Esta es la historia de un año, del año 1066 de nuestra era. La historia de lo que en él aconteció en relación a Inglaterra, de los actores que participaron, de las causas que provocaron que aquello sucediese y las consecuencias que alumbraron los múltiples acontecimientos acaecidos. Es una historia de nombres propios tales como Guillermo el Bastardo, Harold Hadrada y Harold Godwinson; de enfrentamientos campales como Stamford Bridge y Hastings. Una historia de ambición, traiciones, alianzas y legitimidades enfrentadas. Es una historia feudal y, por tanto y por encima de todo, una historia humana.
Contexto
Pero antes de pasar a hablar de nuestros protagonistas y de sus actividades, centrémonos brevemente en cuál era la situación en que se encontraban las islas británicas y Europa en 1066. Solo así se podrá comprender por qué sucedió lo que sucedió. En primer lugar, el contexto europeo. Partiendo de lo general, es este el primer marco con el que nos encontramos. Este es muy amplio, desde luego, y por ende las pinceladas serán sueltas, poco precisas.
¿Europa?
En primer lugar ¿Qué es eso de Europa? Desde luego, no nos referimos a la Unión Europea, tampoco a los límites geográficos que le hemos atribuido; de ser así, tendríamos que hablar incluso del Cáucaso, una pena que no vaya a suceder. Por tanto, lo que nos queda es un espacio que se define por su singularidad cultural, social y política. Es decir ¿Era Europa el espacio en que se practicaba el cristianismo? Sí, pero no. No solo, al menos. Toda Europa era cristiana, pero no todos los cristianos eran europeos. Así, pues, la Europa del momento es aquella que mantiene un mismo sistema político y socio-económico, el feudalismo, así como una misma religión, el cristianismo; así lo constata Robert Bartlett (2003).
Ambos requisitos eran indispensables. Por ello, la lista de territorios europeos no era tan extensa como lo sería en el siglo XIV. La razón de ello es la expansión que vivió Europa durante la Plena Edad Media. Iniciándose tímidamente en el siglo X y despuntando con fuerza a partir del XI, las sociedades feudales y cristianas, es decir, las europeas, expandieron su presencia hacia todos los frentes posibles. Debido a ello, “Europa”, creció. Aunque no lo hizo linealmente. Como siempre en la Historia, hubo saltos atrás. Así, los territorios del Este Latino se perdieron irremediablemente a fines del siglo XIII. En estos territorios se estaban desarrollando sociedades feudales con élites cristianas, una situación que se repetía en otros muchos lugares de la periferia europea.
Todo esto tiene un sentido y, por tanto, su explicación. Las situaciones eran diferentes dependiendo del espacio al que nos refiramos. Los sistemas políticos y socioeconómicos eran diferentes entre sí. Es por ello que se ha desterrar la idea de una confrontación entre sociedades o grupos que actuaban igual. La “homogeneidad europea” solamente alcanzaba a Normandía. Inglaterra y Escandinavia eran harina de otro costal, uno que no era plenamente feudal.
Sin embargo, el desenlace de los acontecimientos de 1066 cambió el panorama. Francia, Europa, la perfecta vía feudal, alcanzaron a Inglaterra. El sistema se replicaba y lo hacía con tal vigor que fue capaz de saltar el canal de La Mancha y arraigar en una nueva tierra.
¿Un mundo feudal?
Así, por tanto, Europa era cristiana y feudal. Este sistema estaba en su máximo apogeo a mediados del siglo XI. Sus caracteres se habían desarrollado casi completamente. No había rastro de la adolescencia del sistema, acontecida entre el siglo X e inicios del XI. Ahí están muchos autores para contarnos qué ocurrió entonces, uno de ellos es Duby con su monografía sobre el Año Mil (2000), o Guy Bois, quien analizó la conmoción de aquel tiempo en una pequeña aldea francesa del Mâconnais (1991).
Si había algún lugar donde el sistema feudal se mostraba perfilado a la perfección, era el norte de Francia. El mosaico era peculiar. Tan abigarrado y diverso como el manto de un arlequín, parafraseando en cierto modo al gran Bloch (1986). Sobre las características de este sistema, nada diremos que no se encuentre en otro artículo que aquí se publicó. Acudan ahí aquellos que quieran hacerse una mejor idea de lo que supone en feudalismo, cuál fue su evolución y características.
No cabe duda de que de los tres espacios de los que provienen nuestros protagonistas: Inglaterra, Noruega y Normandía, era este último espacio el más feudal de todos. También es, casualmente, el terreno que proporciona al caudillo victorioso. Por su parte, Noruega y Dinamarca, así como el mundo inglés, se encontraban fuera de esa órbita feudal. Sus sistemas, en el siglo XI no eran tales. Sin embargo, la situación cambiará a lo largo de la Plena Edad Media. Primero, para los ingleses y, después, para los escandinavos.
Así, pues, solo los normandos eran plenamente feudales. Quede esto claro, ante posibles confusiones futuras. El ideario popular más común es aquel que interpreta la Edad Media como un periodo dominado por el sistema feudal, el cual se extendía por toda Europa. Vemos, pues, que en el siglo XI, todavía existían espacios donde eso no era así.
El Estado anglosajón
En cualquier caso, eso no significa que el espacio inglés fuese atrasado o pobre. Este contaba con un Estado con instituciones de gobierno sólidas y que incluso era relativamente rico para los estándares del momento. Su economía, como la de todo el continente, era predominantemente rural. Aunque, eso sí, parece que estaba monetizada. Esto es algo de lo que no todos podían presumir. Sin ir más lejos, en la Península, el grado de monetización a mediados del siglo XI era bajo y, unas décadas antes, casi inexistente.
Un sistema tributario desarrollado permitía a la Corona inglesa recopilar recursos en grandes cantidades. Estos podían ser utilizados en diferentes ámbitos, como el militar. Los recursos fluían de modo constante pese a los onerosos tributos que los vikingos rapiñaron durante décadas. Que eso sucediese nos inclina a pensar que las exportaciones al continente, sobre todo de lana, debían ser de una entidad destacable. Tal era ese volumen que el circuito monetario inglés parecía no agotarse.
Políticamente, el Estado anglosajón era fuerte. La actividad regia reforzaba su autoridad con paso firme. La actividad legislativa, además, estaba centralizada y se organizaba a partir de asambleas reales. Por último, los monarcas disponían de poder suficiente como para atraer a la nobleza hacia su seno. No tenían que vaciarse reforzando a los aristócratas para conservar su posición (Roach, 2020: 9). Nada de eso.
En definitiva, el Estado anglosajón estaba bien asentado y era poderoso y rico para los estándares del momento. A resultas de todo ello, los escandinavos lo vieron como una rica pieza de caza. Es por ello que durante dos siglos intentaron echarle el guante una y otra vez. No fueron ellos, sin embargo, quienes se llevaron el gato al agua. No directamente. Lo hizo, eso sí, descendiente de aquellas tierras.
Antecedentes
Entendamos por contexto la situación del mundo en las cercanías de 1066. Así, por tanto, los antecedentes darán cuenta de cuáles fueron los hechos que dispusieron el tablero tal y como lo encontramos en dicho año.
El centro de todas las miradas es Inglaterra, claro. Es ahí donde se desarrollan los principales acontecimientos. La partida de ajedrez, larga e intrincada, como casi todo en el mundo medieval, abrirá aquí ¿Cuándo? Pues es difícil precisarlo. Posiblemente con la entrada en escena de los vikingos. La “era escandinava” alcanzó el siglo XI. Por aquel entonces, la relación entre Inglaterra y los hombres del norte seguía siendo poderosa. Tal es así que, en el año 991, un grupo de vikingos derrotó a un ejército en East Anglia, mientras que dos años después un tal Olaf Trygvason atacó el puerto de Londres (Bennett, 2011: 12). No parece que las relaciones fuesen las mejores.
No está en nuestro ánimo agotar al lector con intrincadas situaciones políticas. Aun así, algo diremos al respecto. En los espacios escandinavos la tónica eran las luchas constantes: reyezuelos, muertes, uniones dinásticas y dispersiones hereditarias. Daneses y noruegos mantenían dos coronas diferentes. Una y otra vez se unían, una y otra vez se separaban. Así, por ejemplo, Canuto el Grande fue capaz de reinar sobre Dinamarca entre 1018 y 1035 (año de su muerte) y sobre Noruega entre 1028 y 1035. Pero, es más, este recio monarca consiguió añadir un tercer territorio a su corona: Inglaterra, de la cual fue rey desde 1016 hasta su defunción (Balbás, 2020: 16-17).
De Canuto el Grande a Eduardo el Confesor
Pese a su fortaleza, la sucesión regia se convirtió, durante el siglo XI, en un foco de inestabilidad para el reino. El mayor de todos, el más importante. Hasta ocho hombres ocuparon o disputaron la dignidad regia entre el año 1000 y el 1066. Todo eso pese a que los reinados de Canuto y de Eduardo suman casi cuarenta años.
El primero de esos dos grandes reyes, Canuto el Grande, inició su reinado en 1016. Ya lo hemos dicho. Su acceso al trono fue tortuoso. Tras la muerte en 1016 de Etelredo II, llamado el Malaconsejado, Canuto se enfrentó a Edmundo, su hijo. Este asumió la corona como Edmundo II Costado de Hierro, aunque no por mucho tiempo. La guerra le dio la victoria a Canuto. En busca de la legitimidad, este desposó a la mujer del difunto rey Etelredo: una tal Emma de Normandía. La importancia de esta mujer es capital para nuestra historia pues pertenecía a la casa de Normandía; fue la hermana del bisabuelo de Guillermo de Normandía, primero el Bastardo, luego el Conquistador.
El reinado de Canuto fue largo, casi veinte años; sin embargo, seguía siendo joven puesto que contaba con unos cuarenta años en el momento de su defunción (Hjardar y Vike, 2019: 283). A su muerte, sus territorios se dispersaron. La corona inglesa cayó en manos de Harald Pie de Liebre. Este no era hijo de Emma (la esposa del rey al que sucede Canuto, normanda), por lo que esta tuvo que huir del reino con sus dos hijos, aquellos cuyo padre era Etelredo (el que fue sustituido por Canuto). Cinco años después, Pie de Liebre murió. El sucesor sería ahora un hijo de Canuto y Emma: Hardicanuto. Pero también murió pronto: solo reinó dos años. Al parecer, lo hizo con tan solo veintitrés años, durante su boda (Hjard y Vike, 2019: 284).
La última herencia danesa había desaparecido. Canuto el Grande había perdido a toda su descendencia antes de que Inglaterra se consolidase como un reino unido a Dinamarca. El nuevo rey ya no tendría nada que ver con los daneses ni con Canuto. Ese monarca sería Eduardo, apodado el Confesor; este era hijo de Emma y de Etelredo (a quien sucedió Canuto). Sin embargo, su sucesión se antojaba complicada: no había hijos. Difícil papeleta que anunciaba la posibilidad de que su muerte trajese tormenta.
Al no tener herederos, el Confesor jugó la baza diplomática. Su sucesión sería su carta de negociación. Los posibles herederos eran tres. El primero, Svein de Dinamarca, el segundo, Harald Hadrada de Noruega, y el tercero, Guillermo, duque de Normandía. Todos ellos estaban unidos a un monarca inglés mediante lazos familiares. Cualquiera podía aspirar al trono. Por si la situación era endemoniada, empeoró todavía más. La política interior del reino aportó otro candidato más. Se trataba del hijo de Godwin, uno de los aristócratas más importantes del reino (era conde de Wessex) y principal consejero de Eduardo el Confesor. Finalmente, fue esta parte la que impuso su criterio. A la muerte del rey Eduardo, Harold Godwinsson fue elegido nuevo monarca.
El hijo de Godwin se imponía frente al resto de candidatos. Pero estos no iban a dejar que todo acabase así de rápido. Era mucho lo que había en juego. Mucho había que arriesgar para desalojar a un rey, mucho habría de ganar quien lo consiguiese. Los jugadores apostaron, y el baile sucesorio empezó. Los competidores eran Harold Hadrada, monarca noruego, y Guillermo, duque de Normandía. Dos de los pretendientes del trono de Eduardo. Pero a esos dos se le sumó un tercero: el hermano del rey, Tostig Godwinson. La tormenta no tardaría en comenzar.
Los protagonistas
Harold Godwinson
Antes de la muerte del Confesor, Harold había hecho méritos militares destacables. Su padre, Godwin, había muerto en 1053 y entre esa fecha y 1066, el futuro rey de Inglaterra consiguió labrarse un nombre, una reputación. La legitimidad sería más fácil si era un auténtico caudillo. La guerra hacía las cosas más fáciles. Sobre todo, cuando se dirigía contra enemigos del reino, como era el caso de los galeses. Pueblo aguerrido; por entonces se encontraba lejos del poder anglosajón. Eran independientes.
Sus reyes se dedicaban a guerrear en la frontera. Por entonces reinaba un tal Griffith o Gruffud ap Llywelyn, como se quiera. Este reyezuelo atacó con saña la frontera, lo hizo con éxito. Al menos hasta el año 1055, dos años después de la muerte de Godwin, once antes del fallecimiento del Confesor. Ese año, Harold, junto con su hermano, Tostig, lanzó una campaña contra el rey galés, por entonces ya anciano (Bennett, 2011: 16). Como se puede comprobar, los hermanos estaban bien avenidos en ese momento. Luego todo cambiará. Es lo que tiene el poder.
Las campañas contra el rey galés continuaron. En el otoño de 1063 se lanzó otro ataque; a inicios del año siguiente, uno más. Griffith se vio olbigado a huir, pero acabó decapitado por sus seguidores. Su cabeza acabó en poder de Harold. Un nuevo caudillo estaba emergiendo. Aunque a juzgar por cómo obró, no parece que tuviera esperanzas de hacerse con el trono, como finalmente ocurrió.
Poco antes de la muerte de Eduardo el Confesor, Harold Godwinson visitó a Guillermo. Las fuentes son confusas acerca del motivo de dicho viaje. Al parecer, Godwinson prestó juramento a Guillermo. El tapiz de Bayeux, que representa la escena, dice lo siguiente: “aquí Haroldo hace un juramento al duque Guillermo”. Se ha especulado que este se sustanciaba en una promesa de apoyo para la candidatura de Guillermo al trono inglés para el momento en que Eduardo falleciese (Balbás, 2019: 18).
Sin embargo, a la muerte del rey, Harold violó ese juramento. En lugar de apoyar la entronización del duque, se apoyó a sí mismo. Tenía el trono al alcance de la mano ¿Cómo hubiera podido dejarlo pasar?
Guillermo, duque de Normandía
¿Quién era aquel al que el rey anglosajón había prestado juramento, para después incumplirlo? Era un duque normando. Palabras mayores, por tanto. Los duques normandos eran vikingos en origen. En el siglo XI seguían manteniendo cierto poso, sus costumbres lo evidenciaban (Brooke, 2001: 131).
Pero Guillermo no fue un duque al uso. Era hijo de un matrimonio de facto, un matrimonio feliz que nunca se formalizó. Como consecuencia, él era un hijo ilegítimo. Un bastardo.
Siendo muy pequeño, su padre peregrinó a Jerusalén. Nunca hizo el camino de vuelta. El ducado cayó en sus manos cuando no llegaba a los nueve años (Brooke, 2001: 132). Guillermo se habría de curtir si quería sobrevivir. Desde el principio se vio rodeado de violencia, salvaje y descarnada. Su ilegitimidad le sumó dificultades a su ya compleja situación. Pero él aguantó. Era fuerte, tanto como para desoír las prohibiciones de la Iglesia, que censuró su matrimonio con Matilda, hija del conde de Flandes. Su voluntad no se torcía tan fácilmente.
Aprendió el arte de la guerra a base de necesidad. Incursiones, escaramuzas, asedios. A fines de los años 50 (1050), Guillermo era un caudillo militar curtido, de destrezas notables. Dentro de ese mundo francés, de luchas constantes, donde el rey pintaba poco y los nobles eran cada día más ambiciosos que el anterior, Guillermo había conseguido sobrevivir. Es más, había conseguido destacar. Hasta tal punto fue así que un aristócrata anglosajón, de los más poderosos, le prestó juramento. Hasta tal punto fue así que se dice que Eduardo el Confesor lo quería como su sucesor ¿Dónde estaba su límite? El año 1066 tendría la respuesta.
Harold Hardrada, rey noruego
Harold o Harald, Hardrada o Hardrade. Llámelo el lector como quiera, de una u otra manera nos referimos al mismo personaje. Aunque, por la vida que llevó, bien podría decirse que vivió tanto como dos hombres. O más. Veámoslo.
Este hombre, rey entre 1046 y 1066, nació en torno a 1015; era hijo de un reyezuelo local. Como tantos otros, vaya. Con quince años luchó su primera batalla. La perdió, la batalla y a su medio hermano. Infausto día aquel. Tras escapar, acabó huyendo a Kiev. Se conoce que no había otro sitio más cerca. Allí aprendió mucho, sobre todo de guerra. Así es como consiguió formar parte de la comitiva de un príncipe, un tal Jaroslav.
En Kiev estuvo dos o tres años antes de dirigirse a Constantinopla. Una nueva aventura. Junto a unos quinientos como él, se dirigió a la capital imperial. Buscaban servir en el ejército. Y lo hicieron. Él terminó siendo comandante de la mítica Guardia varega. Lo hizo bien, pues sirvió a tres emperadores. Era rico. Pero aquella tampoco iba a ser su vida para siempre. Volvió a Kiev, allí desposó a la hija del príncipe al que había servido. Su ascenso era evidente.
Pero quería más. Por ello volvió a su casa. No lo hacía para descansar, así quedó claro cuando forjó una alianza con el rey de Suecia y con el futuro rey danés. Un año más tarde, en 1046, persuadió al rey Noruego Magnus el Bueno. Este, que era su sobrino, aceptó situarle en la dignidad de regente. Al año siguiente murió. Nuestro personaje dejó la regencia, sería rey, rey de Noruega. Pero por sus venas corría sangre real que le hacía ser candidato al trono inglés y también al danés. A este último renunció por la vía diplomática. No hará lo mismo con el trono de Eduardo el Confesor. No dejaría pasar la oportunidad de gobernar Inglaterra. El rey, el guerrero indomable, lucharía una vez más ¿Vencería de nuevo?
La invasión noruega
Primeros pasos
Todo empezó con la muerte de Eduardo, primero, y la coronación de Harold Godwinson, después. En los primeros días de enero murió aquel, a los pocos días, es coronado éste. A Guillermo y a Hardrada no les gustó eso, tampoco a Tostig. Guillermo se sintió traicionado por Harold, aquel insolente le había prestado juramento. Harold Hardrada se debió sentir igual de traicionado, pero también ignorado. Nadie se había acordado de él al morir Eduardo. El primero en comenzar sus preparativos fue Tostig; el siguiente, el Noruego.
Tostig (el hermano del recién coronado) le ofreció su apoyo a Hardrada. No sabemos cuándo; quizá lo hizo cuando la salud del Confesor se resintió en otoño de 1065. El despechado hermano se encontraba en Flandes a la muerte del rey. Le había expropiado sus tierras. A fines de abril arribó a la isla de Wight, en el Canal de la Mancha; poco después se traslada a tierra firme, a Sandwich. Al corriente de que su hermano se aproxima, evacúa el lugar. Navega hacia el norte bordeando la costa inglesa. Atraca y desembarca, pero es rechazado. Decide acudir más al norte todavía, a Escocia, a la corte de su rey (DeVries y Livingstone, 2019: 37).
Ya en verano, el rey noruego parte de Bergen. Sus guerreros se habían reunido, habían acudido a la llamada. Navega hacia las Orcadas, las islas situadas sobre Escocia. De ahí, desciende por la costa escocesa hasta aproximarse a la frontera inglesa. Los noruegos iban bien pertrechados. Entre 250 y 400 barcos, dicen las fuentes. Tomando la cifra más baja, el contingente ascendería a 10.000 o 12.000 hombres. Quizá eran menos, o quizá los noruegos habían reclutado hombres en las Orcadas y Escocia. No lo sabemos. Los guerreros profesionales serían en torno a un millar; duros combatientes que dedicaban su vida al oficio de las armas. El núcleo del ejército (Hjardar y Vike, 2019: 285).
La invasión se materializa
Finalmente, los dos pretendientes reúnen sus fuerzas. Tostig venía del sur, del Canal de La Mancha; Hardrada, del norte, de las Orcadas (a donde habían llegado procedentes de Noruega). El ejército debía ser considerable. Hasta 10.000 pudo aportar el rey noruego, menos de 3000 proporcionaría Tostig (DeVries y Livingstone, 2019: 38). Es muy difícil precisar las cifras concretas. Sea como fuere, el contingente era nutrido ¿Sería suficiente para derrocar al recién coronado?
Atacan, saquean, devastan la costa. Así es como se inicia una invasión, con muertes y destrucción. Ninguno de los líderes, ninguno de los guerreros, venía de paseo. Finalmente, entran en el estuario del Humber. Desembarcan a 16 kilómetros de York, la gran ciudad del norte (DeVries y Livingstone, 2019: 38). El primer objetivo estaba claro, aquella sería una gran base de operaciones. Un trampolín desde el que despegar. La conquista pasaba por York. Pero había enemigos, no parecía que fuesen a huir. Habrían de acabar con ellos. Dos condes serían la primera piedra en el camino.
Morcar de Northumbria y Edwin de Mercia habían llamado a sus levas. Las fuentes nos transmiten que ambos habían exprimido sus condados. Era la única manera de no ser arrasados. Valientes y decididos, los condes se interpusieron en el camino del ejército. El lugar elegido era propicio: un cuello de botella natural. Allí, en Fulford Gate, tendrían los invasores su primera prueba de fuego. Los condes debían ser grandes guerreros pues la batalla fue dura. Las tropas de Tostig llegaron a huir (Bennett, 2011: 35).
Ese era el principio del fin de cualquier enfrentamiento. Pero los duros hombres de Hardrada no se contagiaron. Permanecieron firmes y las tornas cambiaron. Los condes fueron masacrados. “Los muertos yacían allí tan hacinados que los noruegos podrían atravesar el pantano sin mojarse los pies” dicen las fuentes (DeVries y Livingstone, 2019: 39). 20 de septiembre, primera victoria. 24 de septiembre, York se rinde, segunda victoria.
No podemos saber qué creían los invasores que iba a hacer Haroldo. El rey, eso sí, parece que lo tuvo muy claro: movilización, enfrentamiento, todo o nada. La noticia le debió llegar a mediados de septiembre. Reunió a sus ejércitos en cuanto supo de la amenaza. Estaba en Londres a más de 320 kilómetros de York. El día en que sus condes eran derrotados, Harold partía hacia el norte. Cuatro días más tarde, solo cuatro, Harold estaba a 24 kilómetros de York. Utilizando la red de calzadas romanas, los anglosajones recorrieron la distancia que les separaba de sus enemigos (Hjardar y Vike, 2019: 288). Ochenta kilómetros diarios de marcha. Uno de los mayores logros militares de la Edad Media que buscaba precisamente lo que logró: pillar por sorpresa a sus rivales.
El rey, de manera asombrosa, había conseguido reunir un contingente poderoso de entre 15 y18 mil hombres. Muchos provenían del fyrd, la milicia; un grupo selecto era profesional: los husecarles (DeVries y Livingstone, 2019: 39). La estructura del ejército era similar al noruego. Ambas huestes eran numerosas y estaban preparadas para una eventual batalla. Esta no era una situación habitual en la Edad Media. Las grandes batallas eran peligrosas. Mucha gente moría, hasta los más poderosos podían caer. Siempre había mucho en juego. Pero había ocasiones en que no se evitaban, esta es una de ellas.
Stamford Bridge
Lunes 25 de septiembre. Para los invasores, ese debía haber sido un día tranquilo. No estaban preparados para la batalla ¿Quién podría perturbarles? Los condes habían sido derrotados, del rey no se sabía nada. La jornada era suya, los exploradores no fueron desplegados. Además, los dos comandantes invasores, Harald y Tostig, se desplazaron temprano a otra ubicación, a unos kilómetros de la que habían mantenido los días anteriores. Les acompañaba un grupo de guerreros. El grueso del ejército se movería después.
La nueva ubicación proporcionaba ventajas estratégicas. El terreno consistía en una pequeña loma situada tras un río que protegía la zona por la que esperaban ser atacados. Harald sabía que el rey podía acudir en su busca. Tenían que estar preparados. Al poco de llegar allí, Harald se encontraba sobre el puente del río. Quizá inspeccionaba el lugar. Fue en ese momento cuando comprendieron que algo sucedía. Sus tropas, las pocas que le habían acompañado esa mañana, estaban dispersas por el terreno (Hjardar y Vike, 2019: 288-289). De repente, comenzaron los ataques. Con el paso de los minutos, los invasores comprendieron que aquello no era una partida, era un ejército al completo. Era el rey de Inglaterra.
Debían organizar la defensa, una enorme hueste se les venía encima. Para ganar algo de tiempo, un grupo de vikingos se situó sobre el puente. Intentarían darle tiempo a su rey para organizar la defensa. Y lo hicieron. Antes de cruzar, los ingleses debieron hacer frente a otra prueba. Un solo hombre, un gran vikingo, se había apostado sobre el puente. Hacha en mano estaba dispuesto a frenar allí a los ingleses (Bennett, 2011: 36). Derribo a muchos hasta que fue abatido. Según las crónicas, esto se consiguió introduciendo un pequeño bote bajo el puente. Una vez ahí, sus ocupantes atravesaron la abertura entre los tablones con una lanza que le clavaron al vikingo. No es complicado imaginar dónde.
Eliminada toda resistencia, los ingleses atravesaron el puente. Para ese momento, los invasores ya habían decidido su estrategia. Resistirían en la colina hasta que llegase el resto del ejército. Se enviaron jinetes a lomos de los caballos más veloces para avisar de la situación. Aquella era una cuestión de vida o muerte. Si llegaban a tiempo, los invasores mantendrían las opciones de victoria. Si no, serían barridos por una hueste mucho mayor a la suya.
A continuación, la batalla. Las tropas inglesas formaron en una línea alargada, al pie de la colina. Al frente, la caballería dividida. Los noruegos, por su parte, formaban un círculo defensivo. Formaron un muro de escudos. Allí recibirían al enemigo. Los primeros ataques fueron de caballería. La caballería inglesa no era pesada, ni muy habitual, pero existía. Sus cargas, sin embargo, no tenían la potencia de la caballería pesada feudal. No eran capaces de romper el muro de escudos. Hacía falta más ímpetu. Pero los ingleses no iban a tener a su merced a los noruegos durante toda la jornada.
Harald Hardrada era un caudillo, era astuto, conocía la guerra, sabía lo que funcionaba. Conocía a sus hombres. Quizá por eso lanzó un ataque cuando el muro más flaqueaba (DeVries y Livingstone, 2019: 40). Colina abajo, sus experimentados guerreros impactarían contra los ingleses. Eran menos, muchos menos, pero mejores. Esperaban que la sorpresa por la carga les ayudase, que sus enemigos se tambaleasen, que retrocediesen. Ahí estaría la batalla. El rey era el que más valor debía mostrar, y así lo reflejó un poeta tiempo más tarde:
El rey de Noruega no tenía nada
para proteger su pecho en la batalla;
y, sin embargo, su curtido
corazón nunca flaqueó.
Pero la carga no tuvo éxito. Los anglosajones aguantaron. Se mataron con los temibles noruegos. Aquellos invasores no iban a desalojarlos del campo de batalla. Seguramente le refriega fue dura, ninguno de los dos bandos quería dar su brazo a torcer. Entonces, el rey pereció. El indomable Harald Hardrada pereció. Quedaba Tostig, cuyos hombres no habían acompañado a los noruegos en su carga. Había mantenido la posición a la que ahora retrocedían los restantes noruegos. Su hermano, el rey inglés, le ofreció una rendición generosa. No la aceptó y lo pagó con la vida. Una flecha reventó su rostro, el mismo dardo que había acabado con Hardrada, que fue alcanzado en la garganta.
En esos compases, no sabemos cuándo exactamente, llegaron los refuerzos. Suponemos que debían ser numerosos, pero estaban exhaustos. Larga había sido la marcha desde el campamento. No sabemos si vieron el cuerpo de su rey, o si se lo imaginaron. Lo que sí nos dicen las fuentes es que lucharon (DeVries y Livingstone, 2019: 41). No había esperanza para ellos. Desorganizados, cansados y mal pertrechados, su signo era el de la muerte o la retirada. Así fue. El campo era anglosajón, Stamford Bridge había acabado con la invasión noruega. Unas pocas naves regresaron a Escandinavia. Los ocupantes del resto yacían en el campo sirviendo como festín para los buitres.
La invasión normanda
Preparativos
Simultáneamente a estos hechos, el otro protagonista de la historia, Guillermo, diseñaba y planificaba. Todavía se encontraba en Francia, en Normandía, aunque por poco tiempo. El Duque no era un idiota, tampoco un oportunista. Si había tomado la decisión de invadir Inglaterra era porque estaba seguro de poder lograr el éxito; a buen seguro que antes de decidirse pasó largo tiempo calculando los riesgos y posibles beneficios de la empresa (Crouch, 2006: 87).
Verano de 1066. Los preparativos han finalizado, las huestes están listas. A primeros de agosto, Guillermo tiene reunidas sus tropas en el estuario del Dives, cerca de Caen, en las costas del Canal de La Mancha. Entonces, aguardaron allí. El cruce del Canal se debía ejecutar en el momento oportuno. Hay quienes han creído que dicha espera se debió a los vientos, que no eran favorables. No parece que fuese así. Los normandos tardaron diez semanas en cruzar el mar, es demasiado tiempo. Por tanto, si no fue el viento, ¿qué fue lo que les retuvo en Francia? La respuesta parece clara: Haroldo. Este apostó su flota en el sur de Inglaterra, allí donde los normandos tenían pensado desembarcar. Guillermo, prevenido, decidió esperar. Que el rey se confiase, que creyese que aquel año no se iba a producir la invasión, que se retirasen (Bennett, 2020: 43).
Agosto era un buen tiempo para la guerra. También septiembre, sobre todo sus inicios. Pero conforme se alejaba el verano la presión militar solía decaer. No podemos saber si Haroldo hubiera picado el anzuelo. Era un caudillo distinguido y, además, conocía a Guillermo. Sea como fuere, la flota inglesa se replegó, lo que en la Edad Media significaba tanto como desmovilizarse. Los contingentes no eran permanentes y el tiempo era oro. Casi al mismo tiempo entró en acción Harald Hadrada. El rey Harold acudió rápido, muy rápido, al norte, ya lo hemos visto. El frente sur, el Canal de La Mancha, quedó descuidado. Era la ocasión de Guillermo.
Las mesnadas normandas, embarcadas, zarpan hacia Inglaterra. No hay suerte, el viento las empuja hacia el norte del Canal. Acaban arribando en la desembocadura del Somme. Allí el Canal se estrecha; no tanto como en Calais, que se encuentra más al norte, pero mucho más que en Caen. Al final, las oraciones surtieron su efecto: los vientos le fueron favorables. cambiaron el día 27 de septiembre y el 28 por la noche, zarparon. Guillermo se disponía a reclamar su corona (Brooke, 2001: 139). Su reclamación se veía acompañada de un ejército.
Invasión y respuesta inglesa
Cruzaron el Canal de noche. El buque insignia abría la marcha, contaba con un fanal ubicado en la parte superior del mástil cuyo objetivo era servir de guía al resto de embarcaciones. El grueso de la flota arribó a Pevensey el 29. Allí, un fuerte romano cubría la bahía. Podía haber sido un obstáculo, pero estaba vacío. Los defensores no se hicieron notar y la flota desembarcó. Hombres y bestias pisaban tierra firme. La invasión había comenzado, y con buen pie. El error inglés de dejar el fuerte expedito, libre de estorbos defensivos, permitió al Duque hacerse con su primera base en suelo inglés (Bennett, 2001: 37). Ya era algo. Desde allí echarían raíces.
Pero Guillermo no pensaba conformarse con un terruño de tierra al borde del mar. Lo quería todo. Por eso se movió, y con él sus tropas. Lo hicieron sin mostrar gran respeto hacia los nativos. Arrasaron los lugares por donde pasaron hasta establecerse en Hastings, también cerca de la costa, pero más al este. Entretanto, las noticias corrían hacia el norte. Su destinatario era Harold, el rey inglés. Triunfante, pues acababa de derrotar a los invasores noruegos, veía aparecer una nueva amenaza en el horizonte. Seis días después de la batalla de Stamford Bridge recibía la noticia. Guillermo y sus acólitos habían llegado, estaban al sur, muy al sur todavía, en una localidad cercana al Canal. Él, sin embargo, estaba al norte, en York. Allí es donde había vencido, allí es donde estaba disfrutando de las mieles del éxito campal (Bennett, 2020: 44).
Eran malas noticias, qué duda cabía de ello. Enfrentar dos invasiones era una tarea titánica. El rey Harold tenía prisa, más que Guillermo. El rey anglosajón partió hacia Londres, llegó el día 6 de octubre (Grehan y Mace, 2012: s.p.). Diez días después de la victoria contra los invasores noruegos, apenas una semana después de que Guillermo desembarcase. Allí, en el centro de su poder, el rey esperaba reorganizar sus fuerzas, sumar nuevos contingentes (Gravett, 1992: 56). Le iba la vida en ello.
Duros debates debieron producirse en el seno del entorno del monarca. Las crónicas lo insinúan: Gyrth, otro hermano del rey, no quería arriesgarse a una batalla campal. Una no es ninguna, pero dos, ya es una. Las posibilidades de ser derrotados eran reales y las consecuencias, inciertas. Haroldo rehusó aquella idea. No sabemos los motivos. Quizá, enardecido por su reciente victoria, creyese poder acabar con esta nueva amenaza. O a lo mejor temía deserciones entre sus partidarios si las cosas se torcían. La corona no estaba completamente asentada, puede que algo de eso hubiese. Por último, recordemos los frutos del ataque sorpresivo. El éxito había sido abrumador ¿por qué no intentar repetirlo?
Los ingleses partieron de Londres dirección sur, al encuentro de Guillermo. El día 13 se aposentaron en un lugar llamado Hoar Apple Tree (Bennett, 2001: 38). Distaban apenas quince kilómetros de Hastings, la ubicación de los invasores. Ni siquiera una semana después de llegar a Londres, el rey Haroldo se encontraba a menos de media jornada de su amenaza. Se repetía la secuencia de lo ocurrido en Stamford Bridge: el rey llegando con rapidez al lugar y el enemigo bien aposentado. Sin embargo, en esta ocasión, no fueron los anglosajones quienes abrieron la partida. Las blancas, que siempre mueven primero, eran normandas (Gravett, 1992: 57). Los exploradores normandos hicieron su trabajo, avisaron a Guillermo. La partida no sería igual que la de Stamford Bridge.
La batalla de Hastings
Con las primeras luces del sábado 14 de octubre el contingente normando se movilizaba. A las nueve de la mañana llegaban al que iba a ser el campo de batalla aquel día. Haroldo también estaba preparado. Nadie fue cogido por sorpresa, aunque el rey inglés no estaba en las mejores condiciones. Sus huestes eran reducidas; quizá un tercio del total, a lo mejor la mitad. Faltaban muchos por llegar. Las tornas respecto a Stamford Bridge comenzaban a tornarse, ahora era él quien estaba en inferioridad numérica.
El rey decidió, solo o con sus más cercanos, adoptar una formación defensiva que paliase su delicada situación. El terreno acompañaba. Los ingleses habían avanzado hasta situarse sobre una cresta, un alto que dejaba sus flancos protegidos por el bosque y el frente al cuidado de un arroyo (Bennett, 2001: 39). En compacta formación de infantes, con las filas prietas y los escudos formando un muro, así recibirían al enemigo.
Una vez en el campo de batalla los normandos formaron en tres cuerpos. A la izquierda se situaban los bretones bajo el mando del conde Alain; en el centro, los propios normandos, el grupo más numeroso; y en la derecha los franceses. La táctica preferida por los normandos era la carga de caballería, Haroldo parecía saberlo y formó en consecuencia. Mandar cargar a los jinetes, colina arriba, con un arroyo dificultando el paso y contra un firme muro de escudos, era un suicidio. Guillermo, como avezado líder, lo sabía perfectamente. Necesitaba erosionar la defensa anglosajona, horadar el muro. Ahí sí, la caballería haría el resto. Para lograr su propósito, colocó a los arqueros en primera línea. Tras ellos se situaban el resto de infantes y la elite del ejército: la caballería pesada (Bennett, 2001: 41). El desafío era notable. La batalla parecía estar igualada. Podía ocurrir de todo aquel día.
Los gritos de guerra comenzaron. Los hombres necesitaban elevar su moral. Muchos morirían aquel día, habían de olvidarlo, debían ver su corazón henchido de coraje. Los ingleses recordaron a la Santa Cruz y a Dios, además de otros cánticos profanos. Seguramente, también golpeaban sus escudos (Gravett, 1992: 64). La batalla tenía sus rituales, eran el paso previo a que las armas entrasen en acción. Llegados a este punto era cuestión de tiempo que la sangre comenzase a derramarse.
Y así fue. Los arqueros normandos inauguraron la jornada. Dispararon colina arriba. Sus descargas apenas hicieron mella en las filas inglesas. Situados a demasiada distancia como para ser efectivos los proyectiles impactaban contra el muro de escudos o superaban las filas anglosajonas. El terreno actuaba a su favor. Los anglosajones, por su parte, no podían devolver el golpe. Apenas había arqueros entre sus filas. Los arcos, cortos, y las ballestas, todavía no habían alcanzado el nivel de potencia al que hubieron de llegar en los siglos posteriores. Todavía no eran armas decisivas. No lo serían aquel día. Guillermo debía pensar otra forma de penetrar el muro inglés: la línea inglesa estaba intacta.
Era el turno de la infantería normanda. El grueso de la misma fue enviada colina arriba. Antes de llegar al cuerpo a cuerpo, el erizo anglosajón expulsó sus púas en forma de jabalinas, hachas y otros proyectiles. Ello no detuvo el avance normando y se llegó al cuerpo a cuerpo. A brazo partido, ambas formaciones se disputaron el terreno durante un tiempo. Pero no había progresos, el muro seguía intacto. El Bastardo decidió retirar a sus infantes (Gravett, 1992: 67). Pese a lo arriesgado del movimiento, el Duque iba a enviar a su caballería. Esta, debido a su pericia y habilidad, no fue machacada por el muro de escudos que quizá estaba empezando a cansarse. Sin embargo, tampoco lograron abrir hueco, desorganizar al rival, empujarle fuera del campo. Nada.
Imaginemos a Guillermo. Sus nervios de guerrero debían estar acostumbrados a todo, pero aquella situación debió empezar a incomodarle. Más si cabe cuando sus líneas fallaron. Aquello era lo último que debía ocurrirle a una hueste. Si se quebraba el ánimo de una parte, la enfermedad se contagiaba con rapidez. De no actuar, todo el ejército podía empezar a retirarse en muy poco tiempo. Los primeros que notaron cómo sus ánimos flaqueaban fueron los bretones. Situados en el flanco izquierdo, comenzaron a retirarse.
Haroldo tenía la victoria más cerca. Los anglosajones, que hasta ese momento habían sido una roca, se fracturaron ante el panorama que se les presentaba. El ala derecha no pudo contenerse ante el retroceso enemigo y la línea se rompió. Las filas anglosajonas se veían victoriosas, además, entre los normandos corría el rumor de que Guillermo había fallecido. Aquel fue un momento crítico. Los invasores estaban en el filo de la navaja.
Actuando como lo que era, un caudillo, el Duque se levantó el casco para dejar visible su cara. Acto seguido, recorrió toda la línea normanda exhortando a sus tropas. Aquello debió ser un refuerzo moral de primer orden. A continuación, el obispo Odón, que era medio hermano del Duque, espoleó a los caballeros más jóvenes, los pueri o iuvenes, para que lanzasen un contraataque. Fue todo un éxito. Los anglosajones habían roto su formación cerrada y los normandos flaqueaban.
Aquella intervención recuperó la iniciativa para los invasores y dividió a los anglosajones al dejar cercados a aquellos que habían roto la línea y abandonado la colina. Mientras que Haroldo mantenía un nutrido grupo en la misma posición que al inicio de la refriega, su flanco derecho había quedado aislado y rodeado. Algunos jefes anglosajones intentaron auxiliar a aquellos hombres sin éxito. Tanto el grupo de auxilio como aquellos que estaban aislados fueron completamente destrozados (Bennett, 2020: 45).
La batalla parecía caer del lado normando. Habían recuperado la iniciativa cuando peor estaban y su rival estaba diezmado. Los avances eran notables, pero todavía no definitivos. Haroldo resistía sobre la colina y sus temibles husecarls con él. Portadores de grandes hachas, eran capaces de matar a un caballo de un golpe o de derribar a su jinete. Acompañaban a su rey, venderían cara su piel. Pero los músculos se cansan y la superioridad numérica se dejó notar poco a poco.
Así es como Guillermo quería tener a los anglosajones. La formación seguía en pie, pero ya no era un muro impenetrable. Aquel era el momento. El Duque reunió a sus mejores caballeros para una nueva carga, quizá la última. Al frente se puso él mismo, junto con su portaestandarte. Los destriers, poderosos caballos de guerra, se encaminaron hacia el enemigo. Lo que sucedió entonces lo cuenta el Roman de Rou:
En formación cerrada, tal y como estaban entrenados a hacer, cabalgaron para golpear a los anglosajones. Con la fuerza de sus mejores caballos de guerra y los golpes de sus caballeros, rompieron la muchedumbre y cortaron a través de la masa de hombres que tenían delante. Muchos anglosajones cayeron, yaciendo en el suelo y golpeando sus patas, aquellos que no podían erguirse fueron pisoteados por los caballos del enemigo.
La carga se combinó con las descargas de los arqueros. A quemarropa, los proyectiles penetraban profundo. Fue en aquel momento cuando la resistencia anglosajona se quebró completamente. El muro había sido barrido. El rey, Haroldo, fue abatido. Se dice que por una flecha que le atravesó el ojo. No podemos saberlo. Sí es cierto que murió. Lo hizo con sus hombres, con sus leales, que aguantaron hasta donde pudieron. No fue suficiente. El impulso normando atravesó El Canal y barrió a Haroldo, el último rey anglosajón, y a sus tropas. El objetivo del día estaba logrado. El campo era suyo. Muy pronto lo sería toda Inglaterra.
Inglaterra tras Hastings
La batalla desarbolaba el entramado anglosajón. Nada dominaba aquel día por la mañana, prácticamente nada por la tarde, tras la batalla. Sin embargo, el camino al trono estaba marcado. La rendición no llega inmediatamente. El Duque debió hacerse con el territorio por la fuerza. La resistencia inicial va cesando conforme los normandos asolan las tierras. Matan, queman, ocupan, saquean. No hay nadie con la fuerza suficiente para oponer resistencia seria a los vencedores de Hastings. Conscientes de esa realidad, los poderes anglosajones hincan la rodilla. Acuden a Guillermo para prestar obediencia, para reconocerle como su señor.
El día 25 de diciembre, dos meses después de la batalla, un nuevo rey es coronado en Westminster. Guillermo, duque de Normandía apodado el Bastardo, dejaba de serlo, a partir de entonces sería el Conquistador, rey de Inglaterra. Allí no acabó todo. Durante años el rey debió afirmar su autoridad por todo el territorio. Hacerlo suyo. Este fue un proceso que le llevó su tiempo. Un proceso que, sin ninguna duda, se inició el 14 de octubre de 1066 con la batalla que hoy conocemos como Hastings.
Bibliografía
Balbás, Yeyo, “La crisis sucesoria de 1066”, Desperta Ferro Antigua y Medieval, 60 (2020), pp. 14-18.
Bennett, Matthew, “La batalla de Hastings”, Desperta Ferro Antigua y Medieval, 60 (2020), pp. 42-51.
Bennett, Matthew, Normandos contra sajones, Oxford: Osprey Publishing, 2011.
Brooke, Christopher, The Saxon and Norman Kings, Oxford: Blackwell, 2001.
Crouch, David, The normans. The History of a Dinasty, Londres: Hambledon Continuum, 2007.
DeVries, Kelly, y Livingston, Michael, “La batalla en el puente, cuando Haroldo Hardrada se enfrentó a Haroldo Godwinson”, Desperta Ferro Antigua y Medieval, 60 (2020), pp. 34-41.
Gravett, Christopher, Hastings 1066. The Fall of Saxon England, Oxford: Osprey Publishing, 1992.
Grehan, John, y Mace, Martin, The Battle of Hastings 1066. The Uncomfortable Truth, Barnsley: Pen & Sword Military, 2012.
Hjardar, Kim, y Vike, Vegard, Vikingos en guerra, Madrid: Desperta Ferro, 2018.
Roach, Levi, “La Inglaterra anglosajona”, Desperta Ferro Antigua y Medieval, 60 (2020), pp. 6-11.
Muy buen artículo, me gusta especialmente la forma en que es relatado.