ¿cómo explicamos el proceso de conquista romano? ¿Es apropiado el término “romanización” en la actualidad?
Las nuevas visiones y postulados respecto al proceso de conquista romano
Así las cosas, y gracias a las nuevas corrientes historiográficas, a las investigaciones de importantes historiadores e historiadoras, así como a las más actuales excavaciones arqueológicas, podemos afirmar que el proceso de conquista romano no fue lineal, rápido, homogéneo y exento de una gran complejidad, como tradicionalmente se ha defendido, sino que fue realmente largo, heterogéneo, pleno de matices y diferencias fruto de las propias diferencias de los pueblos autóctonos, así como del medio geográfico.
El término y los postulados tradicionales entendieron y defendieron desde un primer momento la visión de culturas autóctonas, como por ejemplo la íbera, unidas políticamente, lo cual favoreció el proceso de conquista dado que Roma encontró a pueblos unidos, fáciles de conquistar. Por el contrario, la realidad nos muestra que estas afirmaciones son realmente simplistas y erróneas, pues, como sabemos, lo que conocemos como Cultura Íbera era todo un conglomerado de pueblos que compartían unas características y una lengua más o menos comunes, pero que para nada actuaban como una entidad política unida, un pueblo (Quixal, 2015).
En este sentido, la creación de dos polos opuestos en todo este proceso, esto es autóctonos versus romanos, no tiene ningún sustento razonable, ya que no hay culturas puras, todas están ligadas a influencias mediterráneas y particularidades (Mattingly, 2010; Jiménez, 2010), por lo que entender la conquista como la “victoria” de una cultura sobre otra no es acertado. Tras todo este proceso, y en base a las influencias entre unos y otros, se dieron paso a espacios intermedios, a hibridaciones culturales donde tanto unos como otros aportaron aspectos culturales.
Olvidémonos de los discursos que hablan de una cultura totalmente romana tras la conquista de la Península y optemos por hablar de la cultura iberorromana, donde tanto pueblos autóctonos y romanos jugaron un papel fundamental, dando así voz a los tradicionalmente olvidados, los pueblos autóctonos. Sin embargo, tampoco debemos de olvidar que la cultura romana fue la dominante en todo este proceso dada sus intencionalidades imperialistas y de control, sobre todo a partir de la era de Augusto (Le Roux, 2011: 60-62), por lo que es obvio que su propia cultura se impuso paulatinamente, en un lapso de tiempo muy amplio, y en un juego de relaciones en el que las propias élites íberas tuvieron un papel fundamental como receptoras de la cultura latina, símbolo de prestigio y objeto de riquezas.
Dicho todo esto, está claro que el término “romanización” no es el más adecuado, pues obvia de este proceso a una parte importantísima, a las culturas autóctonas. Pese a ello, y entendiendo que está muy fijado en la historiografía e imaginario popular, se podría utilizar siempre y cuando se tengan en cuenta los conceptos anteriormente defendidos, es decir, entender la “romanización” en base a su gran complejidad, su larga duración, su enorme heterogeneidad y, como no, otorgarle el peso que merecen a los pueblos autóctonos, agentes principales en todo ello.
Llegados a este punto, siempre habrán gentes que al oír estos nuevos postulados defenderán que las fuentes romanas, las primarias, no dicen lo mismo y, por tanto, son totalmente erróneas nuestras afirmaciones. Veamos cómo tratan las fuentes romanas el proceso de conquista de la Península y, como no, la respuesta que daremos a los defensores acérrimos de ellas.
La conquista romana en sus contemporáneos y autores clásicos
El proceso de conquista fue ampliamente reseñado por contemporáneos y autores posteriores, principalmente por esa atracción de los romanos hacia la guerra, algo paradójico, puesto que este gran ligamen hacia las luchas y conflictos armados deja de lado todo un amplio proceso, el de los contactos e interacción entre culturas, que realmente es el que nos interesa para entender la “romanización”. Además, no olvidemos que las únicas fuentes escritas de ese momento pertenecen a la parte dominadora, a los romanos, no habiendo nada de la parte dominada, por lo que la subjetividad es obvia, a lo que debemos de sumar su mentalidad, de superioridad respecto a los “otros”, así como el carácter propagandístico que tan presente está en la mayoría de los relatos romanos, ensalzando siempre las virtudes de una cultura que, plena de ellas, también lo estaba de defectos.
Un ejemplo de ello lo vemos en Estrabón (III 2, 15), quien habla de la conquista de pueblos íberos como los Turdetanos desde una visión totalmente simplista y subjetiva, defendiendo que “les vino a los Turdetanos la civilización y la organización política”, así como su adopción total de la cultura romana, afirmando que “poco les falta para ser todos romanos”. Ni los Turdetanos eran incivilizados ni tampoco adoptaron de pleno la cultura latina, por lo que la subjetividad y la superioridad moral con la que escribe su relato Estrabón es más que clara, muy alejado, pues, de la realidad histórica.
En la mayoría de los relatos sobre este proceso, ya no solo en la Península sino en cualquier zona conquistada, se desprende la noción de Roma como agente civilizatorio, superior al resto, pero también la de sumisión de los autóctonos respecto al Estado romano, como por ejemplo leemos en Plinio:
“Sé bien que se me puede considerar de ánimo desagradecido y débil por nombrar, como por azar y de paso, una tierra que es criatura y a la vez madre de todo el mundo, elegida por voluntad de los dioses para hacer el cielo mismo más luminoso, congregar imperios antes esparcidos, educar los hábitos sociales y, con la comunidad de lengua, llevar a entendimiento a gentes de hablas tan diferentes y salvajes y aportar la civilización al género humano: en una palabra, a que fuera una sola en todo el orbe la patria del conjunto de las naciones”. (Plin. HN, III 5, 39)
Esta es tónica habitual en la mayoría de los relatos contemporáneos y de autores clásicos romanos, totalmente influenciados por su visión filoromana y su concepción del mundo tan subjetiva, en la que Roma era entendida como una especie de suerte, de bendición de los dioses portadora de la civilización y de los más importantes avances al mundo, un lugar repleto de gentes ignorantes e incivilizadas, que una vez toman contacto con Roma consiguen adquirir la civilización y salir de su oscuridad.
Como fuentes primarias que son, se presentan como una fuente principal de conocimiento, clave en el estudio de la historia, pero también es clave la tarea del propio historiador, quien debe de analizarlas y escudriñar la realidad histórica que hay tras de sí, sin dejar de lado ningún postulado, pues las propias subjetividades nos permiten conocer la mentalidad de la época en la que se escribe, así como la propia del autor, importantísima en todo ello.
De este modo, sí, responderemos a los que defiendan la visión de estas fuentes respecto a la conquista romana que así aparece escrito en ellas, que la “romanización” fue simple y rápida, donde Roma portó la civilización a los “bárbaros”, a los incivilizados. Pero también les diremos que estamos ante planteamientos subjetivos, influenciados por sus propias mentalidades y vinculaciones con el Estado romano, dirigidos en su mayoría a ensalzar las virtudes del Estado a modo de justificación política respecto a las conquistas, un proceso repleto de actos injustificados como la muerte y la destrucción que debían sustentar de algún modo ante la opinión pública.
Es por ello por lo que, por último, les diremos que es tarea del historiador tratar estas fuentes, analizarlas y extraer de ellas la máxima información posible sobre el proceso, a lo cual debemos de sumarle la información que nos aportan otros campos, como por ejemplo la arqueología o la sociología. La historia no es una rama única, sino multidisciplinar, repleta de puntos de vista, componiendo así un relato lo más fiel posible a la realidad histórica, y no basándose solo en una única fuente, un hecho que, como vemos, rompe con la realidad y lleva a conclusiones precipitadas, alejadas del proceso histórico.
Al igual que hicieron los británicos o franceses en el siglo XIX con la composición de los relatos respecto a la romanización, totalmente influenciados por su momento y nacionalismos, pasó en Roma respecto al mismo tema. Esta subjetividad es la que el historiador debe de erradicar, intentando analizar los procesos con perspectiva y con ojo crítico. Ojalá esto se consiga de una vez por todas, una historia sin presentismos, sin usos de la historia para fines políticos o difusores de una cierta identidad.
Ojalá erradicar el concepto tradicional de “romanización”, ya no solo del imaginario popular, sino también de los libros de texto, películas, series, etc. Desgraciadamente, sigue muy presente, difundiendo una idea errónea que no hace más que ensalzar a una cultura sobre otra. Esto mismo, de algún modo, está bajo problemas mucho más amplios y problemáticos, sobre todo hoy en día, como es la alteridad de grupos y culturas, principalmente las ajenas a Europa, consideradas como “inferiores” en base a un paralelismo respecto a la “superioridad” occidental, fruto, como no, de las virtudes de Grecia y Roma frente a la oscuridad e incivilización de los “bárbaros”, los “otros”. Los olvidados.
Bibliografía
- Jiménez, A. (2010). Reproducing difference: Mimesis and colonialism in Roman Hispania. En B. Knapp y P. Van Dommelen (eds.): Material Connections: Mobility, materiality and Mediterranean Identities. Routledge, London and New York, pp. 38-63.
- Le Roux, P. P. (2011). La toge et les armes. Rome entre Meditéranée et Océan. Paris. Presses universitaires de Rennes.
- Mattingly, D. (2010). Cultural Crossovers: Global and Local Identities in the Classical World. En S. Hales y T. Hodos (eds.): Material Culture and Social Identities in the Ancient World. Cambridge University Press, Cambridge, pp. 283-295.
- Molina, J. (2005). Implantación y desarrollo de la República romana. En F.J. Fernández Nieto (coord.): Historia Antigua de Grecia y Roma. Tirant lo Blanch: Valencia
- Quixal, D. (2015). La Meseta de Requena-Utiel (Valencia) entre los siglos II a.C. y II d.C. La romanización del territorio ibérico de Kelin. Diputación de Valencia, servicio de investigación prehistórica del museo de Prehistoria de Valencia. Serie de trabajos varios, N.º 118.
- Roldan, L. (1998). Elementos artísticos y culturales en la etapa final de la Cultura Ibérica. Revista de Estudios Ibéricos, 3. Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, pp. 71-108.