El presente artículo estará orientado a analizar los conflictos iniciales entre las colonias americanas españolas y la piratería orquestada por Francia e Inglaterra. Antes de comenzar, hay que concretar cuando se habla de piratería en la Edad Moderna. Sus integrantes fueron piratas, corsarios, filibusteros y bucaneros, términos empleados en la literatura y filmografía como sinónimos, pero hay diferencias entre ellos, aunque son considerados como marineros que navegaron por las costas americanas, continente sobre el que ejercieron su dominio durante gran parte de esta etapa histórica. Se les engloba dentro de un mismo grupo, ya que se caracterizaban por asaltar las rutas comerciales establecidas entre las metrópolis y sus colonias ‒ciudades costeras poco protegidas‒, y practicar el contrabando con los bienes sustraídos.
Los ataques se dirigieron en especial al Católico Rey de España, pero estos enfrentamientos no fueron los primeros contactos con la piratería. Esta estuvo presente en las costas de Hispania desde la Antigüedad, pero fue sobre todo en el medievo cuando se internaron en los reinos peninsulares. Un ejemplo de ello fueron los ataques vikingos a Santiago de Compostela en el siglo IX. Tampoco les fue ajena la práctica del corso, ya que es algo vinculado a la formación de las primeras flotas nacionales (Azcárraga y de Bustamante, 1950: 138.). Poco se diferencian los corsarios de los piratas en la práctica, pero los primeros son beneficiados por la conocida como “patente de corso”. Esta les legalizaba, situándolos bajo el amparo de la Corona, para llevar a cabo sus prácticas ilícitas contra los enemigos de esta. Durante la Edad Media, tanto la corona de Aragón como la de Castilla las expidieron, bien para los conflictos entre ambas o con el conflicto entre Castilla e Inglaterra en la Guerra de los Cien Años (Konetzke, 1946: 29). No obstante, los Reyes Católicos emitieron una Pragmática el 12 de enero de 1489 por la que prohibieron la emisión de patentes de corso en un lavado de imagen para la nueva monarquía. Siendo así, el corso no se recuperó hasta 1621 tras la Tregua de los Doce Años. A pesar del reparto inicial de patentes, su seguida prohibición y su retorno, la Monarquía Hispánica siempre mantuvo la concepción de que sus corsarios eran los defensores de los intereses de la monarquía en las aguas, mientras que los extranjeros no eran sino verdaderos piratas, cuyo destino debía acabar con una corta caída y una parada en seco.
La piratería cambió su centro de operaciones a las Indias Occidentales motivado por las fuentes de riqueza en las Américas, la existencia de gente empobrecida en el viejo continente y la debilidad de las colonias españolas.
La primera de las causas está relacionada con la segunda, debido a que el descubrimiento de tesoros indígenas y la extracción de metales preciosos, principalmente oro y plata, atrajeron a la población paupérrima europea. Sin estos, la piratería americana habría embarcado hacia otra dirección. Estos metales preciosos hicieron crecer un rumor entre los pobres franceses e ingleses, haciendo creer que las nuevas tierras descubiertas estaban plagadas de Dorados y acaparadas por la Corona española. No obstante, fueron pocos los que decidieron sustraer dichas riquezas del Nuevo Continente para volver a Europa y llevar una vida holgada (Lucena Samoral, 2010: 21).
En segundo lugar, las motivaciones para ser un pirata han sido víctimas de las alteraciones sufridas por la literatura. Popularmente se percibe al pirata como una persona que ansía la libertad, las aventuras, etc. Sin embargo, y aunque no desmintiendo estas ideas, pueden clasificarse como motivaciones secundarias o menores. La principal sería la pobreza y hay que entenderla junto al aumento demográfico experimentado en Europa. Como consecuencia de ello, un sector de la población desposeída de bienes era una amenaza para las monarquías inglesas y francesas, en este caso. No es casualidad citarlas, porque fueron quienes tomaron la decisión de que se embarcasen y vivieran gracias a los hurtos cometidos a navíos lusitanos e hispánicos. Por lo tanto, identificado el factor económico como el principal motivador, no deben descartarse aquellas otras como la búsqueda de aventuras, la libertad e incluso el alejamiento de la vida matrimonial (Gosse, 1968: 193).
La última de las causas fue la debilidad del imperio hispánico en América. Las colonias eran territorios indefensos, caracterizados por contener un reducido número de poblaciones, que además eran pequeñas y tenían una localización dispersa, puesto que, tanto portugueses como españoles, controlaron y defendieron una mínima porción del territorio que ansiaban poseer. Por tanto, las poblaciones americanas eran presas fáciles. No obstante, para facilitar la comprensión, es preciso puntualizar que los navíos piratas solían constar de una tripulación de 140 personas, como es el caso del Jesus of Lübeck capitaneado por Hawkins.
Un solo barco podría asaltar una población española, que normalmente disponía de 100 vecinos para su defensa, siendo generosos en las cifras. Ofrezco un ejemplo significativo de la desproporción entre ataque y defensa. El 22 de febrero de 1626, el pirata holandés Balduino desembarcó en Pampatar, puerto de la isla Margarita, con 500 hombres. El gobernador español, don Andrés Rodríguez de Villegas, organizó rápidamente la defensa, contando con un vecino montado a caballo, cuatro indios armados con flechas y una línea de seis hombres con mosquetes (Felipe Cardot, 1973: 105). Además, los habitantes de estas poblaciones eran en su mayoría civiles y la ayuda de ciudades vecinas era remota, debido a su dispersa ubicación. Este acoso terrestre no era el único, ya que las grandes presas eran los barcos mercantiles, que transportaban el oro y la plata principalmente. Estos barcos eran fácilmente abordados, ya que tenían un gran tonelaje y grandes castillos que les hacía más pesados y lentos que los navíos atacantes, que normalmente eran de menor tamaño, más manejables y veloces.
La monarquía hispánica se vio incapacitada para solventar el problema que suponía la piratería en América, ya que fueron perdiendo su supremacía naval a mediados del s. XVI, hasta el desastre de la Felicísima Armada, del que no pudieron recuperarse. Además, la política europea consumía la gran parte de la economía hispánica e imposibilitaba la destinación de fondos para la protección de las colonias. No obstante, se ordenó la construcción de una armada potente de carácter defensivo y la edificación de fortificaciones, que no lograron frenar los ataques, pero sí mejorar las defensas en los territorios de ultramar.
Los conflictos entre la monarquía hispánica y los piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros perduraron a lo largo de doscientos años y han sido periodizados por historiadores como Lucena en cinco fases. La primera de ellas, sobre la que versará el artículo, trascurre entre 1521 y 1568, suponiendo el inicio de la piratería, en este caso, con predominio de la francesa y los primeros retazos de la anglosajona. La segunda supuso el desarrollo del corso británico y holandés durante los años 1569 y 1621. El bucanerismo fue la práctica dominante en la tercera etapa, iniciada en 1622 y que finalizó en 1655 con el asalto de Jamaica. Los bucaneros fueron desplazados por el filibusterismo, desarrollada entre 1656 y 1671, dando lugar a una cuarta fase, que fue la más perniciosa para las colonias españolas. La destrucción de Panamá a manos del filibustero Morgan en 1671 dio paso a la siguiente etapa (1672-1722), conocida como la agonía de este oficio al verse perseguidos, no solo por españoles, sino también por sus antiguos promotores, los ingleses.
La Edad del Hierro de la Piratería
Este periodo de la historia comprende los años 1521 y 1568. Supuso la fase inicial de la piratería francesa e inglesa en las colonias españolas americanas. Además, fue un periodo donde se definieron las prácticas que posteriormente caracterizaron este oficio; el contrabando de mercancías y esclavos negros, el robo de las riquezas del Nuevo Mundo y el asalto a las poblaciones indianas. No obstante, la inexistencia de mapas de las Indias Occidentales y el desconocimiento de ingleses y franceses de las rutas de navegación para el Atlántico fueron dos grandes dificultades, ya que era información que tanto España como Portugal guardaban con recelo. No obstante, y a pesar de los rumores de población caníbal y del gobierno de tiranos en aquellas colonias, las noticias de la existencia de grandes riquezas animaron a algunos marineros a probar fortuna. Este es el aliciente del primer pirata documentado que actuó en el Atlántico, Jean Fleury o, como renombraron las autoridades españolas, Juan Florín.
Aunque sea de origen francés, no trabajó bajo las órdenes de este rey, aunque actuó contra sus enemigos. En realidad, ambos llegaron a un acuerdo ante el temor del monarca, por el que este comenzó a pagarle con la condición de que no hundiese sus barcos (Lucena Samoral, 2010: 57). Más allá de las relaciones entre ellos, me centraré en relatar la hazaña por la que se hizo famosos en la época. En el año 1521 interceptó a tres navíos españoles mientras navegaba a la altura de las islas Azores. Hostigó a la flota hasta apresar a dos navíos, pero el último ‒y más codiciado‒ atracó en la isla de Santa María. Las autoridades pertinentes fueron alertadas y, por tanto, el barco salió del puerto escoltado por tres carabelas. Sin embargo, el pirata volvió a interceptarles y cerca del cabo de San Vicente capturó el barco que escapó en su último encuentro. Para su asombro, obtuvo un botín compuesto de 58.000 lingotes de oro, pero obtuvo uno más valioso y simbólico: el tesoro de Moctecuhzoma. Florín mandó al rey de Francia una carta contándole la hazaña y enviándole algunas joyas de notable valor, lo que hizo crecer su fama ante al rey y extendió los rumores sobre las riquezas de las halladas en estos nuevos territorios.
La gran irrupción de la piratería en las costas americanas no se produjo hasta 1528, momento en el que un marinero de esta profesión capturó una carabela española y obligó al piloto a conducirle hasta las colonias. Arribaron en Puerto Rico, donde este ignoto pirata hundió la nave intencionadamente y saqueó San Germán, incendiando la población en su retirada (Picó, 1986: 53). Esta fue la primera vez que realizaron esta acción hostil, pero fue el modus operandi de los españoles con las poblaciones americanas desde 1528 en adelante hasta el final de la piratería americana.
Tanto el asalto a navíos mercantiles, como al saqueo e incendio de las poblaciones de ultramar iba contra los intereses de la Monarquía Hispánica, pero favorecía a Francia en su guerra con esta. Es por este motivo que se desarrolló el corso francés, que centró sus actividades en el asalto fallido a Santiago o Santo Domingo. No obstante, se documentan otros ataques a la ya nombrada población de San Germán. Esta fue asaltada nuevamente en 1538 y 1543. En el último ataque fue incendiada y los habitantes decidieron no reconstruirla a causa de las intensas actividades piráticas y a su indefensión. Solicitaron al gobernador edificar nuevas defensas para frenar los ataques y mientras se internaron en el interior del territorio. El gobernador desaprobó la solicitud y trasladó a los habitantes a un territorio ‒no costero esta vez‒, donde construyeron Guayanilla (Lucena Salmoral, 2010: 63).
Actividades similares realizaron otros corsarios en la década de los 50 del s. XVI, como fue el caso de François Le Clerc ‒apodado “Pata de Palo”‒ o Jacques Sore. Las hostilidades del último fueron más reseñables. Para comenzar, tomó Santiago de Cuba el mes de julio de 1554 y obtuvo como ganancias el ajuar del obispo Uranga ‒tomado prisionero‒ más 80.000 pesos entregados forzosamente por los vecinos. Posteriormente pasó a otras poblaciones, siendo el asalto de la Habana el más sanguinario. El propio Sore fue herido en una emboscada de los pobladores españoles y como castigo asesinó a 31 prisioneros y colgó por los pies a los esclavos negros sirviendo de diana para la tripulación del pirata (Gall, 1957: 57). Finalmente, incendió un gran sector de la ciudad. A pesar de estos hechos, no todos los corsarios tuvieron la misma suerte, debido a que otros asaltos fueron fallidos. De hecho, durante esta década el oficio del corsario y del pirata se ven en decadencia, puesto que los beneficios eran menores a los gastos que suponían equipar y fletar navíos. Sin embargo, el descubrimiento de nuevas minas de plata en América reactivó dicho oficio. La Corona española era consciente del peligro que corrían los buques mercantiles que transportaban la plata a Sevilla por las rutas atlánticas. Por lo tanto, crearon mecanismos defensivos para repeler el ataque de los piratas y corsarios, dando lugar así al régimen de flotas con la emisión de la cédula del 10 de junio de 1561. De tal manera se crearon dos flotas que se encargaban de llevar aquellos productos necesarios a las colonias y otra para traer la plata desde los virreinatos de Perú y México. Dichas flotas estaban compuestas por numerosos mercantes ‒llegando a alcanzar en algunos años los cuarenta navíos‒ y una escolta de cinco u ocho buques de guerra, encabezados por la Almiranta y la Capitana. La ruta era fija, lo que permitía a los piratas crear bases en los alrededores y asaltar a la flota por sorpresa. Los barcos españoles salían del puerto de Sevilla en dirección a las Canarias y después llegaban a la Dominica o Guadalupe, hasta concluir el recorrido en Veracruz. Tras repartir las mercancías en todos los puertos, los mercantes se dirigían a la Habana, donde se encontraban los buques que los escoltaban. Tras aquello, se embarcaba la plata y ponían rumbo a Sevilla.
Como señalan varios autores como Hoffman, el régimen de flotas fue una gran medida defensiva para el comercio entre España y sus colonias (Hoffman, 1982: 733). Sin embargo, hubo problemas como el uso de buques tan pesados, que dificultaba el uso de maniobras en batallas navales. A pesar de esto, cierto es el hecho de que la piratería y el corso evitaron enfrentarse a estas flotas, ya que sus embarcaciones no podían rivalizar con los buques de guerra. Es por ello por lo que trataron de atacar a la flota que transportaba la plata de América en aquellos puntos más indefensos, como era el Canal de la Bahama, aunque era desaconsejable debido a la frecuencia de tifones y huracanes. Frente a las estrategias de piratas y corsarios para hacerse con la plata de los barcos mercantiles y asaltar poblaciones, las autoridades españolas formaron el conocido como cinturón de hierro del Caribe a mediados del siglo XVI. Este estaba compuesto por fortificaciones en las poblaciones de San Agustín ‒en Florida‒, San Juan, La Habana ‒en Puerto Rico‒, Portobelo, Veracruz y Cartagena. El sistema de fortificaciones se diseñó para soportar los ataques de los corsarios y piratas franceses, sin tener en cuenta al corso británico, lo que provocó que este fuera mejorado a finales de siglo (Lucena Salmoral, 2010: 71).
Hasta ahora se ha abordado el estudio de las hostilidades francesas, pero es en este momento ‒en el que se ha creado el régimen de flotas‒ en el que deben tratarse las actividades británicas, siendo John Hawkins el cabecilla de este oficio. No obstante, no puede ser considerado con absoluta certeza el primer inglés en piratear por las costas americanas, puesto que en las fuentes hay indicios de actividades previas, aunque sin aportar el nombre de sus autores y hechos concretos (Rumeu de Armas, 1947: 70). Sin embargo, Hawkins inauguró el trabajo de la piratería inglesa; el contrabando de esclavos y bienes. Sus inicios se remontan al año 1562, cuando partió de Plymouth hacia Tenerife y seguidamente a Guinea, donde apresó a un total de trescientos esclavos pertenecientes a la Corona portuguesa (Hubert, 1950: 51).
Posteriormente llegó a la española donde desempeñó sus actividades como negrero y contrabandista de bienes. Estas prácticas alcanzarían su culmen con el apoyo de la Corona británica a la altura de 1563, momento en el que la reina Isabel I deseó fundar colonias en el Nuevo Continente. A partir de ahí, le entregó el buque real Jesus of Lübeck a Hawkins, que se convertiría en su buque insignia. Además de navíos, la iniciativa de la reina animó a varios nobles y negociantes para invertir en la empresa negrera del pirata. Los aliados tan poderosos que adquirió dieron como resultado una flota de 5 navíos con una tripulación total de ciento cincuenta marineros, cuidadosamente escogidos, que zarpó de Plymouth el 18 de octubre de 1564 y siguieron la ruta emprendida anteriormente por el pirata hasta llegar a las costas de la isla Margarita y la Dominica.
La astucia de Hawkins para establecer un comercio de esclavos queda ejemplificada en ciudades como Borburata y Curaçao, entre otras. Sin embargo, su contrabandismo concluiría con el desastre de Veracruz en 1568, cuya narración me reservo para el final del artículo. Sin adelantar acontecimientos, cuando llegó a la primera de las ciudades en 1565 avisó al gobernador ‒don Alonso Bernáldez‒ de que navegaba bajos las órdenes de la reina de Inglaterra y que necesitaba reparar sus barcos en el puerto de Borburata. Sin embargo, debía vender mercancías y esclavos, ya que no tenía otra cosa con la que pagar, y en caso de que Bernáldez rechazase su petición, emprendería una acción armada contra la población. Es decir, la reparación de los navíos no era sino una treta ingeniada por el contrabandista para realizar su ilícito comercio. Finalmente, el encuentro entre ambos se zanjó con la negativa del gobernador a se realizase tal comercio. Por lo tanto, el pirata inició las hostilidades hasta ocupar la plaza, momento en el que el gobernador no tuvo otra opción que autorizar sus exigencias.
Desde Borburata navegó hasta Curaçao, donde invitó forzosamente al gobernador de la ciudad a su camarote para que le explicase su negativa a que Hawkins comprase cueros allí. Una vez reunidos, el pirata trató de convencerle en tres pasos. En el primero le mostró la carta de la reina Isabel por la que le autorizaba a comerciar en América. Seguidamente le mostró una serie de joyas y ropas que intercambiaría, y al no ser argumentos convincentes, le enseñó los cañones. El gobernador fue convencido ante semejantes argumentos y se realizó la transacción. Las actividades de Hawkins prosiguieron por las colonias españolas con semejantes resultados (Felice Cardot, 1973: 71). Sus incursiones concluyeron con su retorno a Plymouth, donde la reina le premió nombrándole caballero por el éxito de su actividad contrabandista.
La fama obtenida en sus viajes a América precedía a Hawkins, pero su sistema de venta de esclavos llegó a su fin con el desastre de Veracruz. En 1567 el contrabandista planeó detalladamente la que fue su tercera expedición a las Indias Occidentales y contó con la inversión de numerosos socios, entre los que destacó, obviamente, la Corona. Esta última no solo le entregó el Jesus of Lübeck como la última vez, sino también el galeón Minion, que, junto al resto de navíos, formaron una flota de seis buques con una cuantiosa tripulación. Zarparon del puerto inglés el 2 de octubre de 1567 en dirección a Senegal y Guinea para capturar esclavos negros necesarios para el contrabando (Lucena Samoral, 2010: 79). Al año siguiente llegó al Caribe y recorrió varias poblaciones realizando acciones similares a las de Borburata y Curaçao. No obstante, encontró dificultades en el asalto de la ciudad de Cartagena y decidió regresar a Plymouth. Sus planes se vieron alterados por un huracán que diezmó la flota en las costas cubanas. El buque de Hawkins fue el más dañado y no le quedó más remedio que buscar un sitio para repararlo. Asaltó un mercante español y obligó a su capitán a conducirle hasta un puerto adecuado para hacer las reparaciones pertinentes, siendo el de Veracruz el más apropiado, no solo por ello, sino porque la flota de Indias llegaría en breve con la plata mexicana a aquel puerto (Juárez Moreno, 1972: 5).
Llegó a Veracruz en septiembre de 1568 y, haciendo uso de tres barcos españoles que había secuestrado, engañó a los hispanos, quienes creyeron que era una avanzadilla de la flota de Indias y fueron a recibirlos. Una vez que cayeron en la trampa del contrabandista, les obligó a autorizar que reparase sus buques en la Isla Gallega, situada enfrente a Veracruz. El virrey trató de alertar a la flota de la presencia de piratas, pero fue tarde, ya que tres días después de la llegada de Hawkins apareció la flota. El general al mando fue alertado en cuanto divisó tierra y se apresuró en descargar la plata en el puerto y fortificar la plaza. Cabe señalar la irrisoria situación que se produjo cuando los trece galeones de la flota atracaron junto a los ingleses. Hawkins, con su flota a medio reparar, entró en pánico y envió a un emisario para advertir de sus intenciones cordiales. Esa misma noche, tanto él como el virrey se reunieron en tierra para averiguar cada uno las intenciones de su contrario, finalizando la velada con un pacto que más tarde incumplieron ambas partes (Rumeu de Armas, 1974: 291). El enfrentamiento llegó seis días más tarde, el 23 de septiembre, cuando los ingleses reaccionaron ante unas maniobras sospechosas de los españoles y hundieron la Almiranta. Entre tanto, un grupo de soldados desembarcaron en la base pirata de la Gallega y bombardearon a la flota anglosajona. El buque insignia de Hawkins fue abordado y capturado en el conflicto, pero este logró escapar con la Minion, aunque precisaba de una reparación. En la retirada, su tripulación intentó amotinarse, pero logró imponer su autoridad en el buque, provocando que la mitad de los suyos prefirieran desembarcar y quedarse en América antes que volver a Inglaterra con una derrota. El contrabandista siguió con el resto rumbo a Plymouth, arribando el 3 de febrero de 1569, y, a pesar, del desastre de Veracruz, la reina le mantuvo en alta consideración, otorgándole el privilegio de ser quien modernizase la armada naval del reino (Lucena Samoral, 2010: 83).
Conclusiones
La piratería americana se articuló gracias a dos países; Francia e Inglaterra. Ambas entraron en conflicto con la Corona Hispánica desde los inicios de la Edad Moderna y por medio de este oficio ilícito llevaron la guerra a los territorios ultramarinos de los Austrias. Sin embargo, todas estas actividades no estaban respaldadas por sus respectivos soberanos, salvo el corso, aunque es imposible desmentir que la piratería no benefició a ambas potencias. Tanto el abordaje a la flota de Indias, como el asalto a las ciudades coloniales debilitaron el poder naval español e hicieron peligrar el codiciado comercio con el que sustentaban la mayor parte de los conflictos europeos. Ante esta situación, las autoridades hispánicas crearon escoltas que protegieron los navíos mercantes que iban y venían de Sevilla a los puertos americanos. Y, además, fortificaron las ciudades costeras para dificultar la llegada de los piratas, aunque esta no cesó hasta su desaparición. Los asaltos, tanto terrestres como navales, eran más propios de la piratería francesa, la más temprana documentada en la Edad Moderna. No obstante, los aventureros del mar de origen británico o los corsarios amparados por esta Corona se interesaron por otras actividades como el contrabando de esclavos negros y bienes robados. Para su puesta en marcha utilizaron las prácticas ya vistas; abordaje naval y asalto de poblaciones indianas, que en origen tuvo grandes resultados, hasta la derrota en Veracruz. Las incursiones estaban autorizadas por la Corona, en ese caso inglesa, pero el verdadero apoyo estatal se produjo entre 1569 y 1621, por parte anglosajona y holandesa.
Se modernizó el corso, aunque mantuvieron la piratería, práctica ya asentada en América. Se caracterizaron por una mayor eficacia en sus ataques, ya que asaltarían las ciudades principales de América o puntos clave del comercio hispánico. Los asaltos fueron más prolongados, debido a una mejora estrategia, lo que les permitió aumentar sus beneficios con respecto al corso de la época anterior, tratado en este artículo. Mostraron singularidades como la implantación de una severa disciplina en sus navíos, que esto últimos fueran más ofensivos o su sentimiento religioso cargado contra las posesiones católicas. Además, su zona de maniobra se extendió también al Pacífico, lo que dio lugar a un constante hostigamiento por ambas costas. Lo que provocó una fortificación mayor de las costas americanas hasta finales del siglo XVI, cuando se estancó la lucha contra la piratería, ya que los españoles no podían erradicarla, ni estos aventureros acabar con el poder hispánico en las colonias. No obstante, su desarrollo precisa de la redacción de otro artículo sobre la piratería.
Bibliografía
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- HUBERT, J, Los aventureros del mar: Piratas, filibusteros, bucaneros y corsarios, Populares Iberia, Barcelona, 1930.
- JUÁREZ MORENO, J., Piratas y corsarios en Veracruz y Campeche, CSIC, Sevilla, 1972.
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- LUCENA SALMORAL, M., Piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros, Síntesis, Madrid, 2010.
- PICÓ, F., Historia General de Puerto Rico, Huracán, Río Piedras, 1986.
- RUMEU DE ARMAS, A., Viajes de Hawkins a América, Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, Sevilla, 1947.