A pesar de los poderes absolutos de los que gozó Francisco Franco entre 1936 y 1975, la dictadura franquista no constituyó nunca un régimen monolítico. Dentro de la propia estructura político-administrativa subyacían un gran número de intereses y de grupos de poder, a los que unía la jefatura de Franco y el anhelo de mantener las parcelas de poder e influencia que bajo su régimen habían logrado establecer.
La lucha entre las distintas familias políticas del régimen fue una constante durante toda la dictadura franquista. En paralelo, mientras estas luchas internas tenían lugar, en el ámbito internacional la propia existencia del primer franquismo (1939-1957) pivotó entre la colaboración inicial con la Alemania nazi, un periodo de aislamiento, y el posterior acercamiento a los Estados Unidos.
La construcción del nuevo régimen
El que a veces se ha denominado «régimen del 18 de julio» [de 1936] nació antes de que el propio Franco pudiese visionar su nombramiento como «caudillo».
En esencia, las familias del régimen venían a constituir aquellos sectores que habían formado parte de la conspiración contraria a la Segunda República y que, tras su fallido golpe de Estado, había dado lugar al estallido la Guerra Civil. Falange Española, que con anterioridad a 1936 había sido un partido minúsculo, se convirtió pronto en una organización de masas. El carlismo también cobró un fuerte dinamismo, incluso fuera de sus feudos tradicionales. Los sectores de la antigua CEDA y los monárquicos alfonsinos, por contra, mantuvieron un papel menor. Sin embargo, por encima de las fuerzas políticas se situaron las fuerzas armadas, que desde el comienzo de la guerra se articularon como una fuente de poder propia y con una gran autonomía.
Ante la desaparición del general José Sanjurjo —el previsto líder de los sublevados, muerto en un accidente de aviación—, los principales cabecillas militares acordaron elegir a Francisco Franco como jefe de Estado y comandante de los ejércitos de tierra, mar y aire. Frente a otros posibles candidatos, Franco tenía a su favor el hecho de haber obtenido el favor de la Alemania nazi y la Italia fascista (que, además, comenzaron a enviar ayuda militar). La posterior muerte en accidente de aviación del general Emilio Mola, artífice de la sublevación militar, dejaría a Franco sin rivales en la jefatura del bando «nacional».
Conforme la guerra se alargaba, Franco fue construyendo paso a paso un régimen hecho a su medida. Ante la carencia de un partido único mediante el cual articular su poder, en la primavera de 1937 decretó la unificación de Falange y del carlismo en un único movimiento político: Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (FET y de las JONS). A partir de ese momento el «Movimiento» se convertiría en la única organización de encuadramiento político. La antigua Falange, aunque obtuvo una privilegiada posición de acceso al poder, perdió su antigua identidad ideológica.
Durante los siguientes años, contando con la estrecha colaboración de su cuñado Ramón Serrano Suñer, se procedió a la edificación de un «Nuevo Estado» franquista sobre los cimientos calcinados de la República. Lo que en un principio se había constituido como una dictadura militar se transformaría paulatinamente en un régimen autoritario con abiertos tintes totalitarios. Un régimen que combinó catolicismo y tradición con elementos procedentes de los sistemas fascistas.
La ayuda inicial que Adolf Hitler y Benito Mussolini ofrecieron a Franco aumentaría con el tiempo y acabó trascendiendo más allá de las meras cuestiones militares. La influencia política de ambos regímenes no tardó en hacerse notar en las altas esferas de poder del nuevo Estado franquista. En enero de 1939 los gobiernos de Berlín y Burgos suscribieron el Convenio cultural hispano-alemán, el cual, entre otras cosas, favorecía la difusión de la ideología nacionalsocialista en territorio español (Sabín, 1997: 291).
Bajo la égida de Hitler
El 1 de abril de 1939 terminó oficialmente la Guerra Civil, evento que dejó en manos de Franco el control absoluto de España. En aquel momento concentraba en sus manos la jefatura del Estado y del gobierno, de las fuerzas armadas y del único partido político permitido. El ejército y las distintas familias políticas, al tiempo que mantuvieron su lealtad a Franco, siguieron conservando sus esferas de poder e influencia. Sin embargo, con el final de la contienda también se produjo un cambio en el equilibrio de poderes, con el ascenso de los sectores falangistas abiertamente germanófilos.
Son muchas las figuras que pueden mencionarse, pero merece la pena citar algunos ejemplos por el papel que jugaron. Como José Finat y Escrivá de Romaní, un antiguo diputado cedista amigo de José Antonio Primo de Rivera y ardiente filonazi, que fue situado al frente de la Dirección General de Seguridad y del Servicio de Información de FET y de las JONS. Desde estos puestos sería un estrecho colaborador del Reich alemán, coordinando con la policía nazi la entrega de destacados miembros del exilio español en Francia.
Este también sería el caso de camisas viejas de conocidas simpatías germanófilas. Agustín Aznar, antiguo jefe de las milicias falangistas que había conspirado contra Franco, fue rehabilitado y nombrado delegado nacional de Salud. El camisa vieja José Miguel Guitarte fue situado al frente del Sindicato Español Universitario (SEU), a pesar de su pasado comunista. Otro falangista pro-nazi de pasado izquierdista, Gerardo Salvador Merino, fue situado al frente de los incipientes Sindicatos Verticales. Pilar Primo de Rivera, jefa de la Sección Femenina y hermana del fundador de Falange, también era conocida por su abierta admiración hacia la Alemania nazi.
Este esquema también se reprodujo en otros departamentos de la administración del Estado, como los gobiernos civiles, o en los órganos del partido único. Al frente de FET y de las JONS fue situado el general Agustín Muñoz Grandes, de abiertas simpatías germanófilas, pero que carecía de pasado político. No duraría mucho tiempo en este cargo, dimitiendo a comienzos de 1940 a causa de su aislamiento político. Este vacío fue rápidamente ocupado por el vicesecretario general, el pro-nazi Pedro Gamero del Castillo. Amigo personal de Serrano Suñer, esta circunstancia permitiría al «cuñadísimo» seguir teniendo un control estrecho sobre Falange.
Paralelamente, en el ámbito internacional la situación dio un vuelco tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1939 y 1940 las fuerzas armadas alemanas consiguieron hacerse con el control de Polonia, Noruega, Dinamarca, el Benelux y Francia.
En octubre de 1940 el líder nazi Heinrich Himmler realizó una visita de varios días a España, encontrándose en Madrid con Francisco Franco y otros destacados jerarcas franquistas. El régimen utilizó profusamente la visita del dirigente alemán como símbolo del posicionamiento de España dentro del «Nuevo Orden» liderado por Alemania.
No obstante, a pesar de toda la propaganda y del alineamiento del régimen con las potencias fascistas, la España de 1939-1940 es un país que estaba muy lejos de poder participar en el «Nuevo Orden» nazi. Era un país arrasado económica y socialmente por la guerra, que a duras penas podía sobrevivir por sus propios medios.
Por otro lado, pese al ascenso de jerarcas abiertamente pro-alemanes, existían otros sectores políticos. En el seno del gobierno había monárquicos como los generales Varela y Vigón, tecnócratas como Joaquín Benjumea o carlistas como Esteban Bilbao. Los sectores católicos también ocupaban importantes cotas de poder o influencia. Incluso antiguas figuras del nacionalismo catalán —como Francisco Cambó, Eduardo Aunós o José Bertrán y Musitu— habían pasado a colaborar con el régimen. Aunós llegaría a ejercer como ministro de Justicia entre 1943 y 1945, en sustitución de Esteban Bilbao. El otrora nacionalista vasco Manuel Aznar Zubigaray también se había adherido a los postulados franquistas.
La llamada «crisis de mayo de 1941», que implicó la caída de un buen número de cargos adeptos a Serrano Suñer, dejó entrever que los sectores germanófilos no eran omnipresentes y que la oposición de otras familias del régimen contra estos era creciente. Sin embargo, el clima filo-nazi vería un nuevo punto álgido con la invasión alemana de la Unión Soviética y establecimiento de la División Azul, que quedó bajo el mando del general Agustín Muñoz Grandes. Entre los falangistas más belicosos también hubo muchos que se alistaron para ir a combatir a Rusia, como fue el caso de los abiertamente germanófilos Agustín Aznar o José Miguel Guitarte.
La prensa y la propaganda oficial continuaron exhibiendo un tono de abierta exaltación por las fuerzas del Eje, al menos mientras parecía que la alianza ítalo-germano-japonesa iba camino de imponer un «Nuevo Orden». No fue hasta mediados de 1943, tras la derrota alemana en Stalingrado, cuando el régimen comenzó a alejarse de las potencias fascistas y empezó a calibrar el futuro inmediato tras el final de la guerra. Para aquel entonces la balanza ya se había inclinado claramente a favor de los Aliados. Otro hecho crucial en este cambio de política fue la caída de Serrano Suñer, en septiembre de 1942.
De la amistad hispano-alemana al nacionalcatolicismo
El final de la Segunda Guerra Mundial y la derrota de los fascismos dejó a España como el único país totalitario en el contexto de la Europa de posguerra. La nueva Organización de las Naciones Unidos (ONU) rechazó el ingreso de España, al tiempo que imponía sanciones contra la dictadura. En 1946 la mayor parte de los embajadores abandonaron Madrid, dejando así al franquismo en una situación de completo aislamiento internacional.
Franco respondió a esta coyuntura con la formación, en julio de 1945, de un nuevo gobierno que supuso la salida de algunos elementos falangistas y la entrada de representantes de los propagandistas católicos. Así mismo, promulgaría el «Fuero de los Españoles» (julio de 1945) y la «Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado» (marzo 1947), como medidas de legitimar al régimen y garantizar su perpetuidad en el poder.
Incluso el partido único sufrió los avatares del momento. Bajo órdenes del propio dictador FET y de las JONS pasó a ser conocido genéricamente como el «Movimiento Nacional» o, simplemente, el «Movimiento» (Gallego y Morente, 2005: 224). El saludo fascista, que hasta entonces había tenido carácter oficial, fue suprimido. El ministro-secretario general, José Luis Arrese, fue cesado en julio de 1945 y el cargo quedó vacante durante varios años. Este movimiento constituyó un intento del régimen por aparentar de cara al exterior la disminución de la influencia fascista en el gobierno. Los nuevos vientos que soplaban también llegaron a otros rincones de España, en algunos casos con la adopción de nuevas líneas de actuación política.
Barcelona es un buen ejemplo de esta situación. En julio de 1945 el coronel Bartolomé Barba fue nombrado gobernador civil de Barcelona, con la consigna de «hacerse querer por los catalanes» (Massot, 1996: 447). Vino a suceder a Antonio Correa Veglison, falangista de abiertas posturas filo-nazis. Barba, antiguo conspirador durante la República y uno de los cerebros del Golpe de Estado de julio de 1936, emprendería varias medidas dirigidas hacia la burguesía catalana. Entre ellas destacaron las autorizaciones para que el Orfeón Catalán pudiera dar conciertos y la publicación de literatura en catalán, así como que el teatro pudiera volver a ser en lengua catalana (Majón, 2013: 165). Sin embargo, ello no implicó cambios adicionales, y de hecho, durante su mandato volvió a aumentar la represión.
Durante el período que media entre 1945 a 1950, mientras España se encontraba aislada internacionalmente, el régimen intensificó la apuesta por el catolicismo como principal expresión política y social. Fueron los años del llamado «nacionalcatolicismo», que vinieron a dar la puntilla a los antiguos falangistas de la guerra civil. De igual modo, muchos de los responsables de la represión durante la contienda también desaparecieron de la primera línea política. En este período erían célebres las grandes manifestaciones públicas de fervor religioso que produjeron por todo el país.
Una figura clave de este ámbito es la del integrista católico Gabriel Arias-Salgado, el todopoderoso ministro de Información. Arias-Salgado, que durante la Segunda Guerra Mundial había sido un ardiente simpatizante de las potencias fascistas como vicesecretario de Educación Popular, volvería al centro de la actividad política con su designación como ministro en 1951. En este período se produjo una consolidación del modelo cultural franquista que se había ido desarrollando tras la guerra civil (Martín, 2013: 8-9), si bien apareció nuevo medio de comunicación de masas: la televisión.
Sin embargo, los años del ostracismo terminaron en 1950, cuando el régimen franquista empezó a volver a ganar el reconocimiento internacional. Coincidiendo con este contexto favorable, el partido único fue nuevamente reactivado, viviendo una «segunda etapa de esplendor». Bajo la dirección de Raimundo Fernández-Cuesta —que ya había sido ministro-secretario general entre 1937 y 1939—, y con la estrecha colaboración del católico Juan José Pradera, FET y de las JONS volvió a desplegar una fuerte actividad, llegando a celebrar en 1953 su primer (y único) congreso.
Si bien en el gobierno existían figuras falangistas de pasado pro-nazi como Blas Pérez González, Agustín Muñoz Grandes o José Antonio Girón de Velasco, al mismo tiempo estos coexistían con representantes de los propagandistas católicos. Cabe mencionar las figuras de Joaquín Ruiz-Giménez o Alberto Martín-Artajo, o a Luis Carrero Blanco, el capitán de fragata que desde 1941 se había convertido en el estrecho colaborador de Franco. Pero, a diferencia de Serrano Suñer en el pasado, Carrero Blanco era una figura gris y poco conocida por el público de entonces.
Esta dualidad entre católicos y falangistas terminaría abruptamente en el período 1956-1957. Los disturbios que en febrero de 1956 agitaron a la Universidad Central de Madrid supusieron la caída de Ruiz-Giménez y de Raimundo Fernández-Cuesta, así como de otros cargos dentro del «Movimiento». Fernández-Cuesta fue sustituido por José Luis Arrese, quien empezó a preparar un proyecto de ley que buscaba reforzar el papel del partido único en el seno de la dictadura. Pero esta operación tropezó desde muy pronto con el recelo y la abierta oposición de otros sectores del régimen, principalmente los católicos y el Ejército. Ante la situación que se generó el propio Franco hubo de intervenir, poniendo freno a las pretensiones falangistas y cesando a Arrese en febrero de 1957.
El ocaso de una época
Febrero de 1957 marcó el final de una época. Franco acometió en ese mes un importante cambio de gobierno que supuso la salida de destacados falangistas, como el ministro-secretario general (Arrese), el ministro de la Gobernación (Pérez González) o el ministro de Trabajo (Girón de Velasco). En contraste, entraron en el gabinete un gran número de tecnócratas y figuras pertenecientes al Opus Dei, pasando a ocupar un papel central en el poder y la economía. Los falangistas perdieron así la gran influencia que habían tenido desde la guerra civil y solo conservaron un puesto en el gobierno, el de ministro-secretario general del Movimiento, que fue a parar a José Solís.
Una vez más, Franco había logrado superar una crisis interna con un reequilibrio de poder. El proyecto de Arrese finalmente saldría adelante con la Ley de Principios del Movimiento Nacional, si bien bajo un enfoque completamente alterado respecto a la idea original. El autor de esta remodelación fue Carrero Blanco, quien de hecho reforzaría aún más su poder e influencia en el seno del gobierno.
Por otro lado, el contexto internacional fue muy favorable para el franquismo. El régimen firmó en 1953 los Pactos de Madrid, que permitieron la instalación de varias bases militares norteamericanas en suelo español. Ello reforzó considerablemente la relación entre la España franquista y los Estados Unidos. También en ese mismo año se firmó el Concordato con la Santa Sede, hecho que reforzó la posición internacional de Franco. Dos años después España fue aceptada en la Organización de las Naciones Unidas.
En 1959 el presidente norteamericano Dwight D. Eisenhower realizó una célebre visita a Madrid, un evento que vino a simbolizar la rehabilitación de la figura de Francisco Franco en el plano exterior. Franco, definitivamente, se había logrado imponer a la oposición en la lucha por la «legitimidad» y el reconocimiento internacional.
La década de 1960 trajo profundos cambios sociales y económicos que abonaron el terreno para la posterior crisis del régimen durante el tardofranquismo.
Bibliografía
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Muy interesante