En la Europa de la primera mitad del siglo XIX, dominada por estados autocráticos o monarquías dudosamente parlamentarias, se sucedieron una serie de revoluciones. Abanderaron demandas liberales: sufragio, igualdad, fin de la servidumbre… En el presente artículo se tratará la tercera oleada revolucionaria del siglo, el proceso revolucionario de 1848, también conocido como la Primavera de los Pueblos. Se tratan los que fueron los actores principales de la oleada revolucionaria de 1848: Francia, Prusia, Austria e Italia, aunque su rastro fue global.
En los años previos a 1848, el campo alrededor de Lemberg (Lviv) se encontraba agitado. Se había extendido la noticia de que los patronos se alzaban contra el emperador, última defensa que protegía al campesino de sus abusos. Pronto se sucedieron promesas vanas acerca de liberación y derechos, pero no confiaron en ellos por el recuerdo de días pasados. La contestación de los locales, de etnia ucraniana, se conoció como la Matanza de Galitzia. La muerte llegó a miles de nobles, siendo sus cabezas entregadas a las autoridades que acabaron por frenar la situación. Se protegió al emperador, que prometía liberar al campesino, a su credo y también la estabilidad del lugar, lo que más deseaban conservar. O eso creyeron. Este acontecimiento, ocurrido en febrero de 1846, fue un precedente de lo que en dos años, durante 1848, aconteció a escala continental en la conocida Primavera de los Pueblos.
La época revolucionaria marcó ideológicamente al continente, expandiendo su ideario las Guerras Napoleónicas, no pudiendo su rastro ideológico ser eliminado. Ya en 1815 las potencias vencedoras -Prusia, Rusia, Austria e Inglaterra- acordaron el nuevo orden europeo en el Congreso de Viena, dirigido por el canciller austriaco Metternich. Este congreso se centró en dar “estabilidad” tanto externa como interna a los estados. Ante el peligro de una nueva gran guerra, prefirieron evitarla. Mientras de igual manera las tres primeras potencias, con el liderazgo del tzar Nicolás I, formaron la Santa Alianza, por la que intervendrían en cualquier momento en los estados europeos en el caso de brotes liberal-revolucionarios. Inglaterra se abstuvo, comenzaba a temer la potencia del coloso ruso.
Años más tarde, en 1820, sucedió la primera oleada revolucionaria post-napoleónica, afectando principalmente al Mediterráneo mediante pronunciamientos militares. En España el coronel Rafael de Riego triunfó con su pronunciamiento. Sin embargo, la reacción europea disolvió el régimen en 1823 a la fuerza. Si en algo coincidían la totalidad de los alzamientos de la época fue en su limitación numérica. Estuvieron reducidos a pequeños grupos letrados que creían que mediante su gesto la sociedad se dejaría llevar por el beneficio común. Por ello la Guerra de Independencia Griega (1821-1829) llamó la atención. Ésta no se limitó al alzamiento de figuras destacadas, sino al del conjunto de la “nación” en bloque contra el opresor. Atrajo la simpatía de una Europa que acabó por intervenir contra los otomanos. Aunque fue este gesto, finalizado en 1829 con la independencia griega, el que rompió el primer fragmento del Congreso de Viena (Hobsbawm, 1964: 123).
En 1830 se inició una nueva oleada insurreccional, pero en este caso mediante jornadas revolucionarias, cuyo símbolo fue la barricada. Primeramente se echó del trono a Carlos X de Borbón, cuyos intentos de reinstaurar el absolutismo no agradaron. En su lugar se colocó a Luís Felipe de Orleans, conocido como el “rey ciudadano”, con promesas de gobierno liberal y tolerante. Otras victorias se sucedieron en la época, como la escisión belga del Reino de Holanda; mientras el resto acabaron en fracaso, como con la represión polaca, la derrota alemana a manos de austriacos y prusianos y los alzamientos de las sociedades secretas en Italia.
Las revoluciones de 1830 plantearon dos elementos claves para la comprensión del fenómeno: la primera es que Francia, y más París, se consolidó como el centro de la revolución, tradición heredada del siglo pasado. La segunda, que el frente revolucionario, formado desde altos burgueses moderados hasta los más radicales, opuestos al absolutismo, se rompió. Ahora los unos acaparaban el poder mientras las peticiones de otros eran ignoradas. De aquí en adelante los moderados elegirían entre uno u otro bando (Hobsbawm, 1964: 115).
Las revoluciones y la industrialización
Un importante factor en la época es la Revolución Industrial, de la que Inglaterra fue adalid. Iniciada desde el sector agrario, no comenzó a notarse apenas en el resto del continente hasta 1830. El sector campestre requirió de mayor cantidad de instrumentos de hierro, con lo que, junto con avances técnicos y de la propiedad, aumentaron enormemente la producción y con ello la demografía, que alcanzó un nuevo pico (Kriedte, 1983: 101). La industria siderúrgica también avanzó, disparándose a posteriori con el advenimiento del ferrocarril. La clásica manufactura rural también fue lentamente suplantada por la urbana con el sistema de factorías (Hobsbawm, 1964: 33).
En amplias zonas del este europeo la servidumbre comenzó a abolirse o ser progresivamente sustituida por el trabajo asalariado. Un ejemplo de ello es Prusia y su tradición campesina de protesta. Tras la Guerra de los Treinta Años la situación de despoblamiento de Brandemburgo obligó a la nobleza junker local a dar mejores condiciones a su campesinado. Con el tiempo estos nobles intentaron revocar tales concesiones, ante lo que los trabajadores, con una organización y velocidad pasmosas, reaccionaron saboteando de diferentes formas los intentos nobiliarios. Ante tales fracasos el noble acabó por, de forma progresiva, sustituir a sus siervos por asalariados, aunque el proceso llevó mucho tiempo. (Clark, 2016: 214)
En algún caso tal abolición fue “poco” beneficiosa. Antes, el campesino, aun en condiciones precarias, poseía un mínimo de protección legal que debía suministrarle el señor en caso situación adversa. Con el fin de la servidumbre no sólo aumentó la producción, pues se produce más cuando se tiene incentivo que cuando se hace de forma forzada, sino que el patrón se ahorró esas ayudas. De esta forma, y en casos como el prusiano debiendo de pagar su independencia con tierras, muchos campesinos o bien fueron despedidos, o bien no pudieron vivir de su trabajo. Tal ocurrió al devaluarse los productos agrarios debido al excedente, dejando de consumir los trabajadores y empobreciendo con ello al artesanado (Clark, 2016: 549).
En este punto se inició una migración descontrolada del campo a la urbe, en la que proliferaron los barrios sin planificación ni servicios básicos. Un mal alcantarillado, hacinamiento y falta de servicios mínimos acabaron convirtiendo los barrios pobres en nidos de epidemias. Y mediante inventos como la luz de gas se pudieron ampliar las jornadas laborales hasta las 15 horas, con las que el trabajador podía vivir con lo justo (Rapport, 2008: 43). Tal situación desembocó en dos opciones, o una desmoralización que sumía al trabajador en la pasividad, o en pequeños actos de protesta como el impago de impuestos o pequeños hurtos. Desembocaban en un clima de rebeldía que supuso el caldo de cultivo de posteriores acontecimientos (Hobsbawm, 1964: 192).
Francia en 1848
El advenimiento de Luís Felipe en 1830 como “monarca de los franceses”, implicando tal fórmula la soberanía popular, procedió con gran júbilo por parte de la población. Incluso grandes temores llegaron a despertar entre la Europa del Congreso de Viena, pero pronto agentes como Metternich se calmaron al ver el talante moderado del nuevo rey (Rapport, 2008: 29).
Con su gobierno se instauró una “paz expansiva” mediante la cual quiso hacer prosperar económicamente al país, iniciando su industrialización. Pero las libertades concedidas fueron mínimas, clausurando periódicos, prohibiendo sindicatos o excluyéndose completamente a la clase media del gobierno. Como muestra de ello es su nimio aumento del sufragio, de 166.000 personas en 1831 a sólo 244.000 en 1846 (Hobsbawm, 1964: 287), pasando por alto a la baja burguesía o trabajadores. No tardaron en llegar los intentos de magnicidio como el de 1834 o conatos de rebelión, ante los que el gobierno se endureció más. Alexis de Tocqueville, liberal de la época, definió a la alta burguesía francesa como la “clase gubernamental” en un gobierno en el que, por falta de discrepancias al ser todos de igual condición, no había “vida política” (Tocqueville, 1984: 66).
Finalmente todo se predispuso en contra del monarca. Luís Felipe (con su clásica apariencia de “burgués”) ya no pudo escudarse como hijo de la revolución, pues su único apoyo era la oligarquía; ni en su ruptura con el pasado, pues ni aceptó la posibilidad de cualquier reforma ni atendió las peticiones sufragistas (Palmade, 1981: 31). La crisis que por Europa se generalizó a partir de 1846 empeoró la situación, generalizándose el paro y hambre en muchos barrios de la capital. La cual por aquel entonces, cual símbolo europeo de tiempos pasados, era refugio para todo exiliado o revolucionario a nivel europeo. Su papel fue activo en futuros alzamientos (Hobsbawm, 1964: 127).
Ante la negativa de nuevas reformas del ministro Guizot y debido a la prohibición de reunión establecida, la oposición comenzó a realizar “banquetes”, evitando así la ley y siguiendo con sus reuniones. Éstos aumentaron en tamaño con mensajes subversivos contra el actual gobierno (que no la monarquía) hasta que finalmente se prohibió el banquete programado para el día 22 de febrero. Aprovechando tal cosa los republicanos y radicales animaron a realizar una marcha (cuando hasta ese momento eran los moderados quienes dirigían la campaña). Dio comienzo desde la plaza de la Madeleine, con intención de llegar a la cámara de diputados para pedir reformas, pero el ejército la desvió. En la ciudad en ese momento se encontraban 31.000 soldados regulares, 3.900 policías y 85.000 guardias nacionales. El gobierno se creía seguro, pero la lealtad de los últimos era cuestionable (Rapport, 2008: 50).
Se dispararon los primeros tiros, dispersándose los manifestantes entre las callejuelas de los artesanos, levantando barricadas. El día 23 por la tarde Luís Felipe, viendo que la situación podía descontrolarse, despidió a Guizot. La alegría fue generalizada en la ciudad. Pero esa misma noche una columna de soldados impidió el paso de la multitud hacia la casa del ex-ministro, disparando una andanada que segó a 50 manifestantes. Ni dar un gobierno a la izquierda de Barrot y Thiers (quien reprimiría años más tarde la comuna de París) pudo frenar la revuelta popular y el republicanismo que continuó (Rapport, 2008: 65).
Las tropas enviadas para reprimir la revolución poco pudieron hacer, con una guardia nacional que o bien se negó a combatir o bien desertó. Finalmente el rey abdicó el día 24 de febrero en su nieto el conde de París, el cual, con su madre la condesa de Orleans, se plantó en la asamblea aun a riesgo de su vida y, según Tocqueville, con gran valentía (Tocqueville, 1984: 103). Sin embargo el tumulto que irrumpió en la sala impidió cualquier otra cosa que no fuese la proclamación de una república. La Europa del Congreso de Viena fue golpeada en su corazón, siendo éste el primer acto de varios que acabaron con revolución a nivel continental.
Un nuevo gobierno provisional fue formado, concediendo grandes demandas como el sufragio universal masculino, la creación de Talleres Nacionales, factorías públicas a las que atendían parados de la capital o comunas. También la reducción de la jornada laboral de 15 a 10 horas o la eliminación de la pena capital por motivos políticos. Tal gobierno, aun formado por una mayoría moderada, poseía radicales y socialistas dentro de sí, lo cual, junto con sus medidas y marchas, atemorizó al parlamento. El día 23 de abril se celebraron nuevas elecciones, ya con el sufragio. Sin embargo se hizo notar la coacción terrateniente sobre el campesinado. De los 900 diputados 150 fueron de izquierda, con más de 500 moderados, los cuales cada vez temían más los movimientos radicales (Rapport, 2008: 206).
Una Asamblea Constituyente fue elegida, mostrándose la disensión entre los radical-demócratas y los socialistas, que fueron expulsados. Ésta también anunció el próximo cierre de los talleres nacionales, aumentando la tensión (Palmade, 1981: 41). Como contestación el 15 de mayo se organizó una marcha en apoyo de la nación polaca, que siempre despertó simpatías. Acudieron 20.000 radicales entre los que se discutió si dar o no un golpe para hacerse con el timón republicano. Quienes se negaron tenían sus razones; aun habiéndose iniciado el proselitismo campestre años atrás, Francia seguía teniendo una sociedad muy tradicional y tuvieron poco margen. La marcha transcurrió tranquila hasta su invasión de la Asamblea Nacional, dándola por disuelta y tomando el Hôtel de Ville, pero de nada sirvió. La guardia nacional, de fidelidad y formación burguesa, descabezó al movimiento arrestando a todos sus líderes (Tocqueville, 1984: 173).
Pero los obreros parisinos no se quedaron parados. El cierre de los talleres nacionales el 20 de junio supuso la vuelta a la miseria de unos 115.000 operarios que serían enviados al ejército, drenar pantanos o al paro. El 23 de junio se reunieron en protesta, escuchándose vivas a Napoleón (en este caso su sobrino Luís, político de la época). La Asamblea Nacional quería una última batalla y comenzó a concentrar las tropas. Al caer la noche se alzaron las barricadas, defendidas por 50.000 obreros contra los que se envió 25.000 militares y 15.000 guardias (Rapport, 2008: 220). El republicanismo estaba dividido, sin voces en la asamblea en favor alzado; los moderados habían ya virado a la diestra. En palabras de Tocqueville, lo sucedido fue “Una especie de guerra de esclavos” (Tocqueville, 1984: 184) en la que murieron 700 soldados y 3.000 obreros, sin contar la represión (Palmade, 1981: 42).
Tras ello un gobierno profundamente conservador dictó la ley marcial y deshizo toda reforma pasada, quedando como “victorias” de la revolución la república y el sufragio universal masculino. En nuevas elecciones para la asamblea en septiembre salió elegido Luís Napoleón Bonaparte, cuya popularidad se basaba en el recuerdo imperial y su populismo. Mientras en diciembre resultó elegido presidente de la república con 5’4 millones de votos de un total de 7 (Rapport, 2008: 333). Los temores de Tocqueville sobre sus posibles aspiraciones en un estado tan centralizado acabaron cumpliéndose (Tocqueville, 1984: 222).
Debido al envío de tropas francesas contra la efímera República Romana por «motivos católicos» los obreros volvieron a alzarse en julio de 1849 con idéntico resultado. Una endurecida asamblea restringió el sufragio para quienes tuviesen registro penal o no viviesen en el mismo lugar desde hace 3 años o más (el 30% del electorado). Ésto se debió no sólo a su elitismo, sino también a que el proselitismo obrero comenzaba a hacer mella en el campo, y eso provocaba miedo. Ante ésto y la ilegalidad de una reelección Napoleón propuso renovar el sufragio universal masculino el 4 de noviembre. Y con la negativa de la asamblea obtuvo su pretexto. El 2 de diciembre culminó su golpe, deteniéndose a opositores y derrotando a más de 70.000 alzados de las comunas (Rapport, 2008: 408).
Tras ello se realizó un dudoso plebiscito para ratificar el apoyo popular al “presidente”, venciéndolo de forma fulminante. Un año más se mantuvo la farsa, para acabar en diciembre de 1852 renaciendo el Imperio Francés con un coronado Napoleón III a los mandos de la nación (Palmade, 1981: 50).
El Imperio Austriaco
A principios de siglo Austria dio el sobrenombre a Europa de “bosque de bayonetas” debido a su militarismo y control exterior. Se encontraban en el cenit de su poderío, llegando a invertir hasta el 40% de su presupuesto en el ejército. Mientras interiormente sólo un hombre gobernaba, y no era el epiléptico káiser Fernando I, sino el absolutista primer ministro Metternich, quien sentó las bases de la nueva Europa y gobernó a voluntad. (Rapport, 2008: 13)
El Imperio Austriaco daba preeminencia a sus germano-parlantes, que copaban sus altos cargos y burocracia, entre los que también floreció el nacionalismo. Ante éstos se opusieron los húngaros, no tanto por liberales sino por afán de equidad. Un método del primer ministro para “pacificar” a los nacionalismos que componían el Imperio fue nutrir a su intelectualidad fomentando antiguas tradiciones locales. De esta forma renació de la literatura checa o el folclore croata (en detrimento de las ambiciones húngaras). A corto plazo se mostró efectivo. (Rapport, 2008: 41)
Por su parte sólo puntos muy localizados del Imperio daban sus primeros pasos en el sector industrial, como bien pudo ser Viena o la zona de Bohemia. El resto de su paisaje se encontraba, como todo el este europeo, dominado sin distinción por un campesinado menos politizado que el occidental. Éste aún estaba sometido mayormente a la servidumbre, destacando la robata checa. En años siguientes se les iría otorgando libertad de forma progresiva a conveniencia vienesa (Sperber, 2005: 11).
El precedente de lo que aconteció en las futuras revoluciones sucedió en el Reino de Galitzia, al noreste del Imperio, poblado mayormente por ucranianos bajo el yugo de la burguesía terrateniente polaca. En 1846 triunfó un alzamiento en manos de la nobleza polaca en la República de Cracovia, estado títere del Congreso de Viena, abanderados de libertades y derechos de toda clase. Intentaron medrar en la zona austriaca, pero los locales rutenos no dieron tregua. Aun pudiendo brindarles mejoras como el fin de la servidumbre, no se fiaron de sus antiguos señores y empezó la matanza. El campesinado, tradicionalista y conservador en el lugar, se aferró a la mítica figura del emperador protector y benevolente. (Palmade, 1981: 39)
En marzo de 1848 la dieta de la baja Austria se reunió por falta de fondos, sucedida con la convocatoria de la dieta húngara en Presburgo y la noticia de la caída de Luís Felipe presente desde el 29 de febrero. Esta rapidez se debió a la continua mejora viaria y ferroviaria de aquellos años, revolucionando con peticiones liberales ambos parlamentos. Una figura destacada de la dieta húngara fue el noble radical Lajos Kossuth, personaje que acabó dirigiendo Hungría y cuyo discurso reformista fue imitado en la capital. Los primeros en abanderar tales propuestas en Viena fueron los estudiantes, protagonistas de los primeros altercados. (Basset, 2015: 295)
El discurso escaló -y con él la violencia- y los trabajadores comenzaron a saquear fábricas, mientras los estudiantes lideraban la marcha contra la tropa, atrincherada en las puertas de la ciudad para evitar la entrada de los obreros alzados. Tras una jornada con barricadas y con la ciudad al amparo de milicias, el gobierno cedió, exiliándose Metternich el 13 de marzo de 1848 a Inglaterra. Volvería tres años después, siendo abandonado en la intrascendencia en aquel “mundo evidentemente enfermo” (Palmade, 1981: 30). Su caída provocó un efecto comparable al derrocamiento de Luís Felipe, insuflando nuevos ánimos a los revolucionarios a escala continental.
La dieta acordó prevenir una revolución confiriendo una constitución que calmase los ánimos. Igualmente el archiduque Esteban, virrey de Hungría, transmitió a Viena las peticiones de su dieta de gobierno propio o mayor autonomía. El emperador cedió en ello. Un liberal fue colocado como primer ministro y se creó una guardia nacional. Al norte del Imperio el ambiente también comenzó a caldearse. Las ambiciones pangermanistas, más tarde reunidas en el parlamento de Fráncfort, llegaron a abarcar al Reino de Bohemia, cuyos integrantes rechazaron la oferta. Tal acción tuvo su reacción, reuniéndose la intelectualidad checa el 11 de marzo en los baños de San Wenceslao. En esa reunión se redactaron peticiones tales como el fin del robot (sistema de trabajo feudal checo), libertad de prensa, juicios justos, etc. (Rapport, 2008: 70).
Bajo la promesa de una constitución se formaron nuevas milicias, mientras la indignación germano-parlante aumentaba. Las demandas checas crecieron hasta el punto de igualar a los húngaros. Se les concedió el reconocimiento del estado moravio y bohemio con sufragio censitario e igualdad lingüística. Buena parte de los intelectuales checos no eran unionistas por amor a Austria, sino por miedo a las consecuencias de una posible Alemania unida. En tal caso, creían, el destino del resto de naciones eslavas quedaría a merced del bárbaro ruso.
Mientras tanto la nueva constitución se fraguaba en Viena. El sufragio censitario planteado junto con la conservación de la mayoría de las prerrogativas regias dio pie a protestas a principios de mayo. El gobierno acabó por ceder con un sufragio universal masculino. La familia imperial, atemorizada, marchó a Innsbruck. Corría el rumor de que lo que los revolucionarios deseaban era una república, a lo que el grueso de la población se volvió en su contra, polarizándose el discurso político. Igualmente, la huida en masa de la aristocracia local sumió en la ruina a todo el artesanado encargado de su suministro. Las milicias locales como la Guardia Nacional o la Legión Académica (formada por los estudiantes) junto con sus comités comenzaron a tener oposición (Palmade, 1981: 39).
Pero no sólo estaban germanos, checos y húngaros. El primer triunfo de la contrarrevolución fue en Galitzia. En ella las ciudades de Cracovia y Lemberg (de mayoría polaca) se alzaron, pero apenas recibieron apoyo fuera al persistir los recuerdos de 1846. Las insurrecciones acabaron por ser rápidamente reprimidas con una jugada magistral. Las autoridades austriacas se garantizaron el apoyo campesino al liberarlos el 22 de abril. Nadie tras ello les arrebataría su fidelidad, utilizando esta táctica de forma progresiva para garantizar el apoyo campestre.
Por la época y gracias a reformas militares aplicadas con Metternich, el ejército austriaco en tiempos de paz alcanzó los 400.000 hombres. El único inconveniente es que, aun siendo un ejército numeroso, la práctica totalidad de sus tropas eran bisoñas. Con la única excepción de aquellas 73.000 acantonadas en el norte de Italia a las órdenes del mariscal Radetzki que en el pasado suprimieron las revueltas locales (Basset, 2015: 297).
En Hungría la alianza entre dieta y radicales acabó por hacer la presión como para que Viena volviese a capitular. El 11 de abril fueron aprobadas las 31 Leyes de Abril que concedían la independencia dentro del Imperio a la Corona de San Esteban (Hungría) con dieta propia o control sobre sus fuerzas armadas (Palmade, 1981: 34). Pero la corona sufría la Völkerfrühling, “primavera de las naciones”: croatas, serbios, rumanos o eslovacos molestos. La única nacionalidad admitida en la jurisdicción húngara fue la húngara. Las minorías nacionales húngaras querían su autonomía y a falta de otra opción no hicieron sino mirar con esperanza y fidelidad al káiser (Rapport, 2008: 143).
Los primeros reprendidos fueron los eslovacos que, reunidos el 28 de marzo con clásicas peticiones autonomistas, sufrieron el arresto de sus líderes e intelectuales. Más al este el antiguo Principado de Transilvania quería continuar gozando de su autonomía, pero la minoría terrateniente húngara y alemana no opinaba así. Hubieron intentos de unión con rumanos extrafronterizos, pero al ser reprimidos por el Imperio Otomano y Ruso, optaron por alzarse por Viena con la esperanza de una confederación de pueblos iguales en el imperio (Rapport, 2008: 247).
En el sur eslavo convivieron dos nacionalidades más. En Dalmacia, de mayoría croata, se abolió la servidumbre un 25 de marzo. Éstos, con la Frontera Militar al sur del Imperio, fueron capitaneados por el noble Josip Jelačić, que gozó del apoyo del emperador llegando a nombrarle brevemente Ban (gobernador) del lugar. Aunque en teoría se le sometió a las autoridades húngaras, desafió a Kossuth y comenzó a concentrar tropas junto al río Drava. Envalentonados, sus vecinos serbios igualmente se alzaron el 13 de mayo concentrados en la creada Voivodina, actual norte de Serbia, con gobernador propio y haciendo la guerrilla a los representantes magiares (Basset, 2015:304).
Por este tiempo en Viena la crisis económica en aumento y los intentos censores avivaron nuevas protestas, ofertándose puestos de trabajo público para calmar ánimos. Pero las nuevas elecciones al parlamento del 22 de julio dieron buen resultado a una mayoría conservadora y liberal, allanando el camino para la vuelta al mes siguiente del vitoreado emperador y de la reacción. Se redujo a la mitad el salario de los trabajadores públicos por falta de liquidez, conduciendo a la marcha y revuelta de los propios trabajadores, anterior sustento de todo alzamiento. La Guardia Nacional se utilizó contra éstos, mientras los estudiantes y artesanado se abstuvieron, siendo derrotados. Tras la victoria contrarrevolucionaria desmontaron la estructura liberal creada (Rapport, 2008: 231).
El anterior 12 de junio Praga vivió un nuevo alzamiento a manos de radicales, pero en este caso de mayor envergadura. Las barricadas se alzaron, se capturó al gobernador y se amenazó con tomar la totalidad de la ciudad. Pero el príncipe Alfred zu Windisch-Grätz, al mando del ejército sostuvo férreamente a sus tropas y, tras bombardear la ciudad, la sometió el 17 de junio. La ley marcial se impuso en Bohemia. Tras ésto las tropas del norte del Imperio quedaron libres para acudir allí donde se las necesitase (Palmade, 1981: 40).
Más al este no pocos miembros en el parlamento húngaro comenzaron a ver con mejores ojos una posible escisión croata, aunque era tarde. Los 50.000 hombres de Jelačić cruzaron el Drava el 11 de septiembre con intención de tomar Budapest y, aunque fue frenado por la caballería húngara en Pákozd el 29 de septiembre, sí consiguió reforzar Viena con 20.000 de ellos. Ésta tuvo sus conatos de crisis, pero fueron aplacados. Lo que la fuerza local no pudo contener fue la declaración de guerra sobre Hungría el 3 de octubre, alzándose las milicias y los nacionalistas radicales vieneses al unísono con intención de revertir la declaración. Las barricadas se levantaron y Fernando huyó a Olmütz (Rapport, 2008: 294).
Primero fueron 20.000 soldados quienes sitiaron la ciudad, uniéndoseles otros tantos con Jelačić, para ascender a 70.000 con la llegada de Windischgrätz. Mientras, los cercados no contaron ni con la ayuda de los nacionalistas alemanes . Se sucedió el bombardeo y los reiterados asaltos hasta la rendición de la ciudad el 27 de octubre; pero la tan ansiada intervención húngara avivó esperanzas al día siguiente al cruzar Kossuth la frontera con 25.000 hombres, pronto derrotados. La capital se rindió el 31 de octubre. Volvió la censura y estado de sitio, desbandándose las milicias. Comenzó a gobernar el conservador Felix zu Schwarzenberg que, junto con Windischgrätz, consiguió la abdicación de Fernando I como “deudor de concesiones liberales”. Fue coronado su sobrino Francisco José I, de 18 años, otorgando una constitución el 5 de marzo de 1849, dando ciertos derechos y libertades en una Austria unida (Palmade, 1981: 44).
Al inicio de esta contienda Hungría contaba con 5.000 tropas regulares, consiguiendo hacerse con un ejército de 170.000 hombres y 500 cañones. Para ello convenció a las tropas imperiales húngaras de que se pasasen de bando. También mediante conscripción masiva, conseguido debido a un fuerte apoyo del campesinado magiar. Aunque en un inicio el gobierno se sumiese en el caos, se creó el Comité Nacional de Defensa, en manos de Kossuth, a la par que el archiduque Esteban, tras fallidos intentos de reconciliación, marchó a Viena (Hobsbawm, 1964: 114).
Al este la dieta transilvana, dominada por la terrateniencia germano-húngara, votó a favor de la unificación a total disgusto de la población, que se dedicó a la guerrilla. La contestación fue una dura limpieza étnica a lo ancho de la Corona de San Esteban. Al mando de las fuerzas armadas húngaras se colocó Arthur Görgey, militar “fiel” a la dinastía que luchaba por la aceptación de la constitución. Se enfrentaba a Windischgrätz que ya avanzaba por el Danubio con 52.000 hombres y 210 cañones. A la dieta húngara no le quedó sino mudarse a Debrecen, junto a la frontera transilvana, tomada el 5 de enero (Rapport, 2008: 311).
Ante la nueva crisis, y con una armada numerosa debido a la conscripción general, sufrieron una falta de suministros atroz junto con deserciones masivas de la oficialidad (siendo recibidos con los brazos abiertos en el bando contrario). La crisis impulsó cada vez más a los radicales de Kossuth, que el 14 de abril de 1849 declaró la total independencia de Hungría (dejando el asunto de república o monarquía para pasado el conflicto). Una lucha interna se desató entre el propio comité y aquellos constitucionalistas que no deseaban escindirse del Imperio (Rapport, 2008: 369).
Los húngaros retomaron Budapest el 21 de mayo. Su error fue el perder tiempo sitiando el Castillo de Buda, lo que permitió a Francisco José I pedir ayuda a su homónimo ruso Nicolás I. El tzar accedió a enviar en apoyo austriaco hasta 200.000 tropas a Hungría a las órdenes de Paskevich, aquel que se encargó de reprimir Polonia 18 años antes. El tzar quería evitar un efecto contagio en el Danubio. Junto con las 175.000 austriacas pudo superarse con facilidad la oposición local. Budapest cambió de manos por última vez un 13 de julio, mientras la exiliada dieta magiar lanzó el 28 una ley por la que reconoció los distintos idiomas nacionales y abolía la servidumbre; tarde para ganarse el favor de nadie (Rapport, 2008: 384).
Görgey acabó por negociar su rendición mientras Kossuth recurrió al exilio. La guerra se cobró alrededor de 100.000 vidas, añadiendo 500 condenas capitales tras la misma. En Hungría se mantuvo la ley marcial hasta 1854, mientras la única parte de la constitución austriaca que se mantuvo, aun tras ser abolida, fue el Reichsrat, la cámara alta. Austria será por primera y última vez un estado centralista homogéneo (Basset, 2015: 309).
Prusia y Alemania en 1848
“Alemania” estaba compuesta por pequeños, medianos y dos grandes estados en torno a los que giraba toda influencia, Austria y Prusia, organizados ellos en la Confederación Germánica, que presidía la primera. Aunque más que una confederación era una especie de asamblea descentralizada de estados creada tras el Congreso de Viena para frenar la natural influencia francesa en los países renanos (Hobsbawm, 1964: 102). Por la época distintos movimientos como el nacionalista se alzaron entre las masas, pero variando enormemente según la clase social del manifestante; sólo los liberales querían una confederación (pues una unión total dañaba sus intereses), mientras los radicales eran más unitarios. Incluso el diseño de la tricolor germana variaba de uno a otro. Entre los trabajadores no había sido común implicarse en exceso, pues cualquiera de ambas opciones daba ventajas políticas, que no sociales. Hasta entonces (Rapport, 2008: 29).
La Prusia de Federico Guillermo IV, rey desde 1840, y con ella toda Alemania (menos la zona renana) seguía sometida a cierto tipo de servidumbre llamada Gutsherrschaft, “señoríos”. En ésta la nobleza terrateniente junker poseía tierras donde los campesinos vivían con escasos recursos trabajando para ellos. Esta nobleza era numerosísima, variando desde grandes señoríos hasta las pequeñas haciendas. Su principal foco de poder era el gobierno local, donde incluso poseían jurisdicción legal (aunque regulada por el estado). Mientras que, gracias a esfuerzos de previos monarcas, esta clase campestre acabó por ser «servil» con el estado, que garantizó a su juventud un puesto en la oficialidad militar (Clark, 2016: 209)
Según avanzó el siglo los terratenientes desamortizaron su terreno y los siervos se convirtieron en asalariados a cambio de sus parcelas. Sus consecuencias fueron la conversión del campesinado en una mano de obra asalariada y prescindible, beneficiando a los junkers (Sperber, 2005:12). De igual manera la posesión de tierras era algo de enorme valor social, dominando los terratenientes los estados provinciales prusianos. Tampoco temieron éstos por su seguridad durante la revolución, al ser en Prusia algo muy localizado y principalmente objeto urbano (Clark, 2016: 580).
La población en la zona también creció como en occidente, pero no por la industrialización, casi inexistente en la zona, sino por la liberalización agraria en las zonas que aun utilizaban la Vorwerke, trabajadores siervos. Con el aumento de los cultivos con el tiempo hubo de complementarse siervos con asalariados, acabando por primar estos últimos y finalmente pudiendo asentarse con sus familias en el lugar. Tal proceso se inició lentamente en la segunda mitad del s.XVIII, mientras que en la Alemania al oeste del río Elba hasta el 90% de las tierras eran poseídas por campesinos (Kriedte, 1983: 112).
A principios del reinado de Federico Guillermo Inglaterra era la excepción, con grandes inversores privados allanando el camino ferroviario. Mientras en la Europa continental era el estado quien animaba el sector industrial. En el caso prusiano un gran impulsor de la industria local, a falta de inversores, fue Federico II (1740-1789), con ejemplos de su apoyo a la metalurgia silesia o las sederias de Brandemburgo, con desigual éxito pero gran precedente (Clark, 2015: 230).
Para Prusia su “boom” llegó en los años 40 en los que pasó de tener 185km de vía férrea a 1.106km en 1845. En 1848, a falta de fondos, fue convocada la Dieta Unida de los estados, cosa que el rey odió. La dieta le permitiría contraer mayor deuda, aunque en ella se habló de todo menos del préstamo, amenazando los propios diputados con denegarlo de no hacerse reformas constitucionales. Para cuando el rey la desconvocó era tarde, el ambiente político y de debate se había expandido ya por la capital. No se hablaba de otra cosa sino de la necesidad de reformas, sin valer de nada la férrea censura estatal (Clark, 2016: 553).
Por la época las fiebres nacionalistas comenzaron a emerger, sucediéndose los príncipes germanos que debieron aceptar constituciones de querer conservar el trono. La antes prohibida tricolor alemana se generalizó, con diseño vertical en el caso de los radicales. El primer alzamiento el 27 de febrero, en Manheim, obligó al Gran Ducado de Baden a preparar una constitución. Pero no a meras protestas se limitó el nacionalismo alemán; el 5 de marzo 51 representantes de los estados “reformados” se reunieron en Heidelberg con el afán de crear un parlamento alemán funcional, ignorando el actual confederal. Se reunieron en Fráncfort, donde nació el efímero parlamento alemán (Rapport, 2008: 59).
Los estudiantes berlineses incendiaban los debates callejeros que plagaban la ciudad. Peticiones fueron enviadas al rey y todas rechazadas. La guarnición berlinesa, de 20.000 hombres, temía. Se organizó una marcha que les superaba. Mientras que los liberales y radicales del lugar parlamentaban y votaban como si de una asamblea se tratase, los propios obreros comenzaron a escindirse y organizarse, importante precedente. Al llegar el 13 de marzo las noticias sobre el destino de Metternich, las protestas incrementaron enviolencia, llegando a las primeras muertes (Clark, 2016: 564).
La cúpula real tuvo a bien dar concesiones el 17 de marzo, rebajando la censura y dando una constitución, la marcha programada para el día 18 no se desconvocó. En tal jornada el rey pudo ser vitoreado desde su balcón mientras se leían las reformas y se adhería a la causa nacional, pero a la hora de desalojar la plaza los nervios se crisparon y un arma se disparó al aire, dando paso a lo que pretendió ser revolución. Las barricadas se construyeron con rapidez y las tropas pronto chocaron, despejando al poco las principales arterias. Murieron 800 civiles y 100 soldados (Rapport, 2008: 77).
Pero el rey actuó con mayor inteligencia que otros y decidió, contra el aviso de sus consejeros, evacuar la ciudad de tropas. Federico Guillermo era consciente de lo ocurrido en París y prefirió frenar la situación con tiempo. El resultado fue mejor de lo esperado, con los vítores de la población celebrándolo como “emperador de Alemania” el 21 de marzo. Sin embargo este hecho tuvo una cara desagradable para el monarca, pues debió prometer una constitución liberal y el adherirse de forma completa al movimiento nacional. Al poco, en una reunión con su gabinete, declaró sentirse humillado. Cuando las tornas volviesen a girar, no dudaría (Clark, 2016: 573).
Ya a finales de marzo el “preparlamento” alemán se disolvió, acordando reunirse de nuevo en Fráncfort en mayo ya habiendo elegido representantes de sus diferentes territorios. Pero el cisma entre los representantes tenía varios frentes. La primera era la forma de gobierno, monarquía o república, dividiendo a los mayoritarios moderados de los radicales, que acabaron dando Fráncfort por perdido; y el tamaño de la unión, si “Gross-”, gran, o “Kleindeutchsland”, pequeña Alemania. En el caso de la primera se incluía la Austria germana, mientras en la segunda se la excluía, no complicándose con la división de su imperio multinacional. Serían estas divisiones y su falta de fuerza real lo que garantizase su fracaso (Palmade, 1981: 48).
Parte de los radicales escindidos prefirieron tomar las armas a confiar en los moderados, reuniéndose en Baden. La república fue declarada un 12 de abril, pero la confederación, aún viva, no lo permitió, derrotando con el ejército de diferentes estados a los rebeldes del Gran Ducado. Este episodio dividió más el espectro político alemán, enfrentando directamente a los liberales contra los radicales. Mientras un aspecto unificador siempre fue el nacionalismo, febril en el norte por asuntos bélicos. Un nuevo rey danés, Federico VII, ascendió al trono, promulgando una constitución mediante la que se anexaba los ducados de Schleswig y Holstein, de mayoría alemana. Pronto los estados germanos, liderados por Fráncfort y Prusia, se lanzaron a su ocupación, pero esta guerra dio para largo (Rapport, 2008: 135).
Las elecciones al parlamento prusiano en mayo se celebraron con sufragio universal masculino, resultando en 120 delegados de izquierdas de 395, muchos de ellos de la industrializada Renania. El malestar creció al rechazar el rey que se le enajenase su mando militar o que quisiese una constitución “de igual a igual” con el pueblo, sin supeditarse. Rápido rechazaron las pocas medidas sociales propuestas, dándose nuevos alzamientos, aunque de mayoría obrera, con unos liberales «neutrales» debilitados por la lucha parlamentaria. Un conservador afín fue nombrado tras sendos primeros ministros liberales frustrados, pero la nueva convocatoria de la Asamblea fue «prorrogada» a fin de mes, aprovechando la mínima protesta para enviar tropas al lugar.
Pronto 13.000 hombres entraron en Berlín venciendo la débil resistencia de los obreros que se opusieron. La ventaja de estar combatiendo a los trabajadores y no a los frustrados liberales fue que las tropas mismas e incluso la ciudad creyeron “defender” la revolución. Una nueva constitución fue anunciada, más conservadora en este caso. La iniciativa revolucionaria quedó en el tejado radical, pero al ser finalmente derrotados por la confederación a lo largo de Alemania, se acabó (Clark, 2016: 583).
El Parlamento Alemán se reunió el 18 de mayo en la Iglesia de San Pablo en Fráncfort. En todo momento sus movimientos se encaminaron hacia la adquisición de legitimidad para ejercer como un verdadero parlamento. Eran reconocidos por estados pequeños y medianos, pero ninguno de los mayores parecía tener intención. Las discusiones fueron acaloradas y pocos acuerdos se vieron, pues las libertades concedidas eran políticas, ignorando lo social. Un punto clave fue la resolución de la Primera Guerra de Schleswig (la guerra danesa). Ésta se sucedió con la efectiva ocupación alemana de los ducados en disputa, pero la mediación internacional inglesa, sueca y rusa presionó para restaurar la paz. Finalmente Prusia retrocedió y firmó. Tal acto deslegitimó enormemente a un parlamento que estaba “liderando” la guerra. Sin la ayuda prusiana no le quedó sino firmar un armisticio más simbólico que real, para salvar los muebles (Rapport, 2008: 125).
Pero llegó el momento. El 27 de marzo de 1849 promulgaron una nueva constitución liberal, una para toda Alemania, mediante la que se designaba a un emperador de entre los candidatos alemanes. Y el elegido para esta “pequeña Alemania” fue Federico Guillermo IV de Prusia. Los estados medianos como Baviera rechazaron la constitución, mientras sí fue aceptada por 28 gobiernos, todo dependía de Federico. Pero tanto éste, como un consejero suyo llamado Otto von Bismarck, rechazaban la idea, en el caso de Federico por creerla la “corona de un cerdo”.
El rey rechazó la petición, ofreciendo ayuda a quien hiciese igual. Los parlamentarios estaban perdidos, migrando a Stuttgard para revitalizar el parlamento, pero el gobierno local les expulsó el 17 de junio. Toda legitimidad fue perdida, los posteriores alzamientos constitucionalistas rechazados y sus estados valedores se desdijeron. De época revolucionaria quedó la práctica abolición de la servidumbre alemana, el retroceso de la censura y el aumento de las libertades políticas. Federico estaba exultante. (Rapport, 2008: 340)
La Península Italiana en 1848
A mediados del siglo XIX la península italiana se encontraba dividida en muchos pequeños estados: Dos Sicilias, Estados Pontificios, Toscana, Módena, Parma, Austria, Cerdeña etc. De entre los cuales el último fue quien completó la misión unificadora décadas más tarde. Por la época Austria dominaba de forma indiscutible la península, aplicándose el “Italia como expresión geográfica” de Metternich, suprimiendo cualquier conato nacionalista. Mientras los pequeños estados centrales con Toscana eran dirigidos por príncipes Habsburgo a su merced. Buen ejemplo de su poderío fue su continuada represión de movimientos liberales en península (Rapport, 2008: 15).
En el caso sureño, de las Dos Sicilias, encontramos un país enormemente dividido, mayormente analfabeto y campesino y con movimientos secesionistas de importancia en la isla. Región ésta enormemente pobre aun con sus enormes reservas de grano al carecer de una entrada adecuada al mercado continental (Sperber, 2005: 8). A su vez la corrupción generalizada y un absolutismo reforzado que traicionaba las promesas de reforma no gustaron. En el centro encontramos los Estados Pontificios, en los que el reciente papa Pío IX era la promesa liberal de todo “italiano” que se preciase de católico, aunque pronto desdijo tales ensoñamientos). En toda la península la disputa confederal-unitaria era viva, pero muchos señalaban a este pontífice como cabeza. (Palmade, 1981: 31)
Más al norte nos encontramos el caso del Reino de Cerdeña, el más industrializado de la península, teniendo unas vías férreas decentes o un alto índice de alfabetización. Sus liberales y radicales también eran bastantes, todos presionando al rey Alberto Carlos I, de la dinastía Saboya, única “local”, para que abrazase la causa nacionalista. Fue esta presión interna la que impulsó la sucesión de conflictos con Austria, aunque en el fondo lo que buscaban, más que el beneficio nacional, fue el beneficio dinástico. Alberto Carlos deseaba profundamente la anexión del Lombardo-Véneto para engrandecer su reino (Basset, 2015: 297).
Y finalmente nos encontramos en el noreste italiano con el Reino de Lombardo-Véneto austriaco, de donde el Imperio conseguía una muy importante recaudación en impuestos. El germen de futuros problemas en el lugar empezó en Venecia y Milán. En el primer caso fue por el aprisionamiento de figuras locales demandando reformas. Mientras, en Milán la oposición giraba en torno a la nobleza, hastiada ésta de la falta de oportunidades que solían copar candidatos austriacos. Los milaneses intentaron boicotear los impuestos recaudados del tabaco al dejar de fumar en masa en año nuevo de 1848, pero de nada sirvió, con disturbios que hicieron crecer la tensión. Joseph Radetzky, al cargo de la guarnición, ya advirtió de la necesidad de refuerzos (Rapport, 2008: 43).
La situación siciliana se descontroló, alzándose nuevamente la isla el 12 de enero. Al mandar tropas (que acabaron sitiadas en Mesina) Fernando descuidó su propia casa, levantándose también la capital. Se vio forzado a prometer una constitución el día 27. Esta ola revolucionaria también arrastró al gran duque de Toscana Leopoldo, dando una constitución al pueblo el 2 de febrero. El ambiente de por sí liberal en Roma aumentó. Pío IX tenía mucha presión encima para llevar a cabo reformas y los rumores de invasión austriaca envalentonaron a los liberales. El papa acabó por ser “obligado” a crear gobierno con cardenales cual ministros, dando una constitución el 14 de marzo. Y, finalmente, también daría una Carlos Alberto el 4 de marzo, confiriendo separación de poderes entre parlamento y monarca, la cual se mantuvo hasta 1946 (Rapport, 2008: 79).
El 17 de marzo la noticia de la caída de Metternich arribó a Milán, mientras sus puertas eran reforzadas y el virrey huía a Verona. Al día siguiente una manifestación “pacífica” de 50.000 personas, alcalde a la cabeza, demandaba reformas. Finalmente la protesta escaló y la muchedumbre levantó barricadas, así comenzaron las Cinco Jornadas de Milán, cinco días en los húngaros y croatas del afamado mariscal Radetzky resistieron a los insurrectos. Las tropas admiraban sinceramente a su mariscal, llegando incluso a ser respetado por los locales lombardos, que lo veían como un «defensor» ante los abusos imperiales. Pero los milaneses lo desalojaron, debiendo retirarse al Cuadrilátero, la sucesión de cuatro ciudades fortificadas en terreno austriaco para su defensa, mientras buena parte del campo lombardo se alzaba en simpatía a Milán (Basset, 2015: 299).
Aprovechando la situación Carlos Alberto comenzó a enviar a sus ejércitos al este en “ayuda” de Milán, cruzando la frontera el 23 de marzo y anexándola. Buena parte de la población era republicana, pero acabaron por callar, pensándose inferiores. El grito de guerra se expandió por entre todos los italianos. Se demandó ayuda militar al resto de estados que acabaron por verse forzados a intervenir en mayor o menor medida. Incluso revolucionarios de larga extracción como Mazzini intervinieron.
El 17 de marzo Venecia, con la situación a su favor, pidió la liberación de los presos. Ésta fue concedida, pero Daniele Manin, liberal y patriota veneciano, comenzó a organizar milicias. El alzamiento en Venecia se produjo el 22 de marzo, tomando desprevenida a la guarnición y su arsenal. La plaza se rindió y se declaró la República de Venecia al día siguiente. Incluso buena parte de la campestre terra ferma se alzó, aunque sería más pronto retomada. No fueron pocos los conflictos entre los nacionalistas y “regionalistas” (Rapport, 2008: 92).
La llamada nacional a las armas puso en un serio aprieto ético a Pío IX, pues la declaración de guerra del papado a una potencia fieramente católica como Austria lo deslegitimaría ante el mundo católico. Pero los nacionalistas romanos eran persistentes. El día 25 de marzo más de 10.000 voluntarios romanos se encaminaron al norte, mientras Leopoldo debió enviar casi 8.000 más para calmar los ánimos. El 7 de abril Nápoles también entró en guerra con Austria, enviando 14.000 tropas al norte de la frontera papal con orden de no sobrepasarla (cosa que desobedecieron). Parma y Módena fueron ocupadas por los sardos, mientras Manin, ya al cargo de su república, pidió ayuda a su rey, pero el precio era la unión, uniéndose de facto el norte de Italia en un mismo reino el 4 de julio (Rapport, 2008: 161).
Pero los aliados retrocedieron. Pronto el papa renunció a liderar ninguna unión, repudiando a sus voluntarios, favoreciendo enormemente el desarrollo revolucionario en Roma. Mientras el 17 de mayo Fernando II acabó con los liberales al clausurar y desbandar el parlamento, alzándosele a cambio el campo napolitano. Su convicción inicial no era fuerte y los últimos contraataques austriacos ayudaban. Carlos Alberto se encontraba sitiando Peschiera, una de las fortalezas del cuadrilátero, mientras Radetzky era reforzado y el camino hacia Venecia se despejaba de enemigos. Para el 25 de mayo el mariscal tenía ya 69.000 tropas, dirigiéndose pronto hacia Carlos Alberto. Palabras de Viena se escucharon reclamando a Radetzky rendir Italia, pero las ignoró, venciendo en la Batalla de Custozza a los sardos el 22 de junio, firmando un armisticio el 9 de agosto que duró 7 meses (Palmade, 1981: 40).
La Guerra en los Estados Pontificios fue igualmente cruda. Ya el 14 de julio los austriacos tomaron Ferrara, pero fueron frenados el día 8 de agosto en Bolonia. Aunque se firmase el armisticio los aires romanos siguieron agitándose por los soldados retornados, mayormente revolucionarios voluntarios. Éstos recibiendo mayores ánimos por las noticias del momento, que auguraban buen futuro a los húngaros. El gobierno moderado papal tampoco ayudó.El primer ministro fue asesinado el 15 de noviembre por activistas liberales.Una manifestación se sucedió en el palacio Quirinal papal, que acabó por ser asaltado mientras Pío IX huía al reaccionario Reino de las Dos Sicilias, cuya revuelta se calmó en julio con la época de cosecha al retirarse los alzados a sus faenas agrícolas. El papa entonces pidió ayuda a Austria para recuperar su poder, cosa que, junto con otros estados, no tardó en aceptar. (Rapport, 2008: 322)
Venecia no estaba mucho mejor. Entre su guarnición y los refuerzos papales que les llegaron poseían 22.000 tropas junto con un enorme entramado fortificado. El sitio no era completo al ser apoyados por la flota piamontesa, pero un tercio de la guarnición sufría malaria y a su vez carecían de fondos. Sus esperanzas eran tres: una posible victoria húngara que les socorriese; una intervención anglo-francesa, que finalmente sólo se mostró levemente en el campo diplomático; y una vuelta sarda al campo bélico. La tercera se plasmó finalmente el día 12 de marzo cuando Carlos Alberto, bajo la presión de la oposición y los republicanos, anunció el cese del armisticio.
Radetzky, ni corto ni perezoso, avanzó tomando la iniciativa en Lombardía. Podía oírse a no pocos campesinos lombardos dándole vivas a él y al emperador. El campesinado acabó politizándose de forma notoria. Bajo influencia revolucionaria y por iniciativa propia la población reclamaba mayores derechos y libertades, mientras en caso de que los liberales les «fallasen» podían volver a posiciones previas (Rapport, 2008: 269). El mismo día 22 se dio la Batalla de Novara, con una final victoria sobre Carlos Alberto. En próximos meses Radetzky fue ocupando urbes piamontesas camino a Turín, mientras las potencias como Francia e Inglaterra pedían paz por miedo a una anexión. Carlos Alberto, ante la oposición despertada abdicó en su hijo Víctor Manuel I. Éste firmó una generosa paz sólo debiendo pagar 75.000.000 de liras. La guerra llegó a su fin. (Basset, 2015: 307)
Dejada Venecia en un sitio por hambre, la atención se centró en Roma. La sensación era bastante negativa, rodeados por todo lado de enemigos. Su única esperanza en un primer momento fue la republicana Francia (ya en manos de Napoleón), pero acabó viéndose imposible, el internacionalismo revolucionario previo había muerto ya (Hobsbawm, 1964: 118). Su gobierno abolió la censura y no fue anti-clerical, dando lugar a grandes reformas. Pero el exterior amenazaba, preparándose España, Nápoles e incluso Francia para enviar tropas.
El 26 de abril 6.000 franceses desembarcaron, asaltando posiciones romanas para sorpresa italiana, aunque cuatro días más tarde fuerzas romanas los rechazaron. A mitad de mayo los austriacos tomaban Bolonia, mientras la presión interna contra Napoleón aumentaba. Finalmente su artillería pesada con 30.000 tropas acabó con los romanos una noche del 30 de junio, justo después de que éstos ratificasen su constitución. El papa fue restaurado en su trono, aun preservando alguna reforma.A pesar de ello, se mantuvo el absolutismo; regresó en abril de 1850 (Rapport, 2008: 361).
La “moderada” Roma finalmente sucumbió, con la estocada dada por el católico afán intervencionista napoleónico. Con ello toda esperanza de supervivencia veneciana. Manin seguía gozando del apoyo de los trabajadores isleños, pero no tenían municiones y los asaltos dieron comienzo un 4 de mayo de forma inmisericorde. En junio, con esperanzas puestas en Hungría, rechazaron la rendición con amnistía brindada por Radetzky, sitiando la ciudad que ya sufría racionamiento. Se inició, pues, el 30 de julio el bombardeo. Finalmente, desesperanzados, firmaron el 22 de agosto. Se amnistió a todos los participantes de la revolución menos a 40 cabecillas que pudieron elegir exiliarse (Rapport, 2008: 365).
El Fin de una Primavera
Todas las revoluciones fueron aplacadas.
A la altura de 1852 no se encontraba más gente en armas en Europa. Los revolucionarios fueron vencidos, los liberales se moderaron y los conservadores se consolidaron. Fue a partir de esta nueva oleada que las grandes ciudades comenzasen a abrirse de forma generalizada con grandes avenidas y calles, como en la Francia de Napoleón III. Una de sus muchas razones fue su mejor disposición para evitar insurrecciones y el correcto paso de tropas (Hobsbawm, 1964: 126).
Pero el Antiguo Régimen absolutista pre-revolucionario no volvió a aparecer por Europa. Ya tras 1830 las constituciones liberales comenzaron a abrirse paso por el continente, aunque sin atender derechos sociales más allá de lo político. Tras 1848 lo conseguido no fue sólo una politización mucho mayor de un campesinado en muchos casos pasivo políticamente (aunque estas tesis están siendo cuestionadas actualmente), sino también la consolidación del inicio del movimiento obrero. Éste tuvo en 1848 su nacimiento, cuya puerta se abrió al recibir mayores derechos políticos tras 1830. Por la época, y con el propio Marx en París durante los alzamientos, el movimiento se consolidó y adquirió mayor e incluso total autonomía de aquellos liberales que antaño los dirigieron.
Hubo revoluciones fallidas, como el caso de los cartistas ingleses. Éstos fueron desde radicales hasta burgueses liberales ingleses que mediante campañas de firmas y manifestaciones pretendieron aprobar su “Carta”, en la que se reflejaban derechos principalmente políticos. Fueron reprimidos al llegar noticias de derrocamientos desde el Canal de la Mancha, pero el gobierno con el tiempo admitió la necesidad de reformas y las confirió progresivamente. También sus conatos hubo en la España dominada por Narváez, se saldaron con gran represión, destacando el impacto ideológico en el momento. Mientras en lugares como Suiza en la Guerra del Sonderbund en 1847 los liberales confederales vencieron a una unión de cantones católicos conservadores.
En el resto de estados la mayoría de las reformas revolucionarias fueron abolidas, pero no olvidadas o descartadas. En las nuevas constituciones otorgadas se preservaban algunas libertades políticas, que con el paso del tiempo irían aumentando. Un ejemplo es la Austria de 1866 que, tras ser derrotada por Prusia en la Guerra Austro-Prusiana cedió en las demandas húngaras, concediéndole aquello que se le negó en 1848, convirtiéndose en la Monarquía Dual. La propia Austria contrajo una fuerte deuda en la revolución, plasmada en la Guerra de Crimea (1853-1856) en la que Rusia se enfrentó y perdió contra otomanos, ingleses, franceses y sardos. La ayuda austriaca fue reclamada, siendo contestados con mera neutralidad. La amistad centenaria entre estos dos estados finalizó ahí, perdiendo Austria su último leal amigo.
El campo alemán no permaneció tranquilo tras la revolución. Constituciones aparte, la rivalidad austro-prusiana se mantuvo en alza, con intento prusiano incluso de formar su propia confederación desbaratado. Fue un importante punto en el que la animadversión prusiana a sus vecinos sureños se acentuó de forma dramática. El siguiente rey danés no tardó mucho en morir sin descendencia, dando pie a una Segunda Guerra de los Ducados y, tras ella, a la Guerra de las Siete Semanas contra Austria en 1866, en la que una Prusia reafirmada tras la revolución consiguió vencer.
Por parte francesa continuó un Imperio donde primó la censura y amaño de elecciones, pero con el tiempo fue cediendo y liberalizándose. Francia acabó por volver a la república en 1871 al perder con los prusianos. Mientras Italia, aprovechándose del intervencionismo de Napoleón, se alió con él e inicio la Segunda Guerra de Independencia Italiana en 1858, donde tomó la Lombardía austriaca, sólo un primer paso.
El resultado fue gente más politizada en una Europa con más libertad aun con aires absolutistas sobrevolando el cielo. El futuro era incierto, pero sus gobernantes querían evitar a toda costa nuevos alzamientos. Algo es seguro, ya nunca jamás los adoquines de la calzada serían vistos de igual forma ante la gente: con temor por los conservadores y con esperanza por la oposición.
Bibliografía:
- Rapport, M. (2008) 1848, Year of Revolution. Londres: Basic Books.
- Palmade, G. (1981) Historia Universal Siglo XXI, Volumen 27. La Época de la Burguesía. Edición 5º, Cd de México: Siglo Veintiuno Ediciones.
- De Tocqueville, A. (1984) Recuerdos de la Revolución de 1848.España: Editorial Nacional.
- Hobsbawm, E (1964) La Era de la Revolución 1789-1848. Traducción: Enrique Ximénez de Sandoval. Editorial Titivillus.
- Clark, C. (2016) El Reino de Hierro. Auge y caída de Prusia. 1600-1947. Madrid: la Esfera de los Libros.
- Bassett, R. (2015) For God and Kaiser. The imperial austrian army. Great Britain: Yale University Press.
- Sperber, J. (2005) The European Revolution, 1848-1851. New York: Cambridge University Press.
- Kriedte, P. (1983) Peasants, Landlords and Merchant Capitalists. Warwickshire: Berg Publishers Ltd.
Los pueblos, así como las personas, deben ser libres.