Tras la celebración del Concilio de Clermont y la exposición a los allí presentes del gran discurso del papa Urbano II, se produjo una gran respuesta por parte de la Cristiandad occidental. Parece ser que Urbano II se expresó con gran fervor y con toda la astucia de un buen orador: explicó cómo la Cristiandad oriental sufría los ataques constantes de los turcos, cómo estos saqueaban sus edificios sagrados y acosaban a la población y, además, describió con detalle los peligros que tenían que soportar los peregrinos cristianos durante el viaje a Jerusalén. Es a partir de aquí cuando Urbano II inicia el llamamiento a la Cristiandad occidental para que inicie el viaje en ayuda de Oriente. Se dirigió a todos los hombres sin importar su condición para que dejasen de lado sus disputas y diferencias y llevaran a cabo una guerra justa en nombre de Dios. Por último, expresó un elemento de gran importancia para atraer a todos los cristianos: el perdón de todos los pecados y la absolución. Es decir, todo aquel que emprendiese tal empresa y muriese en el campo de batalla recibiría directamente el perdón de los pecados y la salvación del alma.
La respuesta por parte de los integrantes del Concilio fue sorprendente. Se sucedían voces de Deus le volt! (¡Dios lo quiere!), incluso, antes de que el discurso hubiese finalizado. Cientos de los de allí presentes, incluyendo a importantes obispos como el de Le Puy, se arrodillaron y pidieron permiso al Papa para unirse a la expedición. A pesar de que el entusiasmo fuese abrumador (mayor incluso del que esperaba el propio Urbano II), ningún miembro de la alta nobleza había acudido al Concilio y, por tanto, había una ausencia de dirección. Por el momento, todos los que habían respondido a la llamada eran de condición humilde. Al mismo tiempo, Urbano II intentó fortalecer aún más los apoyos con la Iglesia secular reuniendo, en numerosas ocasiones, a los obispos para pedirles consejo. En estas reuniones se añadía, además de las ventajas de absolución y perdón de los pecados, la protección por parte de la Iglesia de las propiedades de los que acudieran al llamamieto. También, se estableció una especie de contrato y de normas que todos los participantes en la Cruzada debían cumplir. En primer lugar, se redactó que todos los miembros de dicha empresa debían llevar un símbolo de la Cruz que reflejara su implicación en la expedición. Se concretó que dicho símbolo debía ser una cruz de tela roja que se cosería en la zona del hombro. Así mismo, se concretó que todo aquel que participase en la Cruzada tendría que hacer juramento de ir a Jerusalén y, si volvía antes de tiempo o no emprendía la marcha, sería excomulgado. Por otra parte, se ordenó a los clérigos y a los monjes que pidiesen permiso a a sus respectivos obispos y abades en caso de quisieran participar en la Cruzada. Por último, se redactó que en todos los territorios reconquistados al infiel, se volverían a instalar las tradiciones y derechos de las iglesias de Oriente y que todos los que tomaran la Cruz debían estar listos para partir antes del 15 de agosto del año 1096.
Urbano II le preocupaba la dirección de tamaña empresa, y decidió que estuviese regida por la Iglesia. Es por ello que eligió al obispo de Le Puy como jefe eclesiástico de la expedición. Urbano se decidió por Ademaro de Monteil, obispo de Le Puy, porque ya había peregrinado antes hacia Jerusalén y, sobre todo, porque había sido el primero en responder a su llamada durante el Concilio. Entre tanto, el 1 de diciembre de 1095, cuando el Papa todavía seguía en Clermont, comenzaron a llegar numerosas cartas de altos nobles y de la corte francesa que ofrecían su ayuda en la expedición y reflejaban un alto deseo de unirse a la Cruzada. El primer príncipe que ofreció sus servicios en dicha empresa fue el conde Raimundo de Tolosa. Entre julio y agosto de 1096 muchos otros nobles de diversas nacionalidades respondieron al llamamiento de Urbano II. Entre todos ellos caben destacar los siguientes: Hugo de Vermandois (hermano del rey Felipe de Francia); Roberto II de Flandes; el duque Roberto de Normandía; el conde Esteban de Blois; y numerosos nobles fieles al emperador Enrique IV cómo el duque de la Baja Lorena, Godofredo de Bouillon, y sus hermanos Eustaquio, conde de Boloña, y Balduino. En Italia muchos nobles normandos respondieron a la llamada de Urbano con gran entusiasmo. Entre todos ellos destaca Bohemundo, príncipe de Tarento e hijo de Roberto Guiscardo. Bohemundo aportó gran número de soldados muy experimentados en el combate y ansiosos por batirse contra los turcos en Oriente. En la navidad del año 1096 Urbano, tras grandes marchas por Europa predicando la Cruzada, regresó a Roma y concluyó que la misma ya estaba totalmente lista.
Aunque muchos señores habían respondido a la llamada de Urbano, esto supuso, a la larga, algo negativo debido a que muy pronto interpusieron sus propios intereses territoriales hasta tal punto, que resultó muy difícil controlarles bajo la autoridad del legado papal. A pesar de todo, habría que hacer la excepción del auténtico fervor religioso que sentía Bohemundo. Por otro lado, hubo otro problema entre las gentes humildes de los territorios de Flandes, Francia y Renania atribuido a su exceso de entusiasmo que resultó incontrolable, incluso, para las autoridades locales.
Aunque el Papa había ordenado a los obispos que predicasen la Cruzada, fueron los eclesiásticos más humildes los que consiguieron que la predicación fuese un rotundo éxito entre las clases más populares. Entre estos hombres de fe más humildes, destacan Roberto de Arbrissel y, sobre todo, la labor de Pedro el Ermitaño. A pesar de su condición humilde, Pedro tenía el don de atraer a la población mediante la palabra y su gran fervor religioso. Siempre iba descalzo, no comía ni carne ni pan, sólo pescado, y siempre bebía vino. Aunque no acudiera al Concilio de Clermont, se tomó muy en serio el papel de predicar la Cruzada. A cualquier parte donde se dirigiera él y sus discípulos, le seguían hombres, mujeres y niños que, incluso, abandonaban sus casas. Cuando Pedro se aproximó a Colonia, contaba a sus espaldas con unas 15.000 personas, número que se incrementaría tras su paso por Alemania. A pesar de que la oratoria de Pedro fuese extraordinaria, hay que añadir que en los territorios del noroeste de Europa las condiciones eran terribles y, por lo tanto, mucha gente veía con buenos ojos la Cruzada para intentar mejorar su calidad de vida adquiriendo nuevas tierras en Oriente y alejándose del peligro de las invasiones, de las inundaciones, de las sequías y de las hambrunas. Además de las condiciones económicas y sociales, habría que añadir el elemento religioso y cultural. La sociedad medieval creía que el Segundo Advenimiento estaba muy cercano y, por lo tanto, debían arrepentirse de todos sus pecados mientras estuvieran a tiempo de hacerlo y obrar bien. Es por este motivo por el cual muchos partieron a la Cruzada con la idea de peregrinación y de reconquistar Tierra Santa para que cuando llegase Cristo, este viera que los hombres cumplieron con su cometido de tomar Jerusalén.
Parece ser que no han llegado testimonios sobre lo que Urbano pensaba del éxito de la predicación de Pedro el Ermitaño. No obstante, una carta expresada a los ciudadanos de la ciudad de Bolonia hace pensar que estaba algo disgustado con aquel «entusiasmo incontrolable». A pesar de todo, no pudo impedir que tal entusiasmo se extendiera por otras regiones como es el caso de Italia. En el verano de 1096, una masa de peregrinos sin ningún tipo de jefe ni organización comenzó su viaje hacia Oriente. Pedro y sus fieles más allegados confiaban en llegar sanos y salvos a Constantinopla, donde serían guiados por los representantes imperiales a través del territorio. Aunque la expedición siguiera su curso, las futuras circunstancias y la mala preparación de este «ejército popular», supondrá un auténtico desastre. La llamada cruzada popular supuso el preludio a la verdadera expedición militar dirigida por grandes señores y con ejércitos mucho más disciplinados y entrenados militarmente.
Sin ningún ánimo de ofender, explicar la primera cruzada sin hacer referencia a la «lucha» de poder entre la iglesia y los estados me parece una descontextualización total, (al menos una pequeña mención a las reformas gregorianas). No se puede entender el surgimiento de la primera cruzada sin mencionar que Urbano II no estaba en Roma porque había sido «despuesto» y sustituido por un Antipapa, Clemente III. Tambíen es necesario hacer una pequeña mención de que la intención del Papa (Urbano II) nunca fue atraer a los monarcas, sino atraer a los nobles para poder controlar la cruzada, y de paso reforzar su posición de poder y control frente a los monarcas.
Para el próximo artículo sobre cruzadas espero una mejor contextualización, que no parezca que la cruzada es el capricho de un Papa.
Pese a esta crítica, mencionar que este es un buen artículo y agradecer su aportación. Un saludo.