“El pueblo bárbaro de los hunos… se hizo tan fuerte que se apoderó de más de un centenar de ciudades y casi llegó a poner en peligro a Constantinopla […] Han dejado la Tracia tan devastada que nunca volverá a recuperar el aspecto que tenía antes.
Hipacio (Heather 2006: 395).
El presente artículo tiene una doble función: analizar someramente al pueblo huno y a su principal cabecilla, Atila, comentando aquellas actividades que tanta fama le han granjeado tanto en la actualidad como a lo largo de la historia. En general, los hunos como pueblo han sido identificados únicamente con Atila, figura a la que se ha convertido en el paradigma de la crueldad, la barbarie y el caos; a lo largo de las siguientes líneas se espera poder demostrar que los hunos van más allá de Atila, y que éste es una figura más compleja de lo que, a priori, pueda parecer.
El pueblo huno.
El origen de los hunos, o su caracterización étnica, ha sido un tema que ha ocupado a gran cantidad de estudiosos desde el siglo XVIII (de la Vaissière 2015: 175 y ss.). Desde entonces se les han asignado orígenes diversos: turcos, mongoles, iranios… lo cierto es que aun a día de hoy es extremadamente complejo relacionarlos con un grupo étnico determinado. Una de las teorías más comunes es la que relaciona a los hunos con los xiongnu (Fields 2006: 11 y ss), una confederación de tribus que acosó la frontera China desde finales del siglo III a.C hasta finales del siglo I de nuestra era, cuando finalmente serían devueltos a las estepas euroasiáticas, aunque las evidencias que relacionan a los hunos con dicha confederación no son demasiado sólidos.
Si acudimos a los propios hunos, no encontramos nada relacionado con sus orígenes, no nos ha llegado ni siquiera un mito fundacional. Lo cierto es que dicho relato debía haber sido recogido por las fuentes romanas puesto que no se ha conservado literatura huna, ni tampoco su lenguaje del que apenas sabemos unas pocas palabras. “Los hunos deberán ser vistos a través de los ojos de otros” (Kelly 2015: 208). Lo cierto es que las evidencias son escasas como para proporcionar información lo suficientemente precisa por lo que, al menos de momento, se debe catalogar a los hunos como uno de los muchos pueblos que habitaban la gran estepa euroasiática.
Cuando aparecieron en el panorama romano hacia el siglo IV, éstos quedaron atónitos. Pese a sus intentos de relacionarlos con otros pueblos esteparios (como escitas o sármatas) resultaba obvio que los hunos eran un pueblo nuevo a ojos de los romanos, aunque tal y como son descritos por Jordanes, compartían algunos rasgos con otros pueblos de las estepas: “son bajos de estatura, rápidos en su movimiento corporal, jinetes despiertos, anchos de hombros, hábiles en el uso del arco y la flecha, y tienen cuellos firmes que están siempre rectos por cuestión de orgullo” (Coulston 2008: 225). Desde luego, no se debe caer en el error de considerar que los hunos procedían de un lugar concreto con límites definidos y unidos por fuertes lazos. En las estepas los grupos nómadas son relativamente pequeños y están formados por un número determinado de familias que se desplazan, normalmente, dos veces al año en busca de pastos fértiles con los que alimentar a los animales que les acompañaban, aunque en ningún caso son migraciones al azar (Heather 2010: 249). No hay nada que se pueda relacionar con una jefatura centralizada, sino que, muy posiblemente, el poder recaía sobre una serie de caudillos que ejercían su poder de forma autónoma (Goldsworthy 2009: 396). Eran sociedades tremendamente austeras, adaptadas a la dureza del terreno y que, tal y como han planteado algunos autores, necesitaban de algunos de los elementos que las sociedades agrícolas (sedentarias) producían (Man 2006: 73 y ss.).
La guerra.
Dentro del conjunto de elementos que constituyeron el éxito de un pueblo nómada como el huno, se ha de subrayar el aspecto bélico como uno de los más importantes dentro de la vertiginosa ascensión que experimentó el pueblo huno hasta llegar, a mediados del siglo V, a controlar una enorme confederación de pueblos poniendo en jaque al Imperio (Oriental y Occidental). Los hunos, como pueblo nómada que eran, practicaban la arquería a caballo, una técnica que en ningún caso era novedosa y con la que los romanos ya se habían topado anteriormente en sus luchas contra ávaros o partos. Esta forma de guerrear tenía tres componentes principales: el hábil nómada, el pequeño caballo turco y el arco compuesto (Penrose 2005: 289), así que vayamos por partes.
El huno que empuñaba un arco lo hacía con una maestría exquisita, su forma de vida implicaba que desde su infancia aprendiesen a manejar el arco y a montar a caballo, por lo que cada guerrero huno tenía una formación que les hacía asemejarse a unidades de élite en cuanto a la ejecución del tipo de guerra que practicaban, que no era nada fácil. En cuanto a sus caballos, éstos eran más pequeños que los occidentales, pero también más fuertes; las extremas condiciones de las estepas endurecían también a las bestias, que eran más aptas para, además de ser caballos de batalla, remolcar los pesados carros que transportaban el mundo huno a través de la enorme estepa primero, y dirección Europa Central después (Penrose 2005: 290).
En cuanto al arco, éste será, al menos en mi opinión el elemento que hizo de los hunos una fuerza bélica de un enorme poder. El uso del arco compuesto no era privativo del pueblo huno, sino que venía siendo usado desde muy antiguo por pueblos como los persas u otros pueblos nómadas o seminómadas. Los arcos compuestos (o recurvados) hunos, construidos a partir de madera, hueso, cuerno y tendones, habían sido modificados al aumentarse la longitud total de los mismos. Si el arco escita tenía en torno a 80 centímetros, el huno podía superar ampliamente los 130 cm (Heather 2006: 207), aunque su forma se volvió asimétrica para que la parte superior fuese más larga que la inferior y así permitir que el arco fuese manejado a lomos de un caballo; esa modificación hizo de los arcos hunos unas herramientas extraordinariamente potentes y poderosas, a la vez que confería les una superioridad tecnológica de gran valor. Los arcos hunos, por tanto, eran de una elevada calidad y su fabricación, además de llevar mucho tiempo, debía ser acometida por un experto artesano (Goldsworthy 2009: 398). Otras armas hunas eran la espada y el lazo, ambas eran armas secundarias que se ponían en funcionamiento al final de la refriega. La táctica utilizada por los hunos consistía en llevar a cabo una lluvia de flechas continua sobre las densas formaciones enemigas, alejándose al galope cada vez que aparecía la posibilidad de enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Una vez que el enemigo había sido asaeteado lo suficiente, los hunos cargaban con las mencionadas armas secundarias con el fin de acabar con los restos del, con frecuencia, maltrecho ejército enemigo (Man 2006: 101).
La migración al oeste.
Cuando todo marcha bien la estepa puede permanecer en paz, pero en ocasiones, ésta se agita y se calienta ejerciendo una presión que termina encontrando una válvula de escape ejemplificada en la amenaza hacia aquellos territorios colindantes a las estepas, que son ocupados por sociedades sedentarias. Los procesos migratorios hunos de finales del siglo IV e inicios del V no se generaron al azar; es decir, que no se perdieron todos a la vez y decidieron seguir hacia no se sabe dónde hasta darse de bruces con otros pueblos y finalmente con los romanos (argumento simple donde los haya pero que parece ser el más extendido a nivel popular). Los pasos de los hunos estaban, casi con certeza, muy calculados y respondían a objetivos definidos de antemano tras haberse sopesado pros y contras (Heather 2010: 249).
Si bien se puede afirmar con casi total seguridad que ese desplazamiento no se produjo al azar, mucho más complicado es encontrar una explicación que ayude a comprender por qué los hunos iniciaron esa migración, que tantas consecuencias traería para todo el mundo occidental. Se han postulado diferentes hipótesis, siendo posible que haya algo de cierto en todas ellas. En primer lugar, que se produjo una revolución política en las estepas que debió consistir en la aparición de otro grupo nómada en el este que presionó a los hunos, tal y como sucederá en el siglo VI con los Ávaros y en el IX con los magiares. La segunda de las explicaciones “negativas” tiene que ver con un posible cambio climático en las estepas, lo cual hubiese producido un descenso en las precipitaciones haciendo que la cantidad de pastos decreciese de forma alarmante (Heather 2010: 250). Aunque también hay explicaciones de carácter “positivo” como es el hecho de que los hunos se desplazasen en la búsqueda de unas riquezas que eran imposibles de conseguir en la estepa y que los imperios romano y persa sí que podían aportarles (Goldsworthy 2009: 397).
Sea cual fuere el motivo de la migración, lo cierto es que a mediados del siglo IV la frontera danubiana se vio enormemente afectada por el desplazamiento de los hunos, quienes derrotaron al reino godo situado al norte de la frontera romana y causaron el desplazamiento de miles de personas hasta la orilla norte del Danubio; antes que los godos, otros pueblos como los alanos, pueblo nómada situado al norte del mar negro, se habían visto afectados por el avance huno quedando subyugados bajo su poder (Thomson 1996: 26 y ss). La migración de los godos greutungos terminó desembocando en la batalla de Adrianópolis del 378 (donde por cierto participaron algunas bandas de hunos y alanos), una verdadera catástrofe para Roma. Al parecer, la migración de los godos había sido causada por bandas de guerreros hunos, que poco tiempo después comienzan a aparecer en las fuentes romanas de forma sucesiva. Esta primera migración sería mucho más limitada que aquella que, una generación después, produjo el colapso de las fronteras de Europa Central (405-408) y que se ha considerado como una migración en masa (Heather 2010: 259). Finalmente, los hunos se asentarían en la Gran Llanura Húngara, donde se localizaría el corazón de su efímero “imperio”. Todos aquellos pueblos que decidieron emprender la marcha lo hicieron porque “los peligros inherentes a tratar de rehacer su vida en suelo romano resultaban menos inquietantes que la idea de vivir bajo dominación huna” (Heather 2006: 266).
Los hunos entre la migración y el surgimiento de Atila.
Las relaciones entre los hunos y los Imperios de Occidente y Oriente entre el 390 y la llegada de Atila al poder irán variando, ya que, tan pronto actúan como mercenarios como cometen actos de pillaje y saqueo (Heather 2010: 250); y aunque es una extraña relación, lo cierto es que pasaron décadas moviéndose en torno a esa dicotomía. En la primera década del siglo V comenzamos a tener noticias, por primera vez, de un caudillo huno: un tal Uldino; es el primer nombre que conocemos de un caudillo huno (Thomson 1996: 33), por lo que se ha planteado la posibilidad de que las fuentes romanas se hagan eco de este líder por el relativo poder que acumulaba, que debía ser mayor que el de los jefes de las bandas guerreras que sabemos que llevaban actuando décadas en torno al Danubio. Sin embargo, su poder no debía ser tan grande cuando desaparece casi de repente del panorama político. Con Uldino se inaugura una tendencia: la de una progresiva aparición de líderes hunos que, aparentemente, parecen ostentar cada vez mayores cuotas de poder. La tendencia sugiere que desde principios de siglo el número de caudillos decreciese y su poder aumentase, llegando a su punto culminante bajo la jefatura de Atila (Goldsworthy 2009: 396). Así pues, en la década del 420 la confederación huna estaba gobernada por Rua y Octar, aunque tras la muerte de Octar sería Rua en solitario quien dirigiese la confederación hasta su muerte en el 434 (Thomson 1996: 81 y 82).
Un líder por encima del resto: Atila.
Con el fallecimiento de su tío Rua, Atila y su hermano mayor Bleda, se convertían en los líderes de una confederación que aglutinaba al pueblo huno. La presión sobre la frontera romana tendió a reducirse hasta el 440, cuando ambos hermanos extorsionaron con éxito al Imperio Oriental consiguiendo un pago anual de 316 kilos de oro, más del doble del que había acordado Rua años antes (Heather 2006: 385). Sin embargo, ese pago fue interpretado como un signo de debilidad por los líderes hunos, que decidieron lanzarse al ataque. Así pues, la campaña del 441-442 fue la primera de las sucesivas que pondrían en marcha durante el siguiente decenio. Esta primera campaña demostró que los hunos podían conseguir rendir plazas fuertes; para el Imperio, ésta era una noticia nefasta desde el punto de vista estratégico, puesto que se veía expuesto en su totalidad a las actividades hunas. En torno al asunto de las capacidades bélicas para llevar a cabo estos asedios hay una gran controversia ¿era un progreso reciente o unas habilidades que ya tenían antes de salir de la estepa?
Aunque tras esta pequeña invasión el Imperio Oriental consiguió presionar a los hunos para que volviesen al norte del Danubio, el futuro no era muy halagüeño. En el 445 Atila mandó asesinar a su hermano Bleda, quedando como líder único de toda la confederación huna. Aunque sabemos muy poco acerca de los pormenores de dicho acontecimiento, sí que se puede relacionar la posible inestabilidad que se debió producir ante tal acontecimiento en el mundo huno con el fin del pago del tributo de oro. Desde Constantinopla se sabía que esa arriesgada maniobra conduciría a la guerra y así sucedió en el 447; un año en el que pareció juntarse un poco todo: dos años de malas cosechas le precedían con sendos brotes de peste, a lo que se debe añadir una serie de terremotos que afectó a buena parte del Imperio de Oriente. Un año fantástico si se tiene en cuenta que a todo lo mencionado se suma que Atila se internó en los Balcanes conquistando ciudades, saqueándolas y sembrando la devastación allí por donde pasaban, llegando hasta el mítico paso de las Termópilas (Goldsworthy 2009: 403). De hecho, la frase del encabezado está escrita a raíz de esta campaña huna. Una vez más, se intentó conjugar la amenaza huna de la mejor manera posible: mediante el oro (Matyszak 2005: 270), por lo que las cantidades pactadas ascendían vertiginosamente hasta los 948 kilos (Heather 2006: 392). Las sumas de enormes cantidades de dinero era lo que más estimulaba a Atila, que no aspiraba a conquistar tierras del Imperio, sino a poder mantener las clientelas (Goldsworthy 2009: 403) que le permitían situarse en lo más alto de un imperio cuya base no era territorial, sino que se basaba en la ascendencia del pueblo huno y de su líder (Atila) sobre otros pueblos (Heather 2010: 258).
Cuatro años más tarde, en el 451, Atila planeaba la invasión de la Galia; las razones que parece que esgrimió para ello son contradictorias (Thomson 1996: 144 y ss.) y parecen más una justificación que un motivo real, el cual debe buscarse en el hecho de que el solar Imperial occidental podía ofrecerle que el oriental, saqueado a conciencia (la zona disponible) poco antes. Dirigió a sus huestes a través del Rin hasta llegar a Coblenza, que cayó junto con la mayor parte de ciudades de la región, como es el caso de Tréveris. El siguiente de sus objetivos fue Orleans, que sorprendentemente resistió el envite. Para entonces, el general romano Aecio ya se había puesto en marcha a la cabeza de un ejército casi tan variado como el del propio Atila: francos, burgundios, alanos y un fuerte contingente godo con el rey Teodorico a su cabeza (Goldsworthy 2009: 414). Los pormenores de la batalla de los Campos Cataláunicos son poco conocidos (Grant 2005: 51), aunque a buen seguro fue muy sangrienta; al final del día, los hunos se retiraban del campo de batalla, Aecio había conseguido la victoria. Es fácil creer los relatos que afirman que Atila casi se prende fuego en una pira (Coulston 2008: 226), sobre todo por el hecho de que la derrota, además de infamante, era algo totalmente nuevo para él.
Sea como fuere, Atila no murió aquel día, y su confederación no se deshizo. De hecho, menos de un año más tarde Atila prepararía una nueva invasión del Imperio Occidental, en este caso su objetivo sería Italia. La invasión del 452 debió saciar parte de la sed de sangre que debía haber acumulado Atila desde la derrota en los Campos Cataláunicos. En primer lugar, Aquileia fue arrasada hasta prácticamente los cimientos, otras ciudades como Milán también fueron saqueadas aunque no arrasadas. Posteriormente los ejércitos de Atila se dirigirían hacia el sur, aunque antes de conquistar Roma darían media vuelta; sin embargo, es difícil de creer que el Papa tuviese nada que ver con ello, sino que posiblemente fueron otros graves contratiempos lo que lastraron a Atila, a saber: las enfermedades, la inexistencia de una logística que les proporcionase los recursos suficientes o la amenaza de que sus tierras se viesen invadidas por el emperador oriental (Goldsworthy 2009: 415).
Una vez de vuelta a su guarida húngara, Atila volvió a planear una nueva invasión; pero la fortuna le tenía preparado un destino diferente. En su noche de bodas con una nueva esposa (no sabemos ni cuantas tenía) Atila sufrió una hemorragia interna y murió (Heather 2006: 433). Según el historiador Jordanes: “su muerte fue tan miserable como maravillosa había sido su vida” (Matyszak 2005: 278). Poco después de su muerte, la confederación huna se deshizo como un azucarillo; sus hijos pugnaron entre sí por hacerse con el poder mientras que muchos pueblos que se habían encontrado subyugados hasta entonces decidieron abandonar a sus antiguos amos (Heather 2010: 261). El Imperio Huno fue un fenómeno surgido a través de unas poderosísimas fuerzas integradoras que atraían hacia sí a multitud de pueblos, sin embargo, esa misma unión guardaba en su seno la semilla de la desintegración (Azzara 2004: 46).
Conclusión.
Pese a la complejidad que entraña todo lo concerniente a los hunos, la intensa actividad investigadora que sobre ellos se viene realizando desde hace tanto tiempo ha dado lugar a unos estudios cada vez más ponderados que analizan la mayor cantidad de variables posibles, todo ello con el fin de generar un conocimiento lo más acertado posible sobre estos jinetes de las estepas que tanta repercusión tuvieron en occidente durante el siglo V. Ascenso y caída fueron igual de vertiginosos, aunque este patrón no será excepcional a lo largo de la historia puesto que, en cierta medida, se repetirá en aquellos momentos en que Genghis Khan o Tamerlán lleguen al poder. Lo cierto, es que el mundo occidental siempre temió a esas hordas de las estepas a partir de entonces, y el miedo era totalmente fundado. A partir de entonces las estepas se alzarían acechantes; eran un lugar peligroso, de ellas había surgido nada menos que el Azote de Dios.
Bibliografía.
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