Uno de los elementos que destacan en el reparto de África en las décadas posteriores a la promulgación del Acta Final de la Conferencia de Berlín es el papel en que queda España. ¿Por qué el país cuyo imperio había dominado el planeta durante tres siglos y en el cual, hasta fechas tan avanzadas como 1898, no se ponía el Sol recibió las piezas menos atractivas del puzle en que se convirtió en el reparto? ¿Fue una decisión unilateral por parte de las grandes o tuvo algo que ver España en el hecho? ¿Pudo hacer España algo para evitarlo? El siguiente artículo buscará responder dichas cuestiones en lo referente a la colonización española del territorio de la actual Guinea Ecuatorial.
Guinea y la búsqueda de un puerto negrero: Los Tratados de San Idelfonso (1777) y del Pardo (1778)
La historia de la relación colonial entre Guinea y España no tiene su inicio en el continente africano sino al otro lado del océano Atlántico, en América del Sur. Allí, en 1680, los portugueses, violando el Tratado de Tordesillas de 1494, fundaron en la orilla norte del Río de la Plata la colonia de Sacramento. Este hecho provocó casi un siglo de intermitente lucha armada entre españoles y portugueses. Durante el mismo, dicha colonia cambió de manos en numerosas ocasiones (García Cantús, 2004: 27).
En 1777, con la muerte de José Manuel I de Portugal, el país vecino puso fin a su política de hostilidad contra España. Se produjo un acercamiento entre las dos coronas, la de la Reina Madre Mariana Victoria, por parte lusa, y Carlos III, por la española. La consecuencia de este acercamiento fue la firma del Tratado Preliminar de Límites para la América del Sur, también conocido como Tratado de San Idelfonso (García Cantús, 2004: 27).
Seis meses después de la firma de este primer tratado, se firmaba el Tratado de Amistad, Garantía y Comercio, también llamado Tratado del Pardo. Éste servía de ratificación del de San Idelfonso y sacaba a la luz tres nuevos artículos. Uno de los cuales mostró el propósito español de iniciar su «aventura africana»:
«[…] cedería a su Majestad católica y a los suyos en la Corona de España, la isla de Annobón, en la costa de África, con todos los derechos, posesiones y acciones que tiene la misma isla, para que desde luego, pertenezca a los dominios españoles del propio modo que hasta ahora ha pertenecido a la Corona de Portugal; y asimismo todo el derecho y acción que tiene o pueda tener a la isla de Fernando Póo, en el Golfo de Guinea, para los vasallos de la Corona de España se puedan establecer en ella y negociar con los puertos y costas opuestos a dicha isla, como son los puertos de río Gabón, de los Camarones, de Santo Domingo, de Cabo Formoso y otros de aquel distrito» Tratado con Portugal (24 de marzo de 1778) (García Cantús, 2004: 28).
España había ganado. Es importante mencionar que, como hecho previo a la negociación de estos tratados, el virrey de Río de la Plata, Pedro de Cevallos, había conquistado Sacramento, la isla portuguesa de Santa Catalina y amenazaba con entrar en el territorio brasileño de Rio Grande. Sin duda, algo que hizo que los portugueses se mostrasen más comprensivos en las negociaciones.
España buscaba con esta adquisición participar directamente en el negocio de trata negrera. Con ello, pretendía liberarse así de la vieja política del asiento, tradicionalmente en manos lusas, holandesas, francesas e inglesas. Para ello, se precisaba se precisaba un puerto. Una posición de descanso y almacenamiento que uniese los puntos de adquisición de esclavos y los mercados americanos. También debía permitir el asentamiento de colonos y compañías españolas en África. Y, a priori, las islas de Guinea parecían cumplir los requisitos (García Cantús, 2004: 29).
El otro objetivo de la adquisición era, siguiendo los preceptos del despotismo ilustrado, la liberalización del comercio colonial. Este llevaba desde 1717 monopolizado desde Cádiz tras dos siglos de estancia en Sevilla. Respondía a la necesidad de combatir el lucrativo contrabando británico en las colonias españolas. El contrabando estaba muy apoyado en el asiento de negros, y permitiría a otros poderosos grupos económicos nacionales participar del comercio americano. Por ejemplo, a la burguesía catalana, cuyo comercio se limitaba a los «registros sueltos». Un sistema de navíos de abastecimiento para zonas remotas, todo ello bajo licencia de la Corona y regulado por el monopolio gaditano (García Cantús, 2004: 31-33).
A finales de 1778, una flota española proveniente de Montevideo tomó posesión de las islas del Golfo de Guinea. Según las órdenes entregadas al jefe de la expedición, los planes españoles para Guinea iban mucho más allá de la simple ocupación y colonización. También de servir únicamente como base para el comercio de esclavos con las cercanas costas del continente. Se buscaba que las islas sirvieran como puertos de descanso en la ruta hacia Filipinas con la intención de mercadear productos asiáticos. Todo ello, con el objetivo de facilitar el tráfico esclavista. Las islas pasarían a formar parte de un nuevo proyecto de comercio colonial (García Cantús, 2004: 36).
El gobierno de Floridablanca esperaba rentabilidad de la entrada de España en este negocio. Sobre todo, a causa de la creciente demanda de mano de obra esclava. Esta demanda era resultado de la expansión de las plantaciones que se produjo en las Indias Occidentales españoles en el segunda mitad del XVIII (García Cantús, 2004: 38).
Portugal ofreció todo tipo de facilidades a España. Ésta fue considerada desde el punto de vista comercial como «nación más favorecida», tal y como estipulaba el artículo 14 del Tratado del Pardo. Y, bajo un aparente libre comercio de esclavos entre las posesiones isleñas de ambas naciones, España se aseguraba los dos primeros lotes de esclavos provenientes de Santo Tomé y Príncipe (García Cantús, 2004: 37).
Los problemas relacionados con las islas llegaron casi de inmediato e ilustraron de forma bastante fidedigna de lo que esperaba a España en el golfo. La reina madre portuguesa debía firmar una orden de cesión de soberanía para informar a las autoridades isleñas pertinentes. La orden tardó más de un mes en llegar a Madrid. La Corte portuguesa desconocía quienes eran «autoridades». No obstante, una isla estaba desierta y la otra la poblaban unos pocos nativos acompañados de algunas misiones católicas (García Cantús, 2004: 39). No tardaron en aparecer en Madrid teorías sobre que Lisboa había cedido unas islas sobre las que detentaba unos dudosos derechos y ninguna soberanía.
Otra prueba de esta situación fue que la isla de Fernando Poo, la actual Bioko, parte de Guinea Ecuatorial, considerada «el premio grande«, se encontraba en zonas de influencia inglesa y lejos de los asentamientos costeros esclavistas más ricos. Las poblaciones que poblaban las costas próximas habían sido diezmadas debido a un continuo hostigamiento por parte de expediciones esclavistas a lo largo de varios siglos de trata. Annobón por su parte era un enclave casual de trafico negrero (García Cantús, 2004: 42).
Cuando los españoles llegaron al Golfo encontraron Annobón poblada por unos mil quinientos africanos. Eran descendientes de antiguos esclavos angoleños cuyo asentamiento fue fruto de un fallido intento de establecer plantaciones (García Cantús, 2004: 43). Fernando Poo fue «descubierta» por el explorador portugués homónimo que la bautizó como Formosa en el último tercio del s.XV (García Cantús, 2004: 43). Esta estaba plenamente habitada por el pueblo bubi.
Entre octubre y noviembre de 1778, se produjo una irregular toma de posesión de las islas por parte de la expedición española. La expedición tuvo que esperar tres meses en el golfo a la llegada del plenipotenciario portugués. Durante estos sufrió abusos por parte de los colonos portugueses de Puerto Príncipe. Se estuvo a punto de entrar en guerra contra Portugal en numerosas ocasiones. Además, la expedición fue diezmada por las enfermedades tropicales. Fernando Poo carecía por completo de infraestructuras necesarias para el asentamiento. Por otra parte nativos de Annobón no podrían ser sometidos sin lucha. Al comprobar estos hechos, el mando español, tras tomar soberanía verbal de ambas islas, ordenó el abandono (García Cantús, 2004: 50-56).
El contexto de los siguientes años y décadas privó a España de los recursos y el tiempo necesario para establecerse adecuadamente en el Golfo de Guinea. Esta región que quedaría en un limbo jurídico. No puede obviarse que, en este contexto, se dieron acontecimientos como la intervención española en la Guerra de Independencia de Estados Unidos (1779-1783), la muerte del Rey Carlos III (1788), la Revolución Francesa (1789) y las posteriores alianzas entre los revolucionarios y España. Además, los únicos logros de estas alianzas, en cierto modo, fueron la ruina del país. A ello se suma también la pérdida de la flota en la batalla de Trafalgar (1796-1805).
Carrasco González asegura que el establecimiento de una colonia poblada por un pequeño contingente de administradores y militares, que tal vez, siguiendo el modelo inglés, hubiesen establecido factorías, misiones y pequeños asentamientos, sin alterar el modo de vida indígena y facilitando la convivencia pacífica sin pretender una conquista por la vía militar hubiera sido suficiente en el siglo XVIII y la mayor parte del XIX (Carrasco González, 2006: 2).
Desde un punto de vista personal y en lo que a siglo XVIII se refiere, Carrasco González tiene una visión demasiado optimista. No tanto por el hecho de que ese modelo de colonización planteado por el autor fuese equivoco (si bien parece en exceso idealizado) sino por el contexto. Durante las Guerras Napoleónicas, naciones que fueron anexionadas por Napoleón perdieron sus posesiones africanas a manos una hegemónica Gran Bretaña, como es el caso de la Sudáfrica holandesa.
No hay pruebas fehacientes que aseguren que un pequeño pero próspero puesto comercial español en Guinea no hubiera corrido la misma suerte. Sobre todo si se tienen en cuenta los ataques a posesiones españoles por parte de Gran Bretaña. Por ejemplo, las fracasadas invasiones de Buenos Aires en 1806 y 1807 y el interés que Gran Bretaña mostraría por las islas en la primera mitad del siglo XIX.
Y es que la ausencia de interés español por las islas del Golfo de Guinea fue aprovechada por los ingleses. Los británicos ocuparon Fernando Poo a principios del XIX. Mediante el empleo de misioneros instruyeron a los indígenas en la lengua y costumbres británicas. Al mismo tiempo, sus comerciantes sacaban provecho de los recursos naturales de la isla (García Cantús, 2004: 75).
Con la llegada del nuevo siglo, llegó otra cuestión: la abolición de la trata de esclavos por parte de los británico. Y, con ella, la extensión obligada al resto de países europeos. Los tratados firmados por España para la represión de la trata (1817) dieron a los cruceros ingleses el derecho de visita sobre aquellos barcos sospechosos de realizarla (Martínez Gallego, 2001: 120).
Y es que un hecho debe ser resaltado es la importancia que tuvo la isla de Cuba. Importancia que se reflejó tanto en las ausencias como en las presencias colonizadoras españolas en África Ecuatorial. De hecho, su historia es uno de los hilos conductores de todo un proceso colonial verdaderamente atípico ya en los inicios (García Cantús, 2004: 75).
Durante el periodo protagonizado por las Guerras de Independencia que asolaron el Imperio Español en América, una serie de circunstancias internas y externas impidieron a España consolidar su presencia en las primeras décadas del XIX. Cuando en 1820 el poder colonial recuperó el pleno control de la isla de Cuba, esta se convirtió en el motor de aceleración de una demanda casi exponencial de mercancías, productos manufacturados y mano de obra esclava. Sin embargo, era un proceso que ya se había iniciado durante de la segunda mitad del siglo XVIII (García Cantús, 2004: 75).
Suministrar este mercado fue todo un reto para la economía nacional del periodo. Pero también fue el motor de la política liberalizadora ilustrada (García Cantús, 2004: 75) y los cimientos que permitieron que Cuba se convirtiera en la Perla de las Antillas. Durante este periodo también se consolidó una nueva oligarquía cubana. Estaba conformada por hacendados y comerciantes. Estos pasaron a depender casi exclusivamente del monocultivo del azúcar, que a su vez dependía del trabajo esclavo (García Cantús, 2004: 75). La esclavitud se mantuvo por una sencilla razón: continuaba siendo rentable para los propietarios de los ingenios (Martínez Gallego, 2001: 120).
Pero ¿cómo mantener esto, ante la nueva situación internacional, en un momento en el que la isla de Cuba avanzaba para convertirse en el primer exportador mundial de azúcar? Era prácticamente imposible por la abolición de la trata. La prohibición de la mano de obra esclava hacía poco factible utilizar las posesiones de Guinea. Al menos, con el cometido original que llevó a su ocupación. Parecía que ya no existía motivación ni necesidad real para la ocupación efectiva de las islas (García Cantús, 2004: 75). ¿Qué futuro les esperaba a islas de Annobón y Fernando Poo?
A la sombra de la Gran Antilla (1858-1868)
En las primeras décadas del siglo XIX, los plantadores cubanos se abastecían ilegalmente de esclavos bozales en las factorías piratas. La mayoría de ellas estuvieron en manos españolas, ubicadas en una amplia zona comprendida entre Sierra Leona y Liberia (García Cantús, 2004: 75).
Grande debió ser la tentación para muchos capitanes intrépidos y armadores de todo jaez (Martínez Gallego, 2001: 120).
Y es que la abolición estuvo muy lejos de erradicar el tráfico de esclavos. De hecho, lo hizo mucho más lucrativo. En los últimos años de legalidad un hombre negro bozal se vendía por un valor de entre 300 o 400$. Para 1860 su precio se situaba entre los 700$ y los 1.000$. El negocio de la esclavitud se tornaba cada vez más tentador, al contrario de lo que se había pretendido (Martínez Gallego, 2001: 120).

Todo ello para satisfacer la demanda de unos hacendados que, aunque hablaban de blanquear la isla y expresaban así sus temores ante la rebelión negra, tenían el recuerdo de lo sucedido en Haití aún muy presente. No acababan de decidirse a sustituir el trabajo esclavo por el libre (Martínez Gallego, 2001: 120).
El destino de las islas de Fernando Poo y Annobón parecía sellado. Durante el reinado de Fernando VII y la regencia de su viuda, se llegaron a sostener conversaciones con Gran Bretaña para la venta de las islas. Los ingleses deseaban utilizarlas como estaciones navales para la vigilancia de la trata. En 1839, el gobierno de Londres hizo una oferta de 60.000£. Estas negociaciones produjeron en la opinión pública española una reacción contraria que obligó al gabinete de Madrid a declinar la proposición británica (Duran, 1979: 240).
Todo cambió cuando en 1840, los británicos, amparados en los tratados abolicionistas internacionales, cerraron a cañonazos las factorías de exportación de esclavos. Esto sucedió el mismo año que la isla de Cuba se convirtió en el primer productor mundial del oro blanco (García Cantús, 2004: 75-76).
El gobierno español empezó a contemplar la posibilidad de la ocupación. En 1842 fue enviado el capitán de la Armada José de Lerena a Guinea. Iba en misión de reconocimiento y de afirmación de la soberanía a Fernando Póo (Martínez Gallego, 2001: 121). El nuevo gobernador consiguió la adhesión del Bonkoro de Corisco el 27 de febrero de 1843. Esto puso bajo la soberanía de España esta isla. Era, por otra parte, muy codiciada por los ingleses, que acababan de destruir la primera factoría francesa de la zona.
Es importante añadir que Corisco no era una de las islas que Portugal había cedido y su puesta bajo soberanía española se debió a este Tratado. Su labor diplomática no se detuvo en Corisco. En virtud de una serie de nuevos tratados con Bonkoro y otros jefes de tribus menores, pone bajo dominio español un amplio territorio costero. Este comprendía desde el río Benito hasta el Cabo de Santa Clara. Ocupaba también las zonas ribereñas a los ríos Benito, Munda y Muni, con una capital continental en Corisco (Carrasco González, 2006: 14).
Apagada la polémica sobre la venta, el interés decayó de nuevo. Por ello, no se llegó a colocar presencia española en estas regiones de Guinea y del futuro Gabón francés. Este momento podría haber sido el propicio para que España hubiese establecido una avanzada. En este caso, integrada por un pequeño contingente de administradores y militares. El objetivo de estos podría haber sido sentar e las bases de una colonia comercial que asegurase la presencia y soberanía española en la región, si era lo que se pretendía (Carrasco González, 2006: 2).
El mantenimiento de este asentamiento se podía sostener con los recursos exclusivos que producía el lugar. Por ejemplo, madera o aceite de palma. Argumento que lleva a Carrasco González a interpretar esta falta de colonización efectiva como dejadez, desidia o desinterés por parte de las autoridades españolas (Carrasco González, 2006: 2-3).
Fue el Gabinete Largo de la Unión Liberal el que sentó los verdaderos cimientos de la presencia española en la bahía de Biafra (Duran, 1979: 240). En 1858, el presidente Leopoldo O’Donnell, en calidad de Ministro de Ultramar, había otorgado mediante decreto un Estatuto Orgánico en 1858. Esto inicia una regulación propia para una colonia. Colonia enla cual el colono todavía no extendía sus actividades y, por lo tanto, no interrumpía el orden indígena (Carrasco González, 2006: 5). El nuevo proyecto de colonización del África Ecuatorial que se iniciará en 1858 puede enmarcarse en la larga cadena de aventuras exteriores con pretensiones imperialistas protagonizadas por el gobierno de la Unión Liberal (García Cantús, 2004: 345).
En julio de ese año se despachó una misión al Golfo de Guinea. Al mando, el capitán Carlos Chacón, que en diciembre fue oficialmente nombrado gobernador de la colonia. La prensa mostró interés en los territorios y se emprendieron varios esfuerzos de colonización (Duran, 1979: 240).
La llegada de una expedición bajo el mando de Carlos Chacón tuvo una serie de objetivos claros. En primer lugar, tomar posesión efectiva de las islas y reafirmar la soberanía española en ellas. Como segundo objetivo, verificar el estado de las colonias y el grado de influencia extranjera que debían contrarrestar. Por otra parte, se pretendía establecer las bases jurídicas y administrativas coloniales y determinar los productos comercializables de las posesiones y los posibles usos del suelo. Además, averiguar la disposición indígena hacia el trabajo y buscar las mejores y más baratas fuentes de abastecimiento del mismo. Otro de los objetivos fue explorar la geografía y climatología de la zona y los medios para contrarrestar las enfermedades endémicas y hacer un censo de Santa Isabel, capital de la colonia (García Cantús, 2004: 364-365).
La situación que el nuevo gobernador de Fernando Poo enfrentó fue una situación de precariedad general (Carrasco González, 2006: 5). El primer cometido del nuevo gobierno colonial fue garantizar el abastecimiento suficiente para la población de la colonia. No solo se trataba de proveer alimentos. Esto no resultaba difícil de hallar en la isla salvo algunos productos como la carne fresca de vacuno o la harina de trigo. Se trataba, más bien, de procurar materiales de construcción y mobiliario, etc. para hacer la vida en África más llevadera para los colonos (Carrasco González, 2006: 8).
Tras su llegada a Fernando Poo, Chacón logró la adhesión bubi. La sumisión indígena voluntaria a la soberanía española evitó conflictos o guerras posteriores. También consiguió el sometimiento a España de los indígenas que habitaban el Cabo de San Juan y de los habitantes de las islas de los Elobeyes, lo cual engrandeció los límites territoriales españoles en la región, ratificados mediante el convenio con el rey Bonkoro II y sin necesidad de violencia.
Otro logro diplomático fue la sumisión de Imunga, rey de los ijenjes. Su dominio se extendía desde el cabo Esteiras hasta el cabo Santa Clara. Esto fue comunicado a Francia. El gobierno francés se dirigió al español notificándole que no reconocía ningún derecho español en la zona. El motivo que esgimían era que en ese lugar ya existían asentamientos franceses y la ocupación era superior al Tratado (Carrasco González, 2006: 15). Otro hecho destacado de la acción colonial española fue la expulsión de los baptistas. Estos fueron misioneros protestantes que se habían asentado a lo largo de la década anterior en Fernando Poo (García Cantús, 2004: 266).
En diciembre de 1858 daba curso a la colonización de las posesiones españolas en la costa occidental africana. El plan no se limitaba a las islas de Fernando Poo, Annobón, Corisco y Elobey. También se extendía a la desembocadura del río Muni. Esta era una atalaya privilegiada para toda posible penetración a través de esa vía fluvial. Los gastos generados por el nuevo impulso colonial serían sufragados por el presupuesto de la Isla de Cuba (Martínez Gallego, 2001: 124). La actuación de Chacón al frente del gobierno colonial sirvió para crear las bases de todo el desarrollo colonial posterior (Martínez Gallego, 2001: 122). En 1859, marchó hacia Cuba siendo sustituido al frente de la Gobernación por José de la Gándara y Navarro.

Durante casi dos años, hasta septiembre de 1860, estuvo abierto el transporte de colonos a Fernando Poo por cuenta del Estado y de compañías contratistas. Todo ello, supervisado por el nuevo gobernador. Algunas familias de los pueblos del interior valenciano formaron parte de los aproximadamente 1.500 españoles que cubrieron aquella primera colonización. Sin embargo, la masiva afluencia de colonos blancos que se esperaba no se produjo (Martínez Gallego, 2001: 124).
El problema más acuciante para la colonización de las islas era la escasez de mano de obra. En épocas anteriores el primero de esos problemas se hubiera resuelto con la esclavitud. Recurso, legalmente, inviable en el momento. Ante esta situación, los españoles tenían tres posibilidades (Carrasco González, 2006: 5-6).
La primera posibilidad consistía en llevar mano de obra peninsular. Pero ello entraba en contradicción con el concepto de colonia. El europeo llegaba a África para cultivar la tierra como concesionario con derecho a adquirir la propiedad, pero no como obrero manual (Carrasco González, 2006: 7). Esto es puramente teórico, pues está demostrado que el prototipo de colono español en la Argelia francesa era un habitante del litoral mediterráneo: almerienses; murcianos; alicantinos; valencianos y baleares, que se dedicaban a las labores agrícolas en calidad de jornaleros (Martín Corrales, 2012: 49-50).
Hubo propuestas asentar un presidio, es decir, una colonia penal, en Fernando Poo. Esto tuvo dos vertientes, una cubana y otra peninsular. Además, en esos momentos se dio un aumento de población presa. Era, fundamentalmente, fruto de los graves problemas sociales y políticos que habían azotado ambos lugares desde hacía décadas. Este tipo de colonización había sido valorada negativamente en todos los informes. Aun con todo, entre 1861 y 1862 llegaron a la isla varias remesas de presos. Entre ellos hubo gran mortandad. Finalmente, se abogó por la liberación de los supervivientes, muchos de los cuales volvieron a la Península. 33 de estos presos, además, fueron insurrectos de los hechos de Loja, un alzamiento republicano acontecido en 1862 (García Cantús, 2004: 479-480).
Aunque resulta comprensible que no se quisiera apostar por este tipo de mano de obra -el peón peninsular- tras el reciente escándalo protagonizado por el empresario y político gallego Urbano Feijóo de Sotomayor. Este había trasladado a la isla de Cuba a 1.744 trabajadores de origen gallego. Una vez en la isla estos habían sido sometidos a unas condiciones infrahumanas. Estas provocaron la muerte de 331 de ellos y el arresto de unos 200 debido a disturbios producidos por las protestas. El escándalo llegó a las Cortes de la mano del diputado gallego Ramón de la Sagra en 1855. Las Cortes se posicionaron a favor de los colonos, tratados casi como fueron tratados los propios esclavos. Feijóo quedó exento de responsabilidades y la reparación de las deudas e indemnizaciones se dejó en manos de terceros (Corbelle, 2018).
Lo lógico entonces era pensar en aprovechar la fuerza de los bubis de la isla Fernando Poo. Pero estos no parecían muy por la labor de trabajar para la administración colonial. En este contexto, los españoles no buscaban imponerse violentamente. Por un lado, les interesaban las relaciones pacíficas. De otro lado, no se disponía de fuerza militar suficiente para sostener un enfrentamiento armado (Carrasco González, 2006: 6). La opción quedó descartada.
Otra posibilidad era reclutar a trabajadores provenientes de las zonas próximas a Fernando Poo. Aquellas cuyos derechos invocaba España, derivados de los Tratados de 1777 y 1778 con Portugal. Un territorio amplísimo, desde la actual Nigeria hasta el actual Gabón.
Con el doble objetivo de asegurar el suministro de alimentos y bienes a los colonos y la contratación de mano de obra indígena se firmó un convenio con el Rey de Bimbia. Bimbia es el nombre de una tribu, una lengua, un río y un cabo, en la zona de costa de Camerún más próxima a Fernando Poo, tanto que podía divisarse el pico Santa Isabel. El territorio estaba conformado por varios pueblos situados a la orilla del mar y compuestos por unas cien casas de bambú cada uno. Los testimonios coinciden que era una región rica en ganado, vacuno, ovino, caprino y porcino (Carrasco González, 2006: 17). El propio De la Gándara habla de este asunto:
“La primera necesidad hoy consiste en abastecer con abundancia y baratura a la población de Santa Isabel, hacer mejores las condiciones de la vida por este medio y por la edificación de mejores habitaciones (...)” (De la Gándara, 1996: 46-47).
La importancia de este convenio radica en el entendimiento de cómo se actuaba a la hora de solucionar las urgentes carencias de la población colonial en la fase inicial del establecimiento español. En Madrid este tratado fue visto como un simple pacto de comercio. No las posibilidades que podría haber abierto a futuro para los intereses de España en el Golfo de Guinea (Carrasco González, 2006: 26). Gracias al comercio con otros lugares de la costa africana, los problemas de abastecimiento desaparecerían. Se produciría además la llegada de colonos y braceros que iniciarían la explotación económica de las islas mediante la creación de fincas y factorías. Esto a su vez, permitiría iniciar el comercio con el continente europeo. No obstante, esta era la función primordial de una colonia (Carrasco González, 2006: 9).
Para la contratación de mano de obra se podía aprovechar, en primera instancia, la infraestructura montada por los traficantes de esclavos. Con la importante diferencia de que ahora no se trataba de adquirir esclavos. El objetivo era reclutar hombres libres con contratos garantizados por el Gobierno (Carrasco González, 2006: 6). El gobernador en el mismo informe entiende que sería fácil encontrar mano de obra entre los rescatados del tráfico negrero. Una estrategia similar a la de otras naciones como Gran Bretaña o Francia. También se buscó esa contratación a partir de contratos con los reyes de la costa.
“Todos los que son hoy mercados de esclavos o factorías de los especuladores en el vecino continente, pueden ofrecernos fáciles y seguros medios de encontrar, en la proporción que se necesiten, los brazos que deban emplearse en la agricultura, en las tripulaciones de los buques del Estado y del comercio, en el servicio doméstico y en las pequeñas industrias y oficios mecánicos”. (De la Gándara, 1996: 46-47)
Y añadía algo que demuestra que el comercio humano seguía existiendo a gran escala en las costas occidentales de África a pesar de la prohibición:
“(…) nadie niega la facilidad que hay de encontrar en los países vecinos el medio de contratar, rescatar o comprar un crecido número de desgraciadas criaturas, conducidas a la más brutal esclavitud y destinadas a los sacrificios o a la trata. En la adquisición de estos seres infelices hay, además de la santa misión de la manumisión y del rescate, la ventaja de satisfacer apremiantes necesidades de civilización y de intereses atendibles”. (De la Gándara, 1996: 44)
Se barajó la posibilidad de llevar cubanos libertos para establecerlos en la isla. Consideraron que las condiciones de Fernando Poo y de Cuba eran similares y podían adaptarse bien (Carrasco González, 2006: 7-8). En la Real Orden de 13 de septiembre de 1845, siendo Leopoldo O’Donnell por aquel entonces Capitán General de Cuba, se contenían las primeras disposiciones en ese sentido. Debería tratarse de personas emancipadas. También de reconocida buena conducta y laboriosidad, que aceptaran llevar a cabo en Guinea trabajos remunerados.
En 1862, fueron enviados a Fernando Poo 200 negros emancipados cubanos. Siendo estos hombres técnicamente libres, habían sido tratados como esclavos. Su deportación había sido forzosa. En la isla, 37 de ellos sentaron plaza en la Compañía de Infantería de Marina que guarnecía Fernando Poo. El resto trabajaron como peones en las obras de infraestructura de la colonia. 21 de ellos fueron casados con mujeres locales en una ceremonia masiva celebrada el 31 de agosto. Esta boda a gran escala tuvo el objetivo de convertirlos en pioneros de la nueva colonización afro-cubana (García Cantús, 2004: 458-460). Este curioso episodio llevó a decir al comerciante inglés John Holt:
«The Spaniards have married a lot of these Cubans by wholesale» (Los españoles han casado a muchos de estos cubanos al por mayor) (García Cantús, 2004: 460)
Fernando Poo pudo convertirse en la Liberia o Sierra Leona hispánica. Pero poco debieron afluir los colonos a Guinea. Sobre todo teniendo en cuenta que, en 1861, la Real Orden de 5 de abril, ocupando Leopoldo O’Donnell la presidencia del Consejo de Ministros, volvía a insistir en la necesidad de que arbitraran los medios para que doscientos negros emancipados, destinados en las obras públicas cubanas, pasasen por cuenta del Estado a aquella isla africana (Bautista Vilar, 1971: 94).
Todos los esfuerzos que se hicieron en ese sentido dieron resultados mediocres. No solo fue que los hacendados cubanos se negaban a renunciar a parte de su ya de por sí escasa mano de obra. Esta se necesitaba en número creciente en los prósperos ingenios de azúcar, plantaciones de tabaco y obras públicas de la isla. A ello se sumaba la resistencia de los propios libertos a cambiar su apacible existencia en la Perla de las Antillas por otra de futuro incierto en Guinea (Bautista Vilar, 1971: 94-95).
Por otro lado, la oligarquía azucarera cubana tenía otros planes. Un asesor del Tribunal de Comercio de Cuba, Anselmo de Meana, propuso en 1856 al por entonces ministro de Ultramar, Leopoldo O’Donnell, convertir a Fernando Poo en un reservorio de mano de obra para sostener la agricultura cubana (Martínez Gallego, 2001: 121-122).
La iniciativa de convertir las posesiones españolas en una suerte de Liberia fracasó. Se pretendía que fuera un espacio para el recogimiento de la población negra para que abandonasen la esclavitud antillana para entrar en el laboreo de plantaciones como aprendices contratados. Pero no fue posible. Se decidió probar otra iniciativa en según la cual las personas negras no debían llegar de las Antillas, sino de la costa africana. La esclavitud en las costas del Golfo de Guinea era una realidad. Liberia, Sierra Leona y varias plazas del Gabón francés fueron fundadas mediante la liberación de cargamentos de esclavos. Estos provenían de buques negreros asaltados por las fuerzas navales de diversas armadas. El propio De La Gándara ya había comentado este hecho.
Pero esta iniciativa española ocultaba una trampa: ¿Acaso podía saberse si los negros contratados en la costa de la Guinea continental lo eran con destino al trabajo libre en Fernando Poo o en cambio acabarían destinados a la esclavitud cubana? Lo único cierto para esas personas era que, con salvoconducto para lo primero, podían acabar en lo segundo (Martínez Gallego, 2001: 124-125).
Este plan estaba apoyado por varias empresas navieras catalanas instaladas en Fernando Poo desde inicio de la década de los 50, como Vidal i Ribas y la Montagut y Cía (Martínez Gallego, 2001: 121). Estas intensificaron sus relaciones comerciales con la costa africana con apariencia de legalidad. Sin embargo, desarrollaron un comercio doble en el que se incluía tanto el aceite de palma como los esclavos. José Vidal y Ribas, a quien le fueron capturados varios buques negreros, fundó en Fernando Poo la filial Ribas, Mustich y Cía. Desde luego Domingo Mustich era un socio de excepción, pues había sido gobernador de la isla en 1855 (Martínez Gallego, 2001: 122).
Fue así como Fernando Poo y las islas guineanas, aun antes de su colonización, se convirtieron en cabezas de puente para la penetración en el mercado africano del aceite de palma. Pero también para la intensificación de la trata. No se ha de olvidar que en virtud de los tratados firmados con España para la represión de la trata en el primer cuarto del siglo XIX, los cruceros de la Royal Navy disponían del derecho de visita sobre todo barco sospechoso de dedicarse al transporte de esclavos africanos (Martínez Gallego, 2001: 120).
El continuo acoso que sufría la flota mercante española en aguas del Golfo de Guinea llevó a que la Junta de Comercio de Valencia se dirigiera en enero de 1858 al ministro de Fomento.
«pidiendo su alta protección a los intereses mercantes españoles perseguidos por los cruceros ingleses en los mares de las costas occidentales del continente africano, y atacados y detenidos como sospechosos de tráfico de negros.”
Idéntica petición elevó al gobierno la Sociedad Económica de Barcelona. El 29 de abril de 1858 el gobierno hacía saber a la valenciana Junta de Comercio que protegería militarmente al comercio e intereses españoles en aquellas latitudes (Martínez Gallego, 2001: 123-124).
El gobernador impugnaba esta actuación británica como destinada a entorpecer el importante tráfico legal español en la zona, en beneficio de la propia Marina mercante inglesa. Aunque era imposible ocultar que, desde 1819 y hasta final del Gobierno Largo de O’Donnell, el Tribunal Mixto de Sierra Leona iba a juzgar 244 barcos, de los que 182 resultaron ser de nacionalidad española. Amplia mayoría, seguida muy de lejos por los buques de pabellón portugués. De los 244 barcos juzgados, 207 fueron condenados, bien por llevar esclavos a bordo, bien por ir equipados para la trata (Martínez Gallego, 2001: 125-126).
Con todo, durante los años del Gobierno Largo de la Unión Liberal (1858-1863), y de la presencia del General Serrano en la Capitanía General de Cuba (1859-1862), se introdujeron en la isla más de 115.000 esclavos negros. Ingente cantidad que venía a suplir las carencias de los años del Bienio Progresista. En ese período sólo se introdujeron unos 14.000. Incluso los cinco años unionistas superaron con creces la cifra de la década moderada. Esta alcanzó, en el doble de tiempo, los 70.000 esclavos introducidos (Martínez Gallego, 2001: 120). Finalmente, en Fernando Poo hubo necesidad de recurrir a la contratación de trabajadores extranjeros. Primero en Liberia y Sierra Leona. Más tarde las áreas continentales más próximas a la isla, en particular Nigeria y Camerún (Bautista Vilar, 1971: 94-95).
La caída del ministerio de O’Donnell supuso el fin de los intentos españoles por afianzar la presencia en el Golfo de Guinea en la década de los 60 del siglo XIX. En 1868 la colonia contaba ya con sus propios sellos de correo (Durán, 1979: 240). Se abrían las posibilidades económicas y, en concreto, la posibilidad de llevar a España maderas, gomas, tintes, aceite de palma… Pero la falta de infraestructuras españolas, de organización, de apoyo militar y diplomático produjo la queja de los comerciantes interesados en estos territorios (Carrasco González, 2006: 8):
«Por medio de la posesión de las islas de Fernando Póo nos señala la Providencia el lugar que nos corresponde enfrente de las desembocaduras del caudaloso Níger para dominar su navegación, y recibir por los ríos Nun, Calabares, Bonny y Camarones, como de tantas otras arterias, los inmensos productos que darían nueva vida a nuestras posesiones africanas…” (Exposición elevada a S.M. la Reina Nuestra Señora por la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País, Barcelona, 1858, p. 9.)
Entre 1859 y 1871, más de 120 millones de reales se invirtieron en el desarrollo de la colonia. Esta dio unos frutos moderados. Hasta el punto de que, durante los tormentosos años de fines del reinado y la interinidad, se llegó a considerar la conveniencia de abandonar unos territorios tan estériles (Durán, 1979: 240). Pero ¿eran 120 millones una cantidad realmente tan desorbitada e inasumible para la España de mediados del XIX? La Guerra de África (1859-1860), con 40.000 soldados movilizados y cuatro meses de campaña, tuvo un coste de 200 millones de reales.
En 1873, los últimos cargamentos de esclavos angoleños, vía Fernando Poo, entraron clandestinamente en Cuba (Martínez Gallego, 2001: 120). A mediados de los 70, los precios del azúcar comenzaron a bajar debido a la competencia del azúcar de remolacha europea. Se hizo preciso una profunda renovación del proceso de producción no sólo tecnológica sino también de la mano de obra (García Cantús, 2004: 479).
Entre el abandono y el Africanismo (1868-1900)
En último cuarto del siglo, finalizado el Sexenio Democrático (1868-1874) y con la Restauración borbónica, España recuperó el interés por esas tierras. Son los años de los viajes y exploraciones de Manuel Iriader y Osorio. Seguidos, además, de otros no menos notables como Sorela, Bonelli, Valero, Montes de Oca, Arriola Bengoa, López Sacome… Sus empresas serían patrocinadas unas veces por los gobiernos, especialmente aquellos presididos por Cánovas del Castillo. Otras, las más, por cuenta de la Sociedad Geográfica de Madrid, la de Africanistas y Colonistas, la de Geografía Comercial, Compañía Transatlántica y demás entidades africanistas. El establecimiento en 1885 de los misioneros claretianos en aquellas latitudes resultaría providencial para los intereses nacionales en Guinea (Bautista Vilar, 1971: 44).
Fue en estas fechas cuando el plan cuyas bases había asentado De La Gándara, gracias al convenio con Bimbia en 1862 se fue a pique. De haberse continuado las relaciones se hubiera confirmado la presencia comercial. Y, probablemente, se hubiera obtenido una importancia determinante para la colonización del susodicho territorio. No obstante, el Convenio podía haber servido como legitimación de un derecho preferente para la ocupación efectiva del territorio frente a otras potencias firmantes del Acta Final de la Conferencia de Berlín (Carrasco González, 2006: 26).
En 1884, el alemán doctor Nachtigal, apoyado por las ya existentes factorías de Woermann y de Jantzen y Thormählen exploró y logró firmar en agosto de ese año acuerdos con los jefes locales. Entre ellos, uno en Bimbia, sentando las bases de lo que se convertiría en el Protectorado alemán de Camerún (Carrasco González, 2006: 26-27).
Sobre los proyectos colonizadores del periodo, en 1884 el gobierno autorizó el proyecto de Montes de Oca de llevar diez familias canarias a Fernando Poo que fueron ubicadas en Basilé. En 1892 llegaron 9 familias de colonos españoles procedentes de Argelia. Este hecho, no previsto, obligó al gobierno a legislar. La consecuente Real Orden otorgaba a los nuevos colonos una serie de facilidades:
“Transporte por cuenta del Estado, una casa por familia, dos hectáreas de terreno limpias y con plantación de 500 pies de café y 500 de cacao, los útiles necesarios y 50 pesos para los gastos de instalación, cobrando a contar desde el día de su llegada 30 pesos mensuales por el término de tres años y medio, y durante los tres primeros se les facilitará por el Estado dos krumanes, cuya manutención en el año y medio primero correrá por cuenta del Gobierno.
Los servicios médicos, farmacéuticos y escolares eran también gratuitos. El gobierno sólo ponía dos condiciones: que se dedicasen a la agricultura, […] y que la composición de las familias no bajase de los cuatro miembros, al tiempo que intentaba favorecer los natalicios son un 10% mensual por hijo.” (García Cantús, 2004: 572-573).
Para este nuevo intento de poblamiento se confiaba en la mejor aclimatación de los colonos argelinos a Guinea. Una idea desconcertante, sobre todo a sabiendas de que la mayoría de los colonos españoles estaban asentados en el Oranesa argelino, una zona costera de clima mediterráneo (Martín Corrales, 2012: 49-50).
En 1888, el consulado español en Argel elevó al Gobierno las condiciones básicas que pedían los españoles asentados en Argelia para convertirse en colonos de la Guinea Española:
“Viaje gratuito, 25 hectáreas de terreno por familia, semillas para la primera cosecha, manutención durante un año, herramientas y material de construcción, una yunta de ganado por familia, albergues o tiendas provisionales y los gastos que se originen […] serán reembolsados al Tesoro Español por los inmigrantes en un término de diez, al finalizar y a contar del cuarto de residencia en la isla” (García Cantús, 2004: 572-573).
Por un lado se puede comprobar que las peticiones de los colonos exceden, por mucho, la generosidad de la administración colonial española. Por otro, teniendo en cuenta que la propuesta abarcaba a un contingente de entre 250 y 300 familias, esta se convertía en algo inasimilable por parte de la débil infraestructura colonial española (García Cantús, 2004: 573).
En 1897, la mayoría de comerciantes, agricultores e industriales de Fernando Poo, en su mayoría pertenecientes a los Black Panters (es decir, burguesía isleña, enriquecidos con el comercio del aceite de palma y cacao, británicos de cultura y apellidos) elevaron una instancia al ministro de Ultramar. Esta, admitida por el gobierno interino de Manuel Rico, solicitaba la creación de una Cámara de Comercio. Era un proyecto bien estudiado. Un detallado informe sobre el volumen de las exportaciones acompañaba la petición. Con ello se buscaba demostrar del crecimiento exportador de Fernando Poo. También la necesidad de la creación de las infraestructuras y de remodelar el comercio. Este informe sería boicoteado por la Junta de Autoridades de Fernando Poo (García Cantús, 2004: 578).
En 1898 con el asesinato de Cánovas del Castillo, el único político realmente comprometido con el africanismo español, se perdieron las colonias españolas de ultramar tras la Guerras Hispano-estadounidense de 1898. La situación era desoladora para España, en palabras de Bautista Villar:
“Los hombres que con la mayor indiferencia habían asistido meses antes a la pérdida de las ricas provincias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y que por aquellas mismas fechas sacaban a subasta los últimos restos del patrimonio nacional ultramarino, Joló, Marianas, Carolinas y Palaos, poco podían interesarse en la adquisición de unos modestos territorios en el África Occidental” (Bautista Vilar, 1971: 67).
Entre 1892 y 1899 la expansión de influencias por parte de España en el Golfo de Guinea estuvo pausada primero por un Statu Quo pactado con Francia. Este estaba amparado en unas premisas básicas: libertad de comercio y abstención de cualquier acto de soberanía (Bautista Vilar, 1971: 45). Algo que los franceses no cumplieron. Extendieron sus dominios a costa de las zonas neutrales amparándose en que España estaba inmersa en diversos conflictos de índole colonial: Marruecos (1893), Cuba (1895-1898) y Filipinas (1896-1898).
Nacimiento de una Perla en Guinea (1900-1968)
La firma del Convenio Delcassé-León en 1900 otorgó a España una concesión de territorio de 28.000km2. Acabarían conformando los territorios de la Guinea Ecuatorial y el Sáhara Occidental Español. Unas ganancias ínfimas para los más de 200.000 km2 que reclamaban los más optimistas. Estas ambiciones se amparaban en convenios y tratados que España firmó a lo largo y ancho del África pero que nunca terminó de dominar sobre el terreno o ratificar ante la Conferencia de Berlín.

¿Cómo reaccionó la opinión pública española? La primera impresión fue de asombro. Nadie esperaba que España consiguiese rascar nada de la conferencia.
“¿Eran posibles tales adquisiciones? ¿Cómo es que esta vez no éramos perdedores? ¿Dónde estaban aquellos nuevos dominios cuyos nombres «Guinea, Río de Oro» tan bien sonaban?” (Bautista Vilar, 1971: 79)
Pronto la asombrosa admiración se tornó en recelo. La memoria del 98 seguía reciente en la mentalidad de las clases populares. Estaban todavía muy cercanos los días en que la juventud y el tesoro público se consumían en las Antillas y Filipinas. La pérdida del imperio colonial español había imposibilitado durante décadas enteras el normal desenvolvimiento de la vida nacional. Las nuevas posesiones precisarían de guarniciones. Su sostenimiento exigiría fuertes sumas de dinero y quién sabe si grandes responsabilidades y sacrificios. El ciudadano medio creía haberse sacudido para siempre y a precio muy elevado, pesadillas como las de Cuba (Bautista Vilar, 1971: 79).
«España, de regreso de Cuba y Filipinas, derrotada por los Estados Unidos, los restos de su imperio perdidos, sus puertos llenos de soldados repatriados, consumidos por las fiebres y las privaciones, no se sentía de humor para más aventuras. Su sueño era vivir años de paz, sin telegramas sobre «gloriosas victorias» seguidos de listas de muertos y heridos. Quería descanso […].» (Bautista Vilar, 1971: 67)
Un sector quedó profundamente desencantado con el Convenio fue el africanismo español. Hubo voces que arremetieron contra un tratado que consideraron como la liquidación legal de los intereses nacionales africanos.
«La batalla de Cavite representa la liquidación de España en Asia; la batalla de Santiago de Cuba, la liquidación de España en América; el convenio Delcassé-León y Castillo, la liquidación de España en África. Hemos salido del Continente negro del modo más cursi posible: creando un marquesado del Río Muní que perpetúa la memoria de nuestro fracaso como potencia colonial y civilizadora en el mundo. Nosotros nos hemos quedado con los blasones: Francia, con los territorios…» (Bautista Vilar, 1971: 82-83)
La colonización de la Guinea continental tuvo un enfoque novedoso. El estado español, inmerso en el Regeneracionismo, no estaba interesado en colonizar por sí mismo aquellos territorios. Por ello, en esta ocasión, se decidió que la colonización de Guinea fuese llevada a cabo mediante la iniciativa privada.
Con todo, esto sería supervisado de forma «inteligente, razonable y con empleados de reconocida y justificada aptitud y probidad» (Bautista Vilar, 1971: 93). Todo ello, para garantizar el éxito y la implantación de las reformas indispensables para crear el clima adecuado para la atracción de inversiones e inmigrantes. El objetivo fue alcanzado satisfactoriamente y los capitales que habían comenzado a afluir a raíz del acuerdo franco-español se incrementaron sensiblemente. Esto permitió la introducción de adelantos de la técnica agronómica y forestal (Bautista Vilar, 1971: 93-94).
Las tribus fang que poblaban el territorio continental, y con los que desde antaño los contactos amistosos resultaban difíciles, fueron sometidas mediante sangrientas acciones militares. Estas se extendieron hasta bien entrado en el siglo XX (Carrasco González, 2006: 15-16). Pero en esta ocasión España había aprendido. Estas campañas ya no se libraron por tropas metropolitanas. En 1908 se creó una Guardia Colonial formada por tropa indígena y oficialidad española. Esta guardia colonial asumió en Guinea las competencias aduaneras, militares y policiales de los territorios de la Guinea Española. Lo hacían en sustitución de la guarnición de Infantería de Marina y Guardia Civil desplegados en la zona desde el Gobierno Largo de O’Donnell.
El dominio español perduraría en Guinea hasta 1968, año de su independencia.
Conclusiones
España aprendió. Tarde, pero aprendió, sobre todo tras el Desastre del 98. No obstante, contaba con gobiernos y población cuyos intereses africanistas se limitaban a la conservación de los presidios norteafricanos y las Islas Canarias. Al final, y tal como argumenta Carrasco González, el secreto para una colonia exitosa radicaba en la implantación de una pequeña base administrativa y militar. Esta debía estar formada por un ejército de base indígena, a imagen del Ejército de la India Británica o l’Armee d’Afrique francesa. Y hallar un producto de exportación rentable. Por ejemplo, el cacahuete del Gabón francés o el aceite de palma del Níger Británico. En el caso español el producto estrella sería el cacao. En palabras de Carrasco González:
“La historia de Guinea en el siglo XIX es la crónica de una empresa abandonada. Se pueden encontrar muchas causas para explicar porque España dejó sin administrar la porción de África Occidental que le había correspondido por permuta en 1778: la proyección americana, la falta de estabilidad interna; la escasez de recursos o la carencia de estímulos económicos en las nuevas tierras podrían dar una somera justificación de esto.
Pero, más allá de todo, Guinea no se colonizó porque no se quiso colonizar, es decir porque faltó el impulso político que decidiera exportar un germen de administración y de sociedad a aquel rincón tropical. Se habla de que el español fue un mal colonizador en África cuando habría que decir que el español fue un escaso colonizador de África. Para mantener una presencia en las islas y costas que nos ocupan, es decir para cimentar un dominio tal y como se entenderá después a la hora de repartir el continente, no se necesitaba casi nada” (Carrasco González, 2006: 1).
No es cuestión de juzgar si la colonización privada, de modelo claramente británico u holandés, o la colonización estatal, de modelo francés y a la postre imitada por naciones como Portugal y Alemania, fue mejor o peor. Quizá sea más apropiado cuestionar si, en los términos de este contexto, hubo determinada desidia a la hora de reforzar la presencia española en el Golfo de Guinea.Este enclave, Guinea, dependía, en buena medida, de la capacidad española para penetrar en el África continental. Su fragilidad boicoteó las posibilidades de España en la región. No obstante, no contaron con obstáculos militares tales como los que se hallarían en Marruecos. Por ello, cabe pensar que existió ausencia de voluntad colonizadora y de política clara y decidida de expansión.
Destacable es el papel de Cuba, la Gran Antilla o la Perla del Caribe, en la colonización de Guinea. No obstante, los periodos de más presencia de España en la región coinciden con proyectos ideados por oligarcas cubanos con el objetivo de satisfacer de mano de obra a sus ingenios. Además, la desaparición de España del Golfo de Guinea se solapa con las brutales guerras de independencia libradas entre la metrópoli y los mambises (1868-1878 y 1895-1898).
A partir de 1860, gracias en parte a cimientos asentados por el ministerio unionista, los límites de la zona de influencia española fueron gradualmente demarcados. Concretamente, a lo largo de la costa continental desde las bocas del Níger hasta el cabo de Santa Clara. Estos reclamos, sin embargo, no se sostuvieron con un interés activo y constante por parte del gobierno. Sin embargo, que no se perdiese todo en la Conferencia Colonial de Berlín de 1885 se debió casi exclusivamente al tesón de Manuel Iradier. Este, a partir de 1874, y sin recibir apoyo alguno de Madrid, exploró la región para España.
La habilidad diplomática de León y Castillo en el convenio Delcassé-León consiguió el reconocimiento de la soberanía española sobre la desembocadura del Muni. Es un territorio minúsculo entre el Camerún alemán y el Gabón francés. Esta zona junto con los territorios insulares más prósperos constituiría la Guinea española, que acabaría convertida en un patio trasero de España hasta su independencia en 1968.
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