Con la muerte de Fernando VII y la proclamación de Isabel II como sucesora del difunto monarca, el Vaticano tomó la decisión de posicionarse a favor del candidato Carlos María Isidro y no reconocer a la joven reina como soberana del reino. Por este motivo cuando el Partido Progresista accedió al poder en 1835 bajo la presidencia de Juan Álvarez Mendizábal se acordó romper las relaciones entre el Estado y la Santa Sede. El motivo principal podemos situarlo en la desamortización de los bienes eclesiásticos de las ordenes monásticas, aunque las medidas tomadas contra la Iglesia se alargaron hasta 1843 con la exclaustración del clero regular, la abolición de los diezmos y la expulsión de los Jesuitas, entre otras acciones (Capitán, 1991: 54; Pro, 2019: 56-62). Gracias a las desamortizaciones y a la venta de las tierras y las posesiones de la Iglesia fue posible rebajar la deuda del Tesoro Real, aunque no en la cuantía que se había previsto en un inicio. También se pudo aumentar el presupuesto de Gobernación, donde se incluía la instrucción pública.
Será en este preciso momento cuando surja lo que la historiografía considera el primer sistema liberal de educación en España: el Plan General de Instrucción Pública o Plan del Duque de Rivas, aprobado en 1836 aunque de nula aplicación. Dos años más tarde nacerán los proyectos de ley del marqués de Someruelos, uno para la instrucción primaria y uno para la instrucción secundaria y superior (Capitán, 1991:56-62).
Un Real decreto de 1836 firmado por la reina regente María Cristina de Borbón supuso la supresión de todas las órdenes religiosas y la confiscación de sus propiedades. Esto supuso que ordenes dedicadas a la enseñanza como la de los Jesuitas se vieran obligadas a abandonar el país. No fue así con los Escolapios, salvados del decreto por habérseles reconocido su labor educativa. Únicamente quedaron supeditados al Estado y en ningún caso perdieron sus posesiones.
Aun existiendo esta afrenta contra la Iglesia, el Estado era plenamente consciente de la influencia social que dicha institución tenía entre la sociedad. Por esa razón el Partido Moderado vio con buenos ojos restaurar las estructuras eclesiásticas mediante un Concordato (Pro, 2019: 353). Las maniobras para poder solucionar los conflictos pasados se iniciaron en 1844. El objetivo era renovar el antiguo Concordato de 1753 y establecer el papel que tendría la Iglesia en el nuevo Estado. Las negociaciones terminaron el 16 de marzo de 1851 y el Concordato se ratificó el 11 de mayo. Entre los acuerdos firmados encontramos, por ejemplo, el catolicismo como religión única, facilidades para que la Iglesia pudiese vigilar lo que se enseñaba en las escuelas públicas y privadas, censura en todo aquello que se imprimiese, restitución de las órdenes religiosas expulsadas y derecho a adquirir y poseer bienes (Pro, 2019: 359).
El Plan Pidal (1845) y la Ley Moyano (1857)
No se puede desligar la construcción del nuevo estado liberal de la instrucción pública. Es por ello que con la abolición del Antiguo Régimen se quería que la educación escolar contribuyera a construir la nación, fuente de la soberanía y garantía de los derechos del ciudadano. Era necesario construir un sistema educativo que preparara a las personas para la libertad y las hiciera iguales en derechos, que formara la identidad nacional, que transmitiera los valores de la sociedad liberal y que inculcara una disciplina moral laica a la población (Sevilla, 2007: 113). En España, sin embargo, no se llegará a tanto.
A inicios de la Década Moderada (1844-1854), Pedro José Pidal, ministro de gobernación, se inclina por la enseñanza como derecho estatal. Será él quien dirá que «la enseñanza de la juventud no es una mercancía que puede dejarse entregada a la codicia de los especuladores, ni debe equipararse a las demás industrias en que domina sólo el interés privado. Hay en la educación un interés social, de que es guarda el Gobierno, obligado a velar por él cuando puede ser gravemente comprometido» (Pidal, 1845: 20-21). Tanto es así que el 17 de septiembre de 1845 se aprueba por Real Decreto el Plan de Estudios que debería organizar la enseñanza secundaria, de facultad mayor, superior y especial hasta la aprobación de la Ley reguladora de la Enseñanza de Claudio Moyano de 1857. Sus principios básicos serán la secularización, la libertad, la universalización de la enseñanza, la gratuidad relativa y la centralización (Capitán, 2002:262).
Básicamente el Plan Pidal, como ya se ha dicho, regulaba toda la enseñanza a excepción de la instrucción primaria elemental. Esto incluía materias, duración del curso, exámenes, profesorado, organización de los establecimientos y gobierno de la instrucción pública, entre otros.
Doce años más tarde se aprobaba la Ley reguladora de la Enseñanza, promovida por el político moderado Claudio Moyano. Estructuralmente esta ley se parecía al Plan Pidal debido a que ambas se distribuían en cuatro capítulos: estudios, establecimientos, profesorado y administración de la instrucción pública. Y lo mismo encontramos con algunos de sus principios, cogidos de planeamientos anteriores. Entre estos destacan el moderantismo, la gratuidad de la enseñanza primaria ―para los que eran considerados como pobres―, un sistema de oposición y exigencia de formación en el nombramiento de profesores, el reconocimiento de los estudios en la enseñanza privada, etcétera (Capitán, 2002: 269) . Igualmente, la enseñanza quedaba dividida en tres niveles: primaria ―elemental y superior―, secundaria ―estudios generales o estudios de aplicación a las profesiones industriales―, y superior ―Facultades, enseñanzas superiores y enseñanzas profesionales― (Capitán, 2002: 270).
La Ley Moyano «fue fruto del acuerdo al que había llegado el gobierno moderado entonces en el poder con el sector moderado de la jerarquía eclesiástica». Esta afirmación se fundamenta de acuerdo a lo que disponía el artículo 153, el cual preveía que el gobierno podía autorizar a las congregaciones religiosas a abrir escuelas de primera y segunda enseñanza y dispensaba a los profesores de disponer del título que se exigía a los de la enseñanza pública (Costa, 2010: 30).
Treinta años después de la aprobación de la Ley Moyano, el ministro dirá en una sesión del Senado que «Lleva mi ley treinta años en vigor. Durante este período ya saben los señores senadores por cuantas vicisitudes ha pasado este país; ha habido dos monarquías, dos o tres repúblicas, porque he perdido la cuenta; más a pesar de haber pasado treinta años, dos monarquías y dos repúblicas, la ley sigue vigente. Esta ley ha durado y durará muchos años, porque dicha ley, y esto puedo decirlo muy alto, fue una ley nacional, no de partido» (Sevilla, 2007: 110).
Y Moyano no se equivocará con esta afirmación. Aunque su ley desarrolló la instrucción durante la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX, esta legislación permaneció vigente en algunos aspectos formales hasta la aprobación de la Ley General de Educación de 1970 (Capitán, 2002: 268).
Reformas e innovaciones durante el Sexenio Democrático
Con la Revolución de 1868, el destronamiento de Isabel II y la instauración de un gobierno provisional que debería durar hasta la coronación de Amadeo de Saboya como rey electo de España, las posturas progresistas fueron ganando terreno en la instrucción pública. Aunque se seguía pidiendo una instrucción primaria gratuita y la secularización de la enseñanza, entre las nuevas proclamas cabe destacar, entre otras, la preocupación por los establecimientos donde se impartían las clases. A ello contribuyó un ambiente intelectual y cultural en torno a algunas universidades, ateneos culturales, academias y otros centros de reunión literarios y científicos (Capitán, 2002: 272).
La política educativa del Sexenio Democrático la encontramos presidida por tres principios: libertad de enseñanza y democratización, descentralización de la instrucción hacia las diputaciones provinciales y los ayuntamientos, y tradicionalidad/modernidad en sus formas educativas. Esto último hace referencia a la voluntad del gobierno provisional de mantener un principio de continuidad histórica. Es decir, mantener la esencia de la Ley Moyano ―tradición― con la capacidad de satisfacer las nuevas demandas sociales y económicas de los ciudadanos y la visión de utilidad de las asignaturas cursadas en su aplicación en las artes y los oficios, entre otros ―modernidad― (Capitán, 2002: 279).
Será durante el Sexenio Democrático cuando se redactarán las primeras disposiciones reguladoras de los edificios escolares de enseñanza primaria. Estas disposiciones aprobadas en 1869 establecían unos modelos-tipo oficiales de edificios a los que los ayuntamientos debían fijarse. Asimismo, se creaba también una comisión que debía examinar y elegir los proyectos presentados mediante concurso público. El ministerio aprobó tres proyectos de edificio: uno para las poblaciones con menos de 500 habitantes, un segundo para las poblaciones de 500 a 5.000 habitantes y un tercero para las poblaciones mayores de 5.000 habitantes. Además del aula, los edificios tenían que contar también con una casa para el profesor, un jardín y una biblioteca, a la que se le dio mucho protagonismo hasta el punto de ubicarla en el centro del edificio. Las disposiciones preveían que en un plazo de dos años todos los ayuntamientos tendrían una escuela construida (Viñao, 1994: 493-499).
Entre 1868 y 1874 se aprobaron once decretos en relación a la organización de la enseñanza secundaria, de los que destacan el de reorganización de los estudios de enseñanza secundaria de 1868.
La enseñanza en la primera fase de la Restauración (1874-1900)
Con la instauración de la restauración borbónica y con el nombramiento Manuel Orovio Echagüe como ministro de Fomento, la política educativa llevada a cabo volvió a restringir la libertad de cátedra. En palabras de Capitán, «con Orovio en la cartera de Fomento llegó la segunda cuestión universitaria y la libertad de enseñanza se resguardó en la enseñanza libre» (Capitán, 2002: 288). Esta «enseñanza libre» de la que habla Capitán suponía la programación de cursos no reglados en algunas universidades y la posibilidad de crear centros «libres» de enseñanza, como por ejemplo la Institución Libre de Enseñanza (1876).
Con la restricción de la libertad de cátedra se obligaba a los catedráticos a seguir el temario de los libros de texto autorizados y a «no adoctrinar» a los alumnos en contra del rey o de la religión. Esto desembocó en protestas por parte de profesores, los cuales fueron expulsados de sus cátedras. Francisco Giner de los Ríos, Castelar o González Linares fueron algunos de los perjudicados. Hasta el año 1881, con José Luis de Albareda como nuevo ministro de Fomento, no se readmitirán a los profesores destituidos.
En 1876, Giner de los Ríos funda la Institución Libre de Enseñanza, una institución educativa «completamente ajena a todo espíritu de interés de comunidad religiosa, escuela filosófica o partido político» (Martínez-Gorroño, M.E. y Hernández-Álvarez, J.L., 2014: 247) que tuvo éxito hasta que la dictadura franquista la abolió. Del programa de actividades que realizaban se pueden destacar los estudios de cultura general, los estudios superiores científicos, conferencias, un boletín donde publicar estudios científicos, biblioteca, gabinetes, etc. Sus integrantes apostaban por una enseñanza gratuita, obligatoria para todos, integral y progresiva; y por la creación de guarderías organizadas según el sistema Froebel, entre otros (Capitán, 2002: 293-297).
Las carteras ministeriales de Fomento se fueron renovando y en 1894 la ocupará Alejandro Groizard. El nuevo ministro llevó a cabo la reorganización de la enseñanza secundaria poniendo especial énfasis en la unión del carácter científico y cultural de los contenidos impartidos. Desde ahora, la enseñanza secundaria se dividiría en un periodo de estudios generales ―cuatro años― y un segundo periodo de estudios preparatorios ―dos años―. La ausencia de la religión en esta reforma trajo como consecuencia el rechazo por parte de la Iglesia y una nueva reforma en 1895 ―con López Puigcerver como nuevo ministro― que incluía la creación de una cátedra de religión en todos los institutos de enseñanza secundaria (Capitán, 2002: 222-223).
El papel de la Iglesia será fundamental en el nuevo régimen político de la Restauración, más aún dentro del sistema educativo. Será en este momento cuando se impulsará el establecimiento de congregaciones ―nuevas y antiguas― por todo el territorio, sobre todo cuando Francia apruebe la Ley Combes por la que se prohibía a la Iglesia practicar la enseñanza. Aun así, aunque la ley francesa incrementó el personal religioso en España, hay autores que no relacionan el crecimiento de las congregaciones con este hecho alegando que éstas ya crecen a partir de la segunda mitad del siglo XIX, más aún con la aprobación de la Constitución de 1876. Además, debido a que eran los ayuntamientos los que tenían que sufragar los gastos de mantenimiento de las escuelas, tanto de los inmuebles como de los salarios de los profesores, muchos optaron por llamar a las congregaciones para que se establecieran en sus municipios y así tener que ahorrarse una parte importante del presupuesto ―aunque realmente seguían colaborando igualmente con la manutención de las escuelas religiosas―. Un caso concreto lo encontramos en el municipio catalán de Tàrrega cuando en 1859 el ayuntamiento solicita la colaboración de las Hermanas Carmelitas para que establecieran una escuela para niñas que complementara a la pública (Novell, 1989: 118).
Los modelos de escuela en el cambio de siglo
A caballo entre los siglos XIX y XX la enseñanza primaria ―especialmente la de carácter privado― empezó a bifurcarse en diversas tipologías influenciadas por unos determinados ideales. En general podemos destacar cuatro tipos de escuela: la de tradición católica, el anticlerical, la del laicismo francés de la III República y la krausista (Capitán, 1991: 406).
En primer lugar, la escuela de tradición católica, influenciada por el neocatolicismo y el humanismo cristiano, aspiraba a una renovación religiosa social que debía producirse a través de las escuelas cristianas y católicas. Estas escuelas, aunque inicialmente estaban enfocadas a la clase obrera y la beneficencia, con el paso de los años se fueron especializando también en las clases medias y altas hasta constituir congregaciones únicamente destinadas a la enseñanza de las élites. Ejemplos de estas escuelas son las de congregaciones e institutos religiosos tradicionales, modernos o de nueva fundación.
En segundo lugar, la escuela anticlerical estaba influenciada por tres factores: político ―liberalismo y republicanismo―, ideológico ―institucionismo, masonería y librepensamiento― y social ―socialismo y anarquismo―. Estas escuelas provocaron actitudes anticlericales a través de la escuela laica y la escuela racionalista, dirigidas básicamente a la clase obrera minera, industrial y agrícola. El ejemplo paradigmático de este modelo educativo fue la Escuela Moderna de Francesc Ferrer y Guardia.
En tercer lugar, la escuela del laicismo francés de la III República era influenciada por personalidades como Jules Ferry, René Waldeck Rousseau o Émile Combes. Aspiraba al laicismo a través de la escuela laica ―no religiosa― y la escuela racionalista destinada principalmente a la clase obrera cercana al sindicalismo de la U.G.T. Las escuelas socialistas, las casas del pueblo o los centros obreros son los ejemplos principales de este modelo.
Finalmente, la escuela krausista era influenciada básicamente por el liberalismo, la escuela nueva europea, etc. Aspiraban a la secularización de la sociedad a través de la escuela neutral destinada a la pequeña y mediana burguesía. Ejemplos de este modelo son las escuelas institucionistas, las escuelas nuevas y las escuelas renovadas.
Las reformas educativas del primer tercio del siglo XX (1900-1931)
Tras el desastre de 1898 y la pérdida de las colonias que quedaban en España, el siglo XX se inaugura con el objetivo de renovar la instrucción pública. Tal es así que en el mismo 1900 se crea el nuevo Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes con Antonio García Alix al frente. Sólo duraría un año en el cargo, pero ese año fue provechoso en cuanto a reglamentos y decretos destinados a reformar y modernizar la instrucción pública en el Estado. De estos encontramos, por ejemplo, el Reglamento para el régimen interno del Ministerio de Instrucción Pública, el Reglamento Orgánico de Primera Enseñanza o la Reforma de las Escuelas Normales y de la Inspección de primera Enseñanza como testimonio del interés para «afianzar la enseñanza oficial dentro de la Constitución del Estado» (Capitán, 1991: 225-226).
Cabe destacar también el trabajo realizado por García Alix respecto a la instrucción de los obreros jóvenes. Un Real Decreto del 25 de mayo de 1900 disponía que los propietarios o gerentes de fábricas y talleres debían conceder a los menores de dieciocho años una hora de su jornada laboral para que se instruyeran en la lectura, la escritura, la gramática, la aritmética y la doctrina cristiana en escuelas elementales que se debían instalar en el mismo establecimiento, bien equipadas y con personal competente (Capitán, 1991: 227).
En 1901 es nombrado ministro de instrucción pública Álvaro de Figueroa y Torres ―más conocido como Conde de Romanones―, y con él volverá la libertad de cátedra que tantos problemas había comportado décadas atrás su abolición (Capitán, 1991: 228). La política educativa de Romanones se encaró con la voluntad de «reconstrucción interna» del país después de haber sufrido la crisis de 1898 a causa de la pérdida de las colonias (Capitán, 1991: 235). En casi dos años que ocupó la cartera ministerial, Romanones aplicó reformas en todos los niveles de la enseñanza, desde el primario hasta el universitario.
Entre algunas de estas reformas encontramos, por ejemplo, la reestructuración de los planes de enseñanza media para dar mayor protagonismo a las ciencias en detrimento de las humanidades, la obligatoriedad de enseñar el catecismo escolar en castellano, incorporar las atenciones de primera enseñanza al presupuesto Estado ―básicamente que el ministerio sufragara los salarios de los profesores en vez de los ayuntamientos―, división de la enseñanza primaria en tres grados ―párvulos, elemental y superior― donde se repitieran las mismas asignaturas pero con contenidos ampliados y adaptados a las edades de los alumnos, desaparición de las diferencias de estudios de niños y niñas, obligatoriedad de la enseñanza hasta los doce años, creación de escuelas superiores de industrias y artes industriales, creación de la Escuela Central de Ingenieros industriales, etcétera (Moreno, 2001: 211-216). También podemos hacer mención a la concesión de pensiones a los alumnos para ampliar sus estudios en el extranjero mediante un Real Decreto del 18 de julio de 1901, lo que se podría considerar como el precedente de lo que posteriormente realizaría la Junta de Ampliación de Estudios (1907) (Capitán, 1991: 235).
La creación de la Junta de Ampliación de Estudios en 1907 será el inicio de una etapa marcada por la promoción de la ciencia y de la investigación científica en España (Capitán, 1991: 451). Esta nueva etapa será conocida con el nombre de la «edad de plata de la cultura española». Fruto de esta institución nacerán otras de carácter histórico, científico y cultural. De estas podemos destacar el Centro de Estudios Históricos (1910), la Residencia de Estudiantes (1910) o el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales (1910). Todas estas instituciones promovían la investigación, la publicación de trabajos científicos, la organización de excavaciones y misiones científicas, entre otras actividades de carácter muy interesante.
En 1923 en España había una tasa del 50% de analfabetismo, escuelas insuficientes y 30.000 profesores de déficit. De la dictadura de Primo de Rivera se esperaba la creación de nuevas escuelas, la asistencia obligatoria de los alumnos y la contribución de los ayuntamientos en la construcción y el mantenimiento de los centros educativos. En este sentido la dictadura no innovará, ya que lo que hace será seguir la ola reformista que venía de las políticas reformadoras de las dos primeras décadas del siglo XX. Si la dictadura pudo alcanzar algunos de estos objetivos, aunque no de la forma que se esperaban, fue gracias, en parte, a la creación de la Oficina Técnica para la Construcción de Escuelas en 1920. Según los datos que aporta Capitán, de las 27.080 escuelas nacionales que había en 1923, se pasó a las 33.446 en 1930 (Capitán, 1991: 513-514).
Del directorio militar (1923-1925) cabe destacar la aprobación de una Real Orden sobre la propaganda antipatriótica y antisocial. Esta normativa afectó directamente a la libertad de cátedra en cuanto que los inspectores debían vigilar los libros de texto y las doctrinas antisociales o en contra de la patria que pudieran ser expuestas por los profesores en el aula (Capitán, 1991: 516-517).
Finalmente, de la etapa del gobierno civil (1925-1927) se puede destacar la reforma del Bachillerato que llevó a cabo el ministro Eduardo Callejo en 1926. De las características principales de esta reforma se pueden destacar la ampliación de la instrucción primaria (bachillerato elemental), la reducción de asignaturas y años de estudio, la división del Bachillerato entre elemental ―tres años― y universitario ―tres años y bifurcado entre Letras y Ciencias―, la obligatoriedad de cursar Religión ―a no ser que los padres se negaran―, entre otras (Capitán, 1991: 518-523).
Conclusiones
Como ya se ha visto, a pesar de las disputas entre Iglesia y Estado que caracterizaron la primera mitad del siglo XIX, no pasaba por alto la influencia que tenía la institución sobre la población, por lo que al gobierno moderado no le quedó más remedio que hacer las paces mediante un concordato en 1851 donde se les facilitaba una serie de privilegios, entre ellos el de supervisar todo lo que ocurría en las escuelas públicas y privadas.
Al mismo tiempo empiezan a surgir también los primeros proyectos liberales de educación, como bien son el Plan del Duque de Rivas, el Plan Pidal y la Ley Moyano. Aun así, con los años se vería que el proyecto fracasaría por la imposibilidad estatal de gestionar una enseñanza de calidad en todo el territorio y al hecho de tener que recurrir a la Iglesia para solucionar las carencias educativas, sobre todo en las zonas rurales.
Con la llegada del Sexenio Democrático parecía que la instrucción pública tomaba protagonismo entre las prioridades del nuevo gobierno mediante las diferentes reformas y mejoras que se proyectaron, como por ejemplo la enseñanza femenina, la libertad de cátedra o la proyección de edificios destinados específicamente para escuelas. Lamentablemente, con la instauración de la restauración borbónica en 1874 se reculó en cuanto a mejoras, modificándose tan solo la enseñanza secundaria y empezándose a permitir instituciones libres como la de Giner de los Ríos. El papel de la Iglesia será fundamental en el nuevo régimen político de la Restauración, sobre todo dentro del sistema educativo.
Con la llegada del nuevo siglo empezaron a aparecer diferentes modelos de escuela destinados a la enseñanza primaria con novedosos proyectos pedagógicos importados del extranjero. Entre ellos encontramos la escuela de tradición católica, la escuela anticlerical, la escuela del laicismo francés de la III República y la escuela krausista. Cada una contaba con su público en función de los ideales que promovían.
Finalmente, con la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en el año 1900 parece que la renovación de la enseñanza empieza a reflotar. Siendo el conde de Romanones la cabeza del ministerio volverá la libertad de cátedra, se reestructurarán los planes de enseñanza media, se reformará la enseñanza primaria y se eliminarán las diferencias entre los estudios de niños y niñas, entre otras medidas. En 1907 se creará la Junta de Ampliación de Estudios, de la que nacerán instituciones como la Residencia de Estudiantes, el Museo Pedagógico o el Centro de Estudios Históricos.
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