La prostitución ha tenido tratamientos muy distintos a lo largo de la Historia. Como fenómeno, ha cambiado con el trascurso de la propia Historia. Ha sido implementada en diversas religiones como una parte importante de las mismas, mientras que otras culturas han planteado o conseguido abolirla. Hoy os hablamos de la prostitución en la Antigua Roma, donde la prostitución se convirtió para los romanos en un «mal necesario».

Este mal necesario encadenó a miles de mujeres (y en menor medida hombres) a una vida de miseria, infamia y enfermedad. Paralelamente, la figura de la prostituta se convirtió en una figura de transgresión, ya que rompió con los cánones impuestos hasta el momento. De hecho, para algunos autores, la prostituta se convirtió necesariamente en una figura dotada de virilidad.

Sin embargo, pese a lo que pudiera parecer, entender la prostitución en Roma es algo muy problemático. En primer lugar porque existen muy pocas fuentes. En segundo lugar, porque estas fuentes son generalmente literarias y su interpretación es muy variada.

Sea como fuere, será mejor no empezar la casa por el tejado, y arrancar con lo que la etimología de la palabra puede aportar para entender el fenómeno de la prostitución romana.

Fresco de Pompeya (S. I) "Acto de amor en el Nilo"
Fresco de Pompeya (S. I) «Acto de amor en el Nilo»

La meretrix como eje central de la prostitución romana

La prostituta romana era conocida como meretrix, palabra que se cree que proviene del verbo mereo, que literalmente significa «ganar» o «cobrar». De aquí se pueden extraer las primeras interpretaciones, ya que la hetaira o pornê griega se cree que estaba cercana al significado de «vender» (Flemming, 1999: 40). Por lo tanto, en este primer punto se atiende a que el oficio se considera una transacción económica que te permite ganar algo. En este caso, dinero. Así, algunos autores han señalado que esto podría indicar que la prostitución romana se ha malinterpretado y que realmente estaba mucho mejor vista de lo que se creía (Flemming, 1999: 41). Nada más lejos de la realidad.

Había varias maneras de acabar ejerciendo la prostitución. El primer caso y más común era a través de la esclavitud (Knapp, 2011). Las descripciones que nos llegan de las fuentes clásicas sobre las mujeres que habitaban los prostíbulos en régimen de esclavitud son bastante duros, sobre todo leídos en términos de hoy en día.

Desechos escuálidos, sucios y enfermos que se sostienen de pie, casi desnudos, delante de su celda mugrienta, cuya entrada apenas tapa un resto de cortina. Algunas de estas meretriculae son conocidas por sus especialidades: cularae, empleando diversos procedimientos, se ofrecen así al celo del cliente “per anum” (Plaut., Trin., v. 242-255 en Montalbán López, 2016).

Así, vemos como las mujeres eran hacinadas en insulae (algo similar a los edificios de pisos de hoy en día) y eran prostituidas durante todo el día recibiendo a tantos clientes como el tiempo permitiera. Estaban sometidas a malos tratos, violencia sexual y enfermedades de transmisión sexual. A cambio, al ser esclavas, recibían lo suficiente para subsistir. Es decir, alimento y todo aquello que cubriera sus necesidades básicas.

Hay que tener cuidado a la hora de entender la prostitución de las esclavas como algo que solo afectaba a las clases bajas. Las mujeres podían caer en la esclavitud de muchas maneras, entre ellas, siendo raptadas y vendidas como esclavas. Algo que ocurría con cierta normalidad en sus viajes por el Mediterráneo. Allí, había mujeres «de buena virtud» que eran capturadas por piratas y estos las vendían directamente a los burdeles (Dio. Or. 7-133). Este mercado era amplio y ofrecía pingües beneficios.

La siguiente forma de acceder a la prostitución era a través de la familia. En caso de que el padre de familia enfermara gravemente o muriera, muchas hijas acababan ejerciendo la prostitución por imposición de su propia familia o motu proprio para intentar mantenerlos (Flemming, 1999: 41). Esto muestra el nivel de miseria al que muchas familias tenían qué hacer frente, ya que en ocasiones no les quedaba más remedio para sobrevivir. Estas niñas y niños recibirán prácticamente el mismo trato que si fueran esclavos, llegando a unas condiciones igual de paupérrimas que las esclavas. Los proxenetas de los hijos eran llamados por los códigos jurídicos como patres lenones (CTh 15.8.2).

Sexo y prostitución en uno de los frescos de Pompeya (S. I d. C.)

No obstante, con la llegada del cristianismo al Imperio, esta situación dejó de tener respaldos. Por ello, la legislación de la época (CTh 15.8.2) permitió que los hijos prostituidos pudieran huir de casa. Automáticamente pasaban a ser considerados como emancipados a ojos del Estado y podían iniciar una nueva vida. Los jóvenes emancipados tenían un futuro incierto, pero al menos eran sujetos legales de puro derecho sin necesidad de estar supeditados a los patres familias.

En ambos casos aparecía la figura del «proxeneta» o «chulo», que en Roma recibía el nombre de leno si era un hombre o lena si era una mujer. Esta figura era muy asimilable a la que todavía existe hoy en día. Su labor era lucrarse a través del trabajo de las prostitutas, ofreciendo protección y las instalaciones (aunque no siempre) para que se llevaran a cabo las actividades sexuales. Las arcas imperiales gravaban el trabajo de las prostitutas, así que los lenos eran los encargados de pagar los impuestos (Suet. Calig. 40) que rondaban el 10% del total de ingresos mensuales.

Hasta este momento se observan casos en los que hay una doble explotación, por parte de un proxeneta en primer lugar, y después por parte del cliente. A pesar de ello, también había mujeres independientes y libres que decidían ejercer la prostitución. Eran las que estaban sometidas a menores presiones pero su vida tampoco era especialmente fácil. En primer lugar, porque se veían acosadas por los recaudadores de impuestos, los cuales también exigían que las prostitutas independientes pagaran su parte al erario imperial (Manzano Chinchilla: 2010). Tampoco contaban con la protección de un hombre, así que en muchos casos era muy fácil que acabaran siendo agredidas por sus clientes. En estas circunstancias, muchas veces acababan pagando por su propia seguridad a hombres que hacían las veces de guardaespaldas.

Dentro de estas prostitutas había distintas categorías. Estaban las que hacían la calle como tal y las de alta categoría. Estas últimas podían amasar bastante dinero durante su ciclo laboral y a veces establecían «contratos» con clientes que podían durar desde horas hasta años (Montalbán López, 2016: 161).

Esto les otorgaba cierta estabilidad. De hecho, el trato a estas prostitutas era totalmente diferente, incluso recibían apelativos distintos, ya que sus clientes las llamaban amicae o delicatae. Pese a ello, no hay que confundir a las prostitutas de alto nivel con las concubinas. Una concubina era una mujer que mantenía una relación extramatrimonial estable con un hombre. Una prostituta podía ser concubina, pero no era necesario que una concubina fuera prostituta. Un caso de ello es Pipa, quien para algunos fue una concubina de Galieno. Esta era una princesa bárbara que había tomado como tal para establecer una alianza matrimonial con un caudillo bárbaro.

El nivel adquisitivo de las prostitutas también las dividía por distintas zonas de ocupación en la ciudad. Las más ricas se encontraban en el Aventino, donde algunas vivían con bastantes lujos. Por ejemplo, una de las más famosas era Larentia, la cual dejó una gran fortuna tras su muerte.

Un trío en una barcaza supuestamente en el Nilo. Fresco de Pompeya, S I d. C.

En cambio, las prostitutas esclavas o que eran consideradas de «baja categoría» solían frecuentar los peores barrios de la urbe tiberina. Así, Trastévere o Velabro eran los barrios donde confluían las prostitutas para ofrecer sus servicios. Estos barrios eran considerados muy peligrosos, por lo que aventurarse en ellos sin una buena escolta cuando caía la noche era realmente arriesgado (Montalbán López 2016: 161). Aunque peor que estos barrios era el de Subura, que era el más pobre de todos y donde las meretrices recibían el nombre de meretriculae de forma despectiva al ser las más baratas de todas las prostitutas de la ciudad.

Ahora bien, su área de influencia no se limitaba simplemente a estas zonas, sino que también podían verse en gran número en las zonas de ocio, como teatros, anfiteatros, circos (Amm. 28, 4, 9), termas, posadas o tabernas. Normalmente, las prostitutas se disponían en las entradas, porque era muy habitual que después o antes de la función los clientes estuvieran interesados en sus servicios. De hecho, Cicerón no duda en identificar a las actrices como prostitutas y explicar que pueden ser violadas:

“Dicen que tú y un grupo de jóvenes violasteis a una actriz en la ciudad de Atina, pero ese hecho es un derecho antiguo cuando se refiere a actores, especialmente en lugares remotos” (Cic., Plan, 30).

Esto muestra claramente cuál es el nivel de consideración en el que se tenía a las prostitutas y a las actrices. Su estatus jurídico no les permitía ser personas completas. No obstante, precisamente esta situación permitió que se convirtieran en una figura capaz de transgredir las normas existentes.

La prostitución a nivel jurídico y sus consecuencias

Un sátiro y una ninfa teniendo sexo en un fresco de Pompeya (S. I d.C.)
Un sátiro y una ninfa teniendo sexo en un fresco de Pompeya (S. I d.C.)

Catón el Censor (234-149 a. C.) señaló en su momento algo que parece ilustrar la concepción de las prostitutas en el mundo romano. Para él, las prostitutas eran un mal necesario. Salvaguardaba la virtud de las mujeres romanas, que deberían mantenerse puras para sus maridos. Asimismo, mientras las prostitutas cargaban con la mácula de la infamia, el hombre que usaba el servicio no tenía ninguna mala consideración a nivel social, ya que era mejor eso que acosar a una mujer romana virtuosa.

Para esto hay que entender los roles de género romanos, que son distintos a como los concebimos hoy en día. Una mujer completa, es decir, una romana, era aquella que cumplía con el rígido corpus moral de las matronas. Es decir, las madres romanas cuya misión es traer al mundo nuevos ciudadanos romanos. El ideal de la matrona romana se cumplía rara vez, pero precisamente por ello es por lo que se consideraba un ideal: era lo que tenían en mente los sociedad romana sobre cómo debían ser las mujeres. Por ello, es natural que Catón el Viejo, defensor del mos maiorum (aquellas costumbres que los ciudadanos romanos debían cumplir por ser la tradición) viera positivamente la prostitución con tal de librar a la matrona del estigma de la falta de pudicitia (la virtud sexual femenina).

En la otra banda encontramos al hombre romano, aquel que debe velar y dirigir la familia. Estos también estaban sometidos a un estricto código de conducta. Los roles de género también operaban sobre los hombres, evidentemente. Y, en este caso, no incluían ningún tipo de mácula social por hacer uso de los servicios de las prostitutas. Mantener relaciones con prostitutas se veía como un mal menor, algo inevitable en la propia naturaleza masculina. Por esto mismo, aunque relativamente reprochable, no era algo que horrorizara a la sociedad. Es más, con las prostitutas podían llevar a cabo sus «desviaciones» o fetiches sin que esto fuera reprochado. Un ejemplo de este caso es el sexo oral, algo que los romanos consideraban una pérdida de tiempo y un desperdicio. Al ser algo considerado como «desviado» de la moral, con una matrona no estaba bien visto practicarlo, pero sí con una prostituta.

Como en cualquier cuestión sexual, estas reglas de comportamiento solo responden a lo ideal dentro de la sociedad romana. Lo que ocurriera dentro de la domus luego quedaba a discreción de cada matrimonio y de las relaciones que tuvieran realmente entre sí. Además, como es de esperar, la moral romana va evolucionando. No es lo mismo la moral de los tiempos de Catón el Viejo que en la de Augusto o en época cristiana. De hecho, en época cristiana las mujeres van a gozar de una mayor igualdad jurídica en general. Las normas morales, evidentemente, cambian a lo largo de un periodo tan largo. Por tanto, es normal que la moral se relaje o se vuelva más estricta dependiendo del periodo de la historia de Roma que se trate.

En cuestión legislativa, va a ser en tiempos de Augusto (ss. I a. C. – I d. C.) donde se van a pergeñar las primeras leyes claras sobre la prostitución. En tiempos del primer emperador el mos maiorum parecía haber caído en el olvido. Augusto intentó llevar a cabo un giro conservador que lo recuperase. Para ello, se reguló la situación de las prostitutas en la «Lex Iulia et Papia Poppea», una ley que dejaba a la prostituta como un objeto útil pero que no se encontraba completa como sujeto jurídico. Este mismo código, entiende que la prostituta es quae corpore quaestum facit. Es decir, aquella que vive de su cuerpo.

Según esta ley, la mujer prostituta era un mal necesario, algo odiado y oneroso pero que, a la vez, ejercía una labor necesaria. Así, el código a partir de este momento considera a las trabajadoras sexuales como turpes, es decir, prácticamente las acusa de ser incompletas o deficientes. De hecho algunos autores insistirán en que por mucho que la situación económica sea mala en la familia, no existe una excusa para caer en semejante turpissima vita que ser unas «viciosas».

Esto se basa en su falta de pudicitia. En consecuencia, no podían emitir testamento ni recibirlo hasta que abandonaran la prostitución, así como también tenían totalmente prohibido contraer matrimonio. A cambio, no era ilegal para ellas el estupro, es decir, cometer relaciones sexuales fuera del matrimonio. Consumir prostitución tampoco penalizaba a los varones. A cambio, la mujer caía en la infamia y todos sus derechos quedaban disminuidos hasta que abandonase la profesión. El leno también veía estos derechos restringidos ya que también eran considerados infames al dedicarse a algo que era considerado una degeneración.

Varias décadas después, en el año 40 d. C., como se ha explicado, el gobierno de Calígula empezó a recaudar el 10% de los ingresos de las prostitutas a modo de impuesto. Una carga impositiva realmente alta para la época y se recaudaba incluso en territorios con mayor autonomía como Egipto.

Esta situación sumía a la gran mayoría de las prostitutas en una total desprotección legal tanto para ella como para sus más que posibles descendientes. Además, el ciclo durante el cual una mujer puede ejercer la prostitución no es tan dilatado como en otros trabajos. El reducirlas a objetos útiles por parte de la legislación hace que cuando su periodo de «utilidad» terminaba quedasen totalmente abandonadas. 

Una de las imágenes sexuales más recurrentes de Pompeya en su contexto arqueológico. (S. I d. C.)

La virilización de la prostitución

Pese a todo esto, las mujeres se convertían en una figura de transgresión tanto en el arte como en la vida diaria. El hecho de que el canon estricto no se cerniera sobre ellas como si sobre otras mujeres hacía que fuera mucho más fácil su expresión. Así, las prostitutas con mayor capacidad adquisitiva contaban con una mayor libertad que una matrona romana.

En el nivel sexual podían permitirse hacer lo que quisieran sin que ello supusiera una -mayor- estigmatización de su figura. Estas mujeres podían practicar y recibir sexo oral y anal sin que fueran mal vistas por ello (Manzano, 2012: 31). Al fin y al cabo ya eran mal vistas por el mero hecho de ser prostitutas.

No obstante, en el plano social, también podían obtener ciertas prebendas por su condición. Eso sí, aquellas mujeres que ofrecían sus servicios de manera independiente y de forma lujosa, ya que realmente el resto no podían permitírselo. En resumidas cuentas, la prostituta podía relacionarse con los hombres como una más, convirtiéndose así en lo que ha llegado a considerarse como una no-mujer (Manzano, 2012: 32). Al final, que su propia condición legal negase que eran mujeres, permitía precisamente que pudieran huir del encorsetado canon de lo que debería ser una mujer romana. En consecuencia, podían ir a banquetes públicos, beber vino, o incluso participar en conversaciones masculinas.

Este modelo transgresor no hay que confundirlo en ningún momento con que lo tuvieran más fácil que las mujeres que no ejercían la prostitución. Es más bien una forma de demostrar que los roles de género se podían subvertir incluso en una sociedad en la que eran realmente estancos.

Conclusiones

Como se ha podido observar, la prostitución era un oficio realmente duro, árido y con escasas garantías para aquellas mujeres que la ejercían. La prostituta no era más que un mal necesario según esa sociedad, por lo que quedaba reducida a una posición de objeto útil al que había que asistir cuando era necesario, pero que resultaba desagradable en cualquier otra circunstancia.

La mayoría de las prostitutas vivían hacinadas y eran utilizadas durante largas jornadas saciando así el apetito sexual de sus compradores y el apetito económico de sus lenos. Practicamente todas eran esclavas, y las que no lo eran, vivían en condiciones de semiesclavitud. Solo unas pocas pudieron escapar de una situación de pobreza endémica.

Estas tuvieron facilidades a la hora de afrontar la vida e incluso lograron ser un modelo de transgresión de los cánones sexuales romanos. La mujer romana, vista como matrona, tenía negado el acceso a los espacios masculinos. Esto era algo que las prostitutas de más elevado rango pudieron permitirse. La gran mayoría de las prostitutas no tenía esta suerte, sino que la explotación era doble sistemáticamente y sus perspectivas de vida muy limitadas.

Bibliografía

  • Flemming, R. (1999). «Quae corpore quaestum facit: the sexual economy of female prostitution in the roman empire» The Journal of Roman Studies, (Vol, 89): 38-61
  • Knapp, R. C. (2011) «Invisible Romans: Prostitutes, outlaws, slaves, gladiators, ordinary men and women that history forgot», Profile Books.
  • Manzano Chinchilla, G. (2010). “Las identificaciones sociales de la prostituta en la literatura romana”. SALDVIE, (10): 149-158.
  • Montalbán López, R. (2016). «El oficio más antiguo del mundo. Prostitución y explotación sexual en la Antigua Roma». Rauden, revista de estudios de las mujeres, (Vol, 04): 155-177.

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