El nacionalismo ha sido una de las ideologías más influyentes de la historia a lo largo del globo. Su efecto desde las primeras reacciones masivas en defensa de las sensibilidades nacionales en el siglo XIX se ha hecho notar a lo largo del tiempo, hasta prácticamente hoy en día, donde continua siendo una reacción popular a la constante amenaza que supone para este tipo de identidades la globalización y la pérdida de soberanía nacional en muchos lugares. A partir de esta idea y continuando con el esquema del anterior artículo alrededor de la arqueología y la historia, la periodización y las transiciones, se presenta otro punto teórico clave para los estudios del pasado: la identidad en la historia y su manera de ser interpretada desde la historiografía. Hoy en día, especialmente en el ámbito peninsular, es un tema que vuelve a ser de candente actualidad, lo cual nos anima a replantearnos muchos aspectos sobre el nacionalismo, su influencia en la historia, la construcción de las identidades étnicas y culturales y como esto nos afecta de una importante manera.

El nacionalismo es un fenómeno que ha llamado la atención de multitud de investigadores desde diferentes disciplinas, ya que se trata de toda una sensibilidad construida sobre distintos pilares que cambió radicalmente la manera de concebir el mundo. Una de sus bases principales es la construcción de una historia nacional común.

La influencia del nacionalismo y las identidades sociales, políticas y culturales relacionadas ha trascendido más allá de estos hechos, influenciando a muchas vertientes del pensamiento, entre ellas la historia. La relación entre el nacionalismo y los estudios históricos ha sido profusa y larga: los investigadores, especialmente a partir de aquel momento hasta mediados del siglo XX, se veían altamente influenciados para la construcción de historias nacionales dentro de la corriente del historicismo cultural. Ese marco interpretativo era aceptado y se aplicaba abiertamente en el estudio de diferentes sociedades y culturas, a las que se les aplicó identidades propias de una manera análoga. El hecho de que muchos autores tardoantiguos (como Hidacio u Orosio) a su vez utilizaran cajones étnicos para clasificar en pueblos a los grupos con los que se iban encontrando sirvió de apoyo a este planteamiento y animo a replicar dicho modelo entre los historiadores de la época.

Con el desarrollo teórico, la arqueología de la identidad se ha convertido en este punto uno de los campos más discutidos actualmente tanto en lo que respecta a la metodología como al enfoque conceptual y teórico, normalmente provenientes del mundo de la antropología, pionera en el estudio de sociedades en el plano identitario y étnico. El debate sobre la interpretación étnica del registro documental y arqueológico puede llevar a diferentes conclusiones, pero primeramente deberíamos centrarnos en el propio término identidad, confuso debido a sus diferentes sentidos y usos. Es una palabra utilizada, aunque no siempre, con connotaciones étnicas, que conectan a grupos reales o definidos así por otros con un nombre propio. Estas identidades permiten a los grupos que la adoptan adquirir un bagaje político, social o afectivo común, que les diferencia de otros grupos o les da más fuerza respecto a comunidades sin una identidad consistente.

Los historiadores y arqueólogos han tenido una estrecha relación con la antropología y algunas de sus tendencias más influyentes en los estudios de identidades, aunque los personajes y objetos de estudio sean muy diferentes.

Los observadores exteriores (en este caso investigadores y especialistas) pueden conferir a un grupo que ellos identifican una identidad sin que esta corresponda a un sentimiento identificatorio que haya existido o exista realmente en ese grupo, pero los externos lo pueden utilizar como un referente o una clasificación política o étnica simple, que intenta definir una realidad probablemente mucho más compleja. Esto da lugar a un problema cuando se trata de estudiar las fuentes documentales sobre ciertos grupos cuando estas son escritas por autores ajenos a ellos, especialmente cuando no han creado textos propios, lo cual solo nos da una visión muy parcial y externa del conjunto.

Los arqueólogos acostumbran a identificar y asociar estas identidades utilizadas para diferentes grupos con el registro material que encuentran y estudian, hasta el punto de que puede condicionar toda la investigación y la historia que se reconstruye en ella. Los objetos hallados no recibieron en su período histórico el mismo significado que el arqueólogo le da en contextos que pueden diferir mucho, ya que este los intenta encajar en un relato historicista que no tiene porque acercarse a la realidad. Es difícil concebir la identidad étnica sin la manipulación del significado de lo que representa el registro material. La selección de ciertos símbolos como representantes de una identidad es en esencia una estrategia para reafirmarse en un mundo en el que se compite con otras identidades, por lo que la abstracción simbólica del registro material supone una parte integral de las relaciones entre los diferentes poderes. Esto se da especialmente en contextos de rituales colectivos, que nos muestran la cultura material de un grupo como un elemento activo en la negociación de una identidad étnica.

Esta cohesión comunitaria no tiene porque provenir de una descendencia común del grupo, sino que está condicionada por factores políticos contingentes. La etnicidad es situacional, aprendida y desarrollada por el grupo aunque no se elija libremente. Por ello supone una herramienta fundamental para estudiar los procesos de formación, legitimación y posterior transformación de comunidades políticas a varias escalas. Estos sistemas de legitimación son los que se ligan a una etnia concreta, dando lugar a una identidad no-real que queda recogida por la historia, que es reconstruida e interpretada a partir de esa identidad. Todo esto se desarrolla principalmente en el registro funerario, que queda como fotografía estática, con lo que hay una pervivencia de esas prácticas, ya que la muerte tiene una profunda dimensión social: no es simplemente una celebración religiosa cualquiera, supone una vía de representación para los vivos y su contexto. Formar parte de una comunidad es formar parte de su entorno funerario, ser integrado en ella.

La necrópolis de Vicálvaro, que cuenta con centenares de estructuras funerarias, es una de las de mayores dimensiones. Al igual que otros contextos funerarios del mismo período, supone una representación jerárquica de la posición social de los inhumados en su comunidad, así como de los excluidos de esta.

Gracias a las investigaciones de los últimos años, especialmente a las aportadas por la arqueología de gestión en intervenciones de urgencia, la arqueología funeraria ha recibido un gran aporte de nuevos registros, aunque todavía se ha hecho poco por estudiarlos en su conjunto y darles una interpretación. Un buen ejemplo de esto es el mundo de las inhumaciones del periodo tardoantiguo en el centro peninsular, el cual demuestra como la identidad y la memoria colectiva es posible que sea observable desde el mundo funerario como su principal medio de representación.

En ocasiones se presentan ajuares con elementos que identifican a los individuos como visigodos, mientras que otras veces se encuentran carentes de ajuar. Además, mientras algunos enterramientos se encuentran en una necrópolis comunitaria central, el resto van situándose alrededor de manera cada vez más apartada, quizás como formas de inhumación excluyentes, con individuos enterrados sin cuidado ritual alguno, lo que indicaría desigualdad social en el interior de la comunidad y una identidad diferenciada entre grupos sociales en ella. Se ha interpretado que el grupo de inhumaciones excluidas estarían relacionadas con individuos y familias no-libres o en una posición social menor a los que estaban en la parte central del cementerio, incluidos en estructuras funerarias mejores. Por lo tanto, se puede considerar que es en las necrópolis donde se produce la reconstrucción y la representación de los estatus sociales, un reflejo de la sociedad. A pesar de ello, solo se logra hacer una interpretación de la identidad social, pero resulta imposible percibir desde el registro material la identidad étnica, debido a la complejidad que tiene esta.

Las fíbulas aquiliformes de Alovera se hallaron en 1962 como parte de un ajuar en una necrópolis de Guadalajara. Como con otros hallazgos realizados durante el franquismo, fueron convertidas en los grandes símbolos de los visigodos y parte de una historia claramente nacionalista, aunque se desconozca la verdadera identidad étnica de su posible dueño y contexto. Son un claro ejemplo de historicismo cultural.

Pese a su ambigüedad y complejidad, no podemos evitar utilizar conceptos étnicos que autores contemporáneos (aunque no del mismo ámbito) también utilizaron, los cuales se mueven alrededor de ideas de tribu, familia y clan, impregnados de homogeneidad y unidad. En realidad los pueblos y su identidad son elementos que están en un continuo desarrollo, influenciados por la coyuntura política, social o económica del momento, un proceso en el que las transformaciones a otras identidades étnicas rara vez son perceptibles y requieren mucho tiempo.

La investigación para el período post-romano ha tenido un interesante enfoque en las diferentes identidades étnicas que irrumpieron en Europa durante aquellos siglos. Estos autores defienden que los pueblos altomedievales que han sido recogidos por la historia no eran tan homogéneos como la imagen que se nos ha dado tradicionalmente, aunque mantenían ciertos lazos de unidad a partir de un mito sobre su origen legendario, recogido y preservado por ciertos grupos que acababan extendiendo a las mayores realidades multiétnicas que controlaban y que a la larga acababan siendo aglutinadas en una misma identidad, en procesos en los que participarían diferentes factores políticos y sociales. No se puede descartar que los principales transmisores de esta imagen, los autores de tradición clásica, no acabasen recogiendo muchas etnias y sensibilidades que no llegaron a captar o ignoraron.

Los reinos que se alzaron a partir de estos grupos étnicos eran pequeños y fragmentarios, y sus élites miraron a la identidad romana, lo que Roma les representaba, para establecerse como dirigentes de los territorios donde el Imperio tuvo autoridad en el pasado, imitándola y reproduciéndola para sostenimiento de su nuevo poder, aunque no llegaban a desaparecer los referentes étnicos propios. La mezcla y el mestizaje de referentes socioculturales fue inevitable. Posteriormente, en estos nuevos estados aparecieron novedosos modelos de legitimidad, en gran parte basados en la evolución de las identidades de época romana con las que se les pusieron en relación, y que continuaran vigentes durante el periodo medieval e incluso más adelante, aunque con un lenguaje simbólico reformulado. Los trabajos de Walter Pohl son un referente en este campo y de una gran influencia para los estudios arqueológicos actuales.

La dicotomía radical entre bárbaro y romano va desapareciendo de manera gradual en la Antigüedad tardía. La disolución de la autoridad imperial y el mestizaje entre los nuevos pueblos y los ciudadanos del Imperio hace que las identidades se reformulen en una romanidad distinta y se tomen aspectos de ambos mundos para fundirse en uno mismo. Importantes personajes del período como Odoacro o Estilicón son un buen ejemplo de este proceso de mezcla e integración, ¿pero con qué realidad se sentirían realmente identificados?.

Sin duda alguna, las identidades han sido todo un reto para los investigadores desde la arqueología y la historia. Muchas veces, nos encontramos con autores que han dado una visión totalmente desenfocada del pasado, basándose en estas identidades de manera tergiversada y con una alta influencia de prejuicios con tintes nacionalistas: entre estos se destacan los grandes historiadores nacionales del siglo XIX como puede ser Marcelino Menéndez Pelayo y su conocida Historia de los heterodoxos españoles, obra que fue clave en la construcción de una historia nacional de España basada en un ferviente catolicismo desde la conversión visigoda y una esencia de inalterable hispanidad que se ha mantenido desde tiempos prerromanos sin apenas aportes externos. Lo mismo ocurre en los trabajos de otro historiador decimonónico como el francés Ernest Lavisse, destacando su labor pedagógica al servicio de la República francesa, que culminó con la que fue una obra de cabecera en el sistema de enseñanza francés, el llamado popularmente Petit Lavisse o su nombre real, Historie de France de la Gaule à nos jours. Nuevamente, el principal objetivo de esta obra era dar una imagen muy nacionalista del pasado de Francia, con una naturaleza inmutable desde los galos, quienes serían los primeros representantes de la nación francesa.

El Petit Lavisse fue un libro de referencia para todo alumno francés hasta mediados del siglo XX. Enseñaba la historia de manera visceral, intentado construir una identidad francesa muy profunda en sus ciudadanos.

Estos trabajos, promotores de una gran epopeya nacional y una identidad única y homogénea, fueron de una influencia considerable para la consolidación de una identidad patriótica en la población y la base de la historia que se impartía en las escuelas durante décadas. Pero fueron en gran parte impedimentos para la introducción de puntos de vista más progresistas en la educación pública y acicatearon actitudes nacionalistas que podrían ser consideradas dañinas, con consecuencias que son visibles hasta en la actualidad.

Tanto la historia como la arqueología se han visto altamente influenciadas por este enfoque nacionalista y sus vertientes historiográficas como el historicismo cultural. Esto ha despertado posteriormente, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, una reflexión sobre esta relación entre historiografía y nacionalismo, así como un intenso estudio por parte de la historia de las ideas y la teoría arqueológica  de la propia esencia de las identidades en sus distintas vertientes, así como las sensibilidades nacionales. Autores como Eric Hobsbawn tienen importantes obras alrededor de la ideología nacionalista, destacándose en su caso Naciones y nacionalismo desde 1780, producto en gran parte de esta necesidad de introspección en estas temáticas dentro de la propia investigación.

Finalmente, una de las conclusiones más pragmáticas que se pueden obtener de toda esta reflexión en su conjunto es la de la importancia que tiene la búsqueda de identidad en el pasado para legitimar las aspiraciones nacionalistas del presente, aunque puedan carecer de lógica. En los últimos tiempos el conflicto en Cataluña es un recuerdo constante de ello, donde los bloques políticos en defensa de dos diferentes sensibilidades, distintas maneras de ver sus propias identidades, se enfrentan con argumentos históricos que sirven de autentificación de sus aspiraciones de cara a la opinión popular. La veracidad de dichos argumentos pierde realmente su importancia al convertirse en arma política, ya que no hay que olvidar que la historia es una disciplina con una alta interacción con la sociedad, en consecuencia muy opinable. Es en estos momentos en los que tanto los historiadores como los arqueólogos jugamos un papel fundamental como catalizador social, capaz de rebatir alteraciones deliberadas de la historia y mostrar visiones más realistas de lo que suponían las identidades en el pasado desde los diferentes medios con los que contamos.

Bibliografía

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