Irene de Atenas (Ειρήνη Σαρανταπήχαινα), quien se convertiría en la primera mujer que asumió el poder en nombre propio en el Imperio Bizantino, nace entre 750-755 en Atenas. Aunque poco se conoce de sus orígenes, sabemos que pertenecía a la familia Sarandapequis que, según Garland, habría tenido alguna importancia política en la zona de Grecia central (1999: 73), aunque sin pertenecer los rangos elevados de la aristocracia provincial (Herrin, 2002: 86).
Las razones de su elección como esposa de León IV no están del todo esclarecidas. Aún hay historiadores que afirman que fue por su belleza (De Francisco, 2013: 202) o que fue el primer caso de esposa elegida a través de un bride-show, algo para lo que realmente no hay evidencia clara. Aunque parece que no hubo una razón obvia (Garland, 1999: 73), sin duda respondió a intereses políticos: una alianza con esta familia permitía al emperador afianzar su influencia en Grecia central e incluso, dada la presencia de numerosas tribus eslavas en la zona, “consolidar una nueva zona de expansión cristiana bajo la autoridad de Constantinopla en lugar de Roma” (Herrin, 2002: 87).
En 769 Irene se convierte en esposa de León IV y es coronada emperatriz. En 771 da a luz a su único hijo, Constantino, y cuatro años después, en el 775, León IV se convierte en emperador, iniciando un reinado corto y del que se sabe poco. Lanzó algunas campañas contra los árabes en Asia Menor y contra los búlgaros y se tuvo que enfrentar en los primeros momentos de su reinado a una conspiración motivada porque, en 776, el emperador asoció a su hijo Constantino al trono, imponiendo un juramento que establecía que no se aceptaría otro emperador que no fuera su hijo, lo que desencadenó una conspiración liderada por los hermanos de León que se logró aplacar.
A continuación, este ensayo tratará de llevar a cabo una aproximación al reinado de Irene, analizando sus inicios en el poder, centrándose en su actuación como regente y en su intervención en la política religiosa, así como su gobierno en solitario. Se indagará en los conflictos internos a los que se enfrentó durante ese periodo y los desafíos de la política exterior y finalmente, como conclusión, se intentará plantear una aproximación crítica al tratamiento que se ha hecho de este personaje y a la imagen con la que ha pasado a la historia.
Irene llega al poder
León IV murió en 780 y fue sucedido por su hijo Constantino VI. Irene se convirtió en regente, pero ya en estos primeros momentos su posición en el poder es frágil, pues los iconoclastas, fieles a los Isaúricos, ocupaban los altos cargos del ejército y la Iglesia. La iconoclastia fue un movimiento surgido en Bizancio que defendía la necesidad de acabar con las imágenes religiosas al haberse convertido en objetos de veneración e incluso sagrados en sí mismos.
El conflicto iconoclasta bizantino tomó fuerza a partir de la dinastía Isaúrica y se prolongó –a excepción, como veremos, de un breve periodo durante el reinado de Irene– hasta el año 843, cuando la emperatriz Teodora restableció definitivamente el culto a las imágenes en el año 843. Se trató de un periodo muy complicado para el Imperio Bizantino, con persecuciones de monjes y de iconódulos, es decir, aquellos que defendían el culto a las imágenes.
Así, un mes después de que Irene se situara como regente estalla la primera revuelta contra ella. Se logra contener, pero la inestabilidad se convertiría desde este momento en una constante en su gobierno. En este contexto se debe entender la propuesta a su cuñada Anthousa de compartir la regencia, intentando con ello “conciliate the supporters of her husband’s family” (Garland, 1999: 76), y la alianza matrimonial acordada en el 781 entre Constantino VI y Rotrud, hija de Carlomagno, que “would help Byzantium to secure her territory in Sicily and Southern Italy” (Garland, 1999: 76), fortaleciendo con ello la posición de Irene dentro del Imperio.
La decisión unilateral de romper ese compromiso por parte de Irene causó el descontento de un Constantino que ya tenía 17 años, y fue a más cuando su madre eligió por su cuenta a María de Amnia –hija de un magnate que debía su posición a Irene– como su esposa, una elección también condicionada por la búsqueda de estabilidad. La Crónica de Teófanes el Confesor informa de que a partir de este año –789/790– las relaciones entre madre e hijo son ya complicadas (Mango y Scott, 1997: 638).
Cuenta que unos hombres malvados animaron a su madre a hacerse con el Imperio, refiriendo el golpe que dio Irene en el 790 cuando decretó su prioridad en el gobierno frente a Constantino. El juramento no fue aceptado por una parte del ejército, que, tomando al hijo como lanza contra su madre, hizo estallar una revuelta que le aclamaba emperador. El resultado fue el confinamiento de Irene y el inicio del gobierno en solitario de Constantino en 790.
Durante ese periodo se produce una invasión de las provincias orientales por parte de Harun al-Rashid (786-809) –uno de los más importantes califas abasíes, cuyo recuerdo quedó inmortalizado en Las mil y una noches–, tras la cual Constantino se ve obligado a aceptar “una paz vergonzosa ligada a un tributo que mal podía permitirse el Imperio” (Norwich, 2000: 135). Quizá como consecuencia de esas derrotas –aunque las razones no han sido del todo esclarecidas–, en 792 el hijo asocia a su madre al trono.
La relación entre ambos seguía siendo complicada, y así, tras el estallido de una nueva revuelta que Constantino contiene, Irene le convence de que ciegue a Mousele, quien había sido su mayor apoyo. Esta decisión dañó su imagen y le hizo perder el apoyo del thema de los armenios –siendo los themas las principales divisiones administrativas del Imperio Bizantino durante este periodo– , su principal respaldo. Esto, unido al escándalo de su segundo matrimonio que le enfrentó al grupo monástico, debilitó enormemente su posición. Era precisamente lo que buscaba Irene.
Indudablemente el aspecto más destacado de su regencia, y realmente de todo su reinado, es la restauración del culto a las imágenes. Irene pone fin a la primera fase de la querella iconoclasta que había sido iniciada por León III y mantenida por Constantino V y León IV, aunque este último actuó con más tolerancia.
Algunos han argumentado que esa vuelta a las imágenes por parte de Irene vino motivada por su propia religiosidad, pues, como ateniense, debía ser iconódula convencida –es decir, una defensora del culto a las imágenes (Sherrard, 1982: 60; Norwich, 2000: 134; Cabrera, 2012: 96; Gutiérrez, 2015: 65) –. Sin embargo, como apunta Herrin –y a pesar de que el culto a las imágenes era una parte importante de la espiritualidad femenina (Garland, 2006: 18)–, “las simpatías iconófilas de Irene difícilmente pueden reconocerse en el momento de su matrimonio” (2002: 89).
Kedrenos en la obra Synopsis historion relataba que León IV descubrió dos iconos bajo su almohada, razón por la que cortó las relaciones con ella, pero la explicación es, según esta historiadora, poco convincente: no hay pruebas de que Irene manifestara ningún tipo de deslealtad a la política iconoclasta de su marido (Garland, 1997: 89) y, de haber sido iconófila, nunca habría sido elegida esposa de León IV (Herrin, 2002: 88). Descartando esa idea, Herrin introduce la interesante teoría de que su política religiosa habría sido una forma de ganar apoyos y consolidar su posición en el trono, pues con ella consolidaba las relaciones con Occidente y se ganaba el favor de los iconódulos exiliados, con los que podría contener y controlar a los iconoclastas que aún tenía en su contra.
Es una teoría en la que encaja totalmente el interés de Irene de que los miembros de la familia de su anterior marido “were not severely condemned since her own position depended completely on her relationship with them” (Gregory, 2005: 198). La restauración del culto a las imágenes se produce en el VII Concilio de Nicea en 787. La elección de Nicea vino dada por la necesidad de establecer un lugar alejado de posibles revueltas –como la que había frustrado el intento de concilio en 786–, pero también tenía un sentido propagandístico: evocar el primer gran concilio ecuménico. La iconoclastia fue condenada como herejía y se reestableció el culto a los iconos como objetos de veneración, no de adoración (Norwich, 2000: 135). Sin embargo, la cuestión iconoclasta no quedaría resuelta del todo hasta 843.
Gobierno en solitario
Conflictos internos
Desde 792 la impopularidad de Constantino fue en aumento. Quizá motivada por ello, Irene decidió lanzarse contra él. La Crónica de Teófanes cuenta que engañó a los comandantes de la tagmata para que llevaran a cabo el ataque (Mango y Scott, 1997: 648) que se produjo el 15 de agosto de 797: Constantino es cegado en la porphyra –la sala púrpura del Palacio Imperial de Constantinopla, el centro simbólico del poder bizantino–, quedando incapacitado políticamente. Esa incapacitación podría tener relación con la teoría política bizantina dada la importancia simbólica que tenía en ella la idea de “ver”: el emperador era considerado “imagen” del rey celeste en la tierra (De Francisco, 2013: 190).
Además, las mutilaciones tenían gran importancia simbólica en Bizancio. Realmente en esta decisión “there is no evidence to show that Irene was inspired by anything other than a wish to secure her own position” (Garland, 1999: 93), pues mientras él viviera siempre existía la posibilidad de que volvieran a apartarla del poder. De nuevo las acciones de Irene estaban condicionadas por la búsqueda de estabilidad. En cualquier caso, a pesar de su impopularidad, el acto fue visto como abominable, y así lo refleja Teófanes (Mango y Scott, 1997: 649). Irene se convertía entonces en la única gobernante del Imperio, la primera mujer que ejercía el poder en su propio nombre.
El gobierno de Irene en solitario estuvo marcado por la inestabilidad y la búsqueda de apoyos. Se rodeó de aquellos que sabía leales a ella, los eunucos, a los que desde el principio colocó en posiciones clave del ámbito civil y militar, donde llegaron a liderar expediciones militares. La enorme concentración de poder que lograron dos de ellos, Aetios y Staurakios, causó resentimiento, especialmente entre los militares, quienes se veían desplazados después de haber sido la institución más importante en Bizancio durante todo el siglo pasado (Gregory, 2005: 197).
A pesar de que Irene partía con el gran impedimento de que como mujer no podía liderar un ejército, Bizancio no sufrió grandes pérdidas de territorio durante su reinado. Consiguió proteger la frontera búlgara, extender la administración imperial a zonas occidentales, establecer un nuevo thema e incluso logró obtener el pago de un tributo al Imperio por parte de los eslavos. La posición de Irene como gobernante única, aunque insólita, inestable y contestada, no fue realmente cuestionada desde el punto de vista de la legitimidad, lo que tenía que ver con la construcción de la teoría política bizantina, que entendía que “their emperor was chosen by God and divinely approved, so even usurpers might establish their authority by coup d’etat” (Herrin, 2013: 195). Tuvo que enfrentarse, pero al igual que el resto de los emperadores, a conspiraciones que intentaron destronarla (en 797 y 799), motivadas principalmente por su excesivo apoyo en los eunucos y la reducción del peso del ejército.
La inestabilidad de su reinado, en cierta medida motivada por la anomalía de ser una mujer en el trono por derecho propio, llevó a Irene a desarrollar una gran maquinaria propagandística con la que buscaba reafirmar su autoridad. El principal medio fueron las monedas. Irene aparece en ambas caras portando los símbolos de autoridad –cetro y globus cruciger, es decir un globo terráqueo rematado con una cruz–, siendo “la primera vez que la misma representación imperial ocupaba las dos caras” (De Francisco, 2013: 206). Otras formas de propaganda fueron el uso del loros –vestimenta derivada del atuendo del cónsul romano que era un privilegio imperial (Kotsis, 2010: 207)–, la propia procesión triunfal del 799, o la puesta en marcha de la práctica del bride-show, método empleado para elegir a la futura esposa de los herederos al trono que fue introducido por ella misma.
Incluso algunas de las leyes que promulgó podrían haber tenido un carácter propagandístico –por ejemplo, la ley que condenaba los terceros matrimonios que promulgó probablemente buscando, al menos en parte, denigrar a Constantino V. (Herrin, 2013: 201)–. En este sentido se tendría que entender la masculinización que hizo de su persona firmando con el título masculino de Basileus y representándose con características masculinas. Este tipo de masculinización ya tenía precedentes (por ejemplo, con Hatshepsut) y, para García, tendría que ver con lo que ella llama la masculinidad del cuerpo simbólico: “el rey es siempre varón, aunque se encarne en el cuerpo de una mujer en momentos puntuales” (2008: 49-50). De esta manera, la mujer que accedía al poder intentaba mantener una ficción de masculinidad para ser asegurarse el respeto como gobernante.
Los últimos años del reinado de Irene estuvieron marcados por la rivalidad entre los dos eunucos más cercanos a la emperatriz y que más poder habían acumulado: Aetios y Staurakios, quienes intentaban asegurar el imperio para sus familiares. Esa rivalidad llevó a la desestabilización de toda la administración y del ejército, lo que, unido a los problemas exteriores, desembocó en una conspiración en torno a su ministro de finanzas, Nicéforo, que estalló en octubre de 802. La conspiración triunfó, Nicéforo se convirtió en emperador e Irene fue desterrada, primero a la isla de los Príncipes y más tarde a Lesbos, donde murió en el 803. Sus restos serían traslados finalmente a la capilla funeraria de los emperadores en la iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla, lo que representó un último triunfo póstumo de Irene.
Desafíos de la política exterior
Durante el reinado de Irene los abasidas estaban liderados por Harun al-Rashid, “one of the strongest and most accomplished rulers the Byzantine were to face” (Gregory, 2005: 199). Ya desde el momento de la regencia, Irene entendió sus limitaciones a la hora de enfrentarse a ellos y, por ese motivo, en 781 intentó negociar una tregua que los musulmanes rechazaron. Los abasidas continuaron atacando hasta que, en 791, ante la vulnerabilidad de Anatolia, Constantino tuvo que aceptar el pago de un tributo a cambio de una tregua de tres años. En 798 vuelven a atacar llegando hasta Malagina en un episodio humillante tras el cual Irene se ve obligada a aumentar el tributo prometido para mantener la tregua. Fue algo que sin duda dañó su imagen enormemente.
Las relaciones entre Constantinopla y Roma habían sido turbulentas durante los 70 años anteriores a Irene. La querella iconoclasta y otra serie de motivos habían distanciado a Roma del Imperio Bizantino y la habían acercado a los reyes francos, consolidados como poder fuerte desde Pipino el Breve (751-768). En esta situación, a finales del siglo VIII Roma buscaba realmente cortar relaciones con Bizancio, y encontró la ocasión para hacerlo en la aparición de Irene como emperatriz titular. Los Annales Laureshamenses mencionan el argumento del papa León III para coronar emperador a Carlomagno, quien se convertía así en el defensor oficial del papado: Because the name of the emperor had now ceased to exist in the land of the Greeks and because they had a woman as emperor, it was seen […] that they ought to name as emperor Charles (Sullivan, 1959: 38).
Las relaciones con Carlomagno comenzaron durante el periodo de regencia, pues los francos eran a finales del siglo VIII un poder suficientemente fuerte como para representar un peligro para Bizancio. Su expansión por Italia motivó esa propuesta de matrimonio entre Constantino y Rotrud pero la ruptura del compromiso suspendió las relaciones entre ambos poderes. Tras el ataque a su hijo, Irene se encontraba en una posición inestable en el trono y necesitaba disminuir los peligros externos, por lo que trató de reanudar los contactos, que se mantuvieron hasta 800.
La coronación del rey franco, al contrario de lo que la historiografía tradicional supuso, se produjo con el total conocimiento y aprobación de Carlomagno (Cf. Sullivan, 1959: 84). Supuso un duro golpe para el Imperio Bizancio, donde fue entendida como una “arrogación criminal de poder” (Sherrard, 1982: 60), pues “impugnaba la pretensión del Imperio Bizantino de ser el sucesor universal y único del Imperio Romano” (Ulsbet, 1993: 89). Fue algo que dañó enormemente la reputación y posición de Irene, uniéndose a la ya complicada situación que vivía en sus últimos años. Ese debilitamiento de su posición fue quizá lo que la llevó a considerar la propuesta de matrimonio de Carlomagno: Teófanes cuenta que ella “would have consented had she not been checked by Aetios” (Mango y Scott, 1997: 654). En cualquier caso, esa propuesta encendió aún más los ánimos, y, para historiadores como Herrin, habría sido el elemento que hizo tomar forma a la revuelta que depuso a Irene (2013: 200).
CONCLUSIÓN
Irene fue un personaje clave del Imperio Bizantino: fue la primera emperatriz titular, creando un precedente en la historia política bizantina. Algunos historiadores la han etiquetado como gobernante incapaz (Jenkins, citado en Garland, 1999: 94), pero realmente, si se analiza su reinado se comprueba que no lo fue. Este estuvo marcado por una constante inestabilidad. No obstante, ella logró resistir conspiraciones, desarrollar una hábil diplomacia e incluso extender la administración imperial.
También fue lo bastante astuta como para desarrollar una maquinaria propagandística que reforzara su autoridad frente a los ataques que incesablemente sufría. Ataques frecuentemente centrados en su condición de mujer, pues “Byzantine mentality was unforgiving of women transgressing traditional gender roles” (Kotsis, 2010: 124). Así, ese relato que ve a Irene como encarnación de la mala mujer –siendo sus actos no muy diferentes a los de otros emperadores–, se empieza a construir cuando sube al trono y en gran medida ha llegado hasta la actualidad.
La imagen de Irene es hoy la de una mujer cruel, ambiciosa y la de una madre antinatural. Así se refleja incluso en algunas monografías de historia (Sherrard, 1982: 60; Norwich, 2000: 134), perpetuando un relato que, aunque se justifica en un acontecimiento verídico –el asesinato de su hijo–, distorsiona en gran medida a este complejo personaje, ocultando otras realidades de su persona como su capacidad de gobierno o su actividad filantrópica.
BIBLIOGRAFÍA
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- García Barranco, M. (2008). La reina viuda o la muerte del cuerpo simbólico. Chronica nova: Revista de historia moderna de la Universidad de Granada, (34), pp. 45-61.
- Garland, L. (1999). Byzantine Empresses: women and power in Byzantium, AD 527-1204. London: Routledge.
- Garland, L. (ed.). (2006). Byzantine women, varieties of experience 800-1200. Aldershot: Ashgate.
- Gregory, T. (2005). A history of Byzantium. Malden: Blackwell Publishing.
- Gutiérrez-Ortiz, C. (2015). Cegar para reinar. La historia de Santa Irene, la emperatriz que privó de la vista a su propio hijo para conseguir el poder. Archivos de la Sociedad Española de Oftalmología, 90/8, pp. 1065-1067.
- Herrin, J. (2002). Mujeres en púrpura: Irene, Eufrosine y Teodora, soberanas del medievo bizantino. Madrid: Taurus.
- Herrin, J. (2013). Unrivalled influence: women and empire in Byzantium. Princeton: Princeton University Press.
- Kotsis, K. (2010). Defining female authority in eight-century Byzantium: the numismatic images of the empress Irene (797-802). Journal of Late Antiquity, 5/1, pp. 185-215.
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- Norwich, J. (2000). Breve historia de Bizancio. Madrid: Cátedra.
- Sullivan, R. E. (ed.). (1959). The coronation of Charlemagne: What did it signify? Boston: Heath and Co.
- Sherrard, P. (1982). Bizancio. Amsterdam: Time-Life International.
- Ulsbet, O. (1993). La coronación imperial de Carlomagno en Roma. En U. Schultz, coord. La fiesta: una historia cultural desde la antigüedad hasta nuestros días. Madrid: Alianza.
Excelente artículo sobre un personaje muy poco conocido y comprendido en Occidente. ¡Muchas gracias!
Muchísimas gracias a ti Iván, por tu comentario y por leer el artículo!!
¿Que significa Sarantapechaina?
Gracias