La problemática sobre el siglo XIX y su hecho religioso particular es un tema extremadamente interesante. En un siglo tan cambiante y dinámico como el decimonónico tendría poco sentido intentar describir pormenorizadamente el catolicismo mediterráneo, la ortodoxia de la Rusia de los zares y los conglomerados protestantes. No podría hacerse de forma adecuada en un solo artículo. Pero sí que es tentador aproximarnos a ello, describir una serie de hechos y cuestiones históricas donde la religión juegue un papel esencial y analizarlo.
Concretamente, trataremos tres cuestiones capitales para el devenir de aquella Europa que comenzaba a caminar por la vía del desarrollo económico y la revolución industrial. En este artículo exploraremos algunas tesis filosóficas que relacionan religión y capitalismo, como es el caso de Weber. Además, veremos cómo un movimiento nacido en Clapham, de carácter religioso, decidió que la injusticia de la esclavitud debía acabarse en una sociedad que consideraban tan sumamente sofisticada como la victoriana, y sus métodos serán de lo más innovadores. En último lugar, exploraremos la adaptación del Vaticano al sistema liberal, cómo el Papa resistirá hasta lo inimaginable en la Santa Sede, en una época sin tanto poder como antaño frente a los nuevos cultos decimonónicos.
Religión, capitalismo y los Rothschild
Es especialmente conocida la tesis de Weber (1902) que muestra en la Ética protestante y el espíritu del capitalismo. En dicha obra, pretende responder a la pregunta de cómo en algunas regiones de idiosincrasia y acervo cultural parecido, algunas zonas se habían convertido en centros industriales y otras seguían ancladas en el sector primario, unas más ricas y otras más pobres . Se preguntaba, por ejemplo, cómo el “espíritu emprendedor” (en términos actuales) había llegado a ser tan fuerte en Manchester, ciudad industrial por antonomasia, o tan pobre en Irlanda, si bien en muchos casos las tierras, en esta zona, eran propiedad mayormente de terratenientes protestantes.
¿Cómo dos islas de geografía tan parecida, clima tan similar, e historia en muchos casos común, podían tener niveles de desarrollo industrial tan dispares? ¿Cómo era posible que Alemania tuviese regiones tan sumamente desarrolladas en lo industrial como Prusia-Brandemburgo y otras tan poco como Westfalia? Weber explicará que la gran diferencia está en el espíritu de las religiones que dominaban en las diferentes regiones.
El protestantismo hacía que uno entrase en el cielo por su fe, y no por sus buenas obras. Esto hace que no haya confesión y se elimina, por tanto, el sentimiento de culpa. Para él esto implicaba, además, que pudiesen acumular dinero o hacer la usura (los préstamos están claramente prohibidos en las Sagradas Escrituras). En resumen, que fomentaría el espíritu capitalista. Pero Weber no se queda ahí, va mucho más allá. Acierta de pleno en que hay una serie de workalcoholics (Ferguson, Economía europea 1815-1914), es decir, adictos al trabajo, que tejen el conglomerado industrial.
Se trataría de un espíritu capitalista en el que se considera el trabajo como fin en sí mismo más que como medio. El trabajo por el trabajo, el dinero ganado para ganar más dinero, pero en ningún caso para hacer ostentación de él. Weber, en esta obra, habla de la entrada del ascetismo cristiano en el que un protestante reflexivo gana más gracias a evitar el placer de forma rigurosa. Al final la conducta racional descrita por el sociólogo no sería racional, debido a que el hombre viviría por sus negocios (o, mejor dicho, por la rectitud que concedía el trabajo), no para el hombre. No para su felicidad (Weber, 1902).
Es cierto que en muchas regiones protestantes se experimentó un gran desarrollo industrial. Pero no es menos cierto que hubo y habría grandes zonas católicas con una fuerte economía capitalista. Sin ir más lejos en Alemania los bávaros, siendo un reino católico, se industrializaron antes que los prusianos, y eso que históricamente los de Berlín habían sido un estado más poderoso.
Siguiendo la misma lógica, Valonia estaba industrializada antes que Flandes. También el norte de Francia, Cataluña, País Vasco, Véneto y Piamonte… Eran muchas las regiones europeas católicas que claramente habían logrado un alto nivel de industrialización. Desde un punto de vista histórico y desde nuestra perspectiva, el análisis de Weber deja bastantes flecos sueltos.
Incluso fue rebatible para un sociólogo compañero y maestro suyo, Werner Sombart (1913), el cual rebatió a Weber con un análisis al que se le ha dado menos importancia. Explica que el catolicismo es tan favorable al capitalismo desde un punto de vista filosófico como el protestantismo. Argumenta, desde una perspectiva histórica, sobre como las primeras empresas funcionaron en Florencia. Florencia sustituye a sus oligarcas germanos por burgueses humanistas como los Médici, y mediante negocios y diplomacia anticipan el mundo moderno. Habla también de que durante el siglo XVI lo que actualmente es España tuvo empresas en Toledo, Sevilla y Barcelona, Portugal en Lisboa. Sin embargo, será el XVII su decadencia (Sombart, 1913).
Ya en la disección puramente filosófica se pone de relieve que el tomismo (el sistema teológico y filosófico de Santo Tomás de Aquino) tiene como idea central la racionalización de la vida: la eterna y divina ley terrena y natural de la razón, regula los sentidos y las pasiones, encaminándolos hacia fines racionales. Así que todo lo que contravenga la ley de la razón será pecado, incluyendo tendencias concupiscentes como la lujuria, la gula y el despilfarre, que tendrán raíz común. Esto hace completamente superfluo el espíritu calvinista de la contención ante los placeres irracionales de la vida. Ya había una filosofía entre los católicos de ora et labora, de trabajo y contención. No se puede hablar por tanto de la innovación del amor a la creación de riqueza desmedida. La ociosidad ya era la fuente de todo vicio para Tomás de Aquino.
La virtud económica básica es la liberalitas, que no es más que “administración recta y juiciosa, ordenación de la economía doméstica, que nos enseña a hacer un buen uso de la riqueza” (Sombart, 1913, pág. 21). Esto es algo clave pues la concepción del ahorro no pasa a ser una virtud protestante sino en su origen católica. Es decir, contravenía totalmente las tesis de Weber. Pero yendo más allá, el tomismo es favorable también por un valor como es la “honestidad”. Y al final la honestidad es un valor útil para el burgués (McCloskey, 2006), pues sin ella nadie en el mercado podría confiar en esa persona.
La honestidad en esta época casi siempre, además, va unida a la religión pues es dios quien juzga. En definitiva, se extrae que la relación religión-capitalismo no es causal ni directa. En Italia, tanto Milán como la Campania eran católicas. Sin embargo, muchas naciones utilizaron la supuesta superioridad del pensamiento protestante para imponerse unas a otras.
Surge también esa ética “de buen burgués adicto al trabajo” en muchas familias hebreas. Probablemente ninguno destacase tanto como Nathan Rothschild (1777-1836) (Ferguson, Economía europea 1815-1914). Nacido en un gueto de Frankfurt, tuvo una importancia clave en el desarrollo del capitalismo junto con su familia. Dijo Heine de él que, si un nuevo Dios llamado dinero había llegado, Nathan Rothschild era su profeta (Ferguson, 2009). Destacaba por su manejo de las finanzas, se le llegó a comparar con Napoleón en su oficio. Cuando Napoleón volvió de la campaña de Rusia y fue derrotado, Nathan Rothschild iría haciendo negocios comprando bonos europeos en jugadas atrevidas. Esos bonos retribuían dinero si aumentaban de valor las empresas en las que invirtió. Ya había hecho grandes inversiones en Manchester, y decidió financiar la campaña de Wellington.
No es descabellado decir que fue algo completamente calculado, pues Napoleón tenía menos tropas, ejército más novato, un país que estaba agotado de revoluciones y guerras y enfrente toda Europa. Nápoles, su único posible aliado, había sido vencido por completo antes. Al no financiar la campaña, esperaba recuperar los beneficios por miles. Pero la derrota fue demasiado rápida precisamente debido a esos factores que ya hemos enumerado. Rothschild se vio con una ingente cantidad de dinero líquido que no valía para nada ya, pues no le había dado tiempo a Wellington a gastarlo (Ferguson, 2012). Así que decidió invertir en comprar bonos del estado, jugada que le salió bien al haber acabado la guerra.
Si continuamos reflexionando entre la relación entre religión y sistemas económicos, podemos mencionar el caso curioso es el del Imperio Otomano. Aunque desde el XVII estaba en retroceso, nunca le dio demasiada importancia a la innovación. Pero aun con un antiguo tratado de comercio con Francia y refugiados políticos varios instalados en las costas, hicieron que prosperase la industria en Beirut, Tesalónica (Kitsikis, 1989) y otras ciudades. No obstante, hay que mencionar que se trataba de ciudades de mayoría cristiana y ortodoxa, respectivamente. Es decir, tampoco el islam ni el judaísmo suponían un escollo para el desarrollo del capitalismo industrial, que estaría ligado a otras cuestiones además de las culturales.
Como conclusión constatar que sorprende que las archiconocidas tesis de Weber no hayan sido ya más que abandonadas. Si bien es verdad que en el ámbito académico están rebatidas, a menudo parece que gozan de una cierta popularidad a nivel más divulgativo, particularmente en el ámbito anglosajón.
Secta de Clapham: el Imperio Victoriano y el fin de la esclavitud
Todavía hoy en Estados Unidos se utiliza el término wasp para calificar a la clase media-alta blanca. Es decir, white anglo-saxon protestant. Es importante que remarquemos ese uso final del término religioso, que alude a luteranos, calvinistas, evangélicos, metodistas… Esta última rama, desde un pueblo llamado Clapham (Londres), cambiaría el Imperio Británico, y por ende el mundo.
La Secta de Clapman fue un grupo abolicionista de la esclavitud nacido a finales del siglo XVIII. El nombre de la Secta de Clapham es un sobrenombre peyorativo asignado grupo, que se reunía en esta localidad situada al sur de Londres, siendo también apodados “The Saints” (Cox, 2008). William Willberforce, hijo de un rico burgués y un orador fuera de lo común encabezó el movimiento junto a Zachary Macaulay. Este último había estado ocupándose de plantaciones de esclavos en Jamaica, si bien “le enfermaba” ver a diario los continuos abusos que se cometían sobre los negros (Ferguson, 2011).
Ya entonces había grandes objeciones a la trata de esclavos. Adam Smith había dicho que era más rentable el trabajo de un hombre libre, si bien el factor económico no es el más relevante en el fenómeno de la esclavitud humana. Las doctrinas bíblicas influyeron en esta corriente abolicionista: “Todo cuando queráis que os hagan los hombres hacédselo también a ellos” (Mateo 7:12). Diversos sectores sociales, en general, comenzaban a mostrarse contrarios a la esclavitud.
Esto implicó que muchos cuáqueros (una sociedad religiosa nacida a mediados del siglo XVII basada en el propósito de revivir el cristianismo en su forma más primitiva) se pusiesen en contra de la esclavitud. Thomas Clarke, anglicano, ayudó financieramente y fundó la Sociedad Contra la Trata de Eslavos. En esta oposición a la esclavitud subyace una cuestión religiosa ineludible. Wilberforce escribía en su diario: «Dios Todopoderoso me ha encomendado dos grandes objetivos, la supresión del comercio de esclavos y la reforma de nuestros estilos de vida» (Cox, 2008: 96).
William Pitt, que fue Primer Ministro veinte años atrás, dio un importante apoyo político a estos abolicionistas. Si bien en este caso no era un hombre de grandes convicciones morales sí que es cierto que, como él mismo reconocía, Wilberforce era su guía espiritual. Este, a su vez se había quedado impresionado por John Newton. Newton había sido, durante muchos años, capitán de barcos negreros. Sin embargo, tras experimentar una tormenta en el mismo, se arrepintió y tomó los hábitos. Su pasado, no obstante, remarcaba las posturas abolicionistas. Enfrente tenían a la Compañía de Indias (cuya denominación y configuración fueron cambiando desde su nacimiento en 1599), cuyo poder era impresionante. Además, estaba el lobby esclavista de Liverpool, que era muy influyente en la Cámara de los Lores. De hecho, en 1792 se suspendió una ley aprobada por los Comunes para eliminar la esclavitud de forma progresiva.
El hecho religioso fue un elemento importante en todo el proceso abolicionista, que tanto peso tuvo en Inglaterra. El debate sobre los derechos de las personas vino, en bastantes ocasiones, marcado por las creencias, tanto entre los detractores como entre quienes se posicionaron a favor de la esclavitud.
La presencia de argumentos religiosos en el debate sobre los derechos de las personas no era nuevo, no obstante. Siglos antes, podemos ponerlo en relación con Bartolomé de las Casas, quien defendió que la población indígena tenía alma. Tener alma les hacía humanos a ojos de Dios y, por tanto, no podían ser tratados como animales. Es decir, ya entonces la religión tuvo una clara implicación en quienes se posicionaron contra el esclavismo.
El ser humano se había amparado en la religión para usar como objetos a otros seres humanos, ya sea justificándolo, en ausencia de algo tan cristiano como el alma (el animus latino nada tenía que ver); o en una cuestión civilizatoria en la que la religión tuvo un papel protagonista. No obstante, se desprecian otras confesiones, muy especialmente las tribales ligadas a la etnia africana e india. Estas cuestiones son muy relevantes en la historia actual, porque son las consideradas la base del derecho internacional y los derechos humanos, con toda su controversia (Tierney, 1997).
Sin embargo, a finales del siglo XVIII y durante las primeras décadas del XIX, estaba claro que contra la influencia de la Compañía de Indias era muy difícil luchar, menos aún en planos económico y político. Sin embargo, las tesis abolicionistas de la Secta de Clapham y el abolicionismo en general contaron con la ayuda de personalidades como Samuel Taylor Coleridge, poeta y filósofo, o de empresarios como Wedgewood (familia propietaria, desde 1759, de una industria cerámica).
La propaganda, la capacidad de alegar a lo emocional o sacudir las ideas de la sociedad británica fueron sus principales armas. Un tercio de los hombres de Manchester firmaron una petición contra la esclavitud (Ferguson, 2011). Lo cierto es que sorprende el gran apoyo popular que tuvo la iniciativa, explicable sobre todo gracias a los distintos grupos religiosos y al uso de la propaganda.
Como resultado, en 1807 se prohibió el tráfico de esclavos, lo cual hizo bajar en las Indias Occidentales el número de éstos. En 1833 se dio el golpe definitivo, cuando se ilegalizó por completo la esclavitud en todo territorio británico. Los esclavos en el Caribe serían liberados y se les otorgaría compensación a sus propietarios (Thomas, 1998).
Por otra parte, para explicar el final de la esclavitud no pueden tenerse en cuenta parámetros únicamente económicos, pues, en realidad, las tesis de que la esclavitud no era rentable están superadas para algunos autores (Johnsson, 2014). A pesar de ello, se abole la esclavitud. Surge en ese momento un movimiento que toma como base, además de cambios en el pensamiento y la economía, la indignación popular, el clamor por una política británica más ética y, en algunos casos, más acorde a valores cristianos (Ferguson, 2011). Y desde luego que ocurriría. Esto choca bastante con cierta idea preconcebida de la sociedad anglosajona como una comunidad basada única y exclusivamente en la productividad como insinúan algunos autores (Roca Barea, 2018).
Esto se hace efectivo cuando de forma privada -y pública en menor medida- se sufraga Freetown, en Sierra Leona. Jamaicanos, afroamericanos, africanos y antillanos poblaron esta ciudad africana, que nació con la denominación de Nova Scotia en 1792 y que terminó convirtiéndose en un espacio de lo que hoy llamaríamos multiculturalidad. A menudo provenían de barcos portugueses, españoles o franceses que fueron obligados a dejar su «mercancía» por la Royal Navy. Otros muchos llegaron ya liberados, como colonos.
No solo eso: la Secta de Clapham cambiaría el modelo del Imperio Británico. Los valores cristianos influyeron en el avance de la sociedad británica en cierta medida. Fueron un punto de apoyo relevante para la abolición de la esclavitud. Esto, de fondo, trastocó la concepción que desde el Imperio Británico se tenía sobre su propia economía, sobre el funcionamiento de su mercado o de su gobierno.
Podría haber sido el detonante de la exportación del libre comercio, el imperio de la ley, la propiedad privada y el liberalismo. El interés por abrir África, por conectarla con Asia, las nuevas rutas de comunicación y el concepto de gobierno ético serán cuestiones que provoquen cambios sociales muy profundos (Thomas, 1998). En cierta medida, cabe preguntarse hasta qué punto son los valores religiosos cristianos los que conducen a este sistema.
Todos estos cambios, desde luego, tuvieron su parte negativa, si bien es difícil sopesar estas cuestiones sin caer en presentismos ni juzgar el pasado una moralidad más propia del presente. Sin embargo, es necesario mencionar que el imperialismo británico, por ejemplo, fue fuente de continuos conflictos en Asia. En la India las continuas prohibiciones de los misioneros herederos de Clapham a determinadas costumbres hindúes trajeron consigo bastantes problemas. Todos estos choques a nivel social, económico, político o económico al final generaron conflictos como la rebelión de una casta, la de los cipayos (Hutchins, 1967). En este caso, el conflicto estalló por motivos religiosos, precisamente.
Es decir, la construcción de un nuevo mundo trajo problemas tanto a ingleses como a otras culturas, aunque los principales perjudicados no fueron los británicos. Los misioneros religiosos eran mal recibidos por los gobernadores y militares que gobernaban el subcontinente. Pero eso no detendría a los incansables misioneros de aquel tiempo de su intención de extender la fe y la “civilización” (entendida en el sentido más decimonónico del término) por todo el mundo. Livingston es un buen ejemplo de ello, además de haber luchado por la abolición de la esclavitud.
El problema es que, para extender estos valores, tanto los seculares como los espirituales, habrían de enfrentarse a un receptor generalmente hostil, como es lógico. Los cipayos seguían queriendo mantener sus tradiciones. Los maoríes llegaron a asesinar brutalmente a misioneros. Y, por ejemplo, China se negaría en principio a comerciar con el opio. Así que la Royal Navy, el ejército colonial y otros instrumentos sirvieron para dinamitar esos obstáculos y abrir ciertos caminos. Por otra parte, leído desde una óptica actual, conviene preguntarse si esto fue necesario o no (Eldenstein, 1994).
Y, más allá de su necesariedad, se abren debates en un sentido material, ético, moral, económico, político… El tema ha suscitado, sin duda, grandes debates que debemos seguir repensando. Sobre todo, en un contexto como el actual en el que el movimiento Black Lives Matter ha derribado varias estatuas dedicadas a personajes históricos estrechamente relacionados con el fenómeno de la esclavitud.
Merece además un análisis importante a nivel sociológico el cómo la religión, incluso tratándose de diferentes confesiones, sirvió para unir a tan heterogéneo grupo de personas. Los argumentos religiosos contra la esclavitud fueron numerosos. No debe olvidarse, en ningún caso, que se trataba de sociedades profundamente sacralizadas. En el caso británico, Inglaterra era tan conservadora como innovadora. El hecho de que no fuese una sociedad revolucionaria como la francesa (Ortega y Gasset, 1929) no implica que su sociedad estuviese anquilosada, como la de la Rusia del XIX.
De todo ello, en cierto modo, se puede extraer que el avance, leído en términos liberales, no tiene por qué ir ligado a la destrucción ni, necesariamente, a un proceso revolucionario. A los esclavistas de Liverpool nadie les cortó la cabeza como ocurrió en París con los nobles y los contrarrevolucionarios. Simplemente, se vieron forzados a dedicarse al comercio de jabón. Tampoco hubo necesidad alguna de asaltar la Torre de Londres para que los parlamentarios aprobasen la abolición de la trata en 1807. El mundo nuevo fue cambiando sin necesidad de destruir el antiguo.
Pío IX, la Unificación Italiana y la renovación de León XIII
La Iglesia Católica como institución política siempre fue a un ritmo de renovación diferente al del resto de países. Lo cierto es que los Estados Pontificios tuvieron una extensión considerable para el panorama italiano. Y la verdad es que, pese a la sacudida que había supuesto la Revolución Francesa, con el Congreso de Viena y la Restauración tenían la vana ilusión de que todo volviera a ser como antes. Lo cual, evidentemente, no sería así. Tarde o temprano estas situaciones de choque de ideas, todas esas tensiones sociales y políticas estallarían, y ocurrió eso durante 1848 por toda Europa. Y el país alpino no fue una excepción.
Italia tenía el caso particular (aunque existen similitudes con el caso alemán) de buscar un sueño de independencia y unificación respecto a otros países liberales con las aspiraciones del liberalismo clásico como los franceses. Es algo que puede observarse en los manifiestos de independencia en distintos estados italianos. No fue, en todo caso, un movimiento totalmente homogéneo ni universal. Hubo ciertos movimientos de guerrilla en Nápoles que se opusieron a la unificación tras la conquista de Garibaldi.
Centrándonos en el papa Pío IX, en principio fue un papa reformista. En 1846 instauró una cámara parlamentaria elegida por sufragio censitario, que se denominó La Consulta (Clark, 1993). Además, liberó a multitud de presos por delitos políticos, siendo muy aplaudido por los liberales. En su contexto, parecía que una Iglesia distinta estaba a punto de comenzar (De Cesarea, 1909).
Esto, finalmente, fue imposible. Para empezar, las revoluciones de 1848 y la Primera Guerra de Indepedendencia Italiana hicieron que muchos estados como el Reino de Nápoles o los propios Estados Papales tuvieran que enviar tropas al norte, contra los austriacos.
Tras las revueltas de marzo de 1848, conocidas como las Cinco jornadas de Milán, los venecianos también se unieron contra el dominio austriaco. Carlos Alberto de Saboya, rey de Cerdeña (1831-1849), había proclamado la libertad de Italia respecto al dominio austríaco que este ejercía, especialmente en Milán. No obstante, Milán se levantó de forma autónoma. En la ciudad llegaron a primar los republicanos sobre los monárquicos.
Tras iniciarse las revueltas, Carlos Alberto declaró la guerra a los austriacos, aun con la desconfianza de algunos demócratas, que destacaban en Milán. Sin embargo, la entrada en la guerra de Milán despertó entusiasmo en toda la actual Italia. Por ello, miles de voluntarios apoyaron a las tropas de Carlos Alberto. Se unieron, como se mencionaba, a las tropas del Gran Ducado de Toscana, del reino de Nápoles y también del Estado Pontificio. En su caso, reclutó también voluntarios y envió dos divisiones Carlos Alberto envió hombres y, temporalmente, acabó por anexionar la zona. Levantó un ejército de 17.000 hombres y lo envió a Reino Lombardo-Véneto, bajo soberanía austriaca (Martín Guzmán, 2012).
No obstante, las tropas papales apenas alcanzaron el frente. Además, Carlos Alberto hizo mal uso de sus tropas, ni siquiera contó con los campesinos de la región, y fue derrotado por el ejército austriaco. Los austriacos estuvieron contra las cuerdas, pero Joseph Radetzky, que en estos momentos tenía más de 70 años pero ejercía como mariscal pudo revertir la situación. Lo hizo, además, con unas tropas bastante disminuidas. La realidad subyacente era que Carlos Alberto no deseaba que sus tropas se mezclasen mucho con los republicanos, que como se menciona, destacaban en la zona. La Batalla de Custoza fue la culminación de esta campaña (Martín Guzmán, 2012).
Tras la batalla de Custoza se desataron grandes protestas por toda Italia. El movimiento de libertad e independencia tomaría carices republicanos. Los republicanos se extendieron por el centro y el sur de la Península Itálica, mientras que en el norte, la monarquía sarda acabó retirándose del conflicto.
En septiembre de 1848, Pío IX desveló sus planes de unificar Italia en una federación bajo su autoridad suprema, con forma de estado teocrático, prácticamente. Era algo ampliamente conocido. Fue relevante, sobre todo desde el punto de vista político, a pesar de que, en la campaña de Custoza, las tropas papales apenas rebasaron la frontera de los Estados Pontificios.
El asesinato de Pellegrino Rossi, su primer ministro, a manos de un joven miembro de una sociedad secreta desencadenó los hechos. No obstante, Rossi era partidario de la unificación italiana y trató de aplicar un sistema de fiscalidad más moderno a Roma, en el que el clero también aportase al erario público. Tras de sí se escondía un programa de reformas liberales moderadas que, sin embargo, no llegó a ponerse en marcha.
Junto con una revuelta liberal de corte antipapal (que no anticlerical), fueron los motivos que empujaron al Papa a exiliarse de Roma a Gaeta. No fue un caso exclusivo, pero desde luego que fue significante de un cambio de ciclo. Y es que los tiempos donde solo la palabra del Papa bastaba para que el pueblo no se rebelase habían terminado. La realidad es que el imperativo moral había cambiado, como explicaremos al final.
Dos años después, vuelve Pío IX apoyado por las tropas de Luis Napoleón y de María Cristina de Borbón. Sin embargo, los republicanos ya se habían ganado el apoyo popular debido al carisma de Garibaldi y la habilidad política de Mazzini (Martín Guzmán, 2012). No obstante, entre ambos existieron ciertas tensiones y disensiones políticas bastante considerables. Este último había respetado los ministros de la Iglesia fundando la República de Roma, sin dejar que se disparase el sentimiento anticlerical.
De este modo, se ganó a muchos sectores episcopales para su causa. Es decir, lo que había sido una revuelta anticlerical en un clima muy específico bajo unas condiciones difícilmente repetibles cristalizaría en algo más. La República Romana, a pesar de ser efímera, había logrado causar un gran recuerdo en los italianos de los Estados Pontificios (Clark, 1993).
Las imágenes mentales de Garibaldi luchando heroicamente contra las tropas franco-españolas (si bien las tropas españolas no alcanzaron Roma como tal) o la mesura de Mazzini al intentar unir el Antiguo y el Nuevo Régimen (aplicando nuevas corrientes como el liberalismo o nacionalismo, pero respetando antiguas instituciones como la nobleza o la monarquía) habían hecho mella en la memoria colectiva de la población. Y este proyecto atacaba directamente a la autoridad política de los Estados Pontificios. Es decir, el poder político al que la Iglesia había ostentado estaba amenazado por nuevas formas de legitimidad.
El 13 de abril de 1850 entró entre tropas extranjeras como buen soberano no deseado, Pío IX. No volvió a hacer concesión alguna a los súbditos que, a su parecer, no habían demostrado ser fiables. Concretamente, restituyó el Guetto donde se confinaba a los hebreos. Actuaría con mucha dureza sobre cualquier manifestación republicana en sus dominios, aprovechando que las tropas de Francia estaban de su lado. Aunque también tuvo alguna decisión más laxa, como permitir en 1854 la reconciliación de la Iglesia con los Países Bajos e Inglaterra, donde los católicos pudieron instalar ya sus diócesis.
En 1864 se publica la encíclica Quanta cura, en la que Pío IX condena la libertad de cultos y el reconocimiento del reino de Italia. Se publica también el Syllabus. El Syllabus errorum complectens praecipuos nostrae aetatis errores («Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo») es un listado de ochenta puntos publicado por la Santa Sede en paralelo a la encíclica mencionada. En él, se recopilan en forma de proposiciones positivas los errores cometidos por las políticas liberales.
Por ejemplo, en su sexto punto, entre los Errores tocantes a la sociedad civil considerada en sí misma o en sus relaciones con la Iglesia expone que: XXXIX. El Estado, como origen y fuente de todos los derechos, goza de cierto derecho completamente ilimitado. Por lo tanto, es un error pensar que el estado es fuente de todos los derechos, siendo esta, realmente, la Iglesia.
Se trata de un texto en el que condenará en primer lugar el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo de cualquier clase, proclamará la incompatibilidad de la fe y la razón. En segundo que el Estado, sea cual sea su naturaleza está obligado a caminar un paso atrás respecto a la Iglesia. La moral eclesiástica será siempre superior. Es decir, condena la separación entre Iglesia y Estado. La separación entre el poder político y el eclesiástico es una cuestión en la que se reafirmarán y ante la que se mostraron abiertamente a favor abiertamente el liberalismo, el socialismo y el laicismo. Y, además, la Iglesia condena como error la libertad de culto, pensamiento, imprenta y conciencia (De Cesarea, 1909).
Por debajo de todo ello subyacía, de forma muy evidente, el pensamiento de que ni el «progreso», entendido en términos de la época, ni la cultura moderna son buenos ni aceptables para la moral cristiana. Es decir, censuraba todas aquellas cuestiones a las que la irrupción del sistema liberal había abierto la puerta.
El Syllabus fue redactado, entre otros, por el filósofo español Juan Donoso Cortés, ideólogo e influencia de distintas culturas políticas de la derecha española. No obstante, el propio Syllabus tuvo una importancia clave en los últimos años de reinado de Isabel II. Se convirtió en el corpus ideológico de la derecha más reaccionaria en España. Los neocatólicos lo adoptaron como dogma ideológico, centrándose su actuación en política en dos ejes concretos: el rechazo al liberalismo y la defensa de una política católica.
Esto repercutió en la política exterior isabelina de estos momentos, pues la reina se encontraba rodeada de una camarilla ministerial conformada por políticos neocatólicos. El Syllabus llegó a España en un momento en que las diferencias entre neo-católicos y liberales se acrecentaban a pasos agigantados. La fractura entre aquellos partidarios del reconocimiento de la Italia de Víctor Manuel como Estado y aquellos más intransigentes y cercanos a los dogmas político-religiosos aumentaba. Y, lógicamente, el reconocimiento de la Italia liberal provocó que los neocatólicos del gobierno de Isabel II se alejasen de ella para acercarse a otras posiciones.
Sin embargo, plantearse revertir los efectos de las revoluciones liberales tan avanzado el siglo XIX era prácticamente una locura, al menos en este contexto geográfico. Diferente es el caso de, por ejemplo, Rusia, donde no se había dado un fenómeno similar. Sin embargo, en Europa occidental, incluso en los países católicos que habían ayudado al Papa a sentarse en el trono de San Pedro, el liberalismo había ganado, o al menos, cogido mucha fuerza. El catolicismo liberal, tan ilusionado al principio de su pontificado, quedaba ahora completamente fuera de sitio. La propia Iglesia que querían reformar les había traicionado con unas tesis anacrónicas y que no tenían futuro. Y es que es en ese momento donde se pone de manifiesto el gran problema del papado: el anacronismo. Como dijo en su día Luis Napoleón: “el Papa no es de este siglo”.
Aun así, son interesantes la tesis de Pío IX, ya que se basan, como se mencionaba, en las del filósofo ultraconservador Juan Donoso Cortés. Donoso Cortés. El Papa afirmaba que la Ilustración había errado por completo en sus planteamientos (Schmitt, Politische Theologie, 1922). Para ello, se apoyaba en las predicciones erróneas sobre la separación del estado y la Iglesia de Jefferson o Voltaire. Se apoyaba también en las Guerras Revolucionarias, el Terror y las Guerras Napoleónicas y sus sangrías continuas, que harían que Francia no se recuperase demográficamente hasta 1900. Desde su perspectiva, en la España natal de Donoso, el levantamiento de Riego solo había servido para interrumpir la lucha contra el independentismo americano.
Donoso Cortés no solo afirmaba eso. También explicaba que el tiempo de los poderes antiguos como las monarquías se había acabado. Consideraba un error del Papa no darse cuenta de la condición de poder antiguo, que su argumento de tradición se quedase débil. Finalmente, el pensador conservador aclara que debe haber dictaduras que contengan al liberalismo con un ejército fuerte y disciplina férrea. El problema de Pío IX es que no tenía ni lo uno ni lo otro, su ejército no era demasiado fuerte y se perdió en campañas del Norte de Italia. Así que al final Donoso Cortés no fue escuchado del todo.
Pero es importante observar el cambio de poderes fácticos en Italia durante el siglo XIX. La religión había sido un jarabe para que casi cualquier enfermedad levantisca fuese tranquilizada en siglos anteriores. Pero no se podía ignorar que, en el XVIII, por toda Europa en mayor o menor medida, habían surgido corrientes de opinión laicas (Darnton, 1991). Es decir, los continuos debates en torno a corrientes alternativas como el jansenismo o en torno a la propia la Contrarreforma habían alejado al alto clero de la realidad social. Y la Iglesia, sin poder social, corría el riesgo de quedarse sin poder en absoluto. Esa brecha de opinión al margen de la Iglesia, desprestigiada por las guerras del XVI y XVII, triunfa incluso en Italia.
Para explicar ese cambio de poderes en las que los cantos gregorianos son silenciados por el Fratelli d’ Italia, podemos hacer referencia, por ejemplo, al filósofo ultraconservador Carl Schmitt. Él hace una interesante interpretación de estos hechos. Según el filósofo alemán la realidad histórica filosófica va acompañada de la política, y sus elementos conductores más relevantes son cambiantes. Así pues, en el siglo XVI será la religión (auge del luteranismo, Contrarreforma, etc.), en el XVII la mentalidad racional cartesiana (Revolución de la Gloriosa, modernización de los estados y ejércitos europeos, política de equilibrio contra Luis XIV) y en el XVIII la ética ilustrada.
Sin embargo, en el XIX sería cuando cambiase todo, pues el Estado sustituiría a la religión, que hasta entonces había tenido un gran papel. Y explica el Estado como idea de Dios. El Estado será Dios en tanto recibirá la adoración de las personas, el súbdito por entrar al cielo (ser ciudadano) hará cualquier cosa (Schmitt, 1922).
El evangelio era sustituido por las constituciones, y el milagro sería el equivalente al Decreto Ley. La magia de la religión se convierte en algo no menos mágico, el estado nación como híbrido técnico–económico que solucionaría los problemas, convertidos en simples legisladores y no en políticos, mediante soluciones técnicas y estrictamente burocráticas. Es decir, por mucho que un estado gobierne a base de decreto, como los franceses durante la Revolución, su sociedad no siempre cambia al ritmo al que lo hace su legislación. Robespierre intentará cambiarla, pero no por ello acabará con el catolicismo, ni con los rebeldes. Para ello deberá dejar de negar la política, es decir, usar el poder del estado contra el enemigo. Y es que en muchos sentidos los jacobinos transformaron Francia.
Así pues, al no tener León IX nada que ofrecer en el ámbito político, ni el núcleo nacional por el que los europeos suspiraban, ni un ejército fuerte que instaurase una dictadura, se vio forzado a ver como Víctor Emanuel de Saboya conquistaba sus territorios paso a paso (Bolonia, Rávena… y finalmente, Roma).
En 1870, tras la declaración de guerra a Napoleón III contra los prusianos, las tropas francesas de Roma regresaron a su país natal, completando con ello la Unificación Italiana. Las tropas del rey entrarían en Roma, proclamando así el reino de Italia. Finalmente, los italianos tenían un estado-nación. ¿Qué tenían tanto Víctor Emanuel como Garibaldi para ofrecer? El estado nación, el liberalismo, habilidad política y fuerza para expulsar al enemigo común, el cual Carl Schmitt afirmaría que debía ser el que uniese a la sociedad (Schmitt, 1932).
La sociedad italiana en este caso estaba unida contra sus sempiternos enemigos, los austríacos. Estos habían hecho que gente de los teocráticos Estados Pontificios, el conservador Reino de Nápoles, e incluso los republicanos camisas rojas de Garibaldi se uniesen contra el enemigo común. Es cierto que desde un punto de vista puramente histórico la unidad se debió a la grandeza de Garibaldi al querer evitar una guerra civil entre republicanos y monárquicos. Pero no es menos cierto que el estado-nación se había convertido en la nueva fe del siglo XIX.
¿Qué era la presencia de tropas españolas en una Roma que hacía no demasiado había despreciado su gobierno liberal? Una guerra de prestigio, de engrandecimiento de la imagen del estado. Como lo sería en muchos aspectos la carrera colonial, soldados entusiastas por ir a morir por intereses que no son los suyos (oligarquías coloniales) mientras muchas élites intelectuales lo celebraban. Nada que no hubiese sucedido por otra parte en el Antiguo Régimen con guerras de conquista o de religión.
Y es que si la Iglesia prosperó después y no se encaminó a su absoluta desaparición como institución fue gracias a la Rerum Novarum de León XIII, que tuvo cierto carácter social. En él condenaba excesos del capitalismo y el socialismo, hablaba de los Derechos Sagrados de los Trabajadores y ponía a la Iglesia en su siglo correspondiente, juzgando las situaciones sociales y, de algún modo, amparando a los obreros, pero sin atacar las estructuras industriales.
León XIII, además, aceptaba los progresos del liberalismo en el apartado ideológico, como la libertad de conciencia, de culto, etcétera. Toda esa condena que había hecho Pío IX quedaba invalidada. Si bien hay que tener en cuenta que la cuestión territorial no se resuelve hasta Letrán en 1929, ya en tiempos de Mussolini. Quizá no haya ningún papa infalible
El XIX y la religión: conclusiones
Como hemos visto el dinamismo de este siglo es algo notorio, y su heterogeneidad no lo es menos. En lugares tan dispares de Europa como Italia o Inglaterra la religión se vivirá de forma muy distinta. Y comprendemos las distintas esferas de la misma tanto en el aspecto sociológico (Secta de Clapham), en el económico (tesis de Weber) y el político (Pío IX y sus maniobras para mantenerse en el poder). Además, se observa como esos tres fenómenos religiosos enseñan las realidades particulares de sus lugares de origen.
En el caso británico vemos que lo que antes era una sociedad que admiraba a piratas como Morgan y Francis Drake desarrollaría una ética muy particular, la victoriana. Esta querrá hacer del mundo un lugar mejor aboliendo la esclavitud, y tratando de hacer a los pueblos que domina más civilizados (tal y como se entendía en la época). Entendemos así que esta ética tan arraigada en tesis evangélicas y anglicanas, aunque a veces mejore la vida de las personas (abolición), también puede justificar el imperialismo en pos de la civilización. Se convierte en un arma de doble filo.
Y junto al imperialismo observamos que la religión tiene una influencia enorme en el capitalismo. Es interesante rebatir las tesis de Weber desde un punto de vista historiográfico y desde la sociología contemporánea al mismo tiempo. Pero también cabe preguntarse si tienen razón tanto él como Sombart en que para el desarrollo del capitalismo tanto el catolicismo como el protestantismo son óptimos. Y aquí cabría realizar un examen económico actual en el que preguntarse si países capitalistas fuera del marco occidental, como podrían ser Singapur y Corea del Sur (dos ejemplos de capitalismo actual exitoso) se han desarrollado gracias a su europeización, o simplemente es que hablamos de supuestos demasiado eurocéntricos. Surgen apasionantes preguntas respecto a este debate.
Y por último vemos como en el Mediterráneo se acaba una era para dar paso a la siguiente en muchos sentidos. Pío IX intentará mantenerse en el poder con los instrumentos de sus predecesores en el cargo, como el ejército pontífice, las amenazas de excomunión o las encíclicas. Todo será inútil, pues la religión ha dejado de ser el móvil central, para serlo el nacionalismo. Es decir, Italia se impone a los Estados Pontificios al ser un proyecto más moderno, hijo de su tiempo, que responde a las necesidades de unos súbditos que quieren ser ciudadanos. Pero hay un cambio más allá, y es que a Pío IX le sucede León XIII. Él dará un giro a la política de dominio sobre la península, para tratar de centrarse en ayudar a los más desfavorecidos de esa sociedad que cambiaba a ritmos agigantados. Una nueva era había comenzado.
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