Rodrigo Díaz de Vivar, también llamado el Cid o el Campeador, fue un noble castellano que vivió en el siglo XI, un momento fundamental dentro de la historia peninsular debido a las transformaciones que a lo largo de dicho siglo acontecieron. En el presente artículo se tratará de desgranar de forma la forma más precisa y accesible quién era este personaje el cual casi todo el mundo conoce, aunque, con frecuencia, gracias al Cantar del Mío Cid (un cantar de gesta compuesto un siglo después de la muerte de Rodrigo) o a la película de los 60 El Cid, protagonizada por Charlton Heston y Sophia Loren. Ambos ejemplos se alejan de lo que fue esa figura histórica del Cid Campeador, por ello, a continuación se relatará de la manera más fidedigna posible el contexto en el que vivió Rodrigo, así como su vida y hechos.

Contexto

La Península en tiempos de Rodrigo

Tal y como han apuntado algunos especialistas en la materia, la generación del Cid (es decir, aquellos que vivieron en la segunda mitad del siglo XI) tiene mucho de “bisagra”, la causa de ello es que el mundo en el que se desenvolvían era diferente del de sus abuelos y sería diferente del de sus nietos (Escalona 2017: 6). Los antecesores de Rodrigo se movieron en aguas mucho más difíciles para los cristianos, mientras que sus sucesores se encontrarían con un mundo cada vez más dominado por la ideología de cruzada, con todo lo que ello implica (cabe recordar que Jerusalén cae en manos cristianas solo unos pocos días después de morir Rodrigo).

En cualquier caso, lo que aquí importa no es lo que sucedió a posteriori de la muerte del Campeador, sino cuál era la situación de la Península cuando éste vino al mundo. Como es bien sabido, la Península se encontraba dividida en multitud de entidades políticas; el norte era ocupado por los cristianos, que en 1035 (unos años antes del nacimiento del Cid) controlaban la franja norte de la Península, aunque de forma muy desigual puesto que, si en el oeste peninsular los cristianos dominaban Oporto y Zamora, en el este no llegaban a dominar Huesca o Tarragona. Estos territorios se dividían entre los reinos de León, Castilla, Pamplona, Aragón y los condados catalanes. El resto de la geografía peninsular estaba bajo el dominio musulmán.

Entre el 929 y el 1031 los dominios musulmanes de la Península estuvieron gobernador por un Califa, éste tiempo fue el de mayor poder y empuje de los musulmanes durante la totalidad de tiempo que estos se mantuvieron en la Península. Sin embargo, el poder de los califas comenzó a decaer desde el momento en que su figura, divinizada, quedaba separada de la administración y el gobierno efectivo. En su lugar, los funcionarios del estado comenzaron a ejercer un poder cada vez más fuerte, extendían su poder e influencia a expensas de la familia gobernante, del Califa (Catlos 2019: 193).

Además de ello, figuras como Ibn Abi Amir, que llegaría a ser conocido como Almanzor, restaron aún más poder al Califa; de hecho, Almanzor intentó crear una verdadera dinastía política que sus hijos no supieron conservar. Así, pues, con la llegada del siglo XI el califato se encontraba al borde del precipicio; con la muerte de Sanchuelo, uno de los sucesores de Almanzor (que no eran califas, pero eran los depositorios reales del poder), se inicia la fitna que puede definirse como “la antítesis de la paz y la estabilidad en el islam. […] una lucha desaforada por el poder entre miembros de la familia omeya, esclavos de palacio, señores de la guerra, ulemas y gobernadores locales” (Catlos 2019: 218).

Finalmente, en 1031 quedaba depuesto el último de los califas, aunque el proceso de disolución del califato había comenzado mucho antes (Monsalvo Antón 2010: 92). El proceso de disgregación continuaría hasta la década de 1080, y se conocerá como el periodo de las taifas (bandería, partido, desunión). En un primer momento, había decenas de ellas (veinticinco en 1035), aunque las más grandes y fuertes fueron absorbiendo otras taifas más débiles (hasta que en 1085 quedasen nueve). Cada taifa estaba gobernada por una familia, aunque su origen podía ser bereber, eslavo o árabe; por ejemplo, bereberes: la de Toledo con los Banu al-Aftas; árabe: la de Zaragoza con los Banu Hud; eslava: la de Almería con los Banu Sumadih.

El principal problema de estas entidades políticas fue su debilidad, lo cual favoreció a los reinos cristianos. Con motivo de ello, las taifas entendían que su supervivencia pasaba por firmar pactos o alianzas con los cristianos, las denominadas parias. Mediante esos pactos los reyezuelos musulmanes pagaban una cantidad anual, un tributo, a cambio de que el señor cristiano firmante se comprometiese a no atacarles e incluso a defenderles (Monsalvo Antón 2010: 93). Las taifas eran ricas y podían satisfacer esos pagos, pero para ello la carga fiscal sobre sus súbditos debía aumentar. En cualquier caso, las tendencias políticas del momento pueden definirse de la siguiente manera: “el ambiente político postcalifal era implacablemente pragmático, reflexivamente oportunista y sumamente atomizado” (Catlos 2019: 231)

Las consecuencias de esa política son varias, tanto para unos como para otros. Los cristianos conseguían introducir un caudal monetario en sus dominios, lo que estimulaba la economía, que hasta entonces había permanecido prácticamente desmonetizada (Escalona 2017: 9); pero ese sistema únicamente funcionaba en caso de que el monarca cumpliese con su parte del acuerdo, si era así, el monarca conseguía disponer de un caudal monetario que distribuía a su antojo, siendo parte esencial de su política (compra de fidelidades). Todo esto también debe ser tenido en cuenta a la hora de entender la relación de Rodrigo con el monarca Alfonso VI.

Por otro lado, en lo relativo a los poderes cristianos, la fuerza y el empuje de éstos estaba relacionada íntimamente con la situación de los musulmanes. De esta manera, durante el último tercio del siglo X, periodo dominado por las campañas de Almanzor, los diversos monarcas cristianos únicamente pudieron aguantar las constantes ofensivas. Sin embargo, con la llegada del siglo XI y el inicio de la fitna musulmana los cristianos verían como su situación cambiaba radicalmente. Así, pues, dejaron de ser tributarios del califato para convertirse en los depositarios de esos tributos pagados por las taifas, las parias de las que ya se ha hablado.

Políticamente hablando, la primera mitad del siglo XI fue de una gran efervescencia entre los territorios cristianos: muertes, traiciones, batallas, herencias… una dinámica que, de hecho, continuará hasta que Alfonso VI se haga con el poder en Castilla de forma definitiva. En 1035, cuatro años después de la desaparición oficial del califato, Fernando I, segundogénito de Sancho III el Mayor, obtenía el Condado de Castilla; dos años más tarde uniría el Reino de León a sus dominios tras derrotar a su rey, Vermudo III, en la batalla de Tamarón. De esta manera, Castilla y León quedaban unidas, al menos hasta su muerte.

En un ambiente de profunda inestabilidad, consiguió hacerse con las parias de taifas tan importantes como la de Toledo, Sevilla, Zaragoza o Badajoz, la consecuencia de ello: un aporte de 40.000 dinares anuales que convirtieron a este reino en el más rico de la Península (Monsalvo Antón 2010: 100). Será durante el reinado de Fernando I cuando nace Rodrigo Díaz de Vivar, llegando incluso a participar en algunas campañas de dicho monarca, que fallece en 1065. La muerte del monarca abrirá otro periodo de inestabilidad entre los reinos cristianos y tocará muy de cerca al Cid.

Mapa político de la Península Ibérica en 1065
Mapa político de la Península en 1065, unas décadas después de la caída del Califato

El mundo bélico en el siglo XI

El mundo del Cid, es decir, la segunda mitad del siglo XI, fue un mundo de conflictos, un mundo violento en el que la figura de Rodrigo Díaz de Vivar es uno de los mejores arquetipos, pero no el único. De tal manera, se hace necesario explicar cuáles eran los fundamentos bélicos que regían por aquel entonces, tanto los cristianos como los musulmanes. Sin embargo, antes que nada, es preciso mencionar que la guerra peninsular estaba marcada por los asedios y las cabalgadas (y por tanto la lucha de fuerzas de caballería, que con frecuencia era ligera), mucho más que por las batallas de gran escala (Nicolle 1988: 4). La guerra peninsular difería de la practicada en el resto de Europa debido al énfasis que aquí se le daba a la caballería e infantería ligeras (lo cual no invalida lo que se comentará a continuación).

La Europa del siglo XI es una Europa feudalizada, a causa de ello surgiría una élite que basaba su forma de vida en la lucha, la guerra y el combate; el caballero desempeñaba labores bélicas a cambio de recibir el feudum, mediante el cual podía mantener su panoplia (Balbás 2017: 47), la cual era inmensamente cara para la época. Pero fue en Cataluña donde más se pudo apreciar esta realidad, debido sobre todo al influjo francés (Nicolle 1988: 11). En cualquier caso, lo cierto es que en Europa se estaba desarrollando una caballería pesada que terminaría dominando de forma hegemónica el campo de batalla medieval en buena parte del occidente europeo.

Dentro del escenario peninsular, la caballería siempre había tenido un peso específico relevante, pero en con la llegada de la Plena Edad Media esas fuerzas de caballería comienzan a convertirse en caballería pesada. Los jinetes comienzan a vestir lorigas de cota de malla además, empuñan lanzas cada vez más pesadas; el aspecto de un caballero podía ser el siguiente:

“Él mismo viste su loriga, que ningún hombre vio otra mejor, y se ciñe su espada cincelada de oro de mano maestra. Alza su lanza admirablemente pulida, fabricada de noble fresno del bosque, aguzada con sólido hierro erigido en su punta. Lleva en el brazo izquierdo un escudo, enteramente ornado de oro, en el que luce un feroz dragón con fulgido esplendor” (Carmen Campidoctoris, 105-116 en Balbás 2017: 47).

Además del jinete, la montura era fundamental, éstas debían ser lo suficientemente fuertes como para aguantar la carga, además debían estar entrenadas para no asustarse con el fragor del combate. Parece ser que tras la caída del Imperio Romano hubo un retroceso en la cría caballar en toda Europa, a raíz de lo cual a partir del siglo VIII los poderes occidentales buscaron conseguir estos animales en la Península y proteger su cría. A raíz de dichas medidas surgió el destrier, el caballo de guerra europeo (Balbás 2017: 47).

En el caso de la infantería, la Península, y en concreto los reinos cristianos, destacaron por el uso de la ballesta; en cualquier caso, esta infantería era complementaria a la caballería y siempre de rango inferior a la misma. Tal y como han apuntado algunos “la España medieval era una sociedad organizada para la guerra” (L. Lourie en Nicolle 1988: 11), esta afirmación también fue sostenida por Powers en su obra sobre las milicias urbanas.

Imagen de dos soldados cristianos y uno musulmán con la indumentaria propia del siglo XI
Imagen que muestra una representación de la indumentaria de los guerreros cristianos y musulmanes del siglo XI. Los dos cristianos representan a El Cid y a Alvar Fáñez

Durante el siglo XI la caballería pesada fue adquiriendo un poder predominante sobre el campo de batalla, aventajando a la infantería cuando de lides campales se trataba. Aparejado a ello surgió un nuevo modo de luchar, una «nueva táctica guerrera»: la carga de caballería (Porrinas 2019: 4); entiéndase que era nueva para la Europa occidental medieval, es evidente que durante la antigüedad existieron cuerpos de caballería que emplearon como principal argumento la carga.

En cualquier caso, la principal estrategia seguida por los reinos cristianos era la de alinear a la caballería como el cuerpo de batalla principal; a partir de ahí, la carga era el principal recurso, ésta tenía como fin conseguir romper las filas enemigas, momento en el que entraba en liza la infantería. Esa carga se hacía cargando «a la brida», es decir, con las piernas estiradas apoyadas en los estribos y la lanza apuntando al frente sujeta bajo el brazo del guerrero. Para conseguir dicho objetivo la caballería se agrupaba en haces, grupos que cargaban de forma sucesiva. En caso de una batalla a campo abierto, lo ideal era distribuir el ejército en cinco cuerpos: dos alas, una vanguardia, el centro y la retaguardia (Balbás 2017: 48).

En el caso de los musulmanes, las taifas no eran todo lo fuertes militarmente que había sido el Califato; la mayoría de ellas no tenían el poder militar suficiente para hacer frente a los aguerridos y expansionistas reinos cristianos, de ahí el pago de las parias. Las taifas no tenían élites guerreras al estilo de los reinos cristianos. En cualquier caso, también en los territorios musulmanes la caballería era la fuerza más prestigiosa, pero su mayor fuerza militar provenía de las populosas ciudades que controlaban. Sea como fuere, la caballería de las taifas podría asemejarse a la cristiana (Nicolle 1988: 16).

En el caso de los almorávides la situación era diferente. Desde sus inicios subsaharianos hasta la llegada a la Península en 1086 sus huestes habrían ido evolucionando. Se caracterizarían por ser tropas más disciplinadas que las que podían encontrarse en el resto del espacio norteafricano; estos guerreros fanáticos acudían a la batalla acompañados de tambores y banderas que servían las veces de elementos organizativos, o bien utilizados para infundir pánico en bestias y hombres entre sus enemigos. A ese efecto contribuirían las armas y otros elementos con las que no estaban familiarizados los cristianos peninsulares.

El soldado almorávide iría ataviado de una forma similar a como pueden vestir hoy día los tuaregs norteafricanos. Se envolvían en amplios ropajes que les protegían de la arena del desierto, el tórrido calor del Sahara y de sus frías noches. Destacaría el turbante, que hasta entonces era infrecuente en al-Ándalus, así como el velo facial con el que tapaban su cara, de hecho, ésta se convertirá en su principal característica hasta el punto de que los andalusíes se referían a ellos como los velados. Mediante esta prenda los almorávides mostraban su rigor religioso y se diferenciaban del resto (Balbás 2017: 46). En lo que se refiere a la configuración social del ejército almorávide, en un principio estaba basado en el tribalismo, pero Yusuf Ibn Tasufin transformaría el ejército, orientándolo hacia los extranjeros y los esclavos negros, fundamentalmente de Senegal, lo cual influía en la moral cristiana (Nicolle 1988: 16).

Representación de tropas andalusíes del siglo X y XI
Representación de tropas andalusíes del siglo X y XI, tanto tropas de infantería como de caballería. El Cid conocería estas tropas en virtud de su ayuda a la taifa zaragozana

Por último, en lo que se refiere a las tácticas bélicas, los almorávides eran bastante avezados en el arte de la guerra. En el continente africano sus tropas montaban camellos, pero en el momento que arriban en la Península se adaptan al modo de combate y comienzan a utilizar también tropas a caballo, aunque continuarán utilizando tropas a lomos de camellos debido al efecto que tenían sobre los cristianos.

De modo general, los bereberes primaban la infantería y caballería ligera sobre otros cuerpos más pesados, sobre todo debido a que una de las principales tácticas de su caballería consistía en una sucesión de ataques y retiradas, propia de los pueblos del Magreb. Además, es destacable que la infantería podía ser utilizada para crear una especie de falange, creada a base de tropas armadas con lanzas y que servía para que la caballería pudiese resguardarse tras estas formaciones al huir de la caballería enemiga, dentro de ese modus operandi de la caballería ligera. Como en el caso de los andalusíes y los cristianos, luchar montado era signo de prestigio, de forma que se ha de considerar que los esclavos y otras tropas de escaso rango servirían de infantería, mientras que la élite almorávide lucharía como caballería.

Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, vida y hechos

Primeros pasos: al servicio de Sancho y de Alfonso

No sabemos a ciencia cierta dónde y cuándo nació Rodrigo Díaz de Vivar, sin embargo, las evidencias apuntan a que pudo ser en Vivar, a unos diez kilómetros de Burgos; la misma incertidumbre asalta a los historiadores sobre el año exacto, eligiéndose 1043 como referencia, aunque también pudo haber nacido en fechas algo más tardías como 1046 y 1047 (Fletcher 1989: 111). Sea como fuere, Rodrigo nace en la década de los cuarenta del siglo XI en Castilla, en una zona cercana a Burgos. En cuanto a su familia, las últimas investigaciones parecen apuntar que Rodrigo, lejos de ser un pobre infanzón era el descendiente de una poderosa familia condal proveniente de León, aunque la rama concreta de la que desciende el Cid se puede considerar una rama de segundo orden (Torres Sevilla 2017: 19).

Como vástago de una familia de aristócratas, Rodrigo recibió una educación acorde a su estatus y posición social; todo ello en la corte de Fernando I y Sancho II (Porrinas 2019: 53). Su educación debió incluir la enseñanza de narraciones heroicas, “una virtud marcial atemperada por una tosca moralidad cristiana era lo que los nobles del siglo XI buscaban infundir en sus hijos” (Fletcher 1989: 114). Además de una reducida educación intelectual, Rodrigo debió familiarizarse muy pronto con el oficio de las armas.

Prácticamente a la vez que aprendían a caminar, los aristócratas de la época eran adiestrados en la equitación, a esa formación seguía el entrenamiento militar propiamente dicho, que se calcula que podría empezar en torno a los doce años. Además, se versaría en la caza y la cetrería, pasatiempos habituales de los nobles de la época y que ayudaban a desarrollar otras competencias como el sigilo, el tiro con arco, a aguantar las inclemencias del tiempo… El fin de la educación de Rodrigo debió hacerse efectivo en el momento en el que Sancho “le ciñó la espada de caballería”, una ceremonia que debió celebrarse en torno a 1062 (Fletcher 1989: 115).

Acto seguido, Rodrigo comenzó a participar en campañas militares, la primera de relevancia en la que tomó partido tuvo lugar en 1063, acompañando a Sancho a Zaragoza a combatir al rey aragonés Ramiro I en defensa de la paria de Zaragoza. Rodrigo, con veinte años (o menos), ya había participado en una campaña de importancia. Más allá de eso, poco sabemos de las actividades de Rodrigo en esos años, aunque puede ser que por estas fechas se labrase una reputación a base de combates individuales como los que mantuvo con un guerrero navarro de nombre Jimeno Garcés o la victoria sobre un sarraceno en Medinacelli, al cual dio muerte.

1065 será un año de vital importancia para Rodrigo, pues ese año fallece Fernando I; éste dividió el reino entre sus hijos: a Sancho, el primogénito, le otorgó Castilla; a Alfonso, su predilecto, León; y a García, el más joven de los tres, le legó Galicia. De esta manera, Sancho, que había ejercido de protector con Rodrigo, se convertía en monarca, lo cual debió resultar muy beneficioso para su persona. Rodrigo aparece de forma recurrente en la documentación regia de la época, lo que indica que su presencia en la corte real era notoria (Fletcher 1989: 119).

Además, parece ser que Sancho le otorgó un puesto de cierta relevancia dentro de su comitiva; un cargo de clara vocación militar. Se ha debatido mucho sobre si Rodrigo accedió el cargo de alférez o armiger, las funciones que debía cumplir quien ocupase ese puesto eran varias: reclutar, entrenar, mantener la disciplina entre la tropa, supervisar las pagas, asesorar al rey en materia militar… (Fletcher 1989: 119). Fletcher considera probado que Rodrigo accedió a esa dignidad, sin embargo, Porrinas es algo más reticente al respecto, aunque afirma lo siguiente: «sea como fuere, lo que sí parece cierto a la luz de los testimonios es que Rodrigo alcanzó una preponderancia reseñable tanto en los asuntos militares como en la corte del rey Sancho» (Porrinas 2019: 60).

Por otro lado, es muy posible que Rodrigo se ganase el título de campi doctor o campi doctus durante esta época, aunque hoy conocemos la versión romance: campeador; el significado literal es “maestro del campo (militar)”.

En 1067 da inicio la llamada “guerra de los tres Sanchos” en la que Sancho II de Castilla, el señor del Cid, se enfrentó a sus homónimos navarro y aragonés. Además, por aquel tiempo, Sancho mantenía continuas pugnas con sus hermanos con el fin de lograr reunificar los territorios de su padre. Consecuencia de ello es la batalla de Llantada en la que derrota a Alfonso en 1068; tres años después ambos hermanos derrotarían al menor de los tres, García; y, en 1072, Alfonso salía derrotado de nuevo en la batalla de Golpejera. Sobre ambas batallas, la Historia Roderici dice que Rodrigo Díaz llevó
el pendón real del rey Sancho y se destacó y sobresalió entre todos los
soldados de su ejército.

Tras derrotar a su hermano Alfonso, Sancho se convertía en rey de Castilla y León (además de Galicia) reunificando el territorio de su padre. Aunque esa situación era únicamente teórica, puesto que las aristocracias leonesa y gallega, así como su hermana Urraca (que ejercía una macrotenencia en torno a Zamora) se oponían a su dominio.

En ese contexto, Sancho se dirige a Zamora para arrebatarle el poder a su hermana. Durante el transcurso del sitio Sancho recibe muerte a manos de un traidor, concretamente el día 7 de octubre de 1072. Este acontecimiento generó uno de los temas literarios más conocidos de la Edad Media: la traición de Vellido Dolfos, a lo que se suma la supuesta participación de Alfonso VI y la posterior jura de Santa Gadea, todos esos elementos forman parte de la épica (Monsalvo Antón 2010: 100). Sea como fuere, las fuentes no permiten desentrañar hasta qué punto estuvo implicado Alfonso VI en el asesinato, aunque lo que es evidente es que le benefició puesto que ocupó el trono que hasta entonces había pertenecido a su hermano.

También es parte de la épica la supuesta jura de Santa Gadea, acontecimiento en el que Rodrigo obligaría a jurar a Alfonso que no tenía nada que ver con la muerte de su hermano. Lo cierto es que Rodrigo se plegó a la nueva situación, y de ello sí que hay evidencias: “se había mostrado dispuesto a servir al rey y éste a aceptar sus servicios. Era un miembro destacado de la corte…” (Fletcher 1989: 129). De tal manera, su nuevo señor era Alfonso, contra el que había llegado a luchar; sin embargo, tal y como apunta Porrinas «aunque pueda resultarnos un tanto chocante, Alfonso VI recibió a Rodrigo Díaz sin problemas aparentes» (Porrinas 2019: 65). De hecho, la Historia Roderici señala que el rey Alfonso lo recibió con honores por vasallo y lo tuvo a su lado con gran amor y distinción. 

El primer destierro

La suerte de Rodrigo comienza a cambiar en 1079 cuando es enviado a cobrar las parias de Sevilla, es decir, pasaron siete años entre la muerte de Sancho y el inicio de los desencuentros con Alfonso. Cuando Rodrigo llegó a Sevilla, otros emisarios castellanos como García Ordóñez, hacían lo propio en Granada. Granada y Sevilla eran taifas enemigas, y Alfonso veía con buenos ojos que estallase una guerra abierta entre ambas. Aprovechando el contingente castellano, los granadinos invadirían junto a aquellos la taifa de Sevilla.

Ante tal movimiento el Cid decidió defender la taifa sevillana ¿Por qué? Es imposible saberlo, aunque se puede suponer que Rodrigo actuó como creía adecuado pensando en los intereses del rey, puesto que Sevilla era una fuente de parias muy importante. Lo cierto es que el Cid se enfrentó al combinado granadino-castellano en Cabra, saliendo victorioso. Además de los muertos castellanos, la otra gran consecuencia de la batalla fue la humillación de García Ordóñez (Porrinas González 2017: 23). Las tropas sevillanas lo aclamarían como al-sayyid (“señor” en lengua árabe) y que los castellanos transformarían en El Cid.

A la vuelta de Sevilla, el Cid participaría en otra acción controvertida; siendo este el elemento que desencadenó su destierro. Alfonso VI hizo un llamamiento para que sus huestes le acompañasen en una nueva campaña, pero Rodrigo, alegando enfermedad evitó sumarse a aquel contingente. Corría el año 1081 y, mientras Alfonso se encontraba de campaña, parece que se produjo un incidente en la frontera de Gormaz. Según algunas fuentes, muy interesadas sin duda, una partida de guerreros proveniente de Toledo tomó la fortaleza y, acto seguido, se replegaron. Ante tal ataque, dicen las fuentes que Rodrigo decidió juntar una partida de guerreros y seguirle la pista a los musulmanes, llegando hasta la Taifa de Toledo, aliada de Alfonso VI, el rey de Rodrigo. Una vez ahí llevó a cabo saqueos y desolaciones, en palabras de su biógrafo:

“Reunió a su ejército y a todos sus caballeros bien pertrechados, y arrasó y saqueó las tierras de los sarracenos en el reino de Toledo” (Historia Roderici: cap. 10)

Sin embargo, aunque la Historia Roderici diga que el Campeador perseguía una partida de guerreros musulmanes, esta información es imposible de ratificar. Como han apuntado algunos, es muy posible que ese ataque musulmán no existiese y que Rodrigo emprendiese por su cuenta y riesgo una operación de saqueo sobre la Taifa de Toledo con el fin de conseguir botín. Con aquella actuación, el díscolo Rodrigo hizo enfurecer a Alfonso VI que, además, es muy posible que fuese aconsejado por los Ordoñez, enemigos de Rodrigo desde lo sucedido en Sevilla.

En ese momento, uno de los hermanos Ordoñez era el alférez del rey, lo que ha de darnos la medida de la influencia que tenían sobre Alfonso. Por lo tanto, aquella cuestión, sirvió a muchos aristócratas contrarios a Rodrigo para indisponer al monarca contra éste. No podemos saber hasta qué punto esos comentarios orientaron la acción de Alfonso, lo que sí sabemos es que el rey desterró a su vasallo.

Como consecuencia de ello, el Campeador venderá sus servicios al mejor postor, que en este caso será la taifa de Zaragoza. Terminaría por estar al mando de las tropas de la taifa zaragozana, las cuales resultarían ser una mezcolanza de elementos cristianos y musulmanes (Porrinas González 2017: 23). Rodrigo tendrá que enfrentarse a otras taifas, pero también a los condes de Barcelona y los reyes de Aragón. Todo ello sucede en una sucesión de campañas, enfrentamientos, etc., que no hicieron sino acrecentar las dotes de mando y control del Campeador. Quizá lo más destacable de este periodo sea la victoria en 1082 en Almenar frente a conde de Barcelona. Ello le granjeará un nuevo enemigo, pero también una posición de fuerza dentro de la propia taifa, que sabía que tenía un gran activo en la figura de Rodrigo.

En 1085 el monarca castellanoleonés conseguiría conquistar Toledo, lo cual fue todo un hito. Alfonso VI se erigía como el principal poder político peninsular, pero esa conquista había suscitado recelos más allá del estrecho. Una vez conquistada Toledo se dirigió a Zaragoza, cuya defensa estaba comandada por Rodrigo. Sin embargo, antes de que el asedio comenzase a endurecerse, Alfonso recibió noticias de que un enorme ejército había desembarcado en el sur de la Península. Se trataba de los Almorávides. Zaragoza dejó de ser la prioridad, y el monarca se apresuró a reunir sus tropas para combatir la nueva amenaza. Finalmente, Alfonso se enfrentó a los invasores en Sagrajas, cerca de Badajoz, a finales de octubre de 1086. El resultado fue una estrepitosa derrota. A raíz de tal varapalo Alfonso y el Cid se reconcilian (Fletcher 1989: 150).

La Península Ibérica en 1086, mapa político
La Península Ibérica en 1086, mapa político que representa las conquistas cristianas del siglo XI, más avanzadas por el oeste que por el este. Como se puede ver, Valencia, conquistada unos años más tarde por el Cid, estaba controlada por los musulmanes.

Reconciliación y segundo destierro

La caída de Toledo convenció a estos extremistas norteafricanos de que debían invadir frenar a los cristianos. Aunque, esta vez, una vez contenida la amenaza cristiana vuelven al norte de África. Lo excepcional de la situación da lugar a esa reconciliación; Alfonso sabía la valía del Cid, y no podía prescindir de ninguno de sus activos militares en un momento de debilidad como son los momentos posteriores a una derrota. De tal manera, el primer desencuentro entre ambos quedó solventado, al menos de momento.

Alfonso encomendará al Campeador que proteja al endeble al-Qadir, el gobernante de la taifa valenciana aliado del monarca. En 1089, tres años después de la victoria de Sagrajas, los almorávides desembarcan de nuevo en la Península y junto a tropas de taifas se proponen atacar la fortaleza de Aledo, por lo que Alfonso pide a Rodrigo que se una a él. La Historia Roderici declara que ambos acordaron unirse y que Rodrigo se puso en marcha para dar cumplimiento al mandato regio. Pero por alguna razón que no conocemos, ambos contingentes no llegaron a reunirse en el lugar convenido, ni en ningún otro, lo cual desató la ira regia.

A buen seguro, los enemigos de Rodrigo actuaron con rapidez y le acusaron de que no había unido sus tropas a las del rey de forma deliberada. Pero lo cierto es que el Cid no es que acudiese tarde al encuentro, es que tampoco se presentó ante el monarca después. Su versión y explicaciones, ciertamente, no podían sostenerse. Porrinas lo resume de la siguiente manera:

«Con su no comparecencia, el Campeador había dejado de socorrer a su señor Alfonso y no había cumplido su deber de auxiliarlo (auxilium) en circunstancias especialmente complicadas. También había fallado en la prestación de consejos (consilium), sobre todo militares, en una campaña que bien podía haber desembocado en una batalla campal» (Porrinas 2019: 145)

De tal manera, Alfonso tenía motivos sobrados para estar enfurecido. Rodrigo se revelaba como un vasallo díscolo que no comparecía ni siquiera en las ocasiones donde el monarca más lo necesitaba. Ante tal situación, se materializó un nuevo destierro. Esta vez, el rigorismo fue mayor. Se confiscaron los bienes patrimoniales de Rodrigo, también su riqueza y tomaba prisioneras a su mujer e hijas. Todo ello provocó que muchos de quienes le acompañaban hasta entonces decidiesen abandonarle, «permitió que algunos de los caballeros que habían ido con él desde Castilla regresaran a sus hogares», dice Fletcher (1989: 164).

Ante tales actuaciones regias, Rodrigo decidió defenderse, enviando emisarios al monarca y escribiéndole; le propuso diferentes soluciones, entre ellas un juicio por combate. Pero el rey no accedió. Posteriormente, Rodrigo remitió al monarca hasta cuatro juramentos, como dice porrinas «en ellos, Rodrigo viene a solicitar la posibilidad de redimirse, de que se le juzgue en condiciones y ofrece un combate judicial que demuestre quién tiene razón en ese litigio, un duelo en el que él mismo se ofrece a representarse luchando» (Porrinas 2019: 148). Pero Alfonso no se dignó a responderle. Aunque su mujer e hijas fueron liberadas, Rodrigo estaba formalmente desterrado. La reconciliación había durado dos años, que habían sido precedidos por el primer destierro, de seis años.

Rodrigo, señor independiente

El Cid, a partir de entonces, actuó por cuenta propia, de forma autónoma. Sería un señor de la guerra independiente y su objetivo, cómo no, fue Valencia. En cualquier caso, los comienzos de esa nueva situación debieron ser muy complicados para Rodrigo que, como hemos visto, se vio privado de buena parte de sus fuerzas, que le abandonaron. Paso a paso, sin embargo, fue recomponiendo su situación, acorralando Valencia, creando una red tributaria y productiva a su servicio, aumentando su poder.

Controlando cada vez más espacios, su señorío fue gestándose y tomando forma. Además, base de extorsiones y de maniobras inteligentes, Rodrigo consiguió cobrar tributos de Lérida, Valencia y algunos castillos en torno a la ciudad. Ingresos que, cabe recordar, el Cid no debía compartir con nadie puesto que ya no tenía señor.

En ese contexto aparece uno de sus viejos enemigos, el conde Berenguer Ramón II de Barcelona. Los juegos de alianzas llevaron a que señores cristianos y musulmanes compartiesen bando o facción, esta es una de esas ocasiones. A partir del siglo VIII, momento en que se formula la ideología de «reconquista», ésta se puso en suspenso cuando interesó; el siglo XI fue especialmente prolífico en pausas de ese tipo. Así, pues, el conde, aliado con poderes musulmanes enemigos de Rodrigo se puso en marcha con la esperanza de encontrar al Campeador y derrotarle.

Prevenido, el Cid se desplazó hasta una zona montañosa del Maestrazgo, en las proximidades de la actual localidad de Monroyo. En esta agreste región, Rodrigo esperaba impedir que Berenguer Ramón utilizase su superioridad numérica. Cuando el de Barcelona llegó a la zona encontró que su enemigo se había atrincherado en un estrecho valle. El ataque frontal era impensable. En aquella coyuntura, plantados ambos campamentos, los dos protagonistas, Rodrigo y Berenguer, cruzaron una serie de cartas que nos han llegado reproducidas en la Historia Roderici.

Dichas misivas contenían reproches mutuos. El conde buscaba provocar a Rodrigo, acusándole de seguir augurios y ser mal cristiano, así como un cobarde. Por su parte, el castellano se dedicó a provocar a Berenguer, una muestra es el final de una de sus cartas, que reza así:

Ya hace mucho tempo que litigamos de palabra; dejémonos de palabras y resuélvase entre nosotros esta disputa como es costumbre entre caballeros nobles por la digna fuerza de las armas. Ven y no tardes. Recibirás de mi la paga que suelo darte (Historia Roderici, 39).

El conde, de forma astuta, buscó rodear al Campeador y poner fin a aquella disputa. Atacándole por la espalda y, al mismo tiempo, de frente. Era de esperar que la hueste cidiana se sintiese desconcertada cuando un grupo de tropas enemigo apareciese en su retaguardia. Para ello, el conde envió a un contingente, que debía apostarse de forma estratégica detrás de Rodrigo, para lo cual sería necesario atravesar complicados terrenos; no olvidemos que se encontraban en una zona montañosa.

Sin embargo, Rodrigo hizo honor a su fama. Hizo que un grupo de sus soldados se apostase en la zona por la que podía verse rodeado y que, una vez que se encontrasen con el enemigo fingiesen una retirada, de modo que sus adversarios se confiasen aún más. Todo salió como había previsto el Cid. En el momento en que supo que estaba siendo rodeado, atacó con toda la fuerza posible a las tropas del conde, que no lo esperaba. La batalla del pinar de Tévar fue un nuevo jalón en la exitosa carrera militar cidiana. Además, Berenguer “renunció a las pretensiones de hegemonía sobre los principados taifas del levante español en favor de Rodrigo” (Fletcher 1989: 167).

Valencia como objetivo

Tras la batalla, Rodrigo continuó vagando por las tierras del Levante mediterráneo mientras cobrara las parias a al-Qadir, señor de Valencia. Durante 1091 el monarca convoca a Rodrigo, pero la reconciliación fue más bien breve, los problemas entre ambos eran tantos que difícilmente se podrían reconciliar de manera sencilla. De nuevo, es bien posible que Alfonso VI no desease ningún tipo de reconciliación, pero el Campeador era un comandante tan experimentado que tenerlo de su parte siempre iba a ser positivo, al menos en lo que se refiere al oficio de la guerra.

En 1092, Alfonso prepara una campaña contra el Levante para demostrarle a Rodrigo su poderío y privarle de sus fuentes de ingresos, sin embargo, el Campeador se adelantó al monarca e invadió Castilla, la zona elegida fue La Rioja, cuya ribera fue violentamente devastada. Con ello, Rodrigo no solo quería devolverle el golpe al rey, sino castigar a su enemigo acérrimo: García Ordóñez (aquel al que derrotó en la batalla de Cabra, de la cual se ha hablado anteriormente). Por aquel entonces García era cercano al Rey, y uno de los principales magnates del reino, por lo que es posible que utilizase su posición para menoscabar el prestigio del Cid en el entorno regio.

Entonces, después de valeroso ataque, tomó Alberite y Logroño. Se hizo con gran botín que provocó desconsuelo y lágrimas, y cruelmente sin misericordia alguna incendió todas aquellas tierras arrasándolas por completo de la manera más dura e impía. Devastó y destruyó toda aquella región llevando a cabo feroz e inhumano pillaje y la despojó de todos sus tesoros y riquezas y de todo su botín que pasó a su poder. Tras alejarse de aquel lugar, llegó con un gran ejército al castillo llamado de Alfaro, contra el que luchó valerosamente, y enseguida lo tomó (Historia Roderici, 50).

Una vez saqueada La Rioja y apartado Alfonso del Levante, Rodrigo se dirige a Valencia aunque cuando llega su situación allí ha cambiado sustancialmente: al-Qadir (el rey de taifa títere que le pagaba parias) ha sido asesinado, los víveres almacenados consumidos… pero el Campeador pasa a la acción sin dilación ninguna. Su primera medida fue encaminada a intentar hacerse con una base fortificada, que se había de convertir en su centro de operaciones. Ese centro fue el de Juballa:

En el mismo lugar construyó y pobló una ciudad y la rodeó y protegió con fortificaciones y torres muy fuertes; para poblarla vinieron muchos de las ciudades de alrededor y se establecieron en ella (Historia Roderici, 54).

Si Rodrigo quería hacerse con Valencia, debía prepararse para una lucha de larga duración. Los asedios que se extendían en el tiempo eran igual de peligrosos para los asediados como para los que asediaban, y el Cid lo sabía. Valencia era una ciudad de gran entidad, además tenía puerto, de modo que su asedio se antojaba complejo. En ese sentido, las actividades puestas en marcha por el campeador eran necesarias para llevar a buen término la conquista de la ciudad.

De cara a suavizar la resistencia valenciana, Rodrigo también se dedicó a otra actividad, cuya intensidad no hizo sino ir en aumento. Desde que asediaba Juballa, el Campeador puso en marcha cabalgadas contra los alrededores de la ciudad. Destrozar la base económica agrícola que existía en torno a Valencia era un mecanismo muy útil para sus intereses. Como se puede ver, Rodrigo fue planificando la conquista, construyendo su suerte paso a paso, encaminando sus actividades hacia el fin último de la conquista.

Esas actividades militares contra Valencia acabaron por dar sus resultados puesto que consiguieron hacerse con los arrabales de la ciudad. Aunque, fruto de un acuerdo, los cristianos se retirasen. A cambio, los almorávides salían de Valencia. A continuación, Rodrigo se empleó en otros menesteres, dejando su objetivo prioritario un poco de lado. Esto fue así hasta que fue informado de que un contingente almorávide se dirigía a la ciudad. Si las tropas de refuerzo llegaban a la ciudad, la conquista de la misma era virtualmente imposible. De tal modo, evitarlo se convirtió en un asunto vital. Para ello, se dirigió hacia ellos, para encontrarles y cortarles el paso.

Entonces, acaeció una de esas situaciones donde la suerte, en este caso revestida de meteorología, vino a salvar la situación de un grupo. Cuando cidianos y almorávides se encontraron frente a frente, la batalla parecía inevitable. Sin embargo, aquella noche a fines de 1093, cayó una tormenta como no se recordaba. Una de esas trombas de agua que asolan el litoral valenciano y que dejan consecuencias durante días. En este caso, la vega se había inundado, no podía haber batalla, los almorávides se retiraron. En aquel momento los cristianos debieron pensar que sus oraciones habían surtido todo el efecto posible.

El asedio de Valencia

Los valencianos, por su parte, comprobaron cómo quedaban a merced de Rodrigo y de sus huestes. Abandonados por los almorávides, parece que desde aquel mismo momento tuvieron claro cuál iba a ser su destino. Y así fue. Como dice Porrinas: «en ese invierno de 1093-1094, Rodrigo Díaz comenzó un asedio a Valencia intenso y, en ocasiones, sangriento y atroz» (2019: 224).

Rodrigo había ido minando la moral valenciana, sus recursos, todo. Sin embargo, quedaba lo más difícil. La fruta estaba preparada, madura, pero debía caer. De algún modo, y trayendo una referencia cinematográfica, el Cid se encontraba como Saruman cuando tenía a Rohan de rodillas, ésta no había caído, pero todo apuntaba que ello iba a suceder; «Rohan, mi señor, está lista para capitular», decía el Mago Blanco entonces.

Debió ser insufrible vivir en Valencia en aquellos momentos. Cada día que pasaba era peor que el anterior. Desde fuera, las tropas cidianas presionaban; desde dentro, los conflictos iban en aumento. Aún así, el Campeador comprobó lo difícil que podía resultar poner de rodillas a una población tan importante. Posiblemente, Rodrigo temía que los almorávides volviesen en auxilio de Valencia, por ello lanzó varios asaltos. No resultaron exitosos. Eso empujó al Cid a poner en marcha un cerco donde fuese el hambre lo que terminase con la resistencia valenciana. Pero ese no era el único elemento en el que confió Rodrigo; astuto como era, siempre jugó con las banderías que existían dentro de la ciudad. Insertó la semilla de la discordia y observó cómo ésta crecía, se desarrollaba y daba sus frutos.

El paso del tiempo hizo su labor. La situación fue a peor. Valencia era una ciudad hambrienta, larvada por conflictos internos y presionada por todos los medios posibles. Basten algunos ejemplos para ilustrar las actuaciones del castellano. La Estoria de España alfonsí, bien enterada del asedio debido a fuentes musulmanas, nos cuenta que para minar la moral de los de dentro, Rodrigo hizo lo siguiente:

Et mando echar pregon de guysa que lo oyessen los moros que estauan en el muro: que quantos moros vinieran de la villa, que se tornassen allá; sinon, que a quantos pudiessen falla, que los mandarie quemar, et que non salliese dalli adelantre ninguno (PCG, 586)

Además:

Et aquel que el Çid podie fallar que salie de la villa, mandaual quemar ante todo el pueblo en lugar o lo viessen los moros (…). Et echaua otros a los perros que los despedaçauan biuos (PCG, 586)

Todas esas medidas terminaron por hacer insoportable la vida dentro de la ciudad. Desfallecidos, sin moral y enfrentados entre sí, los musulmanes terminan por entablar negociaciones a finales de mayo de 1094. Finalmente, el 15 de junio de 1094 el Cid entraba en Valencia. Valencia, era cristiana, pero, sobre todo, Valencia era cidiana.

Mapa que representa el poderío almorávide en su máxima expansión
Mapa que representa el poderío almorávide en su máxima expansión, desde el áfrica subsahariana hasta la Península, donde conquistaron las frágiles taifas

El Cuarte, en busca de la consolidación del nuevo señorío

Sin embargo, ahí no terminaron las dificultades. La situación era similar a la que experimentaron los cruzados tras la conquista de Antioquía. El Cid se encontraba en un territorio recién conquistado con un enemigo, que seguramente superase sus fuerzas, aproximándose. Además, debía consolidar su posición en la ciudad, reconstruir las defensas y articular de nuevo una red económica, destruida durante el asedio.

En torno a mediados de octubre las fuerzas almorávides llegaban a Valencia. Habían pasado apenas tres meses desde que el caudillo cristiano se había hecho con la ciudad cuando se encontró con un nuevo desafío. Caer derrotado podría suponer echar a perder todo lo conseguido hasta el momento. El resultado de aquella situación se decidiría en el campo de batalla. Confiando en sus dotes de mando, Rodrigo esperaba solucionar la situación y desviar el peligro.

Ambos ejércitos se enfrentaron el 14 de octubre en la batalla del Cuarte. Consciente de la fuerza almorávide, Rodrigo diseñó un plan por medio del cual esperaba derrotar a sus adversarios. Dicha estrategia era similar a la seguida por Berenguer Ramón en Tévar, puesto que la sorpresa debía jugar un papel fundamental. Durante la madrugada del 14 de octubre, un grupo salía de la ciudad por una puerta situada en el este de la ciudad; el campamento almorávide, situado a cierta distancia del núcleo, se situó al oeste del mismo. Aprovechando la noche, Rodrigo se sitúo al sur de la ciudad y el campamento almorávide, a medio camino de ambas, amparándose en un arroyo para ocultar su posición.

Por la mañana, el segundo grupo, al mando de Rodrigo, salía de la ciudad por el oeste, es decir, por aquella puerta que los almorávides veían desde su campamento. Viendo que las tropas cristianas les presentaban batalla, los almorávides salieron de su campamento, ordenándose en posición de combate. Acto seguido, y casi sin dar comienzo la batalla, los cristianos se retiraron hacia la ciudad, situada a sus espaldas, lo que atrajo a los musulmanes, que emprendieron la persecución. La maniobra de Rodrigo, muy arriesgada, pretendía alejar a las tropas almorávides de su campamento atrayéndolas contra su grupo. Mientras, el grupo que se encontraba escondido, debía revelar su ubicación y jugar un papel clave atacando la retaguardia almorávide, es decir, su campamento (Porrinas 2019: 261). Todo ello fue ejecutado a la perfección.

Los almorávides, que se habían alejado en exceso de su base para perseguir a Rodrigo, que solamente fingía una retirada, dejaron el campamento a merced de aquellos cristianos que estaban escondidos. Cuando descubrieron que su base estaba siendo atacada, cundió el pánico. El pánico lleva a la desorganización, la desorganización rompe la sensación de seguridad y todo ello desemboca en la derrota, tal y como sucedió entonces. La victoria fue total (Fletcher 1989: 183). Una vez más, la pericia militar de Rodrigo lleva a sus tropas a la victoria. Esta fue la primera vez que los cristianos derrotaban a los almorávides.

Palacio de los Duques de Granada, Estella, 1150-1165
Enfrentamiento de dos caballeros en un capitel románico. Se muestra la carga a «la brida» y la panoplia tradicional, que consistía en un escudo de lágrima, una loriga de malla y una lanza; también se puede ver la vaina de la espada del caballero. Fuente: Palacio de los Duques de Granada, Estella, 1150-1165

Bairén y los últimos movimientos cidianos

En cualquier caso: “aquella gran victoria no sirvió para conjurar una amenaza norteafricana que de manera constante hacía planear su sombra sobre un señorío en vías de consolidación” (Porrinas González 2017: 30). Y efectivamente así era, de hecho, la batalla de Cuarte no fue la última que el Cid luchó contra los almorávides. Tres años más tarde volvieron a enfrentarse, esta vez en la batalla de Bairén.

Los contingentes cidianos encontraron esta vez un firme aliado, el rey Pedro I de Aragón. La batalla se presentó casi de improvisto, al contrario que la del Cuarte, y cogió a los líderes cristianos muy desprevenidos y en una situación bastante precaria. Mientras marchaban, los contingentes cristianos se toparon con una columna almorávide así como con su flota. El ejército mahometano se encontraba apostado en unas elevaciones frente al mar, mientras que sus naves se encontraban frente a la costa. Pedro y Rodrigo apenas tenían capacidad de maniobra, estaban atrapados entre el mar y las elevaciones, ambos terrenos controlados por sus enemigos.

Ante esto, los cristianos se atemorizaron cundiendo el pánico entre ello, dice la Historia Roderici (66). Rodrigo, que sabía barruntar el ánimo de las tropas como nadie, actuó de inmediato:

Rodrigo al verlos temerosos y llenos de miedo enseguida montó sobre su caballo y, bien armado, comenzó a recorrer el ejército de los cristianos arengándoles de esta manera: «Escuchadme, compañeros míos muy queridos y amados, sed fuertes y valerosos en el combate, tened ánimo como hombres que sois, y de ningún modo tengáis miedo ni temáis su gran número porque hoy los entregará Jesucristo Señor Nuestro a nuestras manos y a nuestro poder» (Historia Roderici, 66).

Aunque todo esto tenga mucho de retórica, seguramente represente la realidad de un modo más o menos exacto. Una vez que Rodrigo alentó a las huestes, estas recuperaron el brío necesario para plantar batalla. Hemos de intentar entender la situación. Un caudillo invicto, unas tropas veteranas y una situación adversa. Seguramente Rodrigo consiguió transformar los nervios y el miedo en nervios e ira. Solo así se entiende que, a continuación, los caudillos cristianos encabezasen una carga de caballería loma arriba que destrozó las líneas almorávides. Esta fue una de las primeras ocasiones donde los cristianos experimentaron el efecto de la carga de caballería sobre tropas musulmanas. Éstas, habitualmente armadas de forma ligera, no eran capaces de soportar el impacto de la carga, cuyo impulso debía ser enorme. Las tropas cristianas vencían de nuevo a los almorávides, además,  Bairén fue la última batalla de relevancia que luchó Rodrigo.

En 1098 el Cid lanzaba otra exitosa campaña, y en 1099 moría por causas naturales en Valencia, su gran conquista. Durante cinco años el Cid había gobernado aquellos territorios, muchas veces con puño de hierro: “el gobierno del Cid no fue maravilloso ni romántico” (Fletcher 1989: 183).

La plaza era una conquista digna de un rey y Rodrigo había conseguido mantenerla en vida, pero tras su muerte todo se vino abajo. No tenía hijos y sus posibles aliados se encontraban atendiendo sus asuntos, por lo que la defensa recayó sobre la valiente Jimena, la viuda del campeador. Aunque consiguieron soportar un asedio, Valencia estaba tan expuesta que ningún monarca estaba dispuesto a arriesgar sus tropas por una plaza que iba a ser constantemente atacada. Es por ello que, finalmente, la ciudad es evacuada en 1102.

Conclusiones

Rodrigo fue un hombre de su tiempo, una época de cambios y transformaciones sociopolíticas intensas. Sin embargo, no fue uno más, sino que puede ser presentado como uno de los más influyentes, pero, además, uno de los que mejor expresa lo que fueron aquellos tiempos. Al servicio de dos reyes, en continua pugna con el segundo de ellos, no dudó en ponerse al servicio de las taifas para conseguir un sustento. Además, conforme pasaban los años el Cid fue dándose cuenta que podía romper los límites que se establecían para alguien como él. De ahí que termine orientándose hacia la conquista y dominación de territorios tan importantes como los del Levante mediterráneo. Podía haber otros guerreros como él, de hecho, los hubo, pero el Cid fue más que un formidable combatiente.

En un tiempo de continuismo social y de escasas rupturas del orden establecido, Rodrigo terminó haciendo lo que pocos: luchar para sí mismo, no para otros, y responder únicamente a su interés. Todo eso es Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Una historia apasionante que no necesita de la épica del cantar de gesta posterior y que tampoco se merece las burdas manipulaciones a las que se ha sometido y somete su figura. El Cid fue lo que fue, no hagamos que sea lo que nosotros quisiésemos que hubiese sido, una figura de esa talla no lo merece.

Bibliografía

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Balbás, Yeyo, “Campidoctor. Tácticas y armamento en tiempos del Cid”, Desperta Ferro Antigua y Medieval 40, 2017.

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Escalona, Julio, “La Castilla del Cid”, Desperta Ferro Antigua y Medieval 40, 2017.

Fletcher, Richard, El Cid, Madrid: Nerea, 1989.

Monsalvo Antón, José María, Atlas Histórico de la España medieval, Madrid: Síntesis, 2010.

Nicolle, David, El Cid and the Reconquista, Oxford: Osprey Publishing, 1988.

Porrinas, David, “Las campañas del Cid Campeador”, Desperta Ferro Antigua y Medieval 40, 2017.

Porrinas González, David, El Cid: historia y mito de un señor de la guerra, Madrid: Desperta Ferro, 2019.

“Traducción de la Historia Roderici”, Emma Falque Rey (trad.), Boletín de la Institución Fernán González, 62-201 (1983), pp. 339-375.

 

4 COMENTARIOS

    • Cierto, es una de las más famosas. Pero en ningún caso he querido indicar lo contrario, de hecho lo mismo podría haber puesto la de Burgos, es simplemente una cuestión de estética.

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