Hoy os traemos la primera entrevista de Archivos de la Historia. Estamos muy orgullosos de decir que el primer entrevistado es David Alegre Lorenz, uno de los mejores historiadores de la guerra que existen en el panorama actual. No obstante, David no es solo eso, sino que también es una estupenda persona que nos ha brindado la oportunidad de poder hablar con él.
No os queremos aburrir con una larga introducción. Solo decir que David Alegre es profesor asociado en la Universidad de Girona. Está especializado en historia comparativa y ha innovado enormemente en un campo tan «atrasado» como es el de la Historia Militar. Asimismo ha editado un libro «Europa desgarrada: guerra, ocupación y violencia (1900-1950)» junto con Miguel Alonso y Javier Rodrigo. También es editor de la Revista Universitaria de Historia Militar
Este 30 de abril se publicará «Comunidades rotas» y es por ello por lo que os traemos esta extensa entrevista a uno de sus autores. En él se toca un tema espinoso pero necesario: el de las guerras civiles.
Sin más, os dejamos con esta estupenda entrevista.
Bloque I: el libro
P:¿Cómo surge Comunidades rotas? ¿Os juntasteis en un momento determinado y decidisteis llevar a cabo esta obra por algún motivo en concreto? En todo caso y ante un tema tan extenso en bibliografía, ¿cómo se desarrolló el proceso de investigación? El volumen de trabajo tuvo que ser enorme.
R: Una buena manera de comenzar la entrevista, sin duda. Personalmente soy un firme partidario de pensar en esta parte íntima de nuestro trabajo como historiadores e historiadoras, del modo en que se gesta, de los estímulos, vínculos y deudas que hacen posibles las obras que leemos; creo que debería ser mucho más importante conocer y valorar toda esta intrahistoria en su conjunto.
Para mí, Comunidades rotas es un proyecto muy especial en muchos sentidos. Creo que vale la pena ser honesto, sobre todo porque la honestidad debería ser uno de los valores más importantes de nuestro gremio, por mucho que no siempre lo tengamos presente de manera explícita. Javier Rodrigo, con quien comparto el placer de ser coautor de esta obra, es además un gran amigo, alguien a quien considero parte fundamental de mi círculo de personas más cercanas, casi podría decir sin exagerar que es parte de esa familia que la vida va poniendo a tu lado. Este hecho contribuye a explicar la existencia de Comunidades rotas como proyecto, la complicidad que lo hizo posible, la naturalidad con que surgió y creció y la manera en que cambió y culminó hasta ser lo que el público lector podrá ver en las librerías a partir del día 30 de abril. Sin embargo, antes que todo eso Javier fue mi profesor en la Universidad de Zaragoza, a mi paso por la carrera de historia, y también en la Universitat Autònoma de Barcelona, en el marco del Máster de Historia Contemporánea. Por último, más importante aún, Javier fue el director de mi tesis doctoral, defendida hace casi dos años.
«Javier Rodrigo, con quien comparto el placer de ser coautor de esta obra, es además un gran amigo»
Por tanto, hablamos de una relación profesional y personal –dos esferas a menudo difíciles de separar– de más de diez años donde ha sido para mí una fuente de inspiración constante gracias a la docencia; a la lectura de su investigación, puntera en ámbitos y metodologías casi ignotas en España cuando él empezó, y que yo también he acabado haciendo míos mediante mis propias aportaciones, abriendo otros casos de estudio y campos de trabajo paralelos a los suyos; al trabajo en equipo en diversos proyectos durante la época predoctoral, durante la cual disfruté de una gran autonomía y de un espacio amplio y cómodo donde pude dar rienda suelta a mis propias inquietudes e iniciativas junto a mi colega Miguel Alonso, que defenderá su tesis en menos de tres meses y con quien he ido de la mano en muchas de las cosas que he emprendido hasta ahora. Lo que quiero decir –y creo que esto es lo más importante– es que el alcance y ambición de una obra como Comunidades rotas solo es posible y se explica únicamente dentro de una red de complicidades y afectos que son el resultado del trabajo en equipo, de las deudas personales, del respeto mutuo por la labor de aquellos con los que colaboras en el día a día, del magisterio, pero no menos de la permeabilidad y el criterio propio de los investigadores en formación o de la capacidad para generar investigaciones atractivas y para crear escuela. Volveremos sobre estos temas a lo largo de la entrevista, porque creo que en el mundo de la cultura y el conocimiento se trata de cuestiones capitales que no siempre reciben el reconocimiento que realmente merecen, y sin ellas las humanidades son incomprensibles.
Hecha esta primera introducción necesaria, Comunidades rotas surgió de esa relación de confianza construida entre Javier y yo a lo largo de más de diez años, del entendimiento mutuo en nuestro modo de acercarnos al pasado y de las inquietudes compartidas en lo que a los temas de trabajo se refiere. Esto, por supuesto, no quiere decir pleno acuerdo en todo. De hecho, fue el propio Javier quien me invitó a tomar parte en este proyecto, que en un principio había de abordar él solo por su cuenta, y lo hizo desde la convicción de que el futuro libro se beneficiaría de la participación de dos historiadores, uno sénior por su trayectoria, a pesar de su juventud, y otro junior pero con un perfil investigador valiente y bien definido. En este sentido, los primeros pasos en la definición del proyecto conjunto pusieron de manifiesto que donde no llegara uno llegaría el otro, tanto en el abordaje pormenorizado de los diferentes conflictos que recoge la obra como en el tratamiento equilibrado de las diferentes épocas y ámbitos geográficos objeto de análisis.
Por supuesto, Comunidades rotas se benefició del intercambio activo de impresiones entre ambos a la hora de enfocar y redactar el trabajo, pero también de las lecturas mutuas y los añadidos que cada uno fuimos introduciendo con plena confianza en las partes donde el grueso del trabajo correspondió al otro. Esto nos permite decir con toda justicia y orgullo que esta es una obra de los dos en toda su extensión, y aquí hay que dar las gracias a dos medios que han hecho mucho más fácil nuestro trabajo: el correo electrónico y sobre todo las aplicaciones de mensajería instantánea, que nos mantienen en contacto a diario desde hace ya varios años, y de forma muy evidente en la elaboración de Comunidades rotas. Y en este punto, repito, también quiero destacar el papel de nuestro amigo Miguel Alonso, quien sin ser coautor del libro por haber de dedicarse a otras cuestiones tiene una presencia importante en él tanto por la relación que nos une a los tres como por el contacto cotidiano en nuestro grupo de mensajería instantánea donde se alternan los momentos de humor y complicidad con el trabajo, haciendo este mucho más llevadero.
A partir de aquí será el público lector el que juzgue el resultado, pero el trabajo que hay detrás de Comunidades rotas es ingente y titánico, por la cantidad de bibliografía consultada y por la gran variedad de escenarios que abordamos. En este sentido, hay que reconocer que sin la existencia de los repositorios de artículos científicos en internet posiblemente habría sido imposible escribir esta obra, o cuanto menos habría tenido un aspecto muy diferente. Además, dar a luz este libro ha sido algo extremadamente duro y complejo por el fenómeno en el que se centra, las guerras civiles.
Tanto es así que a veces ha resultado doloroso hasta el punto de no poder más, por la cantidad de sufrimiento humano y de hechos luctuosos que se congregan en el libro, por el esfuerzo que supone tratar de entender y explicar –que no justificar, claro está– los procesos y razones por las cuales pueden llegar a romperse las comunidades humanas y a ejercerse violencia contra el otro, un congénere. Comunidades rotas ha acabado siendo un ejercicio empático extremadamente exigente, por eso creo y repito que no habría sido posible sin el trabajo a cuatro manos entre dos autores bien compenetrados y con las ideas claras. Y aquí, insisto, el mérito hay que dárselo a Javier, por haber sabido ver que abordar con cierta solvencia y equilibrio un fenómeno de tal magnitud en un periodo de tiempo de cien años quizás requería del concurso de más de una persona. A partir de este punto el proceso de documentación y redacción para una obra así es muy estimulante, constituye en sí mismo un ejercicio de aprendizaje y descubrimiento intensísimo, pero también es largo y pesado.
Hay que tener en cuenta que pocas veces el historiador puede dedicarse exclusivamente a escribir, de hecho no lo recomendaría jamás por muchas razones, la primera de ellas de salud mental. En este sentido, cualquiera que haya escrito una obra mayor como esta puede dar fe de la gran disciplina que requiere acometer el redactado final, del aislamiento que suele comportar, de los sacrificios que suponen para uno mismo y para los que le rodean, incluido el alumnado, que muchas veces sirve como primer receptor de las ideas que están en fase de prueba y que más tarde formarán parte del libro.
Así pues, han sido meses intensos de trabajo desde que comenzáramos a trabajar más a fondo en el proyecto allá por los inicios del verano de 2018, y a lo largo del proceso ha habido momentos para todo, donde la imposibilidad de llegar con todas las garantías a nuestras múltiples obligaciones nos desbordaba, y donde la amistad y el apoyo mutuos ante las dificultades han sido claves para culminar con éxito esta obra.
Por todo ello, como decía, Comunidades rotas es un proyecto sumamente especial. Y por lo que a mí respecta he de reconocer que estoy sumamente agradecido. En primer lugar estoy en deuda perpetua con Javier Rodrigo, por confiar en mí, por la posibilidad y el privilegio de trabajar con él en absoluto pie de igualdad y con plena complicidad durante tantos meses, y también por creer que a pesar de mi juventud estaba preparado para responder a un reto tan bonito a nivel profesional y personal. Todo ello ha hecho posible poner en un nuevo escenario nuestra relación, hasta el punto que en el proceso de elaboración del libro me hizo padrino de su hijo, Carlos, que está con nosotros desde finales de este último verano, algo que para mí ha sido sumamente especial, como podréis imaginar. Tampoco puedo olvidar a nuestra editora en Galaxia Gutenberg, María Cifuentes, por su confianza, por su exquisito trabajo, por su paciencia, por su ejemplar amor y compromiso con el conocimiento y la cultura y por lo mucho que he aprendido estos meses a su lado. Pocas veces está suficientemente reconocido el ingente trabajo que hay detrás de los libros que leemos, como ya decía antes, por eso he querido responder de una forma mucho más personal a esta pregunta y por eso quiero hacerle ese reconocimiento especial a María, pero también al resto del equipo de Galaxia Gutenberg, Irene de Hoz, Blanca Navarro, Lidia Rey y Joan Tarrida, por su buen hacer y su profesionalidad a prueba de bombas, nunca mejor dicho.
En última instancia, para acabar con esta pregunta, Comunidades rotas nació de la convicción de que las guerras civiles están muy mal trabajadas, al menos desde el punto de vista político-social, militar y global que adoptamos en la obra. El caso más evidente es el último trabajo de David Armitage, Las guerras civiles: una historia en ideas (2018), que es objeto de crítica en nuestro estado de la cuestión. Armitage nos presenta un fenómeno humano extremadamente complejo como una suerte de artefacto cultural, como un mero contenedor de significados, cuando un conflicto interno es algo terriblemente real y es ante todo un acontecimiento social que condiciona todos los aspectos de la vida del escenario donde tiene lugar. Pues bien, Comunidades rotas está en las antípodas del trabajo de este historiador británico, pero aún es más: creemos que no se había hecho nunca algo similar desde la historiografía, que es entender las guerras civiles ante todo como fenómenos sociales contingentes, modernos, transnacionales y globales que solo pueden entenderse a través de los múltiples planos de realidad y la gran variedad de actores e intereses que confluyen en ellas.
P: Nos ha sorprendido el poco espacio que le dedicáis a las guerras civiles sudamericanas. Suponemos que es más por espacio que por ganas, ya que vuestro trabajo es tan exhaustivo que asusta. Aun así, nos gustaría saber vuestras impresiones al respecto: ¿con qué guerras civiles creéis que empieza el ciclo en América Latina? A colación de esto, y teniendo en cuenta la enorme importancia que tiene EE. UU. en vuestra obra, ¿qué opináis de la guerra sandinista? ¿Es Centroamérica el paradigma de ese “efecto contagio” del que habláis?
R: Desde luego es una buena pregunta, y contiene un punto de crítica que entendemos y que aceptamos con gusto.
En primer lugar, es cierto que en un primer momento la obra puede parecer exhaustiva, pero si algo os puedo asegurar con toda tranquilidad es que nuestro objetivo nunca fue ser sistemáticos, porque eso habría convertido Comunidades rotas en un compendio enciclopédico de las guerras civiles en el siglo XX y lo que va de XXI, y desde luego no era eso lo que pretendíamos.
De hecho, si os fijáis, hay un sinfín de conflictos internos de gran virulencia e importancia a lo largo del siglo XX que apenas mencionamos de pasada, que lo son en relación a otros conflictos que sí hemos abordado con detenimiento, como parte del contexto de época o tratando de establecer puentes y señalando las puertas que se pueden abrir a partir de nuestro trabajo. Pienso a bote pronto en la guerra civil de Sri Lanka, de casi tres décadas; la inacabable guerra en Birmania o Myanmar, que con diferentes ramificaciones y problemáticas que se han ido superponiendo con cada nuevo contexto y época dura desde 1948 hasta nuestros días; la reciente guerra civil argelina de una década, desde 1991 a 2002, el largo ciclo de conflictos internos e internacionales en el Cuerno de África, con epicentro en Etiopía desde 1974 a 1991, con antecedentes en Eritrea y con ramificaciones que están muy vivas a día de hoy en Somalia; y, por supuesto, tantos otros acontecidos en el continente africano que van desde la colonización hasta la descolonización, llegando en no pocas ocasiones hasta hoy.
Al fin y al cabo, como debería ocurrir con casi cualquier ejercicio de ensayo, Comunidades rotas es una propuesta interpretativa para el estudio de un fenómeno concreto, las guerras civiles, y por eso mismo es un camino por recorrer plagado de puertas donde es al lector o a la lectora a quien le corresponde abrir unas u otras. Por mi parte, tengo la esperanza y la convicción de que nosotros hemos dibujado el primer esbozo de un mapa global para movernos con más soltura en un fenómeno extremadamente complejo, y con dicho mapa hemos intentado aportar las llaves para franquear esas puertas de las que hablaba más arriba. Será a aquellos y aquellas que lean Comunidades rotas a quienes corresponderá desbrozar nuevos caminos, alumbrar nuevas propuestas y aceptar alguno de los guantes que hemos dejado a lo largo del trabajo, de manera muy especial a los y las jóvenes investigadoras, pero también a los y las colegas que encuentren en nuestra propuesta interpretativa coordenadas interesantes para el debate y para hacer confluir sus propias investigaciones en el campo de las guerras civiles.
«Esa relación íntima entre ambos extremos del Atlántico no suele traducirse en un buen conocimiento de lo que ocurre o ha ocurrido al otro lado.»
Por otro lado, puedo entender que dada la afinidad cultural e histórica que existe entre España y Latinoamérica resulte extraño que solo dediquemos a este último escenario veinte páginas en un libro que supera las seiscientas, sobre todo teniendo en cuenta que esa relación íntima entre ambos extremos del Atlántico no suele traducirse en un buen conocimiento de lo que ocurre o ha ocurrido al otro lado. Sin embargo, como defendía más arriba, Comunidades rotas no aspira a ser en ningún momento una panoplia sistemática del fenómeno de las guerras civiles en los últimos cien años.
Lejos de eso, el objetivo de la obra es doble: aportar un relato integrado de los conflictos internos y las violencias asociadas a ellos, siempre dando un peso central al componente social y político, y por otro lado aportar herramientas de análisis a través de casos que hemos considerado paradigmáticos por unas u otras razones, o bien que creíamos importantes por su impacto global a nivel histórico. También veréis que conforme nos acercamos a conflictos actuales de los últimos veinte años es menor el peso que les dedicamos o el grado de exhaustividad con que nos acercamos a ellos, algo que tiene que ver en parte con cierta reticencia por nuestra parte a analizar conflictos a través de artículos no basados en fuentes de archivo (por las limitaciones que imponen siempre las legislaciones sobre la documentación reciente) o trabajos meramente periodísticos (por muy buenos que sean y por mucho que estén basados en experiencias de primera mano). Por supuesto, a la hora de escoger los casos de estudio no solo han tenido que ver los conocimientos y lecturas previas de cada uno de nosotros, sino también nuestras preferencias personales por unos u otros temas y teatros bélicos; es innegable que todo esto siempre tiene un papel en el trabajo del historiador y la historiadora.
Finalmente, por ir concluyendo, nos centramos en los conflictos que a nuestro parecer nos aportaban más posibilidades a nivel interpretativo, aquellos que más paradigmáticos podían resultar en uno u otro sentido. En el caso de Latinoamérica, especialmente los países bañados por el mar del Caribe, quedamos satisfechos con el relato y la propuesta interpretativa que podéis ver en el libro: creímos y creemos que los sangrantes conflictos internos vividos en esta parte del mundo han quedado bien conectados con las tendencias y dinámicas globales y que nuestras explicaciones están bien asentadas sobre las problemáticas y realidades domésticas de cada país, dos niveles que van en paralelo y que son esenciales para entender cualquier guerra civil. ¿Se podía haber dedicado más espacio y haber entrado con más detalle en los diferentes enfrentamientos que aparecen en Comunidades rotas? Sin duda, pero la idea era dar con esos ciclos bélicos que dibujamos en toda la obra, con tendencias generales, con realidades compartidas en diferentes teatros, con reiteraciones y especificidades, con continuidades y rupturas. Creemos que eso ha quedado bien reflejado en la obra, y sin ser conflictos sencillos, porque no hay enfrentamiento armado que lo sea, quizás Latinoamérica ha sido un caso más fácil de abordar por la cercanía y centralidad de los Estados Unidos en la historia de estos países a lo largo de todo el siglo XX, por su capacidad para condicionar la realidad doméstica de sus vecinos a través de sus políticas imperiales. Más allá de esto, lo ocurrido en Sudamérica durante las tres décadas a causa de las previsiones de la Operación Cóndor (1968-1989) no consideramos que diera lugar a guerras civiles en ningún momento. De hecho, casos como el Chile de septiembre de 1973 prueban que, por mucho que exista eso que consideramos condiciones objetivas, las guerras civiles muy lejos de ser inevitables dependen de la contingencia, de las decisiones puntuales de grupos políticos situados en posiciones estratégicas de poder en la sociedad afectada. En este sentido, si los responsables políticos y sindicales de la Unión Popular hubieran tomado otras disposiciones y se hubieran preparado para responder a un eventual golpe de Estado cívico-militar por medio de las armas es posible que los acontecimientos hubieran evolucionado en el país andino hacia una guerra civil, pero tal cosa nunca pasó. Al igual que en otros casos, como el casi contemporáneo de Argentina, lo que nos encontramos durante la dictadura de Pinochet o la de la Junta Militar es algo distinto que se conoce como terrorismo de Estado, y que en diciembre de este año ocupará el número 17 de la Revista Universitaria de Historia Militar.
Volviendo al ámbito de lo concreto, creo que en Latinoamérica hay dos ciclos bélicos que se superponen a lo largo del siglo XX, y ambos tienen evidentes continuidades entre sí, sobre todo dentro de un continente con una extensa tradición guerrillera, entendida esta como forma de acción política y resistencia. Por un lado está el ciclo inicial de las primeras décadas del siglo XX, marcado por dos problemas clave: las injerencias e intervenciones estadounidenses en Centroamérica con el fin de imponer los principios de la Doctrina Monroe (o dicho de otro modo, los intereses de las grandes corporaciones exportadoras de frutas y azúcar), política que tiene claros precedentes ya desde la primera mitad del XIX, y las respuestas armadas contra la situación de explotación, sumisión y pérdida de soberanía que comportaría esta situación. Por supuesto, la guerra impulsada por las guerrillas encabezadas por Sandino en Nicaragua durante los años 20 y 30 no solo constituye un caso paradigmático, sino que quizás es la que da inicio al primer ciclo de forma más clara por combinar conflicto interno e intervención exterior. Además, el componente transnacional tiene un peso fundamental en la experiencia sandinista, muy marcada por la cercanía del México revolucionario del primer tercio del siglo XX, que permitió situar o concebir dentro de una nueva dimensión las luchas políticas emancipadoras y de liberación nacional en Latinoamérica. El propio Sandino entró en contacto con la efervescente sociedad mexicana de la época a su paso por el país a mediados de los años 20. Allí se impregnó de los valores antiimperialistas y anarcosindicalistas que circulaban en el escenario ideológico abierto por la revolución de los años 10. Directamente relacionado con este, el segundo ciclo fue abierto por la llamada revolución cubana de mediados del siglo XX, a efectos prácticos una guerra civil que se alargó con diferente intensidad desde 1953 a 1959, y que acabó dando lugar a un escenario completamente nuevo por la coyuntura particular de la Guerra Fría y la pugna entre bloques. En cualquier caso, creo que podemos hablar más in extenso de esta cuestión en la siguiente pregunta.
P: Siguiendo con América Latina, en la línea de lo que planteabas, ¿crees que Cuba exportó estas guerras civiles revolucionarias por el resto del continente?, ¿acaso fue lo que propagandísticamente buscaron mostrar?
Nada volvió a ser igual en Latinoamérica después del triunfo castrista en Cuba
R: El caso cubano es paradigmático y sumamente interesante en muchos sentidos, sobre todo porque una vez más revela la importancia clave de la contingencia en la comprensión del pasado, sobre todo si queremos dar con la complejidad inherente a este. La lucha de los llamados “barbudos” en Sierra Maestra fue cobrando vida y nuevas formas conforme se alargó en el tiempo, algo consustancial a casi cualquier conflicto. Enmarcada su lucha en un primer momento en problemáticas tradicionales dentro de la región (el peso e influencia de los Estados Unidos, repúblicas bananeras), a la par que caracterizada por los que hasta entonces habían sido los objetivos propios de las luchas de liberación y emancipación previas (antiimperialismo y nacionalismo, al estilo sandinista), los guerrilleros castristas se encontraron con la oportunidad de consolidar su control sobre la isla gracias a las rivalidades de la Guerra Fría y de dar una nueva dimensión a su causa adscribiéndose a la lucha del comunismo internacional.
En este sentido, y para responder a vuestra pregunta, empezaría por señalar que todo régimen busca la manera de autoperpetuarse en el poder, y eso pasa por legitimarse, para lo cual no solo es necesario llevar a cabo un programa político capaz de congregar apoyos sociales más o menos amplios en el ámbito doméstico, sino también encontrar sostenes y émulos más allá de las propias fronteras. La conversión de Cuba en un modelo de lucha revolucionaria triunfante respondió a diversos factores. Por un lado tuvo mucho que ver con el aprovechamiento de las oportunidades brindadas por las cambiantes coyunturas geopolíticas, desde el fracaso de los Estados Unidos a la hora de revertir el triunfo castrista por medios diversos, incluida la intervención subsidiaria, hasta la obsesión de la mayoría de las administraciones estadounidenses con Cuba, alimentada sin lugar a dudas por el peso creciente de la comunidad de votantes latinos dentro del país. En el tiempo de la cultura y la política de masas, estos fracasos y obsesiones perpetuadas en el tiempo, siendo el bloqueo económico su manifestación más evidente, contribuyeron a dar una trascendencia mediática mucho mayor al régimen castrista, que sus autoridades aprovecharon con gran habilidad desde el primer momento. Más allá de eso nos encontramos con el esfuerzo consciente del principal ideólogo de la autodenominada revolución cubana, Ernesto “Che” Guevara, que no por nada tiene una presencia importante en Comunidades rotas como figura transnacional por excelencia. El líder argentino-cubano tuvo un papel clave en la codificación teórica de la lucha guerrillera castrista y en su exportación como modelo para todo el Tercer Mundo a través de su teoría de los focos revolucionarios, extremadamente influyente durante al menos dos décadas pero fracasada de forma reiterada en diferentes escenarios, llegando a costarle la vida a su propio creador.
Nada volvió a ser igual en Latinoamérica después del triunfo castrista en Cuba, y esto es importante tenerlo en cuenta. Sin embargo, dentro de esta mirada global que defendemos en Comunidades rotas nunca hay que perder de vista que la guerra civil cubana que hizo posible la revolución aconteció enmarcada entre dos conflictos que acabaron alcanzando la dimensión de símbolos de la lucha por la emancipación y la liberación. Por un lado ocurrió justo después del triunfo comunista en la guerra civil china a finales de los años 40, y por otro se desarrolló en paralelo al recrudecimiento de la lucha del Việt Cộng, que culminaría en la desastrosa intervención militar estadounidense en Indochina y su retirada final. En todos los casos hablamos de acontecimientos interconectados, siquiera por haber sido elevados todos ellos a la condición de referentes históricos de la izquierda revolucionaria mundial durante varias décadas de la segunda mitad del siglo XX. No es casual que sus codificaciones teóricas y las interpretaciones en torno a estos dieran lugar a visiones diversas de las luchas por la emancipación y los objetivos que estas debían alcanzar, generando escisiones decisivas dentro de la izquierda y provocando un fuerte desgaste de las alternativas procedentes de este espectro de la política. He aquí pues una pequeña muestra de la importancia de las guerras civiles como acontecimientos sociales y político-culturales.
P: Buena parte de vuestro libro se centra en Europa, así que demos el salto a este lado del charco con España. ¿Hasta que punto se podría considerar a España como una “comunidad” o “comunidades rotas”? Aun hoy en día, teniendo en cuenta que la guerra terminó hace 80 años. Aunque bien es cierto que vosotros extendéis en vuestro libro este periodo hasta el año 1948.
R: La pregunta está muy bien traída: España es un ejemplo muy claro de comunidad rota o comunidades rotas, ya no solo por la virulencia del enfrentamiento interno y la violencia asociada a este, sino sobre todo por la gestión que se hizo de todo ello durante las décadas posteriores de franquismo, siempre según la lógica de vencedores y vencidos, que a su vez comportó la marginación y expulsión reales de los segundos en infinidad de comunidades locales. Esto nos lleva a un periodo clave en relación a las guerras civiles que no ha tenido apenas presencia en este libro porque requeriría de una monografía específica: las posguerras. No por nada, posiblemente nos ocupará de manera específica tanto a Javier como a mí en el próximo lustro. El modo en que se gestiona el legado de una guerra civil, incluidas la destrucción física y moral del país o la región que la sufren, es capital a la hora de entender el enquistamiento de ciertos conflictos, y eso incluye la construcción y reconstrucción del Estado, del acceso al mundo laboral, de la sociedad y sus valores, de la pluralidad política y cultural, etc.
Esto nos lleva a un periodo clave en relación a las guerras civiles que no ha tenido apenas presencia en este libro porque requeriría de una monografía específica: las posguerras.
Aquí radica la diferencia entre España y otros países de Europa occidental, como por ejemplo Italia o Francia, países que sufrieron guerras civiles en el marco de la Segunda Guerra Mundial. En ambos casos se promulgaron toda una serie de amnistías en la segunda mitad de los 40 y principios de los 50 que si bien dieron lugar a otros problemas e injusticias, como por ejemplo la continuidad de altos burócratas colaboracionistas o fascistas en las estructuras del Estado, no promovieron y ahondaron en la segregación activa de una parte sustancial de la población como en el caso del franquismo, que como digo se construyó y basó su acción de gobierno en el reforzamiento de la división entre vencedores y vencidos, sobre todo a través de la sumisión, marginación y persecución de estos últimos. Claro que en los casos de Francia e Italia no se puede olvidar que las guerras civiles llegaron a su fin fruto de la intervención militar de los Aliados, pero no menos de la presión política y económica exterior de Estados Unidos en la posguerra.
Otra cosa es, evidentemente, la gestión de las posguerras en los países de Europa central y oriental, que quedaron bajo regímenes comunistas. En estos casos la gestión del pasado se encaminó también a la negación de la existencia de conflictos internos, pero en este caso además a la persecución de los vencidos, en este caso colaboracionistas de diverso signo, fascistas, miembros de las resistencias nacionalistas de corte contrarrevolucionario y disidentes izquierdistas de la línea oficial propugnada por los nuevos estados. El caso más paradigmático sería la Yugoslavia de Tito, donde el gigantesco vórtice de violencia y conflictos internos desatado por las políticas de ocupación del Eje durante la Segunda Guerra Mundial se tapó bajo el lema oficial del nuevo régimen, “Unidad y Fraternidad”, y bajo el carácter multinacional de las tropas partisanas que habían combatido contra el colaboracionismo, el fascismo y los ocupantes.
Mientras tanto, todo el país se llenó de campos de concentración para prisioneros políticos, tanto colaboracionistas como estalinistas, una vez se consumó el cisma entre Tito y Stalin, a la par que se marginó a sus familias y se limitaron sus derechos; se llevaron a cabo desplazamientos y expulsiones de las diferentes comunidades étnicas alemanas de los Balcanes occidentales; tuvieron lugar ejecuciones masivas de decenas de miles de personas, siendo las más sonadas las ocurridas contra colaboracionistas de todo tipo en la frontera yugoslava con Austria durante los primeros días de la posguerra, en mayo de 1945, que han pasado a conocerse en su conjunto como Masacre de Bleiburg; etc. Con esto no quiero entrar en comparaciones que lleven a conclusiones ramplonas del tipo “fascismo y comunismo son las dos caras de una misma moneda”, dentro del famoso símil del debate sobre el totalitarismo, porque las cosas son bien diferentes y porque se trata de una tesis nacida en un contexto muy concreto de la Guerra Fría, dentro de la batalla cultura del liberalismo político por desacreditar al comunismo.
«Efectivamente, las comunidades quedaron rotas para siempre a causa de la violencia y el estigma que esta dejó tras de sí.»
Pero no es solo por eso que extendemos la cronología de la guerra civil española hasta 1948, es que hasta ese año estuvo en vigor el estado de guerra o la ley marcial. Como bien sabemos, una situación jurídico-legal de este tipo otorga atribuciones casi discrecionales y poderes especiales a las fuerzas policiales y el ejército en la aplicación de justicia y el mantenimiento del orden público, siempre y cuando consideren que este se encuentra en peligro, algo que evidentemente depende de la interpretación de la realidad que haga el régimen que declara dicho estado de guerra. En el caso del franquismo este instrumento jurídico fue el que generó el marco propiciatorio para una lucha sin restricciones contra la resistencia armada antifranquista, el maquis, pero también sirvió para legitimar y ejecutar la violencia de la posguerra, construir el nuevo estado y consolidar su poder sobre la sociedad española. Estamos hablando del mantenimiento del estado de guerra hasta casi una década después del último parte oficial de guerra emitido por el Cuartel General de Franco, algo que deja muy claras las condiciones de excepción bajo las cuales se impuso el franquismo, desde los más altos escalafones del Estado hasta los ámbitos locales más reducidos y aislados.
Efectivamente, las comunidades quedaron rotas para siempre a causa de la violencia y el estigma que esta dejó tras de sí: muchos masoveros tuvieron que abandonar sus propiedades dentro de la red de poblamiento disperso tan propia del paisaje rural del norte peninsular, tanto por las condiciones en que tuvo lugar la guerra de guerrillas impulsada por el maquis como por las propias tácticas contrainsurgentes, que incluyeron toques de queda, violencia bidireccional y coacciones, presión fiscal especial y marginación por parte del Estado, etc.; la gente también se vio obligada a marchar de los pueblos para sobrevivir, no solo por el miedo a ser procesados (aquí la búsqueda del anonimato en la ciudad tuvo mucho que ver), sino por el acoso público cotidiano al que fueron sometidos en muchos lugares o la imposibilidad de acceder al trabajo remunerado por ser familiares de “rojos” (o simplemente sospechosos de serlo). Esto es simplemente una hipótesis pendiente de ser refutada más a fondo por la investigación, algo que posiblemente me ocupe en los próximos años, pero creo que la aceleración del declive rural en España vino propiciada por estos factores, sobre todo si tenemos en cuenta las dificultades para subsistir en condiciones mínimamente dignas en un escenario de por sí extremo como fue el de la posguerra española, por mucho que la vida a nivel económico fuera más fácil por lo general en los pueblos que en las ciudades.
Ningún régimen tuvo antes tanto poder como el que llegó a alcanzar el franquismo fruto de su victoria total en la guerra civil, y la gestión que hizo de ese poder junto a los fines por los cuales fue desplegado explican que a día de hoy la guerra civil siga siendo el acontecimiento capital o el parteaguas de la contemporaneidad española, me atrevería a decir que tanto o más que la llegada y consolidación de la democracia. Para afirmar algo así me baso en que muchas de las consecuencias de cuarenta años de prácticas políticas franquistas han sido irreparables. Por no quedarnos en el ámbito de lo estrictamente político, pienso en las políticas desarrollistas que incluyeron la creación de los llamados polos de desarrollo industriales, generando graves desequilibrios entre los territorios peninsulares; la construcción de grandes obras hidráulicas, que incluye no solo infinidad de embalses, sino también el propio trasvase Tajo-Segura, proyectado ya durante la Dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, como tantas otras obras de este tipo, cuyas gravísimas consecuencias medioambientales empezamos a ver hoy de forma bien evidente; la explotación masiva e incontrolada de las costas mediterráneas para el turismo, con la destrucción de formas de vida tradicionales y de hábitats naturales muy valiosos; las prácticas laborales abusivas por parte de los empresarios; la corrupción generalizada en todos los ámbitos de la vida política y económica; etc. Todas estas inercias, que se resumen en muchos casos en la alianza apenas indisimulada entre el sector político/público y económico/privado, proceden de lógicas consolidadas por las prácticas comunes en tiempos del franquismo, y forman parte de una herencia que prácticamente es imposible de desmantelar.
Finalmente, cómo no, están las resistencias del Estado a enfrentar el pasado traumático del país, algo bien encarnado por la famosa cuestión de la “memoria histórica”, rechazada por ciertos sectores socio-políticos bajo el manido e insostenible pretexto de “no reabrir heridas”. Este relato no solo presupone de manera condescendiente y paternalista que los españoles del 36 se lanzaron a hacer la guerra con gusto matándose por puro salvajismo o irracionalidad, cosa que es cuanto menos cuestionable, cuando no estúpida, sino que incluso podrían volver a hacerlo hoy en día si nos empeñamos en “remover el pasado” y en no “mirar al futuro”. Detrás de estos tópicos o lugares comunes en discursos políticos, tertulias televisivas y barras de bar se oculta algo tan cierto como que una mirada responsable, honesta y crítica al pasado permite mirar con mucha más claridad el presente y construir un futuro mejor, promover valores de convivencia y respeto, de duelo y empatía, de paz y justicia.
En realidad, lo único que se consigue no reparando a las víctimas y a sus descendientes es generar más dolor y perpetuar el daño causado por los cuarenta años de franquismo, sobre todo cuando las víctimas (y sus familiares) de la violencia revolucionaria y gubernamental, es decir, aquellas reivindicadas por el franquismo, recibieron ya en los años 40 reparaciones bajo diversas formas y entierros dignos, además de que sus muertes fueron investigadas histórica y judicialmente en el marco de la llamada Causa General. No deja de ser curioso, por contradictorio, que quienes más insisten en negar ese derecho a los asesinados por los sublevados y tirados como animales en cunetas, pozos artesianos o simas durante la guerra civil y la posguerra son por lo general sectores políticos de la derecha, muchos de los cuales profesan la fe cristiana y se supone que los principios asociados a esta, como la piedad, la compasión y el amor al prójimo. Desde mi punto de vista, dejando la política a un lado, es imposible que a uno no se le rompa el alma cuando escucha determinados testimonios o conoce a personas casi siempre en edad muy avanzada que piden dar un lugar de reposo digno a sus padres, madres, hermanos o hermanas muertos violentamente; siquiera por puro sentido común y humanidad debería ser así.
«Ningún régimen tuvo antes tanto poder como el que llegó a alcanzar el franquismo fruto de su victoria total en la guerra civil.»
Por supuesto, podríamos especular largamente sobre las razones del actual Estado democrático para no hacerse cargo de la gestión de las consecuencias de los crímenes del franquismo. Seguramente, una de las cosas que más se teme desde las estructuras de poder y los partidos es que queden al descubierto las naturales y obvias continuidades entre el franquismo y la democracia, que existen y están ahí tanto a nivel institucional como en lo que respecta a las trayectorias personales de individuos que se reciclaron políticamente y continuaron en posiciones de poder. Esto, que es inevitable y normal en cualquier transición política dentro de estados burocráticos modernos extremadamente dependientes del personal técnico especializado, es una realidad que casi siempre se intenta ocultar con el fin de intentar garantizar a ojos de la ciudadanía la pureza y la legitimidad del régimen naciente.
Lo que quiero decir es que ni tan siquiera la revolución más radical puede dar la vuelta por completo a la realidad de la noche a la mañana, como si de un calcetín se tratara: hasta los mismos bolcheviques acabaron dependiendo de burócratas zaristas para poner en marcha su régimen, al menos en un primer momento, lo mismo que en las democracias europeas de la segunda posguerra mundial o en los regímenes postcomunistas de Europa central y oriental. Sin duda alguna, el las de las continuidades y rupturas en procesos de posguerra y/o cambio político es un campo de estudio que puede darnos muchos frutos, tal y como ya se ha visto en los múltiples trabajos aparecidos en torno al centenario de la Gran Guerra y su periodo posterior. Así pues, hablamos de un espacio historiográfico donde las nuevas investigaciones serán más que bienvenidas, porque las posguerras son una atalaya privilegiada desde la cual analizar procesos históricos complejos y largos (o no) de cambio, de la guerra a la paz, de la dictadura a la democracia; regímenes políticos de diversa naturaleza; la violencia política, con sus motivaciones y objetivos; y así un largo etcétera.
P: En un ejercicio magistral de historia comparada llegáis a comparar a España con Corea. ¿Cuáles son las líneas que convergen entre los conflictos fratricidas de ambos estados?
R: ¡Tengo que decir que nosotros somos los primeros sorprendidos!
Cuando uno escribe una obra mayor y de gran alcance como Comunidades rotas lo hace con ciertas intuiciones, parte fundamental de un trabajo como el historiográfico donde la capacidad de abstracción es una cualidad esencial; con su cultura general y sus inquietudes más o menos amplias, que siempre se presuponen en cualquier humanista; y, por último, con su condición de especialista en uno o varios temas concretos, lo cual implica unas lecturas y unos conocimientos mucho más exhaustivos sobre unas cuestiones que sobre otras. Como es natural y de obligado reconocimiento, esto nos impone ciertos límites personales a la hora de abordar temas que de alguna manera están fuera de nuestro espacio de confort, lejos de los debates en que nos movemos más cómodamente, pero no veo nada de malo en ello si abordamos nuestro trabajo con honestidad y conscientes de nuestras limitaciones.
Con esto quiero decir que Comunidades rotas ha sido para nosotros un camino plagado de sorpresas, de descubrimientos al calor del trabajo y de la lectura, y esto es quizás lo más apasionante de estos meses de trabajo hasta llegar al resultado final: dar con frutos siempre inesperados gracias al esfuerzo y, no menos importante, al mantenimiento de una pasión igual a la del día en que siendo chavales empezábamos a leer nuestros primeros libros de historia.
La comparación entre las guerras civiles española y coreana es la mejor muestra de todo lo que decía, por eso me hace particular ilusión que hayáis reparado en ella: aquí partíamos sin ningún apriorismo, sin ningún prejuicio o idea preconcebida, algo que venía favorecido por un conocimiento escaso del conflicto interno de Corea, todo sea dicho. Así pues, las lecturas exhaustivas que hicimos sobre el tema, basadas siempre en investigaciones de altísima calidad y gran valor historiográfico, nos llevaron a detectar bastantes paralelismos casi desde el primer momento, sobre todo en lo referente a las políticas de la violencia implementadas en sus retaguardias por los dos bandos en pugna en ambas guerras. Tanto en España primero como en Corea después estas estuvieron dirigidas a la consolidación del control sobre el territorio y la población, especialmente ante enfrentamientos internos que en un primer momento fueron extremadamente inciertos e irregulares, lo cual a ojos de los beligerantes hacía aún más urgente la violencia como forma de imponerse de forma total al enemigo y como forma de acelerar el despliegue y reforzamiento de los proyectos políticos en guerra.
Además, en los dos casos la violencia buscó la resolución radical y definitiva de conflictos con múltiples lecturas, de alcance local y nacional, incluso global, en el caso español la guerra entre fascismo y antifascismo y en el coreano la lucha entre comunismo y anticomunismo, esta última en el marco de la descolonización del país, no lo olvidemos; pero también fue importante en el desencadenamiento de la violencia la consecución de complicidades y apoyos sociales para la construcción de comunidades políticas capaces de sostener nuevos regímenes políticos y esfuerzos bélicos de duración incierta. Es más, tanto en España como en Corea acaban existiendo sendas realidades estatales bien definidas, con un amplio poder sobre las poblaciones bajo su autoridad y enfrentadas entre sí por la consecución de la soberanía sobre el conjunto de un territorio en disputa. Como decía, ya no es que las políticas de la violencia respondieran en ambos casos a contextos y objetivos similares, sino que las praxis también fueron sumamente parecidas, aunque esto ya es extensible a casi cualquier guerra civil: ejecuciones extrajudiciales masivas, persecución sistemática y desplazamiento de enemigos reales o potenciales, establecimiento de campos de concentración y hacinamiento en prisiones, clasificación y reciclaje de prisioneros de guerra, etc.
«Con esto quiero decir que Comunidades rotas ha sido para nosotros un camino plagado de sorpresas, de descubrimientos al calor del trabajo y de la lectura.»
Llegados a este punto querría señalar que no es lo mismo leer sin un objetivo bien definido que hacerlo con la idea de escribir una obra –en este caso un estudio global de las guerras civiles en los últimos cien años– que ofrezca tesis sugerentes, nuevos relatos e instrumentos útiles para colegas del mundo académico, estudiantes y público en general. Lo primero a veces no tiene por qué ir más allá de la búsqueda del enriquecimiento intelectual y el atesoramiento de nuevos conocimientos, o del deseo de dar con nuevas herramientas de trabajo para nuestro uso personal, mientras que lo segundo ya nos predispone a pensar en conexiones, a tejer un tapiz complejo y bien trabado. Eso es lo que permite establecer comparaciones como la que detectamos nosotros entre España y Corea, dos conflictos extremadamente cruentos en lo que se refiere a la violencia contra la población civil, si bien con resultados muy distintos por los escenarios en que tuvieron lugar, así como la posición y los intereses de los actores internacionales implicados en cada caso. En el caso de España dio lugar a una dictadura de casi cuarenta años y en el de Corea a dos estados distintos que llegan hasta nuestros días, pero en ambos se observa una gestión del pasado traumático basada en la ocultación y la negación, primero, y más tarde en la falta de implicación o rechazo del Estado a tomar parte en las políticas de reparación para con las víctimas.
Finalmente, lo que buscábamos con Comunidades rotas era plantear un reto al público lector. En primera instancia esto pasaba por situar la guerra civil española en una perspectiva global, que es la del libro, y por romper con la supuesta y manida especificidad de la historia de España, tan querida por ciertos superventas y opinadores profesionales de nuestro país. La perspectiva comparada y transnacional es extremadamente sana frente a las visiones simplistas de estos últimos, ayuda mucho en este sentido, dada la tendencia de los discursos públicos hegemónicos a insistir en miradas autocompasivas donde lo que prima es mirarse el ombligo y que, por tanto, están muy asociadas al nacionalismo, sea cual sea este. En el relato que hemos articulado hemos tratado de dejar muy clara la simultaneidad constante de determinados episodios capitales de la historia global del siglo XX, como por ejemplo de la propia guerra civil española con la china y con el inicio de la Segunda Guerra Mundial en Asia.
Nos parece fundamental empezar a pensar de este modo y transmitir a nuestro alumnado esta manera de aproximarnos al pasado. Subrayar esa simultaneidad nos permite realizar ejercicios comparados y ver problemas de época, realidades compartidas, como ocurre por ejemplo también en el caso del líder de la China nacionalista, Chiang Kai-shek, y el propio Franco, movidos ambos por motivaciones, cosmovisiones y objetivos similares, salvando las distancias obvias entre un chino y un español de aquellos años. A pesar de todo compartían dos cosas esenciales: la concepción de la lucha contra el comunismo como una lucha religiosa y el deseo (sentido como necesidad) de construir, reconstruir y salvar la nación por medio de una guerra purificadora.
P: Este libro nos recuerda mucho al coral Europa desgarrada, en el que participasteis ambos autores de Comunidades rotas. ¿Hasta que punto son complementarias ambas obras? Por otro lado, ¿podría entrar en esta ecuación tu libro La Batalla de Teruel?
Buscábamos (…) plantear un reto al público lector.
R: Casi toda la obra que compone cualquier historiador o historiadora a lo largo de su vida suele tener una coherencia interna, suele estar atravesada por una serie de inquietudes, interrogantes y temas que se mantienen en el tiempo, y se suele caracterizar por una forma concreta de aproximarse al pasado. Por mucho que con el paso de los años vayamos abriendo nuevos horizontes, experimentemos determinados cambios e integremos nuevas fuentes e instrumentos de trabajo existe cierta sensibilidad de fondo y algunos objetivos que se mantienen en el tiempo. Nuestro caso no es diferente en ningún sentido, y por supuesto hay un hilo de continuidad que conecta Comunidades rotas con Europa desgarradao La batalla de Teruel, claro, pero también con mi tesis doctoral, que se publicará el año que viene con Alianza, o con la de Miguel Alonso, que será defendida en julio de este mismo año. Por supuesto, dentro de este hilo hay que situar en un lugar preferente los libros previos de Javier, por su condición de maestro e iniciador de toda una corriente renovadora en lo referente a los estudios de la guerra junto y al calor de otro autor clave como es Xosé Manoel Núñez Seixas, una fuente de inspiración y un estímulo cuya presencia historiográfica siempre nos anima a ser más exigentes con nosotros mismos.
En este caso me centraré en Javier, por ser el coautor de Comunidades rotas y mi mentor. Al igual que en el caso de Núñez Seixas, uno de sus principales méritos radica en haber tenido la capacidad de estar en el lugar adecuado para atraer talento en fase formativa, inspirarlo en forma de renovación historiográfica y contribuir a darle autonomía para generar una producción historiográfica propia. Ahora me vienen a la cabeza algunas de sus obras individuales o colectivas en la última década y media, como La guerra fascista, Políticas de la violencia, Cruzada, Paz, Memoria o Cautivos. Todo el trabajo previo que Javier y yo hemos desarrollado hasta aquí está interconectado, como ahora explicaré, en mi caso con el suyo por mi condición de discípulo, obviamente.
Aquí podemos incluir sus clases en la licenciatura y el máster, momento poco reivindicado en la tradición historiográfica española pero al fin y al cabo primera toma de contacto; o congresos como Retaguardia, celebrado en 2007 en Zaragoza cuando cursaba tercero de carrera, y por la calidad del plantel que congregó y el interés del objeto de estudio un momento clave en mi formación como historiador. Una década después vendrían en colaboración con él y con Miguel Alonso Teatros de lo bélico, en 2015, o Fascist Warfare, en 2017, los dos en Barcelona. No podría olvidar de ningún modo la Revista Universitaria de Historia Militar(RUHM), desde sus inicios en 2012, y a partir de mi entrada, la de Miguel Alonso y la de Fran Leira en el proyecto dos años después, a principios de 2015. En este sentido, sí, detrás de todo nuestro trabajo está ese hilo de continuidad y un objetivo, que pasa entre otras cosas por reivindicar el valor académico y la necesidad pública de una historia social de la guerra hecha con las perspectivas metodológicas y los conceptos más avanzados, conectada a los debates internacionales, basada en el conocimiento de lenguas y en la investigación de archivo. En definitiva, nuestra meta es atravesar las puertas abiertas o señaladas antes por otros compañeros y compañeras; abrir nuevos temas de trabajo, reivindicar otros viejos y contribuir con ello a la reflexión; por supuesto atraer nuevo talento, dar continuidad a nuestras inquietudes a través de los y las jóvenes historiadoras que vienen empujando desde abajo; etc.
En definitiva, queremos crear un espacio de encuentro para todos y todas aquellas interesados por los estudios de la guerra, ser útiles y atractivos en nuestro modo de acercarnos al pasado a través de nuestra docencia y nuestras publicaciones y, por qué no, crear escuela dirigiendo nuevas tesis doctorales. Con humildad, sí, pero conscientes del valor de nuestro trabajo, sin complejos, dando confianza y consejo donde haga falta, escuchando y aprendiendo siempre que sea posible.
Por lo demás, hemos trabajado y trabajamos de forma constante con la misma idea en mente: promover las transferencias e intercambios historiográficos internacionales, y ahí tenemos la propia RUHM, Europa desgarrada o Políticas de la violencia, con autores y autoras de muy diferentes latitudes y con distintos casos de estudio; crear y extender redes historiográficas, con la elaboración de nuevos proyectos de I+D+i, con la organización de y la colaboración en congresos y seminarios, con la gestión de la RUHM, todo ello a la par que favorecemos nuevas confluencias y ampliamos horizontes, que creamos una cierta identidad o idea de comunidad historiográfica hispanohablante dedicada a los estudios de la guerra, algo fundamental para su impulso.
Por todo lo dicho, siempre insisto en que detrás de un trabajo como Comunidades rotas hay muchas deudas y caminos que se cruzan con los nuestros en tanto que personas y profesionales, hay mucho trabajo directo que conduce a la obra en forma de lecturas, discusiones y redactado, y antes de eso mucho trabajo indirecto que permite imaginar por primera vez la obra en cuestión, esbozarla, tener la sensación de que es posible llevarla a cabo, de que puede valer la pena, de que es necesaria. Lo repito: Javier y yo trabajamos juntos con Miguel Alonso en nuestro día a día y compartimos nuestras emociones, dificultades y dudas, ya sean laborales o personales, todo lo cual nos sirve de sostén, de motor para avanzar y, por tanto, contribuye a hacer posible nuestra labor. Pero además de todo esto, los tres tomamos parte y nos beneficiamos de unas redes historiográficas que están impulsando de forma activa y en bloque los estudios de la guerra en España, en ellas se acaban forjando amistades y complicidades muy importantes en este sentido.
Así pues, el trabajo de un historiador o una historiadora es mucho más de lo que vemos en el resultado acabado de sus libros y artículos: es también las clases donde se pone a prueba para dar con el mejor modo de transmitir conocimiento y donde interacciona y crece junto el alumnado; es las conferencias y seminarios que pronuncia y donde entra en contacto con públicos amateurs, aficionados y/o académicos que le permiten valorar el interés y la pertinencia de sus tesis e ideas, además de recoger otras nuevas; es los congresos y las mesas de debate que organiza con una línea temática, con la idea de pulsar el estado de la cuestión en torno a ciertas cuestiones, para crear nuevas redes académicas y forjar nuevas complicidades, para dar a luz nuevos proyectos; es el día a día con los compañeros y compañeras más o menos cercanos, ya sea cara a cara o través del correo, y los estímulos que estos y estas le plantean, los cambios que propician, el apoyo que le brindan; es su participación en los debates públicos y la divulgación, su compromiso con el mundo en el que vive.
En este punto siempre defenderé que el cambio en la vida y la capacidad para evolucionar siempre son positivos, un síntoma de inteligencia y de sana inquietud, pero en la carrera de un historiador o una historiadora no abundan los volantazos, al menos en lo referido a los temas de investigación, y es de imaginar que de uno u otro modo siempre seguiremos vinculados a los estudios de la guerra, por eso lo que venga en el futuro tendrá continuidad con este Comunidades rotas. Es la historia de la historiografía, una rama esencial de nuestra disciplina, la que debe y deberá encargarse de analizar estas cuestiones capitales, porque nos ayudan a situarnos en el marco del oficio y sus debates, y contribuye a que podamos repensarnos dentro de un universo que a pesar de ser reducido se caracteriza por la constante producción y reproducción del conocimiento. Por lo que a Comunidades rotas y a nosotros en concreto respecta espero que el día de mañana seamos parte de lo que hizo posible la emergencia de una auténtica escuela española de los estudios de la guerra, porque material de trabajo y temas de investigación para ello no faltan, ni motivos para abordarlos, dada la vigencia pasada, presente y futura que los conflictos armados tendrán en nuestras vidas.
Así pues, el trabajo de un historiador o una historiadora es mucho más de lo que vemos en el resultado acabado de sus libros y artículos: es también las clases donde se pone a prueba para dar con el mejor modo de transmitir conocimiento y donde interacciona y crece junto el alumnado.
En definitiva, creo con la más firme convicción que la investigación tiene que plantear retos al historiador y la historiadora, es decir, tiene que permitir a quien escribe hablar de lo que sabe, pero también ha de ser la excusa para salir de esa zona de confort de la que ya he hablado y para ampliar sus horizontes, para situar sus objetos de estudio en un paisaje mucho más amplio. Comunidades rotas ha sido eso: un punto de llegada, y será también un punto de partida. Esperamos y deseamos con toda la ilusión del mundo que no lo sea solo para nosotros, sino también para muchos y muchas otras de los que se adentren en sus páginas en los próximos meses y años.
P: “Las guerras civiles de este período han sido fenómenos sociales de masas, con una multiplicidad de escenarios y actores apabullante, y por tanto requieren de visiones ambiciosas, de largo alcance”. ¿En qué es diferente, por tanto, el conflicto bélico contemporáneo con respecto a otros?, ¿son los anteriores conflictos de menor alcance o de un calado social más bajo?
R: Una pregunta más que pertinente, desde luego, porque no pocos ni pocas contemporaneístas pueden llegar a tener o dar la sensación de que la historia del ser humano comienza a sus ojos con la Revolución francesa. Evidentemente estoy exagerando, pero hay algo de verdad en ello, no digamos ya si hablamos de historiadores e historiadoras cuyos casos de estudio están centrados en el siglo XX, como es por ejemplo mi caso y el de Javier. La hiperespecialización no solo afecta a las llamadas ciencias exactas y naturales, también a las humanidades, y por tanto a la historia. Si ya de por sí es extremadamente difícil estar al tanto de todo lo que se mueve dentro del ámbito de Contemporánea en España, que va desde las postrimerías del siglo XVIII hasta la actualidad, o tratar de sacar adelante una carrera internacional, que nos exige capacidad para seguir los debates y avances en dos o más espacios historiográficos nacionales, no digamos ya mantenerse al día de lo que se hace en otros ámbitos tan amplios y en cierto modo distintos como Antigua, Medieval o Moderna.
Así pues, nos encontramos con que nuestra mirada sobre ciertos periodos y acontecimientos se acaba limitando a lo que estudiamos y leímos durante la licenciatura o el grado, lo cual no deja de ser dramático bien mirado, porque estrecha nuestra mirada, nos impide complejizar y dar dar con la importancia real de nuestro periodo y objeto de estudio. No sé hasta qué punto existen fundamentos para afirmar algo así, pero es posible que se esté produciendo un cierto empobrecimiento del conocimiento que atesoran actualmente los y las humanistas de todas las disciplinas, que el diálogo entre ellas sea hoy en día mucho más reducido que nunca, y eso también va en detrimento de la historia que hacemos, leemos, impartimos y divulgamos. Por lo general se nota mucho cuando detrás de la obra de un historiador o una historiadora hay una sólida cultura general, un deseo de cultivarse más allá del propio ámbito de trabajo en que uno o una se ha especializado; cuando ambas cosas se dan se agradece muchísimo, porque es ahí donde se encuentra el límite entre un trabajo extraordinario y otro bueno o mediocre.
Hay una cosa que es evidente: el mundo no se inventó ayer, y cuando digo ayer quiero decir en la contemporaneidad. Por mucho que pueda parecer una perogrullada conviene recalcarlo bien, porque no siempre está claro y porque me ayudará a responder a vuestra pregunta. Estamos obligados a insistir en la necesidad de atesorar una cultura general amplia y una mirada tan global e interépocas como sea posible, porque aunque demanda un gran esfuerzo por parte de aquellos y aquellas que las cultivan los beneficios que reporta el hacerlo son incalculables. Hay varias cosas que contribuyen a ello: el conocimiento de idiomas, donde cada lengua es como un ojo parietal que nos abre la puerta a otro mundo con infinidad de posibilidades; mantenerse activos y activas en la lectura de clásicos y literatura de calidad en general, es decir, “leer, leer y leer”, como siempre nos decía a nosotros el maestro Ignacio Peiró durante la carrera; la preparación de las clases con dedicación cuando impartimos docencia, que siempre supone un reto y un ejercicio sumamente estimulante y útil cuando se hace bien, porque nos obliga a salir de nuestro espacio de confort y a tocar temas en los que no nos movemos con tanta soltura; y, por supuesto, aprovechar el carácter accesible de obras generales de calidad debidas a historiadores e historiadoras con un don para plantear miradas de largo alcance, como John Keegan en el campo de los estudios de la guerra.
Además, está la facilidad y rapidez con la que podemos acceder a temas y debates diversos mediante la lectura de artículos en publicaciones de confianza, que exige mucho menos esfuerzo que leer un libro entero, pero no menos la lectura de textos tan útiles como poco valorados en España: las reseñas, que nos dan acceso directo al contenido y las tesis centrales de obras de referencia, y que si están bien hechas nos conectarán con los estados de la cuestión en que se enmarcan. En los mundos angloparlante y germano las reseñas están mucho más valoradas que en el espacio mediterráneo o latinoamericano, y eso es algo que tenemos que cambiar, por la utilidad que tienen y por la dificultad que entraña hacer un buen trabajo al analizar la obra de otro autor o autora. Creo a pies juntillas que la forma de hacerlo nos permite valorar la capacidad y cualidades historiográficas de quien lleva a cabo la reseña en cuestión, no menos que sus libros, sus artículos, sus conferencias o sus clases.
«Desde luego, porque no pocos ni pocas contemporaneístas pueden llegar a tener o dar la sensación de que la historia del ser humano comienza a sus ojos con la Revolución francesa.»
Así pues, y respondiendo a vuestra pregunta, nunca me atrevería a señalar que los conflictos de épocas previas a la contemporaneidad sean menos complejos y tengan una capacidad menor para dar lugar a transformaciones sociales, políticas y económicas de gran calado; afirmarlo no solo sería mentir, sino de una ignorancia supina. Precisamente ayer estaba releyendo el capítulo que John Keegan dedicaba al general estadounidense de la Unión Ulysses Simpson Grant en La máscara del mando, y reflexionando sobre el impacto que supuso la aparición de la pólvora en Europa durante el siglo XVI apuntaba lo siguiente, entre otras cosas: «La revolución técnica que desencadenó eliminó las viejas certezas sobre las que se había apoyado la práctica de la guerra durante cuatro mil años, y con ellas los sistemas sociales que sostenían. […]. A los señores feudales que tuvieron la inteligencia de invertir sus rentas en cañones, los convirtió en emperadores y reyes; y a simples marinos que compraron cañones, los transformó en forjadores de imperios mundiales». Desde aquí vale la pena reivindicar el trabajo de los editores y editoras dentro de las editoriales, porque nunca podremos agradecer lo suficiente a los amigos y amigas de Turner que tradujeran al castellano a ese animal de galaxias historiográfico que fue y sigue siendo John Keegan. No le faltaba razón al británico: si bien es cierto que a mi parecer lo económico es el factor más determinante de la historia del ser humano no lo es menos que este factor siempre ha sido de la mano de la violencia armada y de la guerra.
Si queremos ver la importancia de la guerra en otras épocas solo tenemos que atender a los efectos del paso fulgurante de las tropas macedonias y sus aliados por todo Oriente Próximo en la época de Alejandro Magno, sumergirnos en la problemática o los debates sobre la romanización, ahondar en el sentido último y esencial detrás de las cruzadas a Tierra Santa o en la Guerra de los Treinta Años, tal y como ha sido estudiada y dada a conocer por Peter H. Wilson, a quien por cierto tradujimos por primera vez nosotros al castellano en la RUHM. Son solo algunos ejemplos de guerras y ciclos bélicos que tuvieron un alcance social, cultural, político y económico amplísimo, de primer orden, pero hay muchísimos más.
Sin ir más lejos, en un primer momento yo iba para Antigua, y eso generó en mi la inquietud de leer a fondo muchos autores clásicos griegos y romanos, lo cual fue vital en mi proceso formativo y en mi modo de entender la historia. Así se explica que cada vez que tengo ocasión recomiende encarecidamente la lectura de la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides, ya sea en clases, seminarios o conferencias. Seguramente sea el primer trabajo historiográfico complejo que conservamos, y son tantas y tan diferentes las dimensiones de la realidad que hace confluir en su relato que puede llegar a sacar los colores a muchos trabajos actuales. Desde luego, la inteligencia no es algo privativo de los hombres y mujeres de ninguna época, bien lo sabemos.
En este sentido, la obra de Tucídides sigue siendo una fuente de inspiración y un referente incuestionable para cualquier historiador e historiadora, sea cual sea su época, más aún si se dedican a cuestiones relacionadas con los estudios de la guerra, ya que una de sus principales virtudes radica en dos cuestiones: su capacidad para ahondar por un lado en la naturaleza humana y en los entresijos de las relaciones comunitarias dando cabida a una gran cantidad de voces en su trabajo, y por el otro su habilidad para dar con la complejidad y las múltiples implicaciones de los conflictos bélicos. No creo estar exagerando si afirmo que Tucídides ya nos dejó la receta para hacer un buen trabajo cuando se trata de historiar la guerra.
«A mi parecer lo económico es el factor más determinante de la historia del ser humano no lo es menos que este factor siempre ha sido de la mano de la violencia armada y de la guerra.»
Aquí vuelvo a lo que decía antes: el buen humanista hace cierto aquello de que «el saber no ocupa lugar». Por lo que a mí respecta he sido afortunado por estar a la cabeza de la RUHMjunto a Miguel Alonso, Fran Leira y Félix Gil en los últimos cuatro años y medio de vida del proyecto. Antes que nada eso me ha mantenido dentro de un grupo de trabajo basado en el estímulo mutuo y la estrecha colaboración en un momento formativo y vital clave como es la fase predoctoral. Además, nos ha mantenido en contacto con lo que se viene haciendo en otros ámbitos temporales y espacios historiográficos, sobre todo en Latinoamérica y más en concreto en Argentina, donde hay compañeros y compañeras impulsando trabajos de un valor extraordinario, perfectamente enmarcados en los principales debates y en los más ambiciosos avances metodológico-conceptuales a nivel internacional. Y en este punto, si se me permite quiero reivindicar humildemente nuestra visión ambiciosa y nuestra capacidad de iniciativa, para ver la necesidad de promover esos diálogos transatlánticos y poner los medios para ello, pero también para ser conscientes de la importancia de hacer confluir en un mismo proyecto trabajos centrados en diferentes épocas, o de potenciar a fondo la sección de reseñas de la revista con trabajos sustanciosos y cuidados.
Fuimos nosotros quienes vimos el potencial inherente a desplegar un proyecto con estas características, y desde luego no ha sido fácil, pero los resultados son increíbles y muy satisfactorios, así como también mi agradecimiento por todo lo que he aprendido al calor de esta iniciativa apasionante que nació y continúa en la más absoluta humildad. Aunque autogestionada e impulsada por puro y duro amor al arte, los beneficios personales y profesionales que nos ha reportado han sido ingentes en forma de conocimientos y amistades.
Más allá de la RUHM, Miguel y yo hemos mantenido en todo momento la voluntad de estar al tanto de lo que se hace en otros periodos dentro de los estudios de la guerra, lo cual incluye la coordinación de dossiers interépocas en revistas especializadas a partir de un tema de trabajo compartido. Por el momento todavía nos vemos con fuerzas para ello, pero el tiempo escasea cada vez más y hace más difícil llegar con plenas garantías a todas las empresas en las que uno se embarca o le gustaría embarcarse. Una buena muestra de un trabajo con las características que señalaba más arriba es el número que publicamos el año pasado en Millars: Espai i història, sobre formas de reclutamiento y experiencia de guerra, mercenariado, conscripción y voluntariado.
Quizás ha pasado un tanto desapercibido, injustamente de ser así, pero algo normal dado lo mucho que produce a día de hoy el conjunto de la comunidad historiográfica. Lo que está claro es que para nosotros es una pequeña joya y una experiencia profesional de primer nivel, además de un privilegio, por habernos puesto a la cabeza de un grupo de expertos extraordinario, desde la época Antigua hasta nuestros días. Lo mismo puedo decir del dossier que publicaremos con la Revista de Historia Jerónimo Zuritaa principios del año que viene, sobre masculinidades y feminidades en la guerra, desde la Edad Media hasta la actualidad. Una vez más, hemos conseguido reunir a algunas de las principales referencias historiográficas en estas materias, que tanto en España como a nivel internacional han confiado en nosotros y nos han permitido sumar casos de estudio tan variados como la Cruzada albigense, el Imperio bizantino, la Guerra de Secesión estadounidense, la Guerra dels Segadors en la frontera catalano-aragonesa, la violencia armada en la Escandinavia del siglo XVI, etc.
En definitiva, un libro como Comunidades rotas se beneficia enormemente de este tipo de iniciativas y proyectos que vengo señalando, y de las personas que toman parte en ellos, porque a mí personalmente me han dado una visión mucho más ajustada del verdadero alcance de la guerra contemporánea y de los cambios cualitativos que comportó la llegada de la modernidad en lo referido a los conflictos armados. Así pues, hay varias cosas que son evidentes. En primer lugar, los avances tecnológicos aplicados a la industria armamentística, a las tácticas de guerra, a la estrategia y la geopolítica y a la movilización bélica han comportado una capacidad destructiva sin precedentes en la historia del ser humano, que es una de las cosas que nos permite hablar de guerra total como algo exclusivo de la contemporaneidad.
Por ejemplo, la aparición de la bomba nuclear en 1945-1949 supuso un condicionante en las relaciones internacionales que no se puede comparar a ningún otro surgido antes, y eso comportó algo que persiste hasta hoy: la aparición de las movilizaciones y las guerras subsidiarias como la principal forma en que las superpotencias persiguen los objetivos de sus agendas imperiales, sobre todo para evitar enfrentamientos directos convencionales de consecuencias imprevisibles. A todo ello hay que añadir los efectos de la globalización, que como fenómeno hunde sus raíces en la época Moderna, con la aparición de los primeros sistemas-mundo, tal y como fueron conceptualizados por Immanuel Wallerstein: nunca jamás los imperios han tenido tanta y tan inmediata capacidad de influencia a todos los niveles sobre lugares tan distantes y remotos del globo, nunca antes su presencia ha sido tan potencialmente perturbadora por los medios humanos, por la información y por la tecnología con que cuentan, pero también, muy importante, por las conexiones económicas, por las interdependencias financieras y por los mecanismos de presión a su disposición. Y aún con todo, repito, hablamos de un salto cualitativo, muy importante, sí, pero en ningún caso de fenómenos nuevos. Por otro lado, el estado burocrático moderno tiene una capacidad de control cada vez más grande sobre las sociedades, y desde luego está muy por encima de las posibilidades de las formas estatales previas a la contemporaneidad, que es otra de las cosas que hace posible la guerra total.
Sin embargo, mi conocimiento de casos de la Antigüedad me obliga a advertir una vez más que no podemos minusvalorar ese mismo poder en épocas anteriores, al fin y al cabo la creación y puesta en marcha de ese estado burocrático también fue la respuesta al reto planteado por poblaciones humanas en constante crecimiento, mucho más numerosas que en periodos previos. Todo lo señalado explica que sin ser en absoluto fenómenos nuevos, los desplazamientos de poblaciones y las masacres hayan podido alcanzar en el siglo XX proporciones sin parangón en la historia, tanto por lo que se refiere al grado de coordinación y a su magnitud como al tiempo necesario para llevarlos a cabo. No obstante, como digo, este tipo de fenómenos asociados a la guerra han existido siempre, basta con ver lo ocurrido con la expulsión de los moriscos de la Corona Hispánica en un marco de guerra permanente, operación que se alargó durante cuatro años, entre 1609 y 1613, y que como suele ser común a este tipo de fenómenos tuvo consecuencias sociales y económicas irreparables en los territorios más afectados, en este caso el País Valenciano y Aragón.
Finalmente, por ir acabando, es posible que las implicaciones morales y éticas de la violencia y los conflictos armados sean mayores hoy, así como la conciencia sobre su carácter nefasto, aunque conviene no exagerar este último extremo porque la crítica a la guerra y el intento por limitarla son tan viejos como la guerra misma, y la cultura popular siempre la ha codificado poco menos que como una experiencia pestífera. En definitiva, quizás lo que más ha aumentado es el poder de las sociedades para oponerse a los conflictos armados o mostrar su disconformidad con ellos, y a pesar de ello estamos muy lejos de poder ponerles fin.
Bloque II: la historiografía alrededor del libro
P: En un ámbito más generalista, una gran cantidad de autores han hablado de “guerra civil europea” para el periodo que se extiende entre 1914 y 1945 o 1949, uno de los que más recientemente ha teorizado sobre ello es Enzo Traverso, por ejemplo. En relación con ello, ¿qué opinión te merece tal afirmación? ¿Consideras que es acertada o que es un mero constructo historiográfico?
R: Todo en historia es un constructo historiográfico, si bien esos constructos pueden ajustarse mejor o peor a la realidad de los hechos y a la sensibilidad y preocupaciones de nuestros sujetos de estudio, que debería ser algo que guiara nuestro trabajo en todo momento. El problema de la propuesta interpretativa de Traverso, y de los autores y autoras que lo siguen o que lo hemos seguido en algún momento de nuestra carrera, es que funciona muy bien como metáfora, porque es atractiva desde el punto de vista literario y estilístico, a la par que nos proporciona un escenario común para el estudio de problemáticas compartidas a nivel continental, lo cual siempre es positivo. Sin embargo, lo señalamos en algún momento a lo largo de la obra: hablar de lo ocurrido en Europa entre 1914 y 1945 (o 1912-1949) como guerra civil está muy lejos de lo que caracteriza a este tipo de conflicto. Ante todo, no hay ningún sujeto político y jurídico soberano identificable como Europa en aquella época, con lo cual es imposible que hubiera una guerra civil europea.
Sin duda, Traverso pretendía evidenciar la gran cantidad de conflictos bélicos internos y violencias que se dieron en el continente durante esas décadas, en cualquier caso considero que había formas más adecuadas de hacerlo. Nosotros defendemos que entre 1917 y 1949 existió un ciclo bélico en Europa donde las guerras civiles tuvieron un lugar central, a veces por sí solas y otras veces dentro de conflictos más amplios como la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial, a los cuales pudieron llegar a desbordar cronológicamente. Sin embargo, ni fue el primer ciclo bélico de guerras civiles e internacionales que vivía en continente, acompañado por fenómenos violentos y proyectos políticos transformadores de diferente naturaleza, ni la guerra civil fue lo único que caracterizó ese periodo de casi cuatro décadas. Es decir, no todo lo ocurrido entonces es reducible al sintagma guerra civil, y menos con el adjetivo de europea, dado que no existía una comunidad originaria que se identificara a sí misma como tal, más allá de reducidísimos círculos de intelectuales burgueses como Stefan Zweig, por citar un caso que me viene a la mente ahora, los cuales de ningún modo deberían nublar nuestra visión de conjunto sobre la realidad de aquellos años.
En cualquier caso, el de 1912/1917-1949 sí fue el último ciclo bélico europeo de escala continental, y hasta ahora no ha ocurrido nada similar, más allá del potencial evidente del periodo de cambio y transición comprendido entre 1989 y 1995, que en algunos casos como el yugoslavo y el de las fronteras imperiales soviéticas se desplegó de forma más o menos virulenta y en otros no, a pesar de existir condiciones objetivas para ello, lo cual nos lleva una vez más a refutar las tesis sobre la supuesta inevitabilidad de las guerras civiles. Y ese es quizás otro de los problemas de la obra de Traverso, donde la violencia o las políticas de la violencia parecen verse en términos acumulativos, dentro de una suerte de relato teleológico o de fatalidad histórica que desemboca en Auschwitz, y que por tanto acaba ocultando lógicas locales, regionales y nacionales diferentes en ciertos aspectos, o subordinando todo a una suerte de tipo ideal, el alemán.
En cualquier caso, siempre defenderé la importancia y el valor historiográfico de la obra de Traverso, por su valentía y ambición a la hora de lanzar una propuesta interpretativa de conjunto para Europa y de contestar las tesis defendidas por Nolte y sus seguidores revisionistas. Esto es tanto más importante para alumnos y alumnas de grado que quieren optar por la vía de Contemporánea, que pueden encontrar en trabajos como A sangre y fuego una fuente de inspiración y una palanca que active una forma diferente de pensar en el pasado traumático de nuestro continente, y que incluso les invite a trasladar esto al globo en su conjunto, tal y como proponemos nosotros en Comunidades rotas.
P: En el índice se puede apreciar claramente la importancia que tiene Europa en la obra; uno de los apartados versa sobre las guerras civiles que se desarrollaron en algunos países azotados por la Segunda Guerra Mundial. ¿Esos conflictos son, de alguna manera, guerras “populares” que deben ser tratadas de forma individual, tal y como opinan autores como Donny Gluckstein, o por el contrario son conflictos menores insertos en la dinámica general de la Guerra Mundial?
R: Pues he de deciros que vuestra pregunta me ha obligado a calcular la proporción de la obra dedicada a conflictos ocurridos en el continente europeo, lo cual me anima a compartir algunos datos que considero interesantes. Me he quedado tranquilo al comprobar que en realidad es un 42 por ciento del paginado total el que se centra en Europa stricto sensu, y en buena medida es así por el peso específico que damos a las guerras yugoslavas de la primera mitad de los años noventa (un 12 por ciento de ese 42), mientras que otro 40 por ciento se dedica a conflictos ocurridos en Asia, África y Latinoamérica, así como en los confines más extremos del Viejo Continente, siempre tan difíciles de definir. Del restante 18 por ciento casi la mitad corresponde al primer bloque o gran capítulo, donde presentamos nuestra propuesta interpretativa y abordamos los debates y las cuestiones teórico-conceptuales.
Quiero destacar esto porque nuestros objetivos con este trabajo no solo pasan por romper con la supuesta especificidad histórica de España en Europa, sino también con el eurocentrismo que suele caracterizar las visiones de muchos y muy buenos historiadores e historiadoras europeos. Para ello hemos buscado construir un relato global y transnacional que nos permita observar procesos y problemas compartidos en lugares distantes a nivel geográfico y temporal, a la par que desmantelar algunos tópicos muy asentados en la opinión pública sobre el carácter retrogrado y atávico de ciertos conflictos armados y asesinatos de masas, casi siempre cuando ocurren en determinadas latitudes. Así pues, aunque la proporción revela que Europa sigue teniendo un peso proporcional mayor en nuestra narrativa, no es menos cierto que es el espacio histórico en el que mejor nos movemos a nivel de idiomas y conocimientos, y por tanto aquel que nos brindaba una mejor base de partida a la hora de lanzar una propuesta interpretativa bien construida sobre el fenómeno de las guerras civiles. Los lectores y las lectoras juzgarán si hemos tenido éxito en nuestros propósitos.
«Todo en historia es un constructo historiográfico, si bien esos constructos pueden ajustarse mejor o peor a la realidad de los hechos y a la sensibilidad y preocupaciones de nuestros sujetos de estudio.»
Más allá de eso, y pasando a la pregunta que planteabais, la cual conecta bastante bien con la anterior, creemos que las guerras civiles de la Segunda Guerra Mundial deben ser tratadas de forma individual, sí, fundamentalmente por varias razones: en primer lugar hablamos de conflictos que son posibles dentro del escenario creado por una ocupación militar extranjera, en este caso por parte de las potencias del Eje, pero que en realidad responden a lógicas y problemáticas estrictamente locales, regionales y nacionales, es decir, son conflictos donde el principal enemigo y objetivo a batir no es el ocupante, sino el connacional, ya sea por resistente al Nuevo Orden o por colaboracionista, en ambos casos traidor desde la perspectiva del ejecutor; y en segundo lugar, tan o más importante, hablamos de enfrentamientos internos que como cualquier guerra civil tuvieron una tremenda capacidad performativa, es decir, un poder muy grande a la hora de generar un nuevo escenario político en la posguerra, una transformación de las relaciones sociales, una reconstrucción comunitaria a partir de mitos, el de la nación que no se rinde o el pueblo en armas, que más que ser nuevos eran reinterpretaciones de otros preexistentes, como el del Risorgimento en Italia o el de la Revolución en Francia.
Así pues, teniendo en cuenta todo esto, cómo no hacer un tratamiento específico de las guerras civiles que acontecieron dentro de la Segunda Guerra Mundial. Solo basta con pensar que países como la Yugoslavia socialista –de relevancia internacional nada desdeñable durante la Guerra Fría, y mucho más aún durante la disolución del bloque comunista europeo– se construyeron sobre la codificación mito-poética y la ocultación de auténticas guerras civiles presentadas como resistencias populares contra el fascismo y la ocupación. Lo mismo puede decirse del caso de Francia, pensemos si no en la importancia que tuvo el resistencialismo en la legitimación política de los líderes galos de la Guerra Fría y los escándalos en torno a la figura de François Mitterrand por sus supuestos vínculos con la extrema derecha en tiempos de Vichy y aún antes, a pesar de haber reivindicado para sí unos orígenes políticos dentro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial.
Más allá de esta polémica, antes que él casi todos los presidentes de la República habían reivindicado su condición de veteranos de la resistencia, o cuanto menos haberla apoyado de una u otra forma o haber sido perseguidos por ocupantes y colaboracionistas: Valéry Giscard d’Estaing, Charles de Gaulle, René Coty o Vincent Auriol son buenos ejemplos, y lo mismo puede decirse de buena parte de los presidentes del consejo de ministros y otros altos cargos políticos electos.
Así pues, nada de conflictos menores. En mayor o menor medida siempre fueron decisivos para la reconfiguración de los países del continente europeo afectados por este tipo de enfrentamientos internos. Yo mismo soy un buen conocedor de los casos belga o francés, que me ocuparon en mi tesis doctoral, y Javier lo es del caso italiano, que muy posiblemente aborde en un futuro de forma específica. En este sentido, basta una simple mirada a la rica documentación interna generada por las autoridades de ocupación alemanas en Bélgica y Francia para constatar que si a estas les preocupaba la resistencia no era ni mucho menos por el problema de seguridad que pudieran plantear para las tropas de la Wehrmacht radicadas en dichos países, sino por la pérdida constante de aliados autóctonos o colaboracionistas que comportaban las políticas de la violencia desplegadas por estos grupos armados.
Estos últimos, sobre todo los siempre más eficaces grupos de los diferentes partidos comunistas nacionales, se centraron casi siempre de manera específica en atacar tanto a los colaboracionistas como a sus familias. De este modo se pretendía desmovilizar y disuadir a los apoyos reales y potenciales de los alemanes e italianos en el país, y por supuesto eliminar en la medida de lo posible al fascismo del mapa político-social de la futura posguerra, sabedores de que sus posibilidades ofensivas no estaban a la altura de las tropas ocupantes y confiados en que los ejércitos aliados se encargarían de expulsar a los alemanes.
Su guerra era otra, y en este sentido, sí, fueron “guerras populares”: tuvieron esa dimensión en lo que se refiere a la movilización, que afectó de manera muy evidente a varones jóvenes que huían del servicio de trabajo obligatorio impuesto por los alemanes y sus colaboradores; entre las motivaciones de sus impulsores se encontraba la emancipación de los estratos populares de la sociedad; los principales abanderados de la resistencia solían ser como ya he dicho los partidos comunistas; y, finalmente, como suele ser común a cualquier guerra civil las principales víctimas fueron civiles, miembros de esas clases populares cogidos en medio del fuego cruzado o identificados por unas u otras razones como enemigos del pueblo, pero también los perpetradores. Esta dimensión popular aún se haría mucho más evidente en los conflictos internos de la Guerra Fría, algunos de los cuales ya estaban en marcha en el periodo precedente, sobre todo la guerra civil china, pero también la coreana, la vietnamita o la cubana, que además explotaron a fondo ese carácter en las teorizaciones y en los discursos legitimadores que nacieron al calor de dichos conflictos, así como en el intento por exportarlos a otros lugares del globo.
P: No hay nada más duro que una guerra civil. Si las guerras tradicionales contra el “enemigo exterior” tienen poco de épico, las civiles menos aún; quizá por ello sea tan difícil retratarlas de forma adecuada. Estas dificultades fueron expresadas ya en el siglo XIX por el norteamericano Walt Whitman cuando afirmó: the real war will never get into books. ¿Creéis que estamos en camino de hacerlo posible?, ¿en qué medida este libro puede acercarle al lector la “verdadera guerra”?
R: Tan poco de épico tienen las guerras civiles que normalmente los bandos en liza en cualquiera de ellas las han legitimado mediante la creación de discursos que negaban el carácter de connacional al enemigo, por mucho que este hablara la misma lengua y hubiera nacido en el mismo país, por mucho que viviera en el mismo pueblo, esto explica que en todas o casi todas se haya llevado a cabo una extranjerización y deshumanización del vecino con el fin de favorecer su eliminación. Otra cosa son las guerras internacionales, que pueden presentarse con más facilidad como luchas por la unidad de un pueblo o como luchas existenciales en defensa propia, ya sea preventivamente o como reacción a una agresión, por mucho que puedan ser tanto o más cruentas en lo que respecta a la violencia contra los civiles y por mucho que a menudo puedan albergar en su seno guerras civiles de intensidad variable.
«En este sentido, Whitman tenía motivos para desconfiar de que lo que él había vivido y visto durante la guerra, con el modo en que lo había entendido y experimentado, fuera a llegar de ese modo a la opinión pública y, por tanto, a los futuros historiadores e historiadoras, aunque no menos por la cantidad de sufrimiento y devastación física y psicológica que presenció.»
Efectivamente, esto es lo que hace que estas últimas sean más difíciles de abordar: la cantidad de atributos, significados, relatos y mitos que se superponen sobre ellas, envolviéndolas y ocultándolas por razones políticas; lo traumáticas que resultan por las brechas sociales que provocan; el hecho de que pocas veces los beligerantes suelen reconocerlas como tal por propio interés, excepto los vencidos, porque reconocer la naturaleza fratricida de un conflicto implica un reconocimiento del enemigo como detentador legítimo de la soberanía en disputa; o su condición de enfrentamientos por lo general irregulares, donde casi nunca hay frentes definidos ni ejércitos regulares. Esa misma irregularidad, junto a la dispersión de las fuerzas implicadas y su encaje en conflictos internacionales, suele oscurecer las guerras civiles y las hace mucho más difíciles de aprehender, porque evidentemente lo que ha sido un conflicto interno pasa a convertirse en la posguerra y ya en pleno enfrentamiento en una heroica guerra de liberación, una narrativa que por un lado busca restañar heridas y por el otro empujar al olvido sucesos luctuosos entre convecinos.
Estudiar y escribir sobre estos temas no es fácil, a nivel personal puede llegar a ser extremadamente agotador y doloroso, sobre todo cuando trabajamos con testimonios personales, ya sean entrevistas, memorias, diarios o cartas. Yo mismamente sufrí un momento de derrumbe psicológico en un momento concreto del redactado de Comunidades rotas, porque ya no solo es que estuviera extenuado por el ritmo de trabajo con el libro y las múltiples obligaciones cotidianas paralelas a este, es que además resulta sumamente angustiante abordar el sufrimiento humano extremo inherente a las guerras civiles y las múltiples violencias físicas y estructurales que albergan en su seno. Por eso mismo, creo que resulta imposible acercarse a los enfrentamientos internos y a las guerras en general sin hacer un trabajo exhaustivo con testimonios de época, cotejando, entrecruzando y analizando estos de forma crítica con las fuentes de archivo y la bibliografía especializada.
En un ensayo interpretativo como este, basado en fuentes secundarias y en nuestro conocimiento directo de casos de estudio muy concretos, pero que a la par aborda unas cuantas de las guerras civiles ocurridas en los últimos cien años, resulta difícil introducir testimonios, y más aún hacerlo de manera que sean relevantes y representativos. Aún con todo lo hemos intentado, sobre todo en referencia a los conflictos quizás menos conocidos o accesibles al público castellanoparlante que leerá Comunidades rotas, pero no nos ha quedado más remedio que ser selectivos para poder hacer manejable una obra que ya de por sí es voluminosa y que quizás pueda abrumar a primera vista a una parte de sus potenciales lectores y lectoras. Sin embargo, queremos romper una lanza a favor del libro, porque creemos que era difícil y contraproducente acercarse a un problema con tantas capas e implicaciones como este si no era del modo en que lo hemos hecho, centrándonos en ciertos casos de estudio que por unas u otras razones consideramos paradigmáticos y dando lugar a un trabajo extenso.
Desde nuestro punto de vista, sus características y estructura lo hacen fácil de leer, con una introducción que plantea una idea muy clara de lo que se encontrará el lector o la lectora capítulo por capítulo, así como de las principales tesis que defendemos, a todo lo cual se suma una división por bloques y epígrafes que junto al índice onomástico permiten acercarse rápidamente a cualquier época, lugar, figura histórica o fenómeno en concreto. En este sentido, creo que aquellos y aquellas que opten por una lectura de la obra de principio a fin se beneficiarán de ello, porque la hemos concebido de una manera que todas las partes interaccionen de manera constante entre sí, de forma que resuenen unas en otras, cerrando círculos, dibujando trayectorias personales a través de las décadas, recurriendo de forma constante a esa necesaria dimensión transnacional y comparada.
Finalmente, volviendo a la pregunta, cuando Walt Whitman escribió su famosa frase hay que pensar que esta surgía de esa sensibilidad tan propia de él, y no menos de su experiencia como enfermero voluntario en el bando de la Unión. Así pues, se juntaron varios factores: por un lado estamos ante una guerra como la civil estadounidense extremadamente moderna, sangrienta y destructiva, para algunos con razón la primera guerra total de las muchas que han venido después a lo largo de la contemporaneidad, y por tanto muy impactante a ojos de sus contemporáneos, por muy familiarizados que pudieran estar con la violencia los estadounidenses de aquella época; por otro lado estamos en un momento de auge de las narrativas románticas y nacionalistas, donde las guerras son presentadas como luchas gloriosas por la emancipación y la conquista de las libertades (o por la defensa de la tradición, allá donde el liberalismo no llevaba la voz cantante), siempre libradas por la preservación de la esencia de la comunidad en guerra, y no menos eran vistas como el lugar de realización de la verdadera masculinidad.
En este sentido, Whitman tenía motivos para desconfiar de que lo que él había vivido y visto durante la guerra, con el modo en que lo había entendido y experimentado, fuera a llegar de ese modo a la opinión pública y, por tanto, a los futuros historiadores e historiadoras, aunque no menos por la cantidad de sufrimiento y devastación física y psicológica que presenció, que le hizo pensar que la experiencia de guerra es hasta cierto punto intransmisible.
Esta última idea se ha ido apoderando de la visión de una generación tras otra de excombatientes de todos los conflictos, que perciben por sistema un desacompasamiento entre su experiencia real en los escenarios bélicos y la que se proyecta a través de la propaganda o las narrativas oficiales, que si no han podido imponer –siempre con ayuda de la censura– sobre la sociedad relatos mito-poéticos han tratado de ocultar o minimizar lo desastroso de los enfrentamientos armados para aquellos y aquellas afectados; tal es el caso de lo ocurrido con el paso del ejército estadounidense por Vietnam entre los años 60 y 70.
Seguramente, la frustración nacida de la imposibilidad o la incapacidad para compartir el horror con familiares y amigos, bajo la creencia de que no podrán entender, explique muchos episodios de violencia doméstica y la transmisión de los traumas de la guerra por medio de la educación de padres a hijos, aunque esto es una mera especulación que sería un tema de investigación apasionante. Lo cierto es que solo podemos entrar en el reino de las hipótesis cuando se trata de dar con la extensión real de los tentáculos o ramificaciones de las guerras y sus efectos incontables, por ejemplo con el modo en que persisten las consecuencias de estas en forma de enfermedades mentales surgidas en situaciones de posguerra, quizás transmitidas de forma hereditaria y ambiental a las siguientes generaciones.
En cualquier caso, quiero ser optimista y considero que puedo serlo, porque a pesar de lo que pueda parecer nunca antes la historia nacional ha estado tan desacreditada en los últimos doscientos cincuenta años, sobre todo en Occidente, al igual que nunca antes la guerra y lo castrense han estado tan lejos de nuestro bagaje de experiencias vitales directas, en Occidente, repito. Es posible que pocas veces como ahora la violencia y la lucha armada hayan sido criticadas y repudiadas de forma tan generalizada como en los últimos sesenta años, con importantes movimientos cívicos pacifistas trabajando en este sentido. Además, a raíz de una cultura de la paz y la antiviolencia, que tiene múltiples lecturas pero que está ahí, estamos en una época de centralidad y omnipresencia de la víctima en la opinión pública y el discurso historiográfico, lo cual plantea ciertos problemas en lo referido a la producción de conocimiento complejo pero sin duda nos acerca a la realidad de la guerra.
Así pues, la historiografía está en el buen camino para acercar al público lector el verdadero rostro de los conflictos armados, por el impacto extremadamente positivo que han tenido sobre ella la historia oral, la historia de la vida cotidiana o los estudios de género. Y creo que Comunidades rotas contribuirá a ello porque plantea un análisis que busca presentar la guerra como es: compleja, con muchas capas e implicaciones, con multitud de actores y escenarios diversos, desde lo familiar y local a lo nacional e internacional; en definitiva, integrando factores y dimensiones analíticas muy diversas, pero tratando de diferenciar entre lo que actúa como motor de conflicto y lo que solo es barniz o pretexto.
No puede ser de otro modo, y como ya he dicho deseamos fervientemente que este libro sea camino o estímulo para futuras investigaciones y para la creación de materiales docentes que asuman e integren algunos de los retos que hemos dejado sobre papel. En cualquier caso, hacer llegar a la sociedad ese rostro de la guerra, la guerra real, exigirá que nos apoyemos cada vez de forma más estrecha y firme en la educación, la literatura y el cine de calidad, por su potencial divulgador en nuestras sociedades y culturas de masas. Desde luego, la calidad escalofriante de algunas de las obras a disposición del público también nos permite ser optimistas, por eso Comunidades rotas lleva al final de la bibliografía una selección de películas que serán un buen material de apoyo para el lector o la lectora interesados.
En definitiva, creo que aunque difícil en extremo por muy diversas razones, acercar la realidad de los enfrentamientos bélicos debe ser siempre el objetivo de aquellos y aquellas que nos dedicamos a los estudios de la guerra, y con solo tenerlo en mente mientras trabajamos estaremos mucho más cerca de lograrlo.
P: El siglo XX fue un siglo de expansión y consolidación del nacionalismo en todas las latitudes del planeta, las consecuencias de ello fueron con frecuencia nefastas. Hay quien cree que en el siglo XXI ese nacionalismo se extinguirá bajo la égida de una cultura global, mientras que otros, al contrario, consideran que esta reverdecerá los viejos laureles del nacionalismo. Por ello, y en relación con la obra, ¿qué panorama se presenta?, ¿estamos transitando hacia un predominio del nacionalismo religioso con lo que ello implica?, ¿será el siglo XXI el siglo que ponga fin a las guerras civiles?
R: Este es un debate que se puede poner en relación con el que inauguró el nacimiento de la sociología en la segunda mitad del siglo XIX, en este caso con respecto al futuro de la religión y la religiosidad en las sociedades humanas. La idea de los tres principales padres de la disciplina, Émile Durkheim, Karl Marx y Max Weber, era que por vías distintas el progreso y el imperio de la razón a través de la técnica y la ciencia acabarían desterrando las formas de religiosidad tradicionales e irían en detrimento del poder e influencia que hasta entonces habían ostentado sobre las sociedades aquellas instituciones encargadas de regular y organizar esa religiosidad. Hoy en día está bien demostrado que tal cosa no ha ocurrido, ni tan siquiera en Occidente, y que más allá de lo que digan las estadísticas la lectura que hagamos depende de lo que consideremos por religiosidad, que no siempre pasa por la ritualística y los ritmos cotidianos estipulados por las organizaciones eclesiásticas.
Así pues, en muchos casos podríamos hablar de secularización, es decir, de pérdida de poder de la religión en amplias esferas de la vida comunitaria, pero no de la religiosidad, que en muchos caso se ha convertido en algo que se practica o siente en el ámbito privado y personal, y no tanto en el comunitario, como había sido habitual hasta antes de ayer, dicho en términos coloquiales. ¿A dónde pretendo llegar con esto? A la aparición de nuevas formas de culto o de religiosidad en el ámbito de la política. Desde su aparición en el paso del siglo XVIII al XIX las naciones y los nacionalismos han ido teniendo un papel cada vez más importantes como referentes identitarios y depositarias de las lealtades colectivas, siempre dependiendo del momento y el lugar en que nos centremos.
Así pues, hablamos de religiones modernas que en muchas ocasiones se han construido y legitimado integrando la religiosidad tradicional como parte del acervo de la comunidad a la que dicen defender y representar, siendo un caso muy evidente la forma de ultranacionalismo español encarnada por el franquismo o la del partido que actualmente gobierna en Polonia, Ley y Justicia, por poner dos ejemplos cercanos. Este maridaje entre religión y nacionalismo, a veces no deseado ni por todas las personas de fe ni por todos los nacionalistas, se explica por la capacidad de convocatoria de la primera por tradición, y por tanto por su capacidad para vehicular y consolidar esas nuevas formas de culto nacionales.
«No hace falta mucho más para extraer ciertas conclusiones sobre la vigencia del nacionalismo español, que lejos de haberse ido y haber vuelto siempre estuvo ahí.»
A partir de aquí puedo responder a vuestras preguntas: no creo que esté próximo de ningún modo el final de las identidades nacionales, ni de las hegemónicas ni de las periféricas, basta con ver el caso de nuestro país, donde el conflicto político catalán activó y movilizó al nacionalismo español tanto o más que las victorias de la selección absoluta de fútbol. La respuesta en muchas ciudades y pueblos del territorio español, incluido el catalán, fue simétrica a la que había tenido lugar en la propia Cataluña desde hacía años en lo que respecta a la exhibición de banderas en infinidad de balcones y ventanas. Era una expresión de orgullo nacional positivo frente a otro negativo, dependiendo de quien lo exprese.
No hace falta mucho más para extraer ciertas conclusiones sobre la vigencia del nacionalismo español, que lejos de haberse ido y haber vuelto siempre estuvo ahí, y que en este contexto vuelve a dar una nueva muestra de su capacidad de movilización y del éxito de los diferentes regímenes que se han sucedido en España a la hora de construir una identidad nacional leal al Estado. Otra cosa muy distinta es que lo que ha ocurrido en Cataluña hubiera podido dar lugar en algún momento a una guerra civil, como se debatía bastante a menudo en la calle, en tertulias y en la prensa durante el verano-otoño de 2017, cosa imposible por la falta de voluntad (afortunadamente) de los principales líderes de uno y otro lado, así como de los individuos con capacidad de ejercer o romper el monopolio de la violencia. Para que se dé una guerra civil tiene que existir de por medio esa voluntad de aquellos y aquellas en posiciones directivas, así como la obediencia de los que tienen que empuñar las armas, es tan sencillo como eso.
En caso de que la fractura del monopolio de la violencia no se dé en el seno de las propias instituciones del Estado, y caso de que este último esté bien consolidado y cuente con una aceptación y un apoyo social amplio no basado en la coerción, el reto para su integridad y soberanía será mucho menor, que es lo que suele ocurrir con las diversas formas de terrorismo como el de ETA aún en los años más duros. Sin embargo, cuando este Estado es débil y fundamenta su poder de manera muy evidente en la represión el deseo de quienes tienen acceso de una u otra forma al armamento y la capacidad de organizarse para conseguir unos objetivos políticos por medio de la violencia podrá dar lugar a la consecución de una base de poder territorial, a la movilización de apoyos sociales y a la consecución de una potencia de fuego suficiente como para poner en marcha auténticas guerras civiles, sea con unos u otros fines: derrocar al régimen en el poder o conseguir la secesión de una región dentro de un Estado.
Por eso no es casual que el terrorismo de ETA, al igual que el del resto de organizaciones armadas revolucionarias surgidas en Europa entre finales de los 60 y principios de los 70, estuviera muy inspirado por el maoísmo y su estrategia militar de guerra popular a través de la guerra de guerrillas, pero también por los casos de la Cuba revolucionaria y el conflicto en curso en Vietnam. El fracaso constante de los teóricos y líderes revolucionarios a la hora de prever el futuro y dar con una pauta de acción infalible deberían servir como aviso para los humanistas y científicos sociales, pues revela la imposibilidad de reducir las realidades humanas de una misma época a un único esquema o unas leyes generales. Por mucho que existan recurrencias nunca podemos olvidar la complejidad de los acontecimientos humanos y la importancia de la contingencia.
En definitiva, el actual éxito del nacionalismo se explica por su potencial amalgamador sobre sociedades que han perdido o están en trance de perder muchas formas ancestrales de lealtad e identificación colectiva. Además, creo que esto podría tener que ver con cierta necesidad que tiene el ser humano de creer en algo inmanente que es consustancial a él y a los que identifica como los suyos, pero también en algo trascendente que es superior a él, que da sentido a su vida y a lo cual se debe y puede contribuir de una u otra forma.
En cualquier caso, es difícil señalar si vamos hacia un auge del nacionalismo religioso, porque en España por ejemplo tal escenario ya se vivió durante los casi cuarenta años de dictadura franquista. Por tanto, no creo que vaya a ser más importante de lo que ya es o ha sido en el último siglo, pero que quizás serán otras comunidades y países los que recojan el testigo de forma más evidente, como por ejemplo Rusia o Turquía, entre otros. Lo que quiero dejar bien claro es que ni Javier ni yo creemos que el nacionalismo o la religión hayan sido en algún momento la causa primera o el motor de ningún conflicto interno o lucha armada importante, desde luego no lo hemos visto así en ninguno de nuestros casos de estudio, donde las cosas siempre se revelan mucho más complejas Como mucho han sido pretextos o un argumento más, que por supuesto pueden actuar en hechos y momentos concretos y localizados de una guerra, pero jamás son el detonante.
El hecho de que lo veamos así tiene tanto que ver con el deseo de legitimidad y pureza de aquellos que propician los conflictos –unido a la necesidad de ocultar los intereses reales que los ponen en marcha– como con la incapacidad de quienes nos informan de los conflictos, a menudo periodistas recién llegados y con poco conocimiento del entorno, para profundizar en las verdaderas causas y la complejidad de los sucesos que cubren. Así pues, la religión y/o el nacionalismo pueden llegar a tener capacidad para condicionar comportamientos individuales y colectivos, algo que nunca ocurre hasta el extremo, la rigidez y la homogeneidad. Lo que está claro es que por sí solos no bastan para dar lugar a una guerra si no existen otras voluntades e intereses mayores de por medio, es decir, de aquellos con posibilidad de organizar grupos armados y sostener un esfuerzo de guerra más o menos prologando en pos de unos objetivos que la mayor parte de las veces no son nacionalistas. Atribuir las guerras al fundamentalismo no deja de ser una forma de condescendencia hacia las clases populares de ciertos países considerados inferiores desde la perspectiva occidental, como si fueran ciegos ante la evidencia de que la religión no solucionará sus problemas o como si se mataran por una suerte de pasión deportiva inherente a su genética.
No hay absolutamente nada que nos permita pensar en un final próximo de las guerras civiles, por desgracia no creo que los conflictos armados dejen de tener un lugar importante en la historia de los seres humanos en las próximas décadas. Entender esto pasa por desterrar de nuestra mente la idea de que las comunidades humanas progresan en una línea ascendente constante hacia la perfección, idea muy decimonónica, o que la guerra es una manifestación evidente del estadio inferior de desarrollo en el que se encuentran aquellos que se enfrentan en ella. No hay que irse muy lejos. Estados Unidos ha intervenido militarmente en diferentes partes del globo durante las últimas siete décadas en nombre de aquello que los occidentales consideramos moderno por excelencia: la libertad, la democracia, los derechos civiles o los derechos humanos. Al final, como en el caso de cualquier imperio, reivindicar estos valores no deja de ser una manera de ocultar la brutalidad de los conflictos armados puestos en marcha por esta superpotencia, así como las múltiples consecuencias derivadas de estos.
Así pues, es difícil pensar que la guerra pueda dejar de ser considerada como la forma última y radical de luchar por la legitimidad, la hegemonía y el poder político-económico en amplias regiones del mundo. Más allá de eso, si el nacionalismo (religioso o no) llega a ser un problema en las sociedades occidentales lo será de forma mucho más evidente y peligrosa para las minorías religiosas y nacionales que vivan en ellas que para los propios nativos en sí. El pasado traumático de Europa no vacuna a los europeos y las europeas de hoy frente al radicalismo, basta con ver el auge de una extrema derecha que hasta ahora se refugiaba en partidos conservadores demócrata-cristianos, ni tampoco nos inmuniza frente a la posibilidad de un eventual conflicto racial-religioso donde refugiados e inmigrantes de primera, segunda, tercera o cuarta generación podrían llegar a convertirse en chivos expiatorios dentro de un escenario de crisis sistémica aguda, sobre todo si se dan los intereses político-económicos necesarios para que así sea. Y por lo que respecta al fundamentalismo islámico seguirá siendo un peligro infinitamente mayor y con capacidad real de desestabilización únicamente en los países de mayoría musulmana, lo que está claro es que nunca será una amenaza significativa en los occidentales.
«No hay absolutamente nada que nos permita pensar en un final próximo de las guerras civiles.»
Bloque III: el futuro de la Historia
P: Consideramos que sois unos auténticos renovadores de la historia de la guerra en nuestro país. Actualmente nos encontramos en un revival de las tesis más arcaicas y decimonónicas de los estudios históricos en nuestro país. Con el auge del nacionalismo, estas nuevas teorías vuelven a ganar muchísimo peso gracias a autoras como María Elvira Roca Barea. ¿Consideras peligrosa la llegada de estas nuevas corrientes divulgativas al país?
R: Esta es una cuestión que viene de antiguo y que nos acompañará en el oficio mientras vivamos: siempre hay alguna figura de este tipo en el candelero, apoyada generalmente por todo el aparato mediático de la derecha, que de vez en cuando se rearma ideológicamente con productos como el de Elvira Roca. No digo que la obra haya estado instigada por agentes externos a ella, ni mucho menos, la propia autora se basta y se sobra por sí sola, pero sí que es verdad que su aparición ha sido vista por ciertos sectores políticos como una oportunidad para capitalizarla en términos políticos.
He aquí la importancia de contar con unos buenos publicistas, que si te venden bien puedes llegar a pasar por ser el mismo Dios.
Tampoco sorprende que esté prologada por alguien de la talla de Arcadi Espada. Desde luego, no es casual la aparición de Imperiofobia y leyenda negra al calor sobre todo del conflicto catalán, y aquí tiene mucho sentido el prólogo del susodicho, pero no menos de los escándalos y el desgaste político del PP en el último gobierno Rajoy o el auge del nacionalismo español en paralelo a la aparición y ascenso de nuevas formaciones de derechas en España. Quizás no solo denota visión comercial por parte de su autora, sino también una agenda política para el libro, pero esto es entrar en el ámbito de las especulaciones. En cualquier caso, cuando yo cursaba el bachillerato y la licenciatura todo el mundo hablaba de Pío Moa, sobre todo de Los mitos de la guerra civil, que fue publicado al final del último gobierno Aznar, en 2003, y que cogió altura en una coyuntura histórica muy concreta como fue la del primer gobierno Zapatero, de reacción visceral de la derecha frente al triunfo electoral socialista, y también en pleno auge del asociacionismo y la opinión pública impulsoras de la llamada “recuperación de la Memoria Histórica”. Por aquel entonces recuerdo que la obra de Moa, individuo a la altura de Arcadi Espada en sus lecturas de la actualidad política, se presentaba de tal manera que parecía el libro definitivo sobre el tema, como si no pudiera escribirse nada mejor ni más clarividente. He aquí la importancia de contar con unos buenos publicistas, que si te venden bien puedes llegar a pasar por ser el mismo Dios.
Dicho esto creo que no tenemos que rasgarnos las vestiduras por el impacto mediático que puedan tener gente como Roca o Moa. Vivimos en una sociedad democrática y plural, tenemos que saber convivir con este tipo de relatos y narrativas que por otro lado no tienen nada de novedoso, porque son las mismas que se cultivaban durante el franquismo con ligeros retoques para adaptarlas a la sensibilidad de nuestros días. Los historiadores y las historiadoras somos o deberíamos ser humanistas, con todo lo que ello implica, y por tanto debemos estar abiertos al mundo en que vivimos y conocer lo que ocurre a nuestro alrededor, es una parte importante de nuestro trabajo, lo enriquece y lo hace más útil, y el futuro de la profesión pasa por saber hacernos útiles a la sociedad en que vivimos. En este sentido, como ya podréis intuir, entiendo que gente como Roca y su producción forman parte de ese mundo y hay que aceptarlo como tal, de modo que la única respuesta sensata es contrarrestarlo con método, honestidad, conciencia crítica y buen hacer, que es precisamente aquello de lo que adolece su trabajo y lo que debe caracterizar al nuestro.
Por lo demás, nuestra utilidad puede cobrar muchas formas, una de ellas es aportar una voz profesional en nuestro entorno próximo, participando en la prensa local, promoviendo proyectos divulgativos de calidad en la red como es vuestro caso, publicando buenos libros (bien escritos, porque los problemas de redactado son una lacra cada vez más grave en nuestra sociedad, y Elvira Roca por ejemplo escribe bien, lo cual obviamente va en su beneficio) que puedan ser interesantes para el gran público en temas sobre los cuales seamos competentes y, por supuesto, haciendo un trabajo profesional y renovador en el ámbito educativo, ya sea en la secundaria o en la universidad.
Esto último es capital: ejercer en secundaria o conseguir plaza en la universidad nunca debería comportar la adopción de una postura acomodaticia, sino que muy al contrario debería estimular nuestra vocación de servicio público, no tanto para con el Estado como para con la comunidad, y siquiera por amor propio debería empujarnos a hacer cada vez mejor nuestro trabajo, lo cual pasa por renovarse de forma constante, por seguir leyendo y escribiendo.
Un compañero que debería ser un referente para todos y todas es Carlos Gil Andrés, gran historiador, gran docente en secundaria y gran divulgador en La Rioja y en España en general, quien ha publicado trabajos de investigación de primer nivel que ya querrían para sí muchos y muchas profesoras de universidad. En definitiva, tenemos que saber hacer nuestro trabajo interesante, y ello pasa por saber darlo a conocer, por saber dar con las plataformas de expresión adecuadas –en general creo que todas o casi todas son buenas–, por poner pasión, cariño, personalidad y dedicación en todo lo que hacemos; creedme que esto último es una de las cosas que más notan quienes se acercan a nuestro trabajo por deseo o por obligación, y nos hace mucho más atractivos y creíbles, porque obviamente hace nuestro trabajo mejor.
En definitiva, por ir acabando, el trabajo del historiador y la historiadora puede ser lento a la hora de dar frutos, es muy de sembrar con esmero, esperar que llueva y haga sol, y si el tiempo lo quiere recoger una buena cosecha de vez en cuando. En cualquier caso, si ponemos el esfuerzo y la constancia necesarios acaba dando un rendimiento y unas satisfacciones fuera de toda duda. Desde mi experiencia como autor y docente creo que en el oficio hace falta mucha menos autocompasión y empezar a dejar de tirar pelotas fuera, y por el contrario hay que empezar a ser mucho más autocríticos; pensar qué estamos haciendo mal para que a veces no se lea historia surgida de la comunidad académica; escuchar a los y las editoras y sus consejos, que ellos saben a priori mucho más que nosotros qué es lo que espera el público; cultivar la lectura y la escritura, porque ciertamente se escribe cada vez peor; y dejar de pensar que la culpa de todo es la falta de interés y cultura general del gran público, que supuestamente quiere lecturas ligeras y fáciles, o del alumnado, que al parecer viene cada vez menos preparado y con menos ganas de trabajar.
Una vez nos deconstruimos en nuestro propio quehacer y nos desvivimos de veras por hacer las cosas bien y dar con vías alternativas para acercarnos a nuestros diferentes públicos –porque aceptémoslo así, este trabajo no tiene sentido sin un público que lo recoja y lo haga suyo, que saque algún provecho de lo que hacemos– estamos legitimados y en condiciones de hacer una crítica y un diagnóstico de la realidad en la que vivimos y de la cual también somos responsables, ojo. Por eso, cuando me preguntan de vez en cuando si sería partidario de implantar una asignatura centrada en los temas que giran en torno al mundo de la memoria histórica soy muy claro al respecto: no, lo que hace falta son buenas clases de historia y buenos historiadores e historiadoras, capaces de aportar visiones amplias, críticas, renovadas y complejas, de enseñar al alumnado a pensar de forma autónoma y a empatizar con los sujetos del pasado, integrando factores y voces diversas y educando en valores de respeto por los derechos humanos y la dignidad de las personas. Cuando se enseña historia bien todo esto acaba cayendo por su propio peso, y lo digo así con la más firme convicción de estar en lo cierto. Y lo mismo puedo decir cuando los autores o las autoras protestan por la falta de interés del público en sus libros: lo que hace falta son obras bien escritas, repito, y eso quiere decir obras bien redactadas, sí, pero también honestas y transparentes, bien concebidas, estructuradas e hiladas, capaces de apelar a aquellos y aquellas que las leerán.
P: En cualquier caso, ¿qué lugar ocupa la divulgación en las obligaciones del historiador?
R: En primer lugar, vale la pena recordar que tenemos unos conocimientos y unas herramientas de trabajo privativas de nuestro oficio, conseguidas después de mucho esfuerzo, trabajo y estudio, siempre sometidas a la crítica de otros compañeros y compañeras del gremio y de la sociedad en general. Creo que tenemos que aprender a valorarnos en un sentido positivo, a reforzarnos en nuestra posición, y eso pasa por no hacerlo de una forma egocéntrica y acrítica que nos acabe aislando en una especie de elitismo inútil y casi siempre injustificado: las humanidades son necesarias en cualquier sociedad que se precie, son el nervio de nuestra cultura y nuestra conciencia crítica, y más aún en culturas de masas como son las nuestras.
La excelencia, la dedicación y el esfuerzo siempre acaban encontrando el camino con cierta dosis de suerte e inteligencia. Y con esto no pretendo vender ahora el discurso del emprendedor, paradigma del hombre y la mujer capitalistas, ni tampoco de ese mundo feliz del capitalismo donde impera la igualdad de oportunidades y la vida está a la espera de que la conquistemos con nuestro talento, porque las cosas son infinitamente más difíciles, bien los sabemos los que somos de clase popular y nos hemos ganado todo con nuestro trabajo duro y el de nuestras familias, pero las cosas se pueden hacer mucho mejor. E insisto en esto porque hay mucha autocomplacencia en el gremio, y eso no nos favorece para hacer de la historia una disciplina más popular y atractiva.
Somos parte de una sociedad, y nuestro trabajo tiene una dimensión pública y un interés potencial increíbles que por lo general no sabemos explotar, por eso es estúpido y de mal gusto creernos que podemos vivir de espaldas a la sociedad. Y aquí evidentemente entra el papel de la divulgación: la historia académica no llega ni llegará por sí sola al gran público, está más que comprobado, así que toca remangarse y ponerse a trabajar en ello. Gracias a internet tenemos una cantidad ingente de medios a nuestra disposición, y nos pueden beneficiar tanto como ir en nuestro detrimento por la proliferación de información que se da en las redes, pero hay formas de ser transparentes y generar confianza: explicar quiénes somos y de dónde venimos, qué pensamos y por qué, enseñar nuestros títulos y los proyectos que tenemos a nuestras espaldas, escribir contenidos de calidad, buscar los medios para montar un buen programa de podcast con entrevistas y divulgación de contenidos, promover una imagen atractiva en las redes, y así un larguísimo etcétera.
Como digo, el nuestro es un trabajo que ofrece resultados lentamente, aceptarlo solo puede redundar en nuestro provecho y en el de todos y todas los que componemos la comunidad historiográfica. Si así lo queremos podemos quemarnos de vez en cuando en discusiones a través de las redes sociales, pero no podemos esperar que vamos a cambiar la forma de pensar de toda una sociedad sobre ciertos aspectos de la historia o la historia en general, ni tampoco frustrarnos cuando tal cosa no ocurra. Detrás de esto hay muchas razones, y una de ellas es la existencia de muy diversas sensibilidades y narrativas públicas y familiares dentro de una sociedad democrática como la nuestra. Eso no implica aceptar las cosas sin más, pero sí aceptar que la nuestra no es ni puede ser una labor de zapa, sino todo lo contrario.
Creo que en la divulgación hay que tener mucho equilibrio y paz interior, pero también fe en nuestro propio trabajo y creer de veras que somos una voz de autoridad allá donde se nos invita a hablar o donde escribimos, porque ciertamente nos hemos formado para serlo y deberíamos serlo. El retorno de nuestra labor puede que no sea inmediato, pero desde luego el camino nos va brindando satisfacciones que no tienen precio y que nos ayudan a persistir. Así pues, la divulgación es y debe ser una parte fundamental de nuestro oficio, y peor para aquel o aquella que no lo acepte, porque no solo irá en su detrimento, sino que además se perderá una parte maravillosa de su trabajo como humanista: el contacto con la gente que nos lee y se interesa por la historia. Por todo lo dicho creo que la vuestra es una iniciativa muy loable tanto a nivel social-público como a nivel personal-profesional, porque sin lugar a dudas os será muy útil a nivel formativo y os servirá de lanzadera hacia nuevos planos de la realidad del oficio; como en todos los proyectos de este tipo lo más complicado será saber dar el relevo en el momento que toque y hacerlo con las personas adecuadas para que pueda tener continuidad, y sé lo que digo porque es un tema al que damos muchas vueltas dentro del equipo de la RUHM. Lo que está claro, y con esto acabo, es que los historiadores y las historiadoras tenemos que ser capaces de hacer cada vez más cosas, porque nunca sabemos dónde podremos ganarnos la vida, que es lo primero y más importante, y de paso ser provechosos y útiles a nivel social, y cuando digo esto pienso en que podemos y debemos ser editores, traductores, programadores, diseñadores, gestores culturales, guías turísticos, docentes, investigadores, escritores y todo lo que se nos ocurra en relación con el mundo de la cultura y la divulgación del conocimiento.
P: Decís en la introducción que “la historia de la guerra tiene que ser ante todo social”. La historia como disciplina científica en general y la historia militar en particular han experimentado un proceso de renovación de un tiempo a esta parte. La historia militar es, por otra parte, una de las áreas más aquejadas o a las que se le suele achacar un mayor conservadurismo. ¿Creéis que requiere de una renovación aún mayor, ya sea en enfoques, metodologías o conceptualización?
R: Tenemos que mantenernos inquietos en todo momento y estar dispuestos a integrar nuevas corrientes e instrumentos a nuestro trabajo cuando nos sean útiles, es una cuestión de amor propio y de profesionalidad, siempre lo digo. Nuestro trabajo, quizás más que cualquier otro, es una carrera formativa constante, y es importante tenerlo presente cada día. En cualquier caso, conforme pasan los años se van viendo más reducidas las posibilidades de leer tanto y con tanta calma como lo hacíamos en la carrera o durante el doctorado, así que hay que estar atentos a lo que se hace y aprovechar bien nuestras lecturas, nuestras escapadas a congresos y nuestro tiempo en general, porque aparte tenemos una vida social y familiar que cultivar. El caso es que siempre hay cosas que pulir y mejorar, dimensiones y herramientas del oficio que nos pasan desapercibidas hasta cierto momento de nuestras vidas, por eso hay que ser humildes, flexibles e inteligentes, lo cual pasa por aceptarlo y ponerle remedio.
Por lo que respecta a la historiografía española es indudable que ha experimentado avances fulgurantes en múltiples temas durante las últimas cuatro décadas, lo cual es loable teniendo en cuenta de donde se venía. No obstante, al contrario que otras nuestra comunidad historiográfica no disfruta de una tradición y un tejido académico tan tupido y consolidado como el que existe en otras latitudes europeas, y eso ha afectado de forma grave al código ético, a los principios y al ethosmismo del oficio. Esto se vio agudizado en no pocas ocasiones por la forma en que se produjo la expansión de la universidad española en los años 80 bajo el felipismo, si bien se trata de un tema largo y complejo que requeriría de otra entrevista y que sin duda otros y otras compañeras podrían abordar en mejores condiciones que yo. Pero está fuera de toda duda que los cuarenta años de dictadura supusieron y siguen suponiendo un lastre tremendo, no ya tanto porque la praxis y lógicas de poder dentro de la universidad sigan siendo las mismas, cosa que por suerte ya no suele ser así, sino porque tenemos todo un camino por recorrer que en otros lugares de Occidente ya se ha transitado justamente en esas cuatro décadas.
Todo lo dicho afecta de forma muy singular a los estudios de la guerra, por supuesto, máxime si tenemos en cuenta que uno de los pilares del régimen franquista a lo largo de toda su existencia fue el ejército. De hecho, así se explica que la historia militar estuviera durante todo ese tiempo –y aún más allá del año 1976– en manos de militares cuyos objetivos esenciales eran dos: cantar las grandes gestas bélicas de la Cruzada, librada por esa “Nueva España” levantada en armas en 1936, y por supuesto legitimar el oficio militar, haciéndolo pasar por una actividad limpia o aséptica, casi científico-quirúrgica, mecánica por exacta y estrictamente profesional, ocultando los aspectos más miserables de su trabajo (la realidad de la guerra misma, con el sufrimiento, violencia y muerte consustanciales a ella) o reduciendo a mera estadística todo lo que pueda tener de luctuoso. En esto último la historia hecha por militares no suele ser diferente en ningún lugar del mundo, aunque hay honrosas excepciones. De hecho, en la década de los 70 no fueron extraños en Alemania los conflictos entre historiadores militares e historiadores civiles cuando algunos de estos reivindicaron la necesidad de renovar los estudios de la guerra y comenzaron a publicar con ese fin los primeros trabajos serios sobre la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial. Al fin y al cabo, una historia militar bien hecha suele suponer de manera casi inevitable una impugnación del oficio militar, y por supuesto de la guerra en sí misma, cosa que evidentemente no beneficiaba a los que se ganaban la vida gracias a su destreza con las armas. Esto ha sido así cuanto menos hasta que entró en escena la nueva dimensión humanitaria y mediadora de los actuales ejércitos profesionales, que permite en cierto modo salvar la cara del gremio y dar un último sentido a su existencia, por mucho que la experiencia de los contingentes de paz o pacificación no esté ni mucho menos carente de sombras, tal y como podrán comprobar quienes lean Comunidades rotas.
Así pues, como decía, los cuarenta años de franquismo y primado del ejército en la vida pública-política han pesado mucho. No obstante, en democracia y por lo que respecta a los estudios de la guerra las cosas no se han hecho mucho mejor. En 1997, durante el primer gobierno Aznar, la UNED y el Ministerio de Defensa acordaron la creación del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado, cuyo fin loable debía ser promover los estudios por la paz y la seguridad nacional, entre otras cosas, algo que pasaba por atender de manera específica las cuestiones relacionadas con la historia militar.
A día de hoy, después de haber conocido por circunstancias diversas muchas de las investigaciones y tesis doctorales que se vienen desarrollando en dicho centro formativo podríamos decir que estamos ante una oportunidad perdida, como tantas otras en lo que respecta a los estudios superiores en España. No se pueden crear de la noche a la mañana universidades sin contar con el personal adecuado para ello, tal y como ocurrió durante el felipismo, ni tampoco centros formativos y de investigación, como ocurre en el caso que abordábamos ahora, al menos si lo que se pretende es promover la excelencia investigadora. En cambio, lo que nos encontramos es lo que es tónica general no solo en la historia militar, sino en una porcentaje difícil de calcular de los historiadores e historiadoras que salen del sistema universitario español (algunos de los cuales optan por llevar a cabo carreras investigadoras): una historia positivista y descriptiva, una ausencia total de cualquier atisbo de interpretación, complejización y conceptualización –no digamos ya poder de abstracción–, un desconocimiento grave de idiomas y, por tanto, una desconexión total con respecto a los debates internacionales.
Si desconocemos lo que se hace fuera, que es donde de veras existen comunidades historiográficas sólidas y potentes dedicadas a los estudios de la guerra, ¿cómo vamos a avanzar a nivel de enfoques, metodología, interpretaciones, conceptos o en el planteamiento de casos de estudio? Por suerte, existe en España, concretamente en la Universidad de Granada, el Grupo de Estudios en Seguridad Internacional, que cuenta con una publicación propia y un Máster online, proyectos a la cabeza de los cuales está alguien con una trayectoria profesional impecable como es Javier Jordán, y que persiguen, esta vez sí con éxito investigador y formativo objetivos similares a los que en teoría guían IUGM.
El inmenso potencial formativo de los estudios de la guerra, un campo extremadamente prolífico para el planteamiento de nuevas investigaciones doctorales y monografías, está completamente desaprovechado en España, lo cual no deja de ser paradójico en un país con una historia y un patrimonio bélico-militar extremadamente rico, por desgracia.
Esto implica que también se desaproveche su potencial renovador, potencialmente beneficioso para el conjunto de la historiografía porque en la guerra confluyen y se intensifican de manera evidente todas las dimensiones de la realidad, lo cual hace de ella un escenario privilegiado para el estudio de las comunidades o las sociedades. Por supuesto, tampoco se aprovecha su potencial formativo, solo hace falta ver hasta qué punto está ausente la historia militar en las programaciones de los grados universitarios de historia o de los máster de investigación.
De este modo se pierde el atractivo del que goza la historia militar en general sobre un público lector relativamente amplio, que suele confiar más –y no sin razón– en lo que se produce fuera que en lo que se produce en casa, y también la posibilidad de promover una verdadera cultura de la paz, que es necesariamente crítica con la guerra y que es la única que puede surgir de una historia militar hecha con responsabilidad y con los métodos y enfoques propios de nuestra disciplina. Lejos de no saber lo que quiere, si a la gente no le dan lo que busca encontrará el modo de hacerse con ello, y en este caso se ve de forma muy clara.
En otro orden de cosas, recuerdo cuando presentamos La batalla de Teruel en Zaragoza. Miguel Ángel Ruiz Carnicer, maestro y amigo de Javier y mío, dio la bienvenida al trabajo y reconoció con toda la humildad que a mediados de los 80, cuando su generación se adentró en el mundo de la investigación, ni se les pasaba por la cabeza abordar los aspectos estrictamente militares de la guerra civil, podríamos decir, y menos desde la perspectiva con la que estamos trabajando ahora mismo unos cuantos compañeros y compañeras. En sí mismo esto no es un problema, por supuesto.
Las historiografías tienen sus agendas determinadas en buena medida por el escenario político-social y cultural del momento y por los intereses y conocimientos de aquellos y aquellas con posibilidades de dirigir tesis doctorales y asesorar investigaciones. No obstante, no deja de ser sorprendente todo lo que se ha escrito sobre la guerra civil, una guerra convencional al fin y al cabo, sin hablar apenas de lo que ocurría con los soldados en los frentes y entre estos y los civiles en las inmediatas retaguardias, por ejemplo. Y eso que Gabriel Cardona, historiador español pionero en los estudios de la guerra y militar de profesión, ya comenzaba a publicar sus primeros trabajos a principios de los años 80, por mucho que en aquel momento no dejaba de ser una rara avisen la comunidad historiográfica. Por supuesto, aunque formaba parte de la antifranquista Unión Militar Democrática y abandonara el ejército después del intento de golpe de Estado del 23F, su condición de militar de carrera y descendiente a su vez de militares le benefició a la hora de abordar sus temas de estudio en un tiempo aún difícil para los estudios de la guerra en España, lo cual, vaya por delante, no le resta ni un ápice de mérito.
Así pues, sí, queda muchísimo trabajo por hacer en el ámbito de la historia militar en España, y lo digo consciente de ello porque por mis manos y las de mis compañeros de la RUHM pasa buena parte de lo que se produce en este país sobre estas cuestiones. Eso me permite albergar fundadas esperanzas sobre el futuro de los estudios de la guerra, donde creo que estamos en los albores del surgimiento de una escuela propia con capacidad de aportar producciones netas a los debates internacionales, y al mismo tiempo reconocer las graves limitaciones a las que nos enfrentamos todavía. Por poner un ejemplo muy claro, muchas veces nos llegan artículos con fuentes estupendas y temas de trabajo increíbles, necesarios, pero en los cuales la parte clave del trabajo, es decir, la interpretación, está todavía por hacer. Y claro, uno como profesional que tiene una visión avanzada de los estudios de la guerra y una experiencia corta pero intensa como editor e investigador ve la manera de culminar esos trabajos con éxito, de hacerlos brillar, sabe lo que les hace falta, y trata de ayudar a que así sea redactando informes preliminares minuciosos y exigentes.
Pues bien, no pocos autores y autoras nunca vuelven a escribir con versiones revisadas, aunque hay casos en los que ocurre exactamente lo contrario y el agradecimiento por su parte y por la nuestra es infinito. Así pues, otro problema fundamental que sufre nuestra comunidad historiográfica es que no siempre se ha sabido explicar a los y las jóvenes en fase de formación con qué retos se encontrarán a la hora de investigar, ni mucho menos a confiar en sí mismos, a arriesgar, a ser ambiciosos en la mirada que lanzan sobre el pasado, a creer que lo que tienen que decir vale la pena y si no ya los bajarán de la burra, como se dice en mi tierra. Las clases magistrales y las tarimas han sido a la investigación lo que el bromuro a una vida sexual plena, si se me permite una comparación a título humorístico que se salga un poco del guión, porque la jerarquía y la verticalidad son importantes en el proceso formativo, pero hay maneras de ejercerlas y practicarlas mucho más inteligentes y provechosas que las que han primado de forma mayoritaria hasta hace no muchos años. Y por supuesto, no lo olvidemos, es muy difícil engañar al alumnado, que como el público entrega su confianza e interés a aquellos y aquellas que saben hacerse valer con un buen trabajo docente e investigador, porque el respeto y la influencia intelectual hay que saber ganárselos. En definitiva, en las universidades españolas no siempre se ha enseñado bien a investigar, y eso ha sido así durante muchos años, ya sea por desidia o por no saber muy bien cómo hacerlo, y conste que por supuesto estoy generalizando de manera burda, pero hablamos de un problema que está ahí y que solo se está empezando a corregir muy poco a poco.
Así pues, prefiero ver la botella medio llena, porque hay buenos motivos para la esperanza, para ser optimistas, y por eso creo que es más provechoso ponerme manos a la obra en todo aquello donde pueda aportar algo para mejorar la situación que tenemos. Y por nuestra parte tenemos muy claro que queremos ser los protagonistas y propiciadores de la renovación de los estudios de la guerra en España junto a los compañeros y compañeras que ya están en ello desde hace años, que queremos supervisar y apoyar investigaciones ambiciosas y que estamos abiertos a ayudar a todos y todas aquellas que puedan requerir de nosotros. Espero y deseo que dentro de veinte o treinta años estemos hablando de que esa escuela ya existe, y ojalá algunos y algunas de las que lean esta entrevista encuentren en estas palabras un pequeño estímulo para formar parte de este impulso renovador que estamos patrocinando día a día por activa y por pasiva.
P: “Al contrario que los politólogos y científicos sociales, los historiadores solemos ser conscientes de que los fenómenos humanos nunca se atienen a un esquema regular, y si lo hacen es porque forzamos su entrada dentro de corsés que no son de su medida. Así pues, creemos que una de las conclusiones que se extrae de este capítulo en su conjunto es que la guerra civil se caracteriza ante todo por las diferentes formas bajo las que se manifiesta, por su propia irregularidad inherente, por la extensa porosidad que existe entre estas, las guerras de guerrillas y las revoluciones”. ¿Consideras entonces que cualquier intento por clasificar los procesos y fenómenos históricos es algo inevitablemente artificial?
R:Todo trabajo historiográfico es un constructo artificial, por mucho que se limite a ser meramente descriptivo, y siempre constituye una visión limitada del pasado, esa es la mejor enseñanza que nos ha dejado el giro lingüístico y su principal representante, Hayden White, quien por cierto falleció hace apenas un año. Lo que supuso su obra Metahistoriaspara nuestra disciplina es de tal importancia y tuvo tales implicaciones a nivel epistemológico y filosófico que aún a día de hoy es difícil explicárselo a muchos y muchas estudiantes de historia recién llegados a la carrera o salidos de ella, y lo mismo se puede decir con respecto al público en general. El giro lingüístico fue a la historia exactamente lo que la física cuántica al ámbito de las llamadas ciencias exactas, que de hecho dejaron de serlo en el momento en que irrumpió como nuevo paradigma. Esto lo vemos de forma muy clara cada vez que en el debate público se habla sobre la objetividad de tal o cual autor o autora, de tal o cual obra, o cada vez que en las clases de grado sale a la palestra el debate sobre la cuestión de la objetividad.
Una y otra vez podemos ver cuán poco han calado en la sociedad y en la cultura de masas los nuevos paradigmas y las innovaciones científicas del siglo XX, cuando seguimos anclados en la física newtoniana o en la fe decimonónica en la razón, según la cual la verdad existiría y sería cognoscible en su totalidad. Sin embargo, desde la aparición de la física cuántica sabemos que a nivel epistemológico la realidad en su conjunto depende estrictamente de la posición del observador. Por lo tanto, la objetividad requeriría de la omnipresencia y la omnisciencia, es decir, solo estaría al alcance de un Dios, en caso de que existiera tal y como lo imaginamos en el sentido cristiano. Sin embargo, nosotros no somos dioses ni diosas, sino seres humanos, y las fuentes con las que trabajamos sufren siempre una doble e incluso triple refracción: la del que elaboró el documento en cuestión, que partía de su visión del mundo y su posición en él cuando recogió la información; la los y las que decidieron que ese documento era digno de ser conservado, guardado y catalogado de la manera en que lo está, que siempre lo hará más o menos accesible o no; y la nuestra en tanto que investigadores e investigadoras, que decidimos qué es útil para nuestro trabajo y qué no.
Aquí me viene a la cabeza una experiencia investigadora personal muy ilustrativa de uno de los mejores historiadores culturales, Peter Burke, quien reconocía que repasando sus notas para la elaboración de uno de sus libros había ido descartando de forma inconsciente las fuentes que refutaban sus interpretaciones y sus tesis. Pocos y pocas profesionales son capaces de un ejercicio crítico así, y sin restar ningún mérito a Burke este se lo podía permitir por tener una posición profesional consolidada en el sistema universitario británico y ser alguien de reconocido prestigio. Sin embargo, si nos paramos a pensarlo es más que posible que todos y todas hayamos caído de forma inconsciente en este problema alguna vez, por mucho que nos pongamos alarmas, por poderoso que sea nuestro código deontológico profesional y por más que nos deconstruyamos de forma constante en nuestro quehacer.
Así pues, la única vía que nos queda para hacer bien nuestro trabajo es doble: ser honestos y reconocer, primero, cuál es la perspectiva que adoptamos y cuáles nuestras razones para optar por esa y no por otra, y para eso podemos explayarnos en las introducciones de los libros y en la primera clase del curso; segundo, asumir y reconocer los límites de nuestra capacidad de conocimiento en tanto que seres humanos falibles y circunscritos a una época muy concreta y a unas preguntas nacidas de las inquietudes propias de ese momento; y tercero, muy importante, integrar todos los enfoques y variables posibles en nuestras investigaciones, de tal manera que consigamos un fresco lo más amplio y complejo posible de nuestro caso de estudio. Quiero dejar claro aquí, como hago siempre, que complejizar no es sinónimo de dificultar, sino asumir eso: que toda realidad humana pasada o presente es compleja y como tal debe estudiarse y darse a conocer.
Simplemente hay que ser conscientes de todo ello y tener en mente estas limitaciones inevitable, porque reconocerlo genera confianza y hace nuestro trabajo mucho más creíble y honesto. Por romper una lanza a favor de la historia y las humanidades en general, no quiero dejar de subrayar que cualquier campo de conocimiento necesita reducir casi al mínimo común denominador su objeto de estudio con el fin de poder aprehenderlo uno mismo y darlo a conocer después a los demás, no digamos ya si de lo que se trata es de impartir clases generales sobre historia: el pasado es extremadamente escurridizo, pero si integramos un alto número de voces y variables y si empatizamos –que no justificamos, sino que entendemos– con nuestro objeto de estudio es mucho más probable que nos aproximemos a este de manera más veraz. Esto es exactamente lo que hemos intentado hacer con Comunidades rotas en el estudio de las guerras civiles de los últimos cien años, a vosotros y vosotras os corresponderá determinar si hemos tenido más o menos éxito en nuestros propósitos. Si a la gente le sigue sirviendo la idea de objetividad tampoco creo que sea excesivamente grave, basta con tenerla como punto de referencia inalcanzable, pero asumiendo eso, que es inalcanzable y aún con todo hay maneras de quedarse más o menos cerca de ella.
P: Para terminar, una pregunta aun más abierta. ¿Dónde veis a la divulgación de aquí a diez años? ¿Y el mundo académico/historiográfico?
R: La divulgación tendrá que ganar en peso e importancia dentro de nuestras disciplinas humanísticas si no queremos que estas se vean abocadas a la extinción o que nuestro papel quede reducido a la más absoluta irrelevancia, sobre todo en la cultura de masas en que vivimos, que ha alcanzado el paroxismo con internet y los smartphones. Tenemos que luchar y ganar la batalla por la cultura y el conocimiento con las herramientas de nuestra época, y eso exige ir mucho más allá de nuestras formas de comunicación y nuestros soportes físicos tradicionales: tenemos que estar en youtube, en redes sociales, en la web, en los códigos QR, en plataformas de libre acceso capaces de ofrecer todas las garantías científicas, etc.
Además, dicho de otro modo, reivindicarnos frente a esa gran cantidad de opinadores profesionales que pululan por periódicos, tertulias, blogs y foros de internet vuelve a ser una vez más una cuestión de amor propio. Tenemos buenos ejemplos de iniciativas divulgadoras, estáis vosotros mismos o los compañeros de Rea Silvia, y en el ámbito de la filosofía siempre recomiendo a mis alumnos y alumnas un perfil sumamente interesante en Instagram, @filosofianivelusuario, que tiene un don para acercar con gran éxito esa disciplina al público. Y ya se sabe que hablar de filosofía es hablar del conocimiento y la cultura en toda su extensión, de ahí el valor de proyectos como este que nos acercan de manera tan atractiva y dinámica algo que muchas veces no se nos ha enseñado a valorar. Ya lo he dicho, e insistiré en ello por última vez, no se puede despreciar la divulgación desde la academia, porque hacerlo con calidad y eficacia requiere de una inteligencia y sensibilidad especiales que no están al alcance de todo el mundo.
Por lo tanto, no lo sé si ocurrirá en los próximos diez años, pero en un futuro no muy lejano la divulgación y las formas más eficaces de llevarla a cabo serán materia de estudio y formación en los grados, así como motivo para poner en marcha algún que otro máster, esperemos que de calidad. No nos queda otro remedio si queremos hacernos atractivos y útiles, y debemos hacerlo si queremos que el oficio sobreviva y tenga continuidad, si queremos tener un lugar importante en nuestras sociedades, si queremos que nuestro conocimiento y nuestras investigaciones tengan salida. No dudo que el esfuerzo valdrá la pena, pero es seguro que los inicios serán titubeantes, como en casi todo aquello que implica al mismo tiempo tecnología y humanidades.
No obstante, vale reconocer algo que ocurre muy a menudo cuando se implantan nuevos estudios o programas: se pone al frente de la docencia a personas que no tienen suficiente conocimiento y experiencia de primera mano en el campo, porque hasta entonces se han estado dedicando a otras cosas, pero son los que tienen los méritos curriculares necesarios para acceder a las posiciones. Pensemos una cosa: la designación del profesorado universitario se rige por la consecución de unos méritos muy concretos, algo normal porque algún criterio tiene que existir para evitar abusos flagrantes, pero eso nos impone al mismo tiempo graves constricciones y rigideces.
La divulgación tendrá que ganar en peso e importancia dentro de nuestras disciplinas humanísticas si no queremos que estas se vean abocadas a la extinción o que nuestro papel quede reducido a la más absoluta irrelevancia.
Es posible que muchos y muchas de los que atesoren una experiencia valiosa en el ámbito de la divulgación por medio de las redes sociales y la tecnología en general se habrán dedicado a ello a tiempo completo, y por tanto no habrán completado las exigencias del cursus honorumpara impartir educación superior en el momento que se requiera. En cualquier caso, una vez más parece que será en la filosofía donde las cosas pueden empezar a ir un poco por estos caminos, gracias a iniciativas como el máster coordinado por Marina Garcés en la Universitat Oberta de Catalunya, Filosofía para los retos contemporáneos. Veremos cómo funciona.
Por lo que respecta a la situación del mundo historiográfico no voy a hacer una predicción, sino que voy a expresar un deseo, y de paso me centraré en el ámbito en el que más nos movemos Javier y yo y barreré un poco para casa. Sinceramente, espero que de aquí a diez años los estudios de la guerra en España hayan conseguido dar lugar a esa escuela propia que hoy en día apenas podemos empezar a intuir, y que en 2029 sea una realidad clara y evidente.
Ojalá esa escuela y quienes formen parte de ella sean capaces de plantear investigaciones punteras con los enfoques más avanzados; que sea un motor de renovación metodológica para el conjunto de la historiografía; que haya empezado a explorar y desbrozar a fondo las infinitas posibilidades en forma de casos de estudio que nosotros ya vemos, y que están esperando a los y las jóvenes investigadores que se lancen a trabajarlas, como también deseo que seamos dignos de supervisar esas futuras investigaciones en caso de que se recurra a nuestro magisterio; que tengamos capacidad de condicionar planes de estudio en departamentos universitarios de toda España para dar cabida a una historia militar bien conectada con los principales paradigmas y debates a nivel internacional; que surja en España un centro de estudios de la guerra con capacidad de ser un foco productor de conocimiento valioso para la comunidad historiográfica y para la sociedad; que la RUHM vaya camino de celebrar su vigésimo aniversario de vida y esté en manos de gente que sea capaz de llevarla a cotas de éxito y excelencia insospechadas y hoy en día fuera de nuestro alcance; que las universidades españolas, los grupos de investigación y la historiografía en general hayan seguido creciendo y mejorando en prestigio, en el respeto y plena integración de las compañeras, en el conocimiento de idiomas, en la realización de estancias en el extranjero, en la atracción de talento foráneo en fase de formación o como profesorado capaz de enriquecernos, en la puesta en marcha de congresos internacionales de verdad, con intercambio de conocimientos reales en la lingua franca de nuestro tiempo, nos guste más o menos. Creo que no nos podemos exigir más, pero tampoco podemos pedirnos menos.
Y por qué no, ojalá en 2029 pensemos en Comunidades rotas como una obra que dentro de las posibilidades y límites de un libro contribuyó a hacer posibles todas estas esperanzas.