Principios de noviembre del año 1853. Jóvenes de todo el Zarato Ruso avanzan hacia el Danubio por Dios y la Cristiandad Ortodoxa contra el infiel Imperio Otomano; creen que será como un desfile. Nadie en ese momento esperaba que el conflicto acabase saldándose en las playas de Crimea contra el corazón del Mar Negro ruso en Sebastopol, donde los Imperios Británico y Francés perderían a sus mejores hombres haciendo gala de la última tecnología militar.
Así acabó un conflicto en el que los contendientes utilizaron una variopinta mezcla de las últimas técnicas y tecnologías bélicas; viendo también los remanentes de las antiguas tácticas de tiempos napoleónicos o incluso de época medieval en los lugares más recóndito de la Sublime Puerta.
LA EUROPA PREVIA A CRIMEA
El 18 de junio de 1815 se perdió la última oportunidad de pervivencia del régimen napoleónico. Tras la Batalla de Waterloo, con la derrota del revivido Napoleón, los regímenes europeos más conservadores, Prusia, Austria y Rusia, decidieron actuar. Crearon por iniciativa del czar Alejandro I la denominada Santa Alianza, cuya función, tras la intervención del primer ministro austriaco Metternich, fue la de intervenir en todo territorio europeo para sofocar cualquier atisbo de liberalismo (Bassett, 2015: 292).
Al Imperio Austríaco esta estrategia a escala continental le sirvió para reforzarse y a su vez extender su influencia en toda Italia, pero acabarían por traicionar la alianza. Entre otras muchas revueltas y alzamientos de 1848 destacó la Revolución Húngara; un extenuado y mal preparado ejército imperial no podía enfrentarse con un alzamiento generalizado de la nacionalista Hungría. Por ello el recién nombrado emperador Francisco José I debió pedir ayuda a su vecino ruso Nicolás I, que aceptó sin condiciones. Finalmente la revuelta fue aplastada y el Kaiser le debió la vida al Czar, favor que jamás devolvió (Bassett, 2015: 308).
Así pues en Europa reinó la represión contra todo liberalismo radical en pro del statu quo durante bastante tiempo, pero siempre pueden encontrarse hijos díscolos. Tras las Guerras Napoleónicas en el Reino de Francia se implantó una monarquía parlamentaria para aplacar los ánimos con Luís XVIII, sucedido por su hermano Carlos X. Pero éste poseía pretensiones absolutistas que forzaron su abdicación en los alzamientos de 1830; fue seguido por el liberal Luis Felipe I, quien también cayó en un conservadurismo que no terminó de agradar a los franceses, que acabaron expulsándolo en un alzamiento en 1848 (Rapport, 2008: 206).
Quedó proclamada la Segunda República Francesa, de corta duración pero con grandes reformas, en la que acabó siendo elegido primer (y único) presidente Carlos Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del emperador. Éste nunca renunció al sueño imperial de su tío abuelo y en 1852 se nombró emperador tras un golpe de estado sin casi oposición. Pero Napoleón III (que así sería conocido) no estaba satisfecho y quería recobrar el orgullo del ejército francés mediante grandes gestas que le legitimasen en el trono, encaminándose a ello en su política exterior (Palmade, 1981: 50).
Más allá del mar estaba el Imperio Británico, en los inicios de lo que fue su gran apogeo en la era Victoriana. Momento en el que, amparado la que será su monarca más longeva hasta entonces, Victoria I, se industrializó de forma intensiva. Mejoró las conexiones con todo su territorio y reafirmó su control marítimo y colonial ante el resto de potencias que tardarían en rivalizar con ella. Al contrario que otros países, los problemas surgidos en las revoluciones de 1848 apenas le afectaron, con sólo ciertos conatos cartistas (diversos grupos demandando reformas) que fueron pronto reprimidos (Palmade, 1981: 50)
Pero un nuevo factor entraba en juego de forma decisiva en la opinión pública inglesa. El periódico. Por primera vez la voluntad de las masas dirigidas por estos panfletos se hizo patente, obligando a los políticos modernos a seguir las demandas populares con el lema vox populi vox dei y a los más conservadores a adaptarse o morir. De ahí vendría la confrontación entre dos políticos de distinto signo, Aberdeen y Palmerston, consiguiendo el segundo ser representado por los periódicos como la voz de la voluntad inglesa e imponer su opinión intervencionista en materia bélica (Rapport, 2008: 266)
Por su lado el Imperio Otomano previo a la Guerra de Crimea estuvo liderado por el sultán Abdülmecit I desde 1839. Éste inició su reinado a los 16 años con talante reformista, muy influenciado por diplomáticos extranjeros (mayormente ingleses). Al poco de su investidura hizo público el decreto de Hatt-i Sharif de Güldhane, que prometía a todos los súbditos del Sultán igualdad jurídica, seguridad y respeto a su propiedad y honor independientemente de su “millet” (grupos religiosos en el Imperio Otomano). Este decreto dio el pistoletazo de salida a las reformas de Tanzimat, nombre dado a la época iniciada en el reinado de Abdülmecit I hasta finales de los ochenta del s.XIX, por las que el decadente imperio intentó actualizarse (Badem, 2010: 46).
Todo en un inicio parecía bien encaminado y dirigido a una reorganización europeísta. Los propios jerarcas del Imperio entendieron que de querer preservarlo debían dejar de dar semejante trato de ventaja a sus súbditos musulmanes. Pero el Imperio nunca fue un ente compacto y pronto se vio la reacción a las intenciones del soberano.
En 1860 se dieron cifras aproximadas de la población del Imperio, con algo más de 35 millones de habitantes, de los cuales sólo un 10% eran de etnia turca, con un 40% del total cristianos frente al 60% restante musulmán. Los ismaelitas, junto con las antiguas élites locales, protestaron enérgicamente contra las reformas, llevados por una ortodoxia que llegó a derivar en verdaderas masacres (algo común siempre que los cristianos no aceptaban su posición inferior) (Figes, 2012: 70).
Los ingleses, principales promotores de sus reformas, conscientes de los muchos problemas nacionalistas que acarreaba el Imperio y angustiados por su continua persecución de los cristianos, a punto estuvieron de retirar el apoyo a la Sublime Puerta (Badem, 2010: 58). El Imperio estaba sumido en una verdadera crisis. Era época de nacionalismos en la que los súbditos otomanos serbios, búlgaros, griegos y rumanos (sin contar con los egipcios) comenzaron lentamente a mostrar su descontento, normalmente brutalmente reprimido. Pero, como veremos, el meterse con nacionalismos eslavos o con gentes de religión cristiana ortodoxa, no agradaba a su vecino ruso (Basset, 2015:304).
MARCHA HACIA LA GUERRA
Desde el inicio del dominio otomano sobre poblaciones cristianas éstas fueron sometidas a escarnio mediante gravámenes exclusivos, prohibiciones arbitrarias y demás tratos excluyentes en caso de permanecer fieles a su religión. En ningún caso se cuenta aquí algo desconocido. La mayoría musulmana sometía al resto de millets para su beneficio, pero a su vez eran las tierras de mayoría cristiana (la zona europea principalmente) las más ricas del Imperio; pudiendo éstos acceder en muchas ocasiones a buenos puestos en la administración y comercio.
Pero aparte de los problemas con los musulmanes, también los había entre los propios cristianos, pero de un modo sustancialmente diferente. La lucha para discernir cual era el cristianismo dominante en tierra santa no era sino una lucha entre potencias europeas movidas por su interés en tener una presencia preponderante en el lugar (Figes, 2012: 36).
Francia misma tenía aun en el s.XIX la viva conciencia de ser heredera de las cruzadas. Dirigidos por una diplomacia destinada a fomentar el catolicismo y la presencia gala, intentaron por todo medio hacer tratados con la Sublime Puerta que les diesen preeminencia sobre el resto de ramas cristianas. Cabe remarcar que en esos momentos el intervencionismo extranjero en tierra otomana era el mayor hasta la fecha con Inglaterra a la cabeza.
Pero si había una rama cristiana que sobresalía sobre el resto era la ortodoxa, mayormente rusa, que cada año traía a tierra santa una cantidad aun mayor de peregrinos. Destacaban éstos por su gran fanatismo, que la opinión pública francesa y sobre todo inglesa en sus periódicos tildó de bestial. Los propios ingleses tenían gran simpatía por los mahometanos debido a la quietud de su credo en comparación con los “bárbaros asiáticos” ortodoxos, a los cuales veían más cercanos al paganismo.
La religión en Rusia no era percibida como en el resto de estados europeos. En la época que se atravesaba estaban en auge el romanticismo y los nacionalismos que con éste iban encadenados y Rusia no se quedaba atrás. Para muchos rusos en ese momento ser ortodoxo implicaba ser ruso de pleno derecho, y de igual forma si uno no era ortodoxo, no era un verdadero ruso (Figes, 2012: 38).
El Papel de Rusia
Todo militar en el ejército de Nicolás I conocía las campañas que llevaron a Rusia a su mayor gloria en tiempos de Catalina la Grande. Gracias a esta muy conocida emperatriz (de origen alemán) el Imperio se expandió con las particiones polacas y con la anexión del Khanato de Crimea en 1783. Con su nuevo acceso al mar Rusia consiguió extender su influencia al Imperio Otomano, con el cual siguió la política del “vecino débil” del que aprovecharse y mantener con vida artificialmente, llegando a enviar tropas para socorrerle cuando Egipto se alzó contra el sultán.
Pero en sus guerras Rusia no sólo buscaba ganancias territoriales. Al finalizar la guerra con los otomanos en 1774 se firmó el Tratado de Kuchuk Kainarji, que entre otros beneficios permitía a Rusia, de forma ambigua, proteger a los ortodoxos del Imperio Otomano. Gracias a esta cláusula Rusia justificó durante mucho tiempo su intervencionismo presente y futuro en el Imperio (Badem, 2010: 64).
Los propios rusos se esforzaron en que los eslavos dentro del Imperio Otomano (tanto sometidos a control directo turco como en los Principados del Danubio) tuviesen a Rusia como a una segunda patria. Por el anterior tratado mentado a éstos se les permitía navegar con bandera rusa; y de igual forma en toda guerra contra el turco se apeló a la religión. En su momento la propia Catalina o su hijo Nicolás llegaron a identificarse como herederos de del Imperio Romano (bizantino), teniendo la intención de resucitarlo de así poder (Figes, 2012: 68).
La propia Rusia no era precisamente bien vista por potencias liberales como Francia o Inglaterra. Ya en 1831, en el ciclo de revoluciones que azotó Europa, Polonia se alzó contra el yugo ruso. En un principio se pudo albergar esperanzas de victoria pero los ejércitos del Zarato se impusieron. La represión no fue menor y ésto le valió a Nicolás I el sobre nombre de “el Gendarme de Europa”, al haber atacado tan brutalmente un movimiento nacionalista y liberal.
Pero los ingleses les tenían especial fobia. Desde su gran difusión los periódicos no hicieron sino sumir a la población en un estado de histeria colectiva contra esta potencia hasta poder catalogarla sin miedo a equivocarse como “el coco ruso”. Según los periódicos y todo “experto”, ésta no era sino una nación tiránica de orígenes asiáticos, pagana y bárbara que pugnaba por la dominación mundial. De ahí la rivalidad anglo-rusa en El Gran Juego de Oriente Medio. Los propios ingleses tenían pavor por una (improbabilísima) invasión rusa de la India. Pero lo que más les perturbaba (en este caso a los más avispados) era la interferencia rusa en el pujante comercio británico del Imperio Otomano (Figes, 2012: 100).
Por ello debían, no sólo contrarrestar su influencia en el lugar, sino acabar con Rusia como potencia para prevenir la expansión de su barbarie. Ésta fue la línea que dirigió al conocido político inglés Lord Palmerston, en contra del primer ministro y de opinión más moderada Aberdeen (incluso la reina Victoria en la intimidad veía con buenos ojos las acciones rusas, sin poder parar la maquinaria bélica) (Malatesta, 2019: 38).
Aquello, sumado a la necesidad de Napoleón III de conseguir victorias, empujó a su diplomacia en Turquía a desafiar a la ortodoxia reclamando ventajas para el catolicismo en Tierra Santa. Nicolás I se enfureció y, ya con ínfulas de cruzado, lanzó un ultimátum a los otomanos exigiendo como máxima la capacidad de intervención ilimitada de Rusia en defensa de los súbditos ortodoxos otomanos. Si proclamó exigencias tan desmedidas fue porque creía ciegamente en la intervención en su favor de su antigua aliado austríaco. Pero la razón por la que los otomanos no aceptaron tales proposiciones (que les hubieran rebajado a un estado bajo influencia rusa) fue por los alzamientos islámicos en todo el país demandando guerra, que de no haberse obedecido posiblemente hubiesen acabado en una revolución contra el Sultán (Badem, 2010: 82).
La guerra contra Rusia se declaró, iniciándose las hostilidades el 19 de octubre de 1853. Los rusos habían ocupado “para combatir contra el infiel y por la cristiandad ortodoxa” (en un intento de acercar a la población local a la lucha) los Principados del Danubio. Querían cruzar el río, a lo que se opusieron los otomanos. Pero la flota franco-inglesa ya asomaba por los Dardanelos, lista a la declaración de guerra de sus naciones para intervenir. De entre las grandes potencias sólo Prusia se abstuvo de participar, manteniendo su política neutral y llegando incluso a ser despreciada como poder secundario por algunos (Clark, 2016: 610)
EJÉRCITOS, PRIMERAS ACCIONES Y FRENTE DANUBIANO
Los dos ejércitos que cruzaron el Prut (frontera rusa con los principados y actual entre Moldavia y Rumania) estaban compuestos por 91.000 soldados rusos (de los cuales la mitad morirán en un año por la mala atención médica) dirigidos por el veterano Mariscal de Campo Iván Paskévich, conocido por haber dirigido los ejércitos del czar contra los polacos décadas atrás. Paskévich creía que una vez ocupados Valaquia y Moldavia los propios eslavos del Imperio Otomano se rebelarían, haciéndole la guerra un mero paseo, pero no fue así; los eslavos o bien se mantuvieron pasivos o bien pronto fueron brutalmente reprimidos por las autoridades otomanas (Figes, 2012: 212).
El ejército ruso en ese momento era el mayor del mundo, contando con hasta dos millones de efectivos (entre el millón de regulares y de irregulares y reservistas). Su desventaja era tener un territorio a guardar excesivo, careciendo de medios de transporte como el ferrocarril y suponiendo su propia existencia una carga casi insostenible para la extenuada economía servil rusa. Estaba algo anclado en tácticas pasadas, con una arraigada cultura del desfile, ignorando casi cualquier otra táctica que no fuese el avance ordenado para maximizar el efecto de las salvas (Badem, 2010: 61).
Por su lado el ejército de Rumelia otomano estaba dirigido por Omar Pasha (de origen serbio ortodoxo), con hasta 150.000 hombres distribuidos entre los fuertes del Danubio. El ejército de Rumelia se caracterizaba por ser el más europeizado (y por ello el mejor entrenado) del Imperio Otomano; pero también contaron en esta campaña con 20.000 egipcios y 8.000 tunecinos de los que se cuenta desfilaban por las calles de Constantinopla con lanzas y estandartes vociferando en muchos idiomas.
El ejército del Imperio Otomano en general seguía como en tiempos napoleónicos. Las reformas militares iniciadas décadas atrás (por no decir todas) poco se aplicaron, con oficiales tremendamente deficientes. Mientras que la gran mayoría de sus soldados no se movían sino por la yihad proclamada contra los ortodoxos (motivo por el que se comportaron con suma brutalidad con todo aquel que capturaron, civil o militar).
De otros ejércitos participantes en esta crónica, como el inglés o francés, baste contar con que estaban mejor entrenados, preparados, avituallados y tratados que cualquiera de los anteriormente . Por dar cifras, el coste anual en rublos de sustentar a un soldado turco y ruso sería respectivamente de 18 y 32, mientras que un francés y un inglés 85 y 134. Aunque el ejército mejor preparado sin ninguna duda fue el francés, que aun con tácticas en el alto mando algo anticuadas, poseía oficiales preparados y soldados bien pertrechados (Badem, 2010: 54).
Por su banda la dirección del ejército inglés daba mucho que desear. Era común que la alta oficialidad no estuviese compuesta por veteranos o expertos, sino por nobles que adquirían su puesto y galones mediante puja, capando la capacidad de su ejército. A la vez que ninguno de sus dirigentes en esta nueva guerra tenía experiencia militar posterior a Waterloo, dejando mucho que desear (Malatesta, 2019: 32).
Frente Danubiano y Alrededores
Los primeros movimientos de la guerra se produjeron en el cenagoso delta del Danubio en choques como la Batalla de Oltenita, escaramuzas o pequeñas batallas sin gran repercusión. El Czar quería dirigirse a Serbia, donde aguardaban ansiosos revolucionarios. Pero Paskévich hábilmente cambió de opinión al soberano; de haberse alzado los serbios otomanos Austria hubiera entrado decididamente en guerra contra Rusia para evitar un contagio en sus territorios. Por ello el mariscal ruso decidió poner sitio a la fortaleza otomana de Silistria en el Danubio, tras la que podrían atacar Adrianópolis y alzar a los búlgaros antes de la intromisión de las potencias europeas; entre las cuales Francia (de población mayormente anti-belicista) siguió enviando ofertas de mediación, rechazadas (Figes, 2012: 261).
A la vez los turcos dieron inicio a su campaña en el Cáucaso. Era ésta zona montañosa de gran resistencia musulmana contra el invasor, donde los otomanos encontraron buenos aliados. Pronto ganaron posiciones como la fortaleza de San Nicolás (actual Shekvetili). Pero para proseguir con tal campaña necesitaban suministros provenientes del Mar Negro venidos con su armada (Badem, 2010: 143).
Esta marina seguía sin recuperarse desde la Batalla de Navarino en 1827; pero con el acercamiento de las embarcaciones aliadas se confió e instó a la escuadra rusa del vicealmirante Pavel Najimov (que patrullaba el Mar Negro oriental) a atacarles en Sinope (norte anatolio), esperando la intervención anglo-francesa.
En la Batalla de Sinope la flota rusa no sólo contaba con mejores navíos (6 navíos de línea, 2 fragatas y 3 vapores, armados éstos con cañones pesados y obuses explosivos), sino que además contaba con experimentados oficiales y una marinería disciplinada. Mientras la escuadra otomana (7 fragatas, 2 corvetas y 3 vapores), estaba dirigida por el almirante Osmán Pasha. La batalla se resolvió pronto, todos los barcos otomanos fueron destruidos por la superior artillería rusa menos un vapor, que consiguió huir e informar a Estambul. A continuación Sinope fue sometida a 6 días de continuado bombardeo, con la población previamente evacuada (Badem, 2010: 109).
La reacción aliada no se hizo esperar. Palmerston tomó el ataque a la armada otomana como una indirecta contra la suya propia y así se reprodujo en todo periódico inglés. Mientras, los religiosos galos instaban a sus soldados a marchar nuevamente como cruzados (pero contra un enemigo ortodoxo). El 27 y 28 de marzo de 1854 Inglaterra y Francia respectivamente declararon la guerra a Rusia (Malatesta, 2019: 38). No tenían una estrategia clara para proceder, pero querían rebajar la influencia rusa en oriente. Pronto iniciaron la campaña, bombardeando el puerto comercial de Odesa el 22 de abril, intrascendente militarmente pero bloqueando el acceso al mercado (Sweetman, 2001: 28).
A principios de abril ingleses y franceses, dirigidos respectivamente por lord Raglan y el mariscal Saint-Arnaud, comenzaron a desembarcar tropas en Galípoli. Pasando por Estambul acabaron en Varna, ya que su intención era frenar el avance ruso. Surgieron complicaciones no previstas, como el mal comportamiento entre los dos ejércitos, que seguían recelando entre ellos desde los tiempos de Napoleón, y el mal trato que ambos proferían al despreciado ejército otomano. Había en esos momentos en las inmediaciones de Varna (Bulgaria) un total de 30.000 franceses, 20.000 ingleses e igual número de turcos esperando a reforzar a los sitiados en Silitria. Pero jamás llegaron a intervenir, bien por la retirada rusa, por el incendio que azotó Varna (alcanzando sus suministros) o por las dificultades que causó el verse afectados por una epidemia de cólera, gracias a las malas aguas que poblaban el pantanoso lugar (Badem, 2010: 177).
Los rusos ya habían tomado las tierras circundantes a la fortaleza, bombardeaban incesantemente el lugar con 500 cañones y daban continuos asaltos, pero Silistria no caía. El 21 de junio, víspera del último gran asalto al lugar (que muy posiblemente hubiera resultado exitoso), se recibió la noticia que el propio León Tolstoi (presente en casi todo acto de la guerra) describió como “una verdadera desdicha”. Debían retirarse.
Los austriacos continuaron acumulando tropas en la frontera con Serbia hasta alcanzar los 100.000 soldados, listos para una invasión, y las tropas aliadas podían reforzar Silistria en cualquier momento. El ejército del czar debió retirarse a tierras rusas y abandonar los principados. Ello lo hicieron seguidos por 3 ejércitos, el austriaco que ocupaba los principados tras ellos, el otomano que se encargaba de decapitar a todo ortodoxo que cayese en sus manos, y el de refugiados huidos de las represalias (Sweetman, 2001: 31).
Otros teatros de la guerra, como el báltico y pacífico, fueron de menor importancia y, en cualquier caso, poco decisivos. En el pacífico tenemos el Sitio de Petropavlosk (Kamchatka) en septiembre de 1854; una escuadra franco-inglesa intentó tomar la ciudad sendas ocasiones con igual resultado, rechazados por una guarnición menor. La intención aliada era cortar los accesos marítimos de Rusia. Mientras en el Báltico la intención última inglesa era la de tomar San Petersburgo y humillar al Zarato, pero jamás llegaron tan lejos. En todo caso se limitaron a lanzar incursiones contra las fortalezas bálticas rusas, como el infructuoso bombardeo de Sveaborg o la destrucción de la fortaleza de Bormasund.
Los objetivos oficiales de la guerra fueron culminados. Los principados volverían a dominio otomano y el Imperio Ruso fue expulsado; pero ni ingleses ni franceses querían acabar ahí. Sus tropas se dedicaron a morir en Varna sin combatir y a ninguno le benefició el resultado. Los ingleses ansiaban acabar con la influencia rusa y los franceses una gran victoria con la que coronar la guerra. Ésta había de continuar, aun con la disconformidad austriaca.
Los altos mandos del ejército aliado discutieron sobre donde asestar el nuevo golpe y prácticamente improvisaron. Tenían que sacar pronto a las tropas de Varna si no querían quedarse sin ejército, por ello decidieron atacar Crimea, hogar de la armada rusa en el Mar Negro, donde gozaron de la ayuda de los tártaros musulmanes locales. Las tropas estaban listas para partir, tras el embarque el 7 de septiembre, en un gran convoy de hasta 400 naves. Aunque ninguna de ellas supo hacia donde se dirigían (o contra quien en algunos casos), ya que no habían sido informadas.
RUMBO A CRIMEA
Pronto asomó Crimea en el horizonte de la flota y hubieron de decidir apresuradamente el punto de desembarque. Éste finalmente se situó en la bahía Kalamita, al norte de Sebastopol, para la cual rindieron el 13 de septiembre el puerto de Eupatoria en su flanco. El desembarco se produjo el 14 de septiembre comenzando los franceses, que en orden desembarcaron y montaron su campamento en la costa crimeana; mientras los ingleses no lo finalizaron hasta el 19 de septiembre debido a su desorganización, sin siquiera tiendas de campaña los primeros días (Figes, 2012: 304).
La intención inicial aliada era la toma sorpresa de Sebastopol, pero los 45 kilómetros que separaban el punto de desembarco de la ciudad y la tardanza inglesa desbarataron el plan. Para el momento en el que todas las tropas se hallaban listas para avanzar los rusos, dirigidos por Menshikov, prepararon la defensa de los altos del río Alma con 35.000 hombres en posiciones fortificadas en el centro y este, dejando desprotegido de artillería el oeste al abrigo de un barranco que creyeron inescalable.
La Batalla del Río Alma
Con 60.000 hombres, ingleses en el flanco izquierdo y franceses con el contingente turco en el derecho, se dispuso la batalla contra las posiciones rusas, defendidas con 100 cañones. Ambos ejércitos debían avanzar a la vez para que los ingleses envolvían por el este las posiciones rusas mientras eran bombardeados por la marina en el oeste. A la hora de la verdad los ingleses comandados por lord Raglan no avanzaron, esperando a un éxito galo por no arriesgar tropas (Sweetman, 2001: 37).
Por el flanco oeste los zuavos franceses comenzaron a escalar el barranco de más de 50 metros hasta alcanzar las posiciones rusas. No sólo tenían mejor armamento, sino que además sorprendieron completamente al enemigo. La situación rusa fue difícil y, cuando los zuavos consiguieron subir su artillería, insostenible. Pronto todo el flanco izquierdo ruso debió retirarse por la presión de toda una división enemiga que ya había escalado (Figes, 2012: 318).
Mientras tanto el centro francés estaba encallado en el río Alma pidiendo a los ingleses ayuda, ya que aun no intervenían. Finalmente avanzaron hasta el río de forma caótica, oportunidad aprovechada por los rusos, que salieron del Gran Reducto a 500 metros para cazarlos. Los ingleses fueron completamente rechazados; negándose a volver a avanzar para simplemente dar salvas con las que contener a los rusos. Tras breves instantes los soldados se dieron cuenta de la gran efectividad y ventaja que tenían sus rifles Minié sobre los anticuados mosquetes rusos; únicamente con sus disparos acabaron por desalojar la artillería y soldados rusos del reducto pudiendo tomar la posición.
El resultado acabó en una completa desbandada hacia Sebastopol. La batalla se saldó con 2.000 bajas británicas, 1.600 francesas y 5.000 rusas. El último obstáculo hasta la ciudad fue vencido (Badem, 2010: 268).
INICIO DEL SITIO
Tras la victoria de las tropas aliadas en Alma, el ejército ruso tornó en caos. De haber avanzado inmediatamente tras la victoria hubiesen conseguido tomar Sebastopol prácticamente sin resistencia, pero los aliados prefirieron esperar. Mientras que en el aspecto marítimo, ante la manifiesta incapacidad de la armada del Mar Negro de hacer frente a la aliada, se optó por una solución radical. Hundieron 5 barcos de vela y 2 fragatas en la boca del puerto bloqueando así su paso y protegiendo por ende el interior de la ciudad.
En esos momentos Sebastopol se hallaba, en lo que respecta a fortificaciones, tal y como se fortificó en 1818, pues se pospuso continuamente un plan de 1834 para modernizar la plaza. Por el norte defendía la ciudad un fuerte estrellado cuya misma integridad estructural peligraba por el paso del tiempo, no adaptado a la artillería de la época y pobremente dotado; el puerto poseía por su parte grandes muros armados con potentes baterías y el fuerte Alejandro a la cabeza, igualando si no superando a una posible armada enemiga; y por el sur estaban las defensas directas de la ciudad, consistentes en un muro de piedra de 4 metros de altura y 2 metros de ancho con troneras y baterías que únicamente protegía ciertas partes de la urbe (Figes, 2012: 354).
La propia guarnición, compuesta por 5.000 soldados y 10.000 marinos, creían la ciudad indefendible. La ciudad, de 45.000 habitantes en aquel entonces, comenzó las labores de fortificación cuando el enemigo se hallaba a pocos kilómetros de la misma. Mientras Menshikov la abandonó retirando gran parte de sus fuerzas hacia Bajchisarái, al noreste de Sebastopol, de forma que el grueso de su tropa no quedase aislado en la ciudad y pudiese maniobrar contra el ejército sitiador.
En el ejército aliado había cierta disensión acerca del proceder. Los ingleses querían tomar la plaza al asalto, mientras los franceses, que acabaron imponiéndose, querían emplear un sitio a la antigua usanza. Al no poder contar con el apoyo marítimo en el sitio debido al bloqueo del puerto se decidió sitiar la plaza únicamente desde el sur “para evitar el calor de la planicie” en palabras de Raglan.
La noche del 9 de octubre silenciosamente las primeras trincheras fueron excavadas por los franceses, aunque trabajando bajo cañoneo enemigo desde entonces. El día 17 dio comienzo el bombardeo, con 72 cañones ingleses y 53 franceses de diferente calibre y tipo, contestados por los 76 cañones rusos (Malatesta, 2019: 38). Durante todo el día la cañonería terrestre y marítima aliada castigó la ciudad que contestaba con el fuego de sus propias baterías. Resistieron mejor que el enemigo e infringieron más bajas. Y, aunque murió el almirante Kornilov, encargado de la defensa, los rusos vieron reforzada su moral al desmitificar la invencibilidad aliada.
Por su parte los aliados para aprovisionarse de forma adecuada y no estirar sus líneas de abastecimiento tomaron un par de puertos a pocos kilómetros al sur de Sepastopol; como Kamiesh (parte de Sebastopol hoy en día) y Balaclava, donde se asentaron los ingleses, construyendo varios reductos guarnecidos con turcos para su protección. Pero pronto Rusia intervino.
La Batalla de Balaclava
Los rusos, dirigidos por el teniente general Pavel Liprandi, quisieron cortar el sitio recientemente iniciado evitando el aprovisionamiento enemigo. Para ello se dirigieron con 60.000 hombres (más de la mitad en la reserva) y 78 cañones contra las defensas británicas de Balaclava (Figes, 2012: 364).
En el lugar los británicos habían iniciado la construcción de 6 reductos defensivos, de los cuales 4 estaban preparados y guarnicionados. Cada uno protegido por alrededor de 500 otomanos con 2 o 3 cañones de 12 libras. Contando al sur con la brigada 93º Highlander y al oeste con la caballería pesada y la ligera; menos de 5.000 hombres en total.
El ataque dio comienzo el 25 de octubre con la instalación al este de los reductos de una batería rusa que bombardeó el primero de ellos. De los 500 otomanos que lo defendían 170 murieron a causa del bombardeo al que malamente pudieron contestar, para ser expulsados por unos 1.200 infantes rusos que lo asaltaron. Aunque en principio resistieron fieramente, al final el resto de reductos siguió el camino del primero y emprendieron la retirada perseguidos por cosacos. Los rusos ocuparon todos los reductos mientras desarticulaban el cuarto y se llevaban sus cañones.
Creyéndose con la delantera, 4 escuadrones de caballería rusa cargaron contra la aparentemente indefensa brigada Highlander. En este momento se dio la “delgada línea roja” en inglés, en la que la brigada consiguió rechazar a la caballería rusa con una formación de dos hombres de grosor con sus fusiles minié. Contestando los rusos con 2.000 húsares de refuerzo que fueron rechazados por 700 hombres de la caballería pesada inglesa (Malatesta, 2010: 39).
La caballería rusa decidió retirarse a su campamento, pero el que se llevasen cañones de los reductos no sentó bien a lord Raglán. Éste ordenó que la Brigada Ligera, mixtura de dragones, lanceros (al frente) y húsares (a retaguardia), cargase contra sus antiguos reductos, contando con apoyo de infantería; pero la caballería no veía sus objetivos por el accidentado terreno y llegaron a estar 45 minutos esperando órdenes «coherentes». Finalmente, y con la insistencia del miembro de estado mayor Louis Nolan (de los primeros en morir), cargaron, pero en dirección equivocada. Se dirigieron contra el centro de la artillería rusa con 12 cañones y no contra los reductos, mientras recibían proyectiles también del norte y sur por las colinas donde los rusos se posicionaban (Malatesta, 2019: 41).
La carga fue un éxito. Consiguieron arrollar los cañones rusos y ahuyentar una caballería cosaca 5 veces superior para volver sin excesivas molestias.
De los 661 jinetes que cargaron a un objetivo a 2,5 kilómetros de distancia, 362 caballos se perdieron, 113 jinetes perecieron, 134 fueron heridos y 45 fueron capturados (un total de 292 bajas, que no muertos) para 180 bajas rusas. Más tarde periódicos, políticos y poetas se encargaron de mitificar esta carga mal calculada, destacando entre ellos el corresponsal de guerra William Howard Russell (Malatesta, 2019: 30).
Aun hoy en día ambos bandos se adjudican la victoria. Aunque realmente finalizó como una victoria táctica rusa, que consiguió apoderarse temporalmente de los reductos aun sin expulsar a los ingleses de Balaclava. Los ánimos rusos estaban por las nubes, incluso el mismo czar mostró su alegría; tal contento les llevó a emprender movimientos que acabarían por lamentar.
Batalla de Inkerman
Días antes de la Batalla de Inkerman se produjo la llamada “pequeña Inkerman”, en la que 5.000 rusos atacaron posiciones británicas al este de Sebastopol. Fueron dispersados por la artillería y rifles de 2.600 ingleses que ahí fueron sorprendidos, pero no era sino el comienzo (Figes, 2012: 386).
Nada más conocer la noticia de la Batalla de Balaclava, el czar animó una nueva y mayor operación. En este caso, una vez llegadas las divisiones de refuerzo, Menshikov ideó un plan para, con su ejército de 107.000 hombres, tomar los montes Inkerman y romper el sitio teniendo acorralado al sitiador. Hasta 3 ejércitos debían compenetrarse para reunir más de 30.000 hombres en una estrecha franja de tierra entre colinas para asaltar al enemigo, algo muy complejo. Pero con la baja coordinación que caracterizaba al ejército ruso y los cambios de planes de última hora de Dannemberg, el comandante en la batalla, casi imposible (Sweetman, 2001: 56).
El 5 de noviembre por la mañana los 19.000 hombres y 38 cañones de 12 libras de Soimonov avanzaron por el norte, 6.000 de los cuales tomaron por sorpresa la colina del obús a unos ingleses que ingnoraron toda advertencia gracias a una densa niebla que les garantizó pasar inadvertidos. Toda victoria rusa quedaría acallada. El campamento de la 2º División inglesa, y por ende todo el ejército, fue conscientes del asalto, los refuerzos estaban al caer. Pennefather, comandante de los británicos en la batalla, decidió esperarlos sosteniendo a los rusos en un duelo de salvas en las que era superado hasta por 6 a 1; pero aguantaron, y con los minié incluso ganaron terreno.
Soimonov no ordenó la carga al no ver los hombres de que disponía el enemigo debido a la niebla; de poco le valió, un disparo acabó con su vida. Ya nadie tomó el mando de sus hombres y se hizo el caos. Y por si había de añadirse mala gestión, el puente que cruzaba el río Chernaya, y por el que debía transitar el ejército de 16.000 hombres de Pavlov, no se hallaba en condiciones, debiendo esperar a su reparación. Finalmente éstos se dividieron en 3 cuerpos y asaltaron las posiciones británicas, que se resistieron fieramente a ser desalojadas.
Una de las posiciones por la que más se peleó (más por orgullo que por que ésta tuviese importancia) fue la de la Batería de Saco de Arena. Ésta se hallaba en la vanguardia de las fortificaciones británicas, cambiando de mano en innumerables ocasiones. Momentos hubo en que los propios rusos superaron en 10 a 1 a los británicos, que gracias a la estrechez de la cornisa consiguieron expulsarlos para sucumbir ante un contraataque más tarde.
El caos en el ejército ruso era mayúsculo. El tercer ejército, el dirigido por Gorchakov, era menor de lo esperado y a su vez fue mal dirigido. La mitad de sus efectivos se retiraron a la reserva y la otra mitad esperaban en retaguardia. Mientras que los hombres del frente estaban sin ninguna dirección, desmoralizados (Sweetman, 2001: 59).
El ejército francés de Bosquet, donde tanto destacaban los zuavos, apareció para rescatar a los ingleses de una difícil posición. Los zuavos expulsaron a los rusos de Saco de Arena y rechazaron toda carga opuesta. Dannemberg seguía confiando en la artillería pero pronto los ingleses se reforzaron con 2 cañones de 18 libras, impidiendo cualquier recuperación.
Se tocó retirada, produciéndose una masacre entre las tropas rusas. Los aliados no tuvieron gran pérdida, con 2.357 hombres por parte británica y 1.743 por parte francesa. Pero los rusos tuvieron que soportar unas 11.974 bajas entre muertos y heridos. Tan siquiera recogieron sus cadáveres por miedo a desmoralizar al ejército (Sweetman, 2001: 60).
EL INVIERNO PENINSULAR
De igual forma que cuando decidieron invadir Crimea, decidieron quedarse a pasar el invierno: sin tener ni idea de a qué se exponían. Es más, creían el clima del lugar sería «apacible» (Figes, 2012: 408). El invierno dio comienzo a mediados de noviembre, con ventiscas, una nevada intensa y un tornado que arrasó 27 navíos ingleses y franceses (contando entre las mayores pérdidas unos 40.000 uniformes de invierno ingleses y 10.000.000 de balas de minié). Las tiendas, las que no habían volado, se hallaban destrozadas y tan siquiera aislaban del suelo, debiendo dormir los soldados las más de las veces en un barrizal (Malatesta, 2019: 31).
Los británicos pasaron un invierno atroz. Tan siquiera tenían ropa de abrigo, vestidos únicamente con su uniforme de gala veraniegos; con unas tiendas inservibles y padeciendo la mayoría disentería o cólera. Mientras que los franceses no sólo poseían grandes prendas de abrigo y tiendas más espaciosas y cuidadas, también tenían panaderías y cantinas propias que les servían una comida bien preparada, disminuyendo el riesgo a enfermar. También asfaltaron carreteras y organizaron convoyes para mejorar el abastecimiento, cuando los británicos atravesaban una caótica Balaclava para cruzar 10 kilómetros de barrizales en mula (de haberla). Finalmente los ingleses construyeron un ferrocarril hasta los campamentos que mejoraría notablemente la afluencia de suministros, pero no hasta primavera, cuando lo peor ya había pasado. De los más de 20.000 ingleses que iniciaron la campaña, menos de 11.000 estaban en condiciones de continuar.
Sanación en Tiempos de Guerra
También hubo figuras relevantes durante la guerra que no destacaron en batallas o gestas bélicas, como vienen a ser Florence Nightingale o Nikolái Pirogov, pioneros respectivamente en enfermería y cirugía.
Nightingale era una concienciada aristócrata inglesa que sufría por los soldados de su país que morían en el extranjero. Gracias a sus constantes demandas a las figuras más relevantes de su país consiguió llegar a Scutari (Estambul), donde estaba situado el centro médico aliado, a la cabeza del primer cuerpo de enfermeras británicas. Saneó y ventiló los hospitales (donde antes uno podía acudir con una herida leve y acabar muriendo por infecciones), dio ropas limpias a los pacientes y limpió el agua de la que se abastecían (principal razón del agravamiento de sus pacientes), sentando precedente en el trato a los enfermos y sus condiciones de reposo (Sweetman, 2001: 64).
Mientras el ruso Nikolái Pirogov fue un profesional de la medicina en el servicio de los cuerpos médicos militares. De su carrera destacan tres grandes aportaciones. Desde iniciados sus servicios fue pionero en el uso del éter como anestésico a los pacientes, que no sólo les ahorraba dolor, sino que evitaba en muchos casos su pérdida de conocimiento y ayudaba a evaluar su dolencia; aplicó en Sebastopol un pragmático sistema de selección gracias al cual podía distinguir a sus pacientes y tratar a los que podían salvarse primero, hacer esperar a los heridos leves y llevar a un hospicio a los que no podían salvarse. Y sería en tal hospicio en el que entrasen las enfermeras, que tanto valoraba Pirogov, ya que no sólo ayudaban en las operaciones, sino que trataban y daban consuelo a los convalecientes (Figes, 2012: 438).
La Batalla de Eupatoria y el Czar
Durante todo el invierno los comandantes rusos dejaron pasar oportunidad tras oportunidad de romper el cerco. Se creían incapaces de lograr una victoria con sus desmoralizadas tropas y dejaron pasar el tiempo. De igual forma el czar no envió refuerzos, el alto mando ruso tenía demasiado miedo a una intervención austríaca.
Pero llegó el momento en el que se decidió asestar un golpe que acabaría con las posibilidades aliadas. Tomarían al asalto Eupatoria, el puerto de desembarco aliado. Pero éstos no se mantuvieron ociosos desde su desembarco; en el lugar se mantuvieron más de 20.000 soldados otomanos dirigidos por Omar Pasha con 34 piezas de artillería pesada, la caballería francesa y la armada en los alrededores. Desde el inicio de las operaciones algunos comandantes rusos creyeron imposible la toma de la plaza. Dirigidos por el teniente general Jrulev contaban con 19.000 hombres y 108 cañones de pequeño calibre. Las operaciones dieron comienzo el 17 de febrero durante 3 horas. Las baterías enemigas barrieron el campo ruso, que finalmente recibió la carga de la caballería francesa. No hubo réplica posible.
Las bajas aliadas no alcanzaron los 500 hombres mientras las rusas fueron mayores de 1.500. La batalla no tuvo excesivas consecuencias aparte de las obvias; los rusos acabaron por desmoralizarse más, sin ser un golpe letal. Pero el primer instigador de la batalla no resistió la culpa. El czar llevaba desde primeros de mes enfermo de gripe y poco más tarde neumonía, pero en palabras de su médico “el sufrimiento espiritual del czar lo quebrantó más que su enfermedad física”. Así falleció Nicolás I un 2 de marzo de 1855, siendo sucedido por su hijo, el zarévich Alejandro (Figes, 2012: 475).
La situación aliada no era mucho mejor. Por mucho que los periódicos más conservadores franceses no hiciesen sino anunciar la cruzada y defender la guerra, la población estaba contra ella. Mientras que en Inglaterra comenzaron a filtrarse noticias de las pésimas condiciones de los soldados, causando gran consternación. En resumen, ambas potencias (pero mucho más Francia, que se arriesgaba a tener alzamientos) necesitaban rebajar sus expectativas y tener una gran victoria para abandonar la guerra. Debían tomar Sebastopol.
Mientras que por su parte el primer ministro de Piamonte-Cerdeña, el conde de Cavour, quiso intervenir en la guerra por parte aliada. Éstos se lo ofrecieron para empujar a Austria a intervenir también, aunque no lo hizo. Cavour quiso de esta forma ganarse el respeto de las potencias y, en un futuro, expandirse por Italia. Así el 10 de enero de 1855 Piamonte-Cerdeña entró en la guerra, llegando a enviar 18.000 hombres al frente (Figes, 2012: 488).
EL DERRUMBE DE UN COLOSO
Por su parte los estrategas aliados no quedaron ociosos. Sabían a la perfección que siempre que Sebastopol no quedase completamente aislada, no caería; para ello o bien atacaban el centro crimeano de Simferopol (a lo que se oponía Raglan) o tomaban la estratégica ciudad de Kerch, al este de Crimea conectando por mar con el resto de Rusia.
Se propuso una expedición inicial que hubo de cancelarse en último momento, motivo por el que el comandante francés Canrobert dimitió, sustituyéndole el general Pélissier. Y finalmente se inició ésta el 24 de mayo con 60 buques aliados y más de 15.000 hombres. La expedición fue un éxito atronador, tomándose Kerch y arrasando las vecinas y continentales Mariupol y Taganrog. Con este movimiento dejaban aislado Sebastopol de sus más valiosos pertrechos (Figes, 2012: 502).
Los sitiados durante el invierno no hicieron sino trabajar. Se centraron enormemente en la mejora de las fortificaciones, ahora casi inexpugnables; construyeron a su vez defensas exteriores que protegían los reductos principales de la ciudad, como el Mamelón, que defendía el Malajof o las Cantera que defendían el Gran Redán. Aparte, solían llevar a cabo continuos asaltos a las posiciones aliadas que, aunque resultaron siempre infructuosos, eran llevados a cabo para crear tensión en las trincheras e impedir el sueño.
En los credos de los dos bandos coincidió en fecha la Pascua, siendo ambos lados de la tierra de nadie una misa continua, sabían que poco faltaba para que diese paso un nuevo movimiento. Y así fue. El 9 de abril dio comienzo durante 10 días el mayor bombardeo hasta la fecha. Tiempo durante el cual los aliados atacaron casi de forma ininterrumpida la ciudad con más de 500 cañones, siendo contestados por un número algo menor de cañones rusos (debían disparar más lentamente o las balas se les acabarían). En total fueron lanzadas alrededor de 250.000 balas de cañón, dejando 4.700 víctimas en la ciudad (Figes, 2012: 522).
Los aliados estaban impresionados por la enconada resistencia rusa, que no solo aguantaba en sus posiciones sino que reconstruía diariamente bajo fuego enemigo todas sus fortificaciones. Debían mover pieza y, una vez acabado el intenso bombardeo, pasaron a la ofensiva.
El día 6 de junio en un ataque combinado de ingleses y franceses tomaron la Cantera y el aislado Mamelón respectivamente. Los ingleses costosamente ocuparon su posición, que continuamente recibía contraataques, pero el flanco francés consiguió su objetivo. Los zuavos a la vanguardia asaltaron los muros del Mamelón de más de 4 metros de altura, inutilizando sus cañones y acabando con la guarnición; pero intentaron sendos ataques al Malajof (conectado con el resto de fortificaciones) en un exceso de confianza que les ocasionó hasta 7.500 bajas. El ataque consiguió su principal objetivo, podía ahora iniciarse la última batalla, dándose antes pie a una tregua para recoger los vestigios de cada ejército (Sweetman, 2001: 67).
Pasos en Falso
La madrugada del 19 de junio dio comienzo el que hubiera debido ser el ataque final. Los soldados apenas durmieron y se esperaba un asalto general al Gran Redán y al Malajof con bombardeo previo. Pero los planes de última hora dieron aparición nuevamente; Pélissier decidió asaltar directamente el Malajof sin bombardeo a las 3, resultando en una completa catástrofe. A lo que los ingleses contestaron con otro asalto al Gran Redán con igual efectividad. Nuevamente las bajas no fueron sólo en el campo de batalla, donde una cifra alrededor de los 8.000 hombres fue cobrada por la tierra. El propio Raglan entró en una profunda depresión el día 26 de junio por la derrota, que acabó por darle fin al cabo de dos días (Sweetman, 2001: 68).
Pero las acciones no cesaron. El czar Alejandro quiso intentar romper el sitio otra vez; era consciente de que la ciudad no aguantaría mucho más y así se dirigió a sus generales. Un consejo de guerra decidió que la ofensiva daría comienzo el 10 de agosto contra posiciones franco-sardas en el Chernaya.
Se reunieron en manos de los generales Liprandi y Read (flanco izquierdo y derecho respectivamente) unos 60.000 hombres con 270 cañones contra unas posiciones defendidas por 27.000 soldados. En un inicio se intentó dañar sus fortificaciones con la artillería, pero ésta no sirvió sino para alertar a unos soldados bien resguardados de que estaban siendo atacados. Las tropas rusas se dividieron inútilmente atacando varias posiciones cuando hubieran debido de asestar un solo golpe, y la bien posicionada artillería francesa barrió con todo aquel que se adelantaba. El ejército ruso, que doblaba al defensor, se retiró.
Las bajas aliadas fueron de 1.800 hombres, y las rusas de 2.300, con 4.000 heridos. No hubiese sido algo tan alarmante de no haber casi 2.000 desertores. La moral rusa se recuperó relativamente tras resistir los asaltos aliados en Sebastopol, pero se fue completamente a pique tras llevar a cabo esta batalla, casi suicida, en la que se esfumaron las últimas esperanzas de resistencia. Ya a tales alturas de la contienda entre los hombres de ambos ejércitos se respiraba un cierto aire de compañerismo; ninguno de ambos sentía ya odio al contrario (Figes, 2012: 540).
Sebastopol ha de Caer
Se ordenó preparar un pontón que uniese el sur con el norte de Sebastopol para preparar la evacuación. Eran conscientes del futuro que le deparaba a la antigua base naval. El pontón midió 960 metros, el más largo hasta la fecha. Los aliados querían tomar de una vez la fortaleza. El gran reguero de desertores que llegaban diariamente les daba información de la mala situación de la plaza, que podía caer cualquier día. Y puestos a que por jornada los aliados perdían hasta 300 hombres, no había motivo para postergar lo inevitable (Sweetman, 2001: 69).
El 5 de septiembre se inició nuevamente un gran bombardeo con hasta 50.000 disparos de obús diarios que dañó gravemente las fortificaciones rusas, que ya a duras penas debido a la falta de munición podían contestar. El día 8 Pélissier y James Simpson (sustituto de Raglan) dieron la orden de ataque a la vez. Se concentraban en las trincheras preparados para el ataque más de 37.000 soldados franceses, ingleses y sardos que a una orden avanzaron contra los rusos en el Gran Redán y el Malajof en pleno cambio de guardia.
Hubo un problema, pues mientras los franceses se situaban a escasos 20 metros del foso del Malajof, los ingleses a 200 metros del Gran Redán. El destino de los segundos fue el de un ataque infructuoso con hasta 2.600 bajas. Mientras que las tropas francesas, encabezadas por los ya temibles zuavos y con la Marsellesa de fondo, avanzaron de un salto de sus posiciones y escalaron con una velocidad pasmosa los muros rusos. En tal momento sólo había en el Malajof tropas de reserva novatas, apenas rivales para semejante envite. El veterano regimiento de Kazán cargó contra los zuavos que flaquearon, pero el combate se mantuvo durante un tiempo que, según los propios combatientes, se prolongó indefinidamente (Figes, 2012: 564).
Refuerzos de uno y otro bando llegaron sin parar a la batalla que dentro de la misma fortaleza se había organizado. Los unos para aprovechar la brecha que muy posible nunca volviese a abrirse y los otros por intentar resistir desesperadamente. Ambos bandos quedaron en un empate técnico hasta que los franceses comenzaron a subir hasta sus posiciones los cañones pesados que dirigían hacia el Gran Redán y la misma Sebastopol.
La situación era crítica, en cualquier momento podían destruir el pontón o acribillar a los habitantes del lugar. Dio inmediato comienzo la evacuación de la ciudad mientras se desmantelaba el Gran Redán que ya consideraban insostenible bajo el fuego aliado de Malajof. La gran mayoría de los marinos de la flota del Mar Negro, que aun vivían para dar fe de su existencia, se negaron a abandonar la ciudad en la que tanta vida habían gastado, prefiriendo perecer en su defensa. Fueron quienes resistieron a los zuavos. La ciudad se sometió a la tierra quemada. Nada que no estuviese anclado o pudiese servir al enemigo podía permanecer en pie. Sebastopol había caído y como tal victoria se celebró en las capitales aliadas. Sobrevino un pillaje (de restar algo) entre los soldados que lucharon para tomarla.
EL FINAL
Los rusos consiguieron al este de Anatolia una inesperada victoria con la captura de la ciudad de Kars, que consiguió elevar la moral. En tal sitio 27.000 soldados con 88 cañones a las órdenes de Murariev tomaron la fortaleza defendida por 18.000 hombres, que debió rendirse debido al cólera, cediéndole así una posición privilegiada a Rusia. Una vez finalizado tal sitio el czar Alejandro dio su brazo a torcer. Debía volver a reinar la paz. Y los rusos sabían que Francia la quería de forma inmediata y que sin ella Inglaterra era incapaz de continuar, una gran baza diplomática (Badem, 2010: 238).
Las paces fueron firmadas, aun con la constante oposición británica, que no quería sino humillar a un enemigo que no había sido ni mucho menos vencido en su totalidad. El Tratado de París fue firmado y confirmado el 30 de marzo de 1856. En él se relataban ciertas condiciones que dejaban en mal lugar a Rusia, como perdedora de la guerra. Un tercio de su frontera moldava fue cedida a los principados para que el Zarato no tuviese acceso al Danubio y a su vez éstos fueron devueltos de forma definitiva a soberanía otomana. Pero la peor cesión que debieron concebir los rusos se materializó, el Mar Negro fue desmilitarizado; los arsenales rusos destruidos y las fortalezas y fortificaciones del Imperio en Sebastopol desmanteladas por el ejército que ocupaba el lugar (Badem, 2010: 285).
Si podemos destacar a un principal perdedor de esta guerra, fue Austria. En ella perdió a su más fiel aliado mientras no acabó de afianzar a los nuevos. Tal aislamiento se verá en décadas futuras con su pérdida de Italia y final decadencia (Clark, 2016: 612).
Por su parte los franceses tenían su tan ansiado triunfo imperial, aunque les había quedado un amargo sabor en el paladar; al igual que a los ingleses, que tan en alta estima se tenían a sí mismos desde tiempos de Waterloo, sin motivos aparentes al ver su actuación.
Los intereses británicos (principales promotores de la guerra) en el Imperio Otomano fueron preservados. Y el Imperio a su vez prometió cuidar a sus siervos cristianos como contraparte. Mientras, Rusia aparecía gravemente afectada, pero su debilitamiento fue temporal; en 1877 volvió a la carga contra los otomanos, venciendo y recuperándose de viejas heridas, con un Mar Negro nuevamente militarizado.
También es necesario destacar la influencia de este conflicto en lugares tan dispares como el Reino de las Dos Sicilias o España, que no fueron contendientes. Hay que tener en cuenta el principal cometido cerealero de estos países, centrándonos más en el caso español. El país de por sí vivió a mitad de siglo un «boom» económico reseñable. Elementos como el Canal de Castilla se finalizaron en 1849 (atravesando media Castilla y León vía canal) y los ferrocarriles comenzaron su construcción en 1851. Ello no sólo permitió el nacimiento de un mercado nacional realmente integrado (cosa antes imposible por el encarecimiento del trigo por el transporte), sino que llegó incluso a abrir el mercado internacional al comercio cerealista español (Robledo-Sanz, 1986: 79).
El gran «boom» vino al iniciarse la Guerra de Crimea. Hay que tener en cuenta que el «Granero de Europa» ucraniano, que surtía a medio occidente, quedó bloqueado y su mercado cerrado. Grandes sueños de convertirse en un nuevo granero europeo dieron comienzo, popularizándose refranes como «¡Agua, sol y guerra en Sebastopol!». Pero la burbuja acabó por explotar. No sólo se dieron motines desde 1854 a 1856, pues la exportación masiva dejó sin subsistencias el mercado local, sino que la guerra, como todas, finalizó. Esa expansión agraria e industrial derivó en una crisis, pero no como las clásicas de subsistencias, sino de sobreproducción, disminuyendo los precios, cayendo la exportación, y llegando a abandonarse hasta un tercio de las tierras aradas. La misma bonanza se vio truncada con exportaciones más baratas americanas, iniciándose grandes migraciones al nuevo continente (Robledo-Sanz, 1986: 84).
En el aire quedaron grandes aspiraciones como la liberación de la oprimida Polonia y la salvación de los tártaros o circasianos frente a sus tiránicos señores. Pero es lo que tienen las guerras, se enarbolan ideales para hacer combatir a quienes no hacen sino defender intereses. Religión, comercio, honor, tres clavos que sellaron los ataúdes de una nueva generación en la Guerra de Crimea.
Bibliografía:
- Badem, C. (2010). The Ottoman Crimean War (1853-1856). Boston: Brill.
- Bassett, R. (2015). For God and Kaiser. The Imperial Austrian Army. Estados Unidos: Yale University Press.
- Clark, C. (2016) El Reino de Hierro. Auge y caída de Prusia. 1600-1947. Madrid: la Esfera de los Libros.
- Figes, O. (2012). Crimea, la primera gran guerra. España: Edhasa.
- Malatesta, S. (2019). La Vanidad de la Caballería. Barcelona: Gatopardo Ediciones.
- Palmade, G. (1981) Historia Universal Siglo XXI, Volumen 27. La Época de la Burguesía. Edición 5º, Cd de México: Siglo Veintiuno Ediciones.
- Rapport, M. (2008) 1848, Year of Revolution. Londres: Basic Books.
- Robledo Hernández, R. Sanz Fernández, J. (1986). Historia de Castilla y León, V.9, Liberalismo y Caciquismo. Valladolid: Ámbito.
- Sweetman, J. (2001). The Crimean War. Great Britain: Osprey.
Entiendes que en español se escribe «zar», ¿no?
Ciertamente en español puede utilizarse «zar», pero de igual forma y siguiendo su etimología pueden usarse los términos tzar o czar, siendo «zar» su derivado simplificado.
Muy bueno, gran trabajo.
en que fecha se publico el artículo?
3 de julio de 2018
¡Muy buen trabajo! ¡Me gustó! ¡Felicitaciones!
¡Gracias! Un placer
Excelente artículo. Sólo volver a indicar el título del soberano ruso, que en castellano es Zar.
Muy bien.
Muy bien documentado. Excelente. Felicitaciones-
¡Mil gracias, Rubén!